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La araña negra, t. 3

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El capitán acogió con sonrisas estas indicaciones del vizconde.



– ¿Te ríes?, ¡eh! Pues no harás nada si dejas de seguir mis consejos. Soy hombre experimentado, aunque nadie lo quiere creer en el regimiento, y sé lo que debe hacerse en estos casos. Además, si quieres ver a Enriqueta, tal vez encuentres ocasión algunas tardes si vas a menudo al paseo de la Castellana. Algunas veces el conde de Baselga se acuerda de lo que fué, siente la nostalgia de sus buenos tiempos, cuando galopaba al frente de un escuadrón de la Guardia, y monta a caballo para acompañar a su hija, que es la muchacha que en Madrid mejor sabe manejar una yegua. En esto no desmiente su procedencia y demuestra que por sus venas corre la sangre de un hábil y valiente jefe de caballería. Yo en tu lugar alquilaría un caballo, aunque esto te lleve una parte importante de la paga, e iría todas las tardes a la Castellana. No sería difícil que de este modo consiguieses llamar la atención de Enriqueta, que admiraría más a un buen mozo, como tú lo eres, viéndolo sobre un brioso caballo.



La conversación entre los dos militares comenzó a languidecer. El alférez, que tanta ansia sentía poco tiempo antes de desahogar el cúmulo de palabras almacenadas en su menguado cerebro, coronaba todos sus párrafos con una copita de ron, y al poco rato fué sumiéndose en una calma beatífica, de la que no le sacaba su compañero, el cual solamente contestaba con monosílabos y sonrisas.



El vizconde acabó por extender sus piernas con estremecimientos voluptuosos, sobre el viejo sofá del cuarto de banderas, buscando la mejor posición para echar un sueñecito y que transcurrieran, aún más velozmente las horas que le quedaban de arresto.



Alvarez sabía ya todo lo que deseaba, y, comprendiendo que su fatuo compañero no le diría más, se dispuso a salir.



– ¿Te vas, chico? – dijo el alférez con voz indolente.



– Sí. Te hago el favor de dejarte solo. Que duermas bien y no sueñes con el coronel.



– Gracias. Y en cuanto a enamorarse de esa muchacha, piénsalo bien. Es una barbaridad de la que llegarás a arrepentirte; pero, en fin, si te empeñas en quererla y la cosa no tiene remedio, acuérdate de mi consejo. Hazte amigo del padre Claudio, que con su apoyo, hasta un barrendero podrá aspirar a la mano de una infanta de España.



V

Se eclipsa el astro

Era una continua obsesión la que ejercía el recuerdo de Enriqueta en el capitán Alvarez.



Aquellos ojos negros brillando bajo el encaje de una capota blanca, eran una imagen fantástica, una eterna aparición que turbaban la santa tranquilidad en que hasta entonces había vivido el capitán.



No podía ver en la calle un sombrero femenil como el de Enriqueta, o un traje semejante, o una mujer que, mirada por la espalda, presentase un aspecto parecido, sin que al momento corriese en su seguimiento para sufrir después una dolorosa decepción que le ponía triste y malhumorado durante algunas horas.



Un día, a la puerta de la iglesia de San José, encontró a la baronesa de Carrillo, con su traje negro y su majestuoso aspecto de beata elegante. Iba sola, pero a pesar de esto, Alvarez, por un irreflexivo instinto, la siguió como si fuese su hermanastra, y únicamente cuando la baronesa, después de un paseo de algunas horas por las calles de Madrid, entró en su casa, no sin antes lanzar a su perseguidor unas cuantas miradas de ultrajante orgullo, fué cuando comprendió el capitán que había hecho una barbaridad.



Conforme avanzaba el tiempo y transcurrían los días sin ver a aquella joven que tanto le había impresionado en el Retiro, Alvarez sentíase más tenazmente dominado por aquella pasión, y dedicaba a ella toda su existencia.



El que era citado en el regimiento como modelo de oficiales puntuales comenzaba a descuidar los actos del servicio y se mostraba distraído hasta el punto de que algunos compañeros lo sorprendieron en el cuarto de banderas rasgueando al dorso de los partes de los subalternos letras enrevesadas y fantásticas que, unidas, formaban un nombre: Enriqueta.



Las noches que llovía, el capitán volvía a casa calado hasta los huesos, ni más ni menos que un paciente mozo de cuerda que espera en la esquina quien le dé trabajo, lo que obligaba a su fiel asistente Perico a hacer mil conjeturas, todas a cual más disparatada.



Para el asistente no pasaba desapercibido que su amo sufría un trastorno que turbaba su vida, hasta entonces tan regular y monótona, y con el picaresco olfato adquirido en el roce con las gentes de su clase, adivinaba que en todo aquéllo "había faldas de por medio".



Una circunstancia le afirmaba cada vez más en esta creencia, y era que algunas mañanas, al limpiar el cuarto de su señor, encontraba sobre la mesa pliegos de papel cubiertos de renglones desiguales que el asistente, con la torpeza propia del que en su niñez sólo llegó a adivinar en la escuela lo que podía ser la lectura, iba descifrando. De este modo supo Perico que su amo pasaba las noches haciendo versos y que éstos siempre iban dirigidos a una tal Enriqueta, nombre que el asistente no adivinaba a quién pudiera pertenecer por más que repasaba en su memoria todas las señoritas cursis, hijas de pupileras y modistillas con quienes el capitán había distraído el tedio de la vida de guarnición.



Efectivamente, Alvarez combatía la tristeza que de él se apoderaba apenas se encerraba en su habitación, escribiendo versos a la hija de Baselga, a quien sólo una vez había visto, y cuando no desahogaba de este modo su fiebre amorosa, iba a situarse en la calle de Atocha, y transcurrían para él las horas paseando la acera de enfrente de la casa del conde, siempre acechando una ocasión para contemplar el rostro de Enriqueta.



El carácter tenaz e impresionable de Alvarez se revelaba en aquella ocasión en toda su plenitud.



Ni las lluvias, ni el frío, ni la insolente curiosidad de los vecinos, conseguían apartarle de aquella continua observación, de aquel implacable acecho llevado a cabo sin ningún plan ni propósito fijo.



Todo lo que las curiosidades de los transeúntes y las furibundas miradas del grueso portero de la casa de Baselga lograron de la tenacidad del joven capitán, fué que éste se despojase de su uniforme para ser menos notado, y que, vestido de paisano, siguiese paseando la calle con todo el aspecto de un poeta bohemio a quien le sienta mal la ropa.



No compensaba el éxito la tenacidad que en aquel asedio mostraba el capitán.



Algunas veces logró contemplar en uno de los balcones del piso principal, por muy breves instantes, a la hermosa Enriqueta vestida en traje de casa; pero estas apariciones fueron poco frecuentes, y, en cambio, todas las tardes veía pasar, tras los cristales de alguna ventana, los coléricos ojos de la baronesa y su boca contraída por un gesto de rabia.



Otro ser llamaba también la atención del enamorado capitán, y era un muchachuelo como de trece años, alto, flacucho, de constitución anémica, de rostro pálido mate, pero con ojos vivos y hermosos que recordaban los de Enriqueta.



Era el hermanito; aquel ser débil y fanatizado que, según las revelaciones del alférez Lindoro, estaba destinado a servir a la Iglesia.



Alvarez, plantándose audazmente frente al balcón, le miraba con aquella simpatía que le inspiraban todos los seres que rodeaban a la mujer amada; pero el muchacho fijaba en él los ojos con aire de extrañeza, y al fin se retiraba con el mismo aire de una niña que se ve contemplada con curiosa insolencia.



Una tarde, a la misma hora en que Alvarez, puesto de uniforme y cubierto de polvo del campo de maniobras, en que había hecho ejercicio su regimiento, volvía con el propósito de pasar una sola vez por la calle de Atocha, animado por la vaga esperanza de ser más afortunado que otras veces y contemplar a Enriqueta, vió salir del portal de la casa de Baselga dos briosos caballos montados por una airosa amazona y un señor de marcial figura y pelo cano.



Eran Enriqueta y su padre que se dirigían a la Castellana.



El conde de Baselga estaba algo maltratado por la edad, pero no había perdido su antiguo aspecto. Su rostro, a fuerza de estar curtido, tenía un tinte cobrizo; sus patillas eran canas, y su abdomen demasiado prominente para un gallardo jinete; pero a pesar de esto, todavía resultaba una hermosa figura moviéndose al compás del paso de su cabalgadura.



Junto a él, con el rostro grave y sin que entre ambos se cruzara la más leve palabra, iba la hermosa Enriqueta, a cuya figura daban aún más realce la negra amazona que marcaba todas las líneas de su busto escultural, y el gracioso sombrerillo del que colgaba el blanco velo que envolvía, como una nube, su rostro.



Baselga marchaba al lado de su hija en actitud rígida e indiferente, pero de vez en cuando la examinaba con rápida mirada, y en su rostro marcábase una expresión momentánea de satisfacción.



En aquel hombre notábanse dos orgullos satisfechos: el de padre y el de viejo soldado, y al par que admiraba la gracia de la hija, mostrábase contento por la pericia de aquella discípula que hacía honor a sus lecciones manejando el caballo de un modo magistral.



Cuando los dos jinetes pasaron cerca del capitán, el conde le miró con esa instintiva y rápida atención que merecen los oficiales jóvenes a todo militar viejo, y Enriqueta, al conocerle, volvió rápidamente la cabeza, como si quisiera evitar la indiscreción de una mirada.



De poder realizar sus deseos, el capitán hubiera seguido a los dos jinetes, que se alejaban; pero le era imposible encontrar inmediatamente otra cabalgadura, y en aquel momento se propuso cumplir los consejos del alférez Lindero, y juró que desde el día siguiente se presentaría a caballo todas las tardes en la Castellana, a pesar de que montaba muy mal.



Cuando aquella noche su asistente Perico recibió la orden de tener preparado para el día siguiente, a las tres de la tarde, un buen caballo, el pobre muchacho abrió los ojos desmesuradamente en señal de extrañeza, y se afirmó en su creencia de que al señorito le sucedía algo gordo. Sabía él que el capitán no era un modelo de jinetes, y no podía explicarse su repentino deseo de exhibirse en las calles de Madrid montado en un rocín de alquiler.

 



Pero Perico tenía la costumbre de obedecer las órdenes sin replicar, evitando a su amo preguntas superfluas, y en la tarde del día siguiente tuvo en la puerta de la calle el caballo que el capitán deseaba.



Alvarez, aunque no fuera gran jinete, presentaba sobre el caballo una figura aceptable, y al pasar por la calle de Atocha consiguió que el portero de casa de Baselga le mirara con extrañeza, como si no comprendiera el motivo por el cual un oficial de infantería se convertía en plaza montada.



La tarde entera pasó el capitán en la Castellana llevando su caballo unas veces al trote y otras al galope para distraer el tedio que de él comenzaba a apoderarse, y no vió entre la turba de paseantes un rostro amigo ni distinguió en los pelotones de elegantes jinetes a Enriqueta y su padre.



Sin duda al conde de Baselga le había dado aquel día por no salir, o la baronesa se había empeñado en llevarse a Enriqueta a alguna junta de cofradía. Total: que la fatalidad se burlaba del capitán, el cual, por ver de cerca a la linda joven, se resignaba a galopar una tarde entera (diversión que le agradaba poco), por entre una turba de elegancias imbéciles que le miraban con extrañeza y parecían preguntarse con los ojos: ¿Quién es éste?



No por esto se desalentó Alvarez; tenaz como siempre en sus propósitos, siguió alquilando un caballo todas las tardes, y con la, fatalista pasividad de un moro aguardó paseando por la Castellana la aparición de aquella mujer que parecía haber pasado tan sólo ante sus ojos para engendrar un indefinido deseo que fuese su tormento.



Una semana después, en una tarde que nada tenía de hermosa, pues el cielo estaba cubierto de plomizos celajes y soplaba un viento frío con conatos de huracán, vió Alvarez a lo lejos venir hacia él, a todo el galope de sus briosos caballos, a Enriqueta y su padre.



El capitán experimentó gran emoción, y tan turbado quedó, que por un movimiento instintivo detuvo su caballo.



Plantando su cabalgadura en el centro del paseo, vió el capitán llegar a los dos hábiles jinetes, que pasaron por su lado con la violencia de una tromba.



Estaba Alvarez en tan extraña actitud que forzosamente había de llamar la atención, y tanto el conde como su hija se fijaron en él, reconociéndolo inmediatamente.



Para Baselga aquel joven capitán no era un desconocido ni resultaba ser casual aquel encuentro en el paseo, y buena prueba de ello fué que, al pasar cerca de Esteban y reconocerlo frunció el cano entrecejo, lanzándole una mirada fría y orgullosa. Sin duda su hija la baronesa le había dado cuenta de que un capitán, cuyas señas le detallaría, asediaba a Enriqueta ejerciendo una continua persecución amorosa que se estrellaba ante el retraimiento en que vivía la joven.



Esta también se fijó en Alvarez, pero su presencia sólo le arrancó aquella mirada, mezcla de extrañeza e indiferencia, que era en ella peculiar.



El capitán, repuesto inmediatamente de su impresión, lanzó su caballo en seguimiento de los dos jinetes, y así recorrió dos veces el paseo, llamando la atención de algunos transeúntes.



Alvarez, ocupado en contemplar las espaldas de su amada y su hermoso talle lo más cerca posible, no pensaba en las conveniencias ni el disimulo que debe observarse en materia de amores y desconocía el efecto que causaban aquellas imprudencias.



A Enriqueta no debía disgustarle del todo aquella adoración tan audaz y despreocupada, por cuanto varias veces volvió la cabeza y miró fijamente al capitán con aire entre ofendido y risueño; pero al conde, a quien no pasaban desapercibidas tales demostraciones, no le resultaban tan gratas las continuas audacias del militar, demostrándolo con rápidas ojeadas que lanzaba al insolente.



Aún dieron otra vuelta por el paseo los dos elegantes jinetes, seguidos siempre por el amoroso apéndice. El conde esperaba que el militar se cansase de la persecución; pero en vista de su tenaz importunidad, comenzó a sentirse dominado por aquella cólera que tan terrible le hacía.



Baselga apretaba nerviosamente su latiguillo y sentía tentaciones de revolver su caballo para ir a cruzarle la cara al insolente adorador. Con menos motivo había dado en su mocedad mayores escándalos; pero ahora se encontraba en una posición que exigía en él mayor prudencia, y reprimiendo su furor que ponía pálido su rostro e inyectados sus ojos, se decidió a abandonar al paseo.



No quería que aquellos burgueses plebeyos que paseaban a pie por los andenes fijasen su atención en él y su hija en vista de la importunidad del capitán.



El conde dijo rápidamente algunas palabras a su hija, e inmediatamente abandonaron la Castellana a todo galope, pasando como exhalaciones por entre los brillantes y blasonados carruajes, de cuyo interior les dirigían amistosos saludos.



Alvarez, incorregible, y como si no comprendiese el enojo de Baselga, fué en seguimiento de éste y su hija, y no cesó en su estúpida persecución hasta que ambos jinetes desaparecieron en el portal de su casa de la calle de Atocha.



Cuando el capitán, algunas horas después, se encontró solo en su habitación, se dió exacta cuenta de lo ridículo que había estado aquella tarde y del enojo que había provocado en Enriqueta y su padre.



La más terrible desesperación se apoderó de él. Era un bruto, lo reconocía francamente, y ni a un aguador se le podía ocurrir hacer la corte de un modo tan extravagante, llamando la atención de los curiosos e irritando a la mujer amada. Enriqueta odiaría ahora a un hombre que parecía empeñado en ponerla en ridículo, y su padre, mejor que entregarle la mano de su hija, lo que haría el día en que se le presentase con tal pretensión (si es que llegaba), sería darle de bofetadas.



La ofuscación sufrida durante el paseo se había desvanecido totalmente, y la realidad martirizaba ahora el ánimo de Alvarez.



Aquella noche fué cruel, pues el peor tormento que podía experimentar el capitán era que una idea desagradable se fijase tenazmente en su memoria.



Comió poco, riñó a su asistente, cosa que muy raras veces le ocurría, y durmió mal, viéndose atormentado en los instantes que lograba ser presa del sueño por terribles pesadillas, en que aparecían grotescamente mezclados el rocín de alquiler, las furiosas miradas de Baselga, los indiferentes ojos de Enriqueta y la facha ridícula de un maldito capitán que se parecía a él como dos gotas de agua y que hacía reír con ridiculeces grotescas a toda la humanidad.



Aquella noche fué para Alvarez de las más terribles. Cuando se levantó de la cama, poco después de amanecer el día, pensó con envidia en las horribles noches pasadas en los campos marroquíes, en peligrosas escuchas, mandando un grupo de hombres rodeado de enemigos, a gran distancia del núcleo del ejército. Allí se corría el peligro de recibir a cada momento un balazo o sentir una gumía en la garganta; pero al menos se dormía bien siempre que lo permitían los moros, y no se soñaba en miradas de indignación ni en capitanes puestos en ridículo.



Al entrar Alvarez pálido y ojeroso en el cuartel, le esperaba otro tormento. Allí se encontraba el alférez Lindero, que, como de costumbre, estaba al tanto de todo lo ocurrido el día anterior y conocía con todos sus detalles la ridícula persecución llevada a cabo por el capitán “Séneca”. Un “dandy” de su mismo fuste le había contado por la noche en el Casino las ridiculeces de un militar que parecía hacerle el amor a Enriqueta Baselga, y el vizconde adivinó que aquel ente extraño no podía ser otro que su amigo Alvarez.



¡Qué de estúpidas reconvenciones tuvo que sufrir éste, dichas con un acento paternal que movía a risa! ¡Cómo exageraba el vizconde, llevado de sus preocupaciones, la imprudencia del capitán!



Este estuvo tentado de enviar a mala parte al lindo alférez; pero a pesar de esto, acabó por hacer caso e impresionarse con sus palabras, sintiendo aumentar el disgusto que le producía su conducta del día anterior.



Tan avergonzado se mostró por esto, que se prometió internamente olvidarse de Enriqueta, y en muchos días no pasó por la calle de Atocha.



Para que aquella seductora imagen que había turbado su tranquila existencia se borrase por completo de su memoria, Alvarez apeló a todos los medios, y durante algunos días hizo, en unión de los oficiales más alegres de su regimiento, una vida de calavera.



Su asistente estuvo varias noches esperándole hasta el amanecer, y una mañana, al ver entrar a su señorito con el traje bastante desordenado, la faz algo congestionada y los ojos más brillantes que de costumbre, sospechó que el alcohol le había poseído durante algunas horas.



El capitán hizo una vida de café y de diversiones menos honestas durante algunas semanas, y al principio se complacía notando que las fugaces y continuas impresiones que aquella existencia agitada le proporcionaba, conseguían borrar de su memoria los angustiosos recuerdos; pero el mismo tenaz empeño que ponía en olvidarse de Enriqueta, era causa, sin duda, de que la imagen de ésta se reprodujese en su imaginación apenas se entregaba a la tra