El escándalo era completo.
Allí, estrechándose y avanzando la cabeza para ver mejor, estaba toda la servidumbre de la casa, desde la doncella de la baronesa al panzudo portero. El cochero y la cocinera hacían esfuerzos para no reírse, y procuraban imitar el gesto de estúpida extrañeza de sus compañeros.
El conde, ante aquella curiosidad doméstica, sufrió como pocas veces en su vida.
¡Cuánto iba a reírse aquella gente! Tenían ya tela cortada para murmuraciones que durarían más de un mes.