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La araña negra, t. 3

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XIV
Primavera de amor

La primera vez que Enriqueta y Esteban Alvarez se vieron de cerca y pudieron hablarse fué algunos días después de emprender su viaje la baronesa de Carrillo.

El invierno era frío y lluvioso, pero aquel día amaneció hermoso y sereno, y el ama de llaves de Baselga, a más de las diez, cuando su señor, después de almorzar se encerró en su gabinete para dedicarse a sus estudios, invitó a Enriqueta a dar un paseo.

Era simplemente, como decía Tomasa, una agradable escapatoria al Retiro, que aquel día debía de estar hermoso, y por esto Enriqueta se vistió modestamente, aunque con esa seductora coquetería instintiva en las jóvenes hermosas y elegantes.

El cochero recibió orden de enganchar, y media hora después, dentro de una elegante berlina, iban Tomasa y su señorita al hermoso parque que tiene Madrid.

Enriqueta sentía una agitación que tenía mucho de placentera. Iba por primera vez a hablar con el hombre adorado y no podía evitar cierta zozobra, hija del temor de aquel paso decisivo. ¡Ay, si la baronesa llegaba algún día a saber aquello!

Cuando entraron en el celebrado paseo, Enriqueta, con instintivo impulso, sacó la cabeza por la portezuela, y a lo lejos, bajo un grupo de árboles seculares, distinguió la viva mancha de color de un uniforme.

Era el capitán Alvarez, que, avisado por Tomasa, esperaba también impaciente.

Las dos mujeres apeáronse del carruaje, y dando orden al cochero para que esperase en aquel punto, internáronse en una umbrosa alameda sin mirar a Alvarez, el cual procuraba fingir una completa indiferencia mientras estuviera al alcance de las miradas del auriga y el lacayo. El ama de llaves le había recomendado mucho no cometer indiscreciones en presencia de aquellos criados aficionados al chismorreo de escalera abajo, cuyas revelaciones subían muchas veces a las habitaciones de sus tamos.

Poco rato después, en una plazoleta distante, reuníase el capitán con las dos mujeres.

Quien recuerde el feliz instante en que por primera vez habló a la mujer amada puede fácilmente imaginarse las impresiones que experimentaron Esteban y Enriqueta al verse juntos.

El capitán, aunque en su exterior mostraba cierto petulante asombro, era para ocultar mejor la turbación que experimentaba. Aquel endiablado mozo, que tan bien sabía entenderse a sablazos con los marroquíes, y que en épocas de paz, llevado de su carácter batallador, conspiraba contra el Gobierno, era en el fondo tímido como una doncella, y sentía gran cortedad al dirigir por primera vez la palabra a Enriqueta.

El no era ningún niño; había tenido sus novias en todos los puntos donde estuvo de guarnición, y en el regimiento lo consideraban como chico listo, que aunque serio, sabía sacar su parte a tiempo; pero había gran diferencia entre las modistillas y las señoritas cursis con que hasta entonces había tenido relaciones, y aquella joven elegante, millonaria y aristocrática, que contestaba a sus apasionadas cartas con lacónicos billetes, que aunque muy amorosos, parecían por su redacción despachos telegráficos.

Alvarez temía aparecer ridículo en la conversación y deshacer de este modo el buen efecto que en Enriqueta había producido su adoración desde lejos.

Por su parte, la joven experimentaba el mismo temor, y de aquí que ambos amantes caminasen delante de Tomasa exageradamente separados, balbuceando monosílabos, contentos con mirarse tiernamente, sonriendo ruborizados, y diciendo de vez en cuando frases estúpidas, sobre la belleza del día, la lluvia de la semana anterior y el frío que hace en invierno.

Al fin la juventud y el amor desvanecieron aquellos temores; los jóvenes se avergonzaron de su conversación imbécil, y después de esperar cada uno de los amantes que el otro iniciase el amor en el diálogo, como riachuelos que hinchados por la tempestad rebosan sus ribazos y saltan sus presas destrozando todos los obstáculos, los dos comenzaron a hablar con encantadora verbosidad, al principio con cierto recelo y después con tanta confianza como si hubiesen estado juntos desde su infancia.

Alvarez se reía ahora de su sospecha de resultar ridículo. Enriqueta le amaba y él, al hablar, decía cuanto le dictaba su cariño, acogiendo la joven con estremecimientos de placer aquellos juramentos de amor, extremadamente novelescos, que le dirigía el capitán.

¡Qué mañana tan hermosa fué aquélla para el enamorado militar! En su pensamiento surgía el recuerdo de aquella otra en que vió en igual sitio a Enriqueta, y al contemplarse ahora al lado de la hermosa joven en íntima conversación con ella se consideraba feliz, y creía que la vida no es tan mala como muchos quieren suponer.

Enriqueta llevaba un abrigo igual o parecido al que vestía aquella mañana del encuentro, y en su cabeza ostentaba la capota blanca con lazos de rosa, aquella capotita que danzaba en los ensueños de Alvarez. Aquello podía ser coquetería de la joven o casualidad; pero tal igualdad del traje contribuía a hacer más completa la felicidad del capitán.

Pareció a éste que no había transcurrido el tiempo, porque se encontraba aún en aquella misma mañana y que el año que había pasado con sus desconsoladoras excitaciones de impotente deseo y sus ensueños interminables era un rápido centelleo de su imaginación visionaria.

Tan penetrado estaba en esta ilusión que varias veces, con instintivo movimiento, volvió la cabeza al oír cómo crujía la arena del paseo bajo unas pisadas acompasadas. Era Tomasa, que marchaba lentamente y resignada, procurando que existiera alguna distancia entre ella y la pareja, para que los “muchachos” pudiesen hablarse con entera libertad. No era la baronesa, como se imaginaba Alvarez en su momentánea confusión, que le hacía creerse en la mañana misma que vió por primera vez a Enriqueta. Doña Fernanda se hallaba lejos del Retiro y más lejos aún de creer que su hermanastra paseaba al lado de "aquel militarucho insolente", oyendo con ruborosa complacencia sus razonamientos amorosos, que parecían salir de boca del galán de una comedia de capa y espada.

¡Cuán dulces fueron las emociones que experimentaron los dos jóvenes en aquella primera entrevista! Cada una de sus confianzas costábanles un sinnúmero de vacilaciones, de las que luego se reían con inocente candor. Necesitó Alvarez mostrarse cómicamente grave para que Enriqueta accediese a tutearle, como ya acostumbraba a hacerlo en las cartas, y para excusarse la joven dijo, con una franqueza adorable, que le daba vergüenza hablar con tanta confianza a un señor que tenía más años que ella.

Si Tomasa no está allí, Alvarez se la hubiera comido a besos.

Era ya mediodía y todavía la pareja, como cometa amoroso cuya cola era el ama de llaves, iba a la ventura corriendo en caprichoso zigzag el gigantesco parque, con gran desesperación de Tomasa, que comenzaba a cansarse y a sentir cierto enojo por la falta de atención de los enamorados, que no querían sentarse en ningún banco. ¡Aquellos malditos novios no llegaban a cansarse!

Esto y lo avanzado de la hora obligó a la franca aragonesa a intervenir en el amoroso diálogo.

Vamos, ¿no había ya bastante? ¿No era ya hora de retirarse a casa antes que el conde, al dirigirse al comedor, se extrañara de la tardanza de su hija?

– Ahora mismo nos iremos – contestaba Enriqueta, y volvía inmediatamente a mirar a su novio, reanudando la interrumpida conversación y siguiendo el paseo.

Varías veces hizo Tomasa sus advertencias, obteniendo siempre idéntica contestación. No era empresa fácil separar aquella pareja embriagada por el amor y que, arrullándose con las caricias de su mirada, perdía completamente la voluntad.

Aquel paseo se hubiera prolongado hasta la noche a no ser por la energía de la vieja doméstica, que con el rostro grave se plantó ante los dos amantes impidiéndoles el paso.

– No son ustedes razonables – les dijo – . ¡Ah, la juventud, la juventud! Todo quieren comérselo en un día, aunque después se mueran de hambre. Piensen ustedes que, si no se separan inmediatamente, alguien podrá sospechar lo que ocurre, en vista de nuestra tardanza, y ya no volverán a repetirse estas entrevistas… En fin… señorita Enriqueta, yo no estoy dispuesta a comprometerme tontamente, y si no nos vamos en seguida a casa, juro no volver a traerla más aquí.

Los novios se decidieron a separarse, y a corta distancia del lugar donde esperaba el coche verificóse la despedida.

Enriqueta, sonriendo con cierta pena en vista de la brevedad del placer, pues aquellas dos horas le habían parecido un minuto, tendió su enguantada manecita al capitán, quien la estrechó entre las suyas con energía cariñosa.

El dulce calor que transpiraba la fina cabritilla envolviendo aquella mano delicada, causó gran efecto en Alvarez, que se estremeció de pies a cabeza. Fué aquello un latigazo de esa extraña voluptuosidad que pone en tensión los nervios y embriaga el cerebro sin conmover ni una sola fibra de la carne.

Fuése alejando Enriqueta, y antes de desaparecer volvió la cabeza varias veces para enviar a su amado sonrisas de felicidad.

Aquella fué la época feliz de Alvarez, que hasta entonces no había conocido realmente el amor.

Ver a Enriqueta y hablarla era su mayor placer, y la felicidad llegó a hacerle exigente hasta el punto de mostrarse malhumorado el día en que por cualquier accidente no podían las dos mujeres salir de casa y dejaban de acudir al punto de cita.

Llovía aquel año con frecuencia, y Alvarez, que antes se preocupaba muy poco de las variaciones del tiempo, dormíase ahora todas las noches pensando con inquietud en la problemática bonanza del día siguiente.

La lluvia o el frío malograban los paseos amorosos por el Retiro, y si Enriqueta y su fiel Tomasa se decidían a salir era para ir a alguna iglesia donde los amantes sólo podían mirarse de lejos, hablándose con los ojos. Un delicioso rozamiento de dedos al ofrecer el agua bendita de la pila, era lo único que alcanzaba el capitán en aquellas mudas entrevistas en el fondo de alguna iglesia obscura y mal oliente, conmovida por el monótono rugido del canto llano y el murmullo del rezo de las beatas.

 

Las entrevistas en el Retiro, aquellos paseos por avenidas alfombradas de hojas secas y orladas por grupos de árboles que con cierta salvaje grandeza cortaban el cielo con su pelado ramaje de esqueleto, gustaban más a los dos amantes, y especialmente a Enriqueta, que acudía al público parque apenas el día no se mostraba tormentoso.

Aquella Arcadia amorosa, que tenía por fondo un imponente paisaje de invierno, se prolongó por espacio de unos dos meses, y en este tiempo los amantes llegaron al último límite de una intimidad tan casta como cariñosa.

Horas enteras de conversación, en que las lenguas se mostraban tan activas como lánguidos los ojos, momentos de dulce abandono, sirvieron para que cada uno de ellos vaciase su memoria al oído del otro, relatando los sucesos de su vida pasada, sus deseos y sus aspiraciones.

No había secretos ni calculadas reservas en aquella interminable charla amorosa, que tenía mucho de los caprichosos giros del gorjeo del ave; hablaba el corazón en todos los momentos, y a los pocos días cada uno conocía tan perfectamente la vida del otro, como la suya propia.

Enriqueta experimentaba un gran consuelo al tener alguien, que no fuera el ama de llaves, a quien comunicar las penas que le ocasionaba su educación casi religiosa, que pugnaba con su carácter, y las exigencias imperiosas de la baronesa.

Alvarez, oyendo a su novia, sintió crecer su odio contra aquella señora que tan antipática le era.

La personalidad del conde no le inspiraba ningún sentimiento, pues el capitán la consideraba como misteriosa e indefinida.

Siempre que Enriqueta hablaba de su padre lo hacía con tal brevedad y con tanta falta de pasión, que Alvarez no tardó en adivinar que la hija de Baselga sentía hacia éste la misma frialdad temerosa, nacida de la falta de confianza.

Aquel buen señor, que hacía una vida aislada y silenciosa como la de un eremita, y que pasaba los días enteros encerrado en su despacho sin permitirse ninguna expansión ni mostrar su afecto a la familia, resultaba un ente misterioso, y Alvarez, en su imaginación de poeta, casi llegaba a representárselo como uno de los fantásticos y tétricos protagonistas de los cuentos de Hoffman.

Conforme iba conquistando Alvarez la confianza de su amada y se enteraba de las particularidades de su familia sentíase invadido de una gran tristeza que ocultaba cuidadosamente.

Aquella baronesa, orgullos e irascible, y el conde, grave, inabordable y misterioso, le causaban miedo, pues comprendía que él, pobre, humilde y sin otro patrimonio que su valor y su talento, nunca conseguiría entrar legalmente en la familia siendo esposo de Enriqueta, que era lo que anhelaba, más por amor que por ambición.

Aquella era la única nube que empañaba el puro cielo de su primavera de amor.

La época feliz de sus amores duraría el tiempo que la baronesa tardara en volver a Madrid.

El día en que doña Fernanda regresara a casa de su padre, Enriqueta volvería a su vida semimonacal, y él tendría que contentarse con pasear la calle, sosteniendo unos amores románticos que acabarían a la puerta de un convento.

Alvarez estaba triste. Los días en que más locuaz y adorable se mostraba Enriqueta eran los en que más sufría el capitán apenas quedaba solo y reflexionaba sobre el porvenir.

XV
El amigo de Baselga

El conde de Baselga tenía un amigo a quien no vacilaba en dar este nombre.

Aquel misántropo, que huía del trato social no buscando más compañía que la de los libros, habíase sentido ablandado de repente en su genio arisco e impenetrable, concediendo poco a poco su confianza a un joven.

Entre los pocos que invitaban en aquella casa por pura cortesía y que merecían no ser comprendidos en una recepción fría y ceremoniosa figuraba Joaquín Quirós, joven a quien ciertos periódicos nombraban siempre con el aditamento de "distinguido e ilustrado" y que tenía alguna reputación entre la alta sociedad de Madrid.

Estaba ya cinco años empleado en el ministerio de Estado y figuraba con cierta autoridad al frente del tropel de vizcondes y marquesitos que, expertos en dirigir un cotillón, mascullando medianamente el francés y hablando horriblemente el castellano, estaban agregados al citado ministerio, donde se preparaban a representar a España, tiempo adelante, en lejanas Embajadas.

Joaquinito Quirós, como le llamaban en las reuniones notables, a pesar de que estaba ya en sus treinta años, era hijo único del segundón de una gran casa, que había gastado hasta su último ochavo en Nápoles en ridículas ostentaciones de riqueza, para hacer ver al mundo que España elegía siempre sus embajadores entre la gente más opulenta y manirrota. Cuando no tuvo ya con qué pagar comidas a lo Lúculo y caprichos propios de Creso y hubo de ceñirse a vivir de su sueldo de embajador, creyó que España quedaría deshonrada si sobrevivía su arruinado representante, y un tiro rompió la caja de hueso que contenía aquel menguado cerebro.

Cuando aquel loco se suicidó, su hijo tenía muy pocos años, y aunque estaba emparentado con la nobleza más distinguida, fué escasa la protección que recibió, y hubo de amoldarse a una vida mísera que compartió con su madre. El descendiente del que en Nápoles encomendaba a Sévres una vajilla de frágil porcelana que costaba una fortuna, y a los postres la arrojaba por el balcón, riéndose del asombro de los convidados, antes de ser hombre supo muchísimas veces lo que era hambre y algunas noches se durmió envuelto en una manta apolillada, pensando que la suprema felicidad en este mundo era tener una estufa en la alcoba.

Mediante el auxilio mezquino de algunos parientes de su padre y valiéndose principalmente de su carácter flexible y adulador y de una rápida y certera intención para apreciar las debilidades de los hombres, el joven consiguió seguir la carrera de leyes con escasa brillantez, pero sin perder un curso, y cuando tuvo el título de abogado, se lanzó al mundo haciendo valer las condiciones ya citadas.

Fué un chico amable, humilde e instruído, un muchacho juicioso, que jamás caería en las extravagancias de su padre, y las familias aristocráticas que de este modo hablaban de Joaquín Quirós, tuvieron empeño y hasta mostraron entre ellas cierta competencia por ayudar y proteger a aquel joven que con una sencillez conmovedora agradecía cuantos servicios le prestaban.

Quirós, tan humilde y tan ingenuo, se reía en su interior de la imbecilidad de aquellas gentes, que le encumbraban por parecer caritativas, y lejos de enfadarse por aquellos favores que olían a limosna, sabía acertadamente adular a unos y excitar el orgullo de otros, siempre en provecho propio, creando una rivalidad entre todos los que a porfía le ayudaban a conquistar una posición.

La miseria y los desaires sufridos en su juventud habían quedado muy impresos en su memoria, y al par que odiaba a todas aquellas gentes que le auxiliaban, lo mismo que si se tratara de un criado simpático, digno de mejor suerte, sentía un hambre insaciable de riquezas para resarcirse de los crueles tormentos de su anterior pobreza.

Las recomendaciones de sus aristocráticos protectores, que hacían valer los “servicios” que a la patria había prestado el padre de Quirós, lograron que éste fuese admitido en el ministerio de Estado, donde no tardó en abrirse paso. Aquel diablo de Joaquinito, como decían las viejas señoras que le protegían, tenía un aspecto tan simpático y era tan amable que en todas partes donde entraba conseguía hacerse el amo a fuerza de cariño. Así era; pero lo que Quirós tenía principalmente en su favor era su facultad de adulador rastrero, pero hábil, que le hacía descubrir con rápido golpe de vista las debilidades de sus superiores, a los cuales sabía elogiar a tiempo, consiguiendo de ellos una sonrisa de benevolencia protectora.

Además, el joven era trabajador y sabía mostrar tan oportunamente su mediana inteligencia, que ésta parecía muy superior a su verdadero mérito. Con estas condiciones había de sobra para abrirse paso en una oficina del Estado.

A los pocos meses de estar en el ministerio, Joaquinito, siempre amable y humilde sin afectación, era el imprescindible. Los jefes más adustos y viejos, que miraban siempre con prevención a los jóvenes agregados, tenían para él sonrisas de cariño y hablaban con acento protector de su talento y laboriosidad, y en cuanto al tropel de futuros diplomáticos, que en los gemelos de su camisa ostentaban un fárrago inmenso de heráldica, le reconocían voluntariamente como jefe y maestro en todas las materias.

Los futuros embajadores le consultaban, convencidos de su superioridad, cuando hacían algún trabajo por encargo de sus superiores, y aún se mostraban más atentos y sumisos a sus consejos en materias de distinción y elegancia, pues aquel muchacho, que había paseado cuando estudiante sus zapatos rotos y su traje deslucido y remendado por todo Madrid, era ahora el más autorizado intérprete de la moda francesa.

El "pollo" Quirós, como le llamaban en el Casino, era el más acabado tipo del vividor elegante.

Aquella sociedad aristocrática que le mimaba dispensándole algunas consideraciones, tal vez lo despreciaba en el fondo, considerándolo como un ser insignificante por su posición poco desahogada; aquellos marquesitos que le consultaban mirábanle en ciertas ocasiones con la superioridad que tiene el que sirve al Estado por gusto, sobre el que es empleado por comer; pero Quirós, a pesar de conocer el verdadero concepto que merecía a aquellas gentes, continuaba como siempre, y explotando la benevolencia de unos y otros, iba echando raíces que aseguraban los avances que hacía, siempre en busca de fortuna.

Los cambios políticos, esos terribles cataclismos para el empleado, que barren furiosamente el personal de las oficinas para sustituirlo por otro tan inepto como el anterior, aunque más hambriento, no conseguían atemorizar a Quirós, que se consideraba muy fuerte y seguro en el puesto que ocupaba. Empleado por los moderados en el período álgido de la brutal dictadura de Narváez, y significado por sus exageradas muestras de adhesión al Gobierno, al subir al Poder la Unión Liberal esperaban todos sus compañeros que cayese sobre él la cesantía; pero ésto no llegó y en su lugar vino un ascenso.

Tenía amigos protectores en todos los partidos; sus superiores le querían, los títulos más linajudos le daban su protección, y especialmente contaba con el apoyo del padre Claudio, a quien había conocido en el mundo elegante y el cual le apreciaba haciéndose lenguas de su talento. El jesuíta había adivinado en él un hermano malogrado que de llegar a vestir la sotana hubiera prestado grandes servicios a la Orden como confesor de princesas e intrigante palaciego.

– Me río yo de los cambios políticos – decía el joven vividor con aire de hombre confiado – . Yo estoy a prueba de cesantías, y mientras tenga tan buenos amigos me da lo mismo que mande O’Donnell o Narváez.

Quirós no contaba únicamente con sus cualidades de joven laborioso, amable y sencillo. Tenía otras que le hacían ser muy apreciado en la alta sociedad, especialmente por las señoras y los personajes serios.

Ante todo era un espíritu profundamente religioso. Era, según la feliz expresión del padre Claudio, un muchacho como ya no los había en este siglo de escepticismo y de incredulidad.

¡Con qué fervor hablaba Quirós en los bailes, entre un vals y un rigodón, de la santa religión católica, ante un grupo de viejas retocadas que rabiaban al tener que desempeñar el papel de beatas, ya que no podían hacer lo que en sus juveniles tiempos! Con tanto fuego y acento tan expresivo defendía a la religión aquel diplomático vividor, que hubo quien le comparó una vez al elocuente San Bernardo, ignorando, sin duda, que el fanático competidor de Pedro Abelardo no sostenía contiendas religiosas, después de haber disertado con brillantez en una mesa del Casino, acerca de la nueva forma de los fracs y de los botones que debían llevarse en la pechera.

Donoso Cortés era el modelo de oratoria, el gran maestro para aquel intrigante aprovechado, y con acento declamatorio, mirando unas veces al cielo como víctima que pide misericordia, y tronando otras con acento apocalíptico, ensartaba lugares comunes para arrojarlos contra la sociedad descreída que odiaba a los sacerdotes y se mofaba del catolicismo, prediciendo un sinnúmero de catástrofes horripilantes si el mundo no se separaba de la senda de perdición a que le impulsaban las doctrinas republicanas y librepensadoras.

 

¡Qué talento tenía aquel Joaquinito! Lo malo era que algunos de sus aristocráticos compañeros de oficina, oyéndole perorar de este modo ante unas cuantas viejas y antiguos calaveras convertidos ahora en beatos, aunque ponían una cara compungida, propia de un devoto indignado, se reían en su interior, recordando alegres cenas en un gabinete particular de Fornos, donde Quirós, dando besos y pellizcos a las convidadas que tenía más cerca, se esforzaba en demostrar que en el mundo todo es carne y dinero y que el hombre de talento debe excederse por alcanzar estos dos medios de felicidad, dejando para el populacho el consuelo de la religión, que él calificaba de farsa, entre las risotadas de aquellos marquesitos que pertenecían a familias muy cristianas y habían sido educados por los padres jesuítas.

– ¡Valiente farsante! – decían admirados al oírle declamar a favor de la religión aquellos hijos de familia que en sus casas se veían precisados a proceder tan hipócritamente, aunque con menos talento.

Quirós no se contentaba con ser un predicador de salón, pues ansioso de ganar alguna notoriedad, escribía en el "Boletín de las Damas Católicas", un periódico que pasaba por órgano del padre Claudio y cuyos números figuraban en los tocadores de las señoras de la aristocracia, manchados muchas veces por el colorete y el agua de Colonia. En aquella publicación, que era como la trompeta de la elegancia devota, llamando sin cesar a que se prosternasen a los pies de los jesuítas todas las personas de gran fortuna, Quirós publicaba artículos trascendentales sobre la inmoralidad de los tiempos o acerca de la impiedad reinante, tratando con un desdén olímpico a un joven catedrático casi desconocido que se llamaba Castelar, y que en la Universidad Central daba rudos golpes al ultramontanismo fanático, explicando historia, y a un tal Pi y Margall que escribía libros sobre arte y ciencia canónica, que la autoridad se apresuraba a recoger con tanta presteza como si se tratase de combatir una invasión epidémica.

¡Qué cosas se le ocurrían al "pollo" cuando trataba con tan soberano desprecio a aquellos escritorzuelos impíos, y con qué desparpajo se burlaba de ellos!

Aquello era escribir, según la opinión del padre Felipe y todas sus antiguas penitentas, y no lo que hacían unos libelistas que el pueblo se empeñaba en aplaudir y que sólo sabían hablar mal de la Iglesia, fiel representante de Dios.

Quirós, sin perder en la alta sociedad su carácter de hombre elegante, que buscaba un acomodo definitivo, por ejemplo, una esposa rica, consiguió fama de joven juicioso y de escritor notable, viniendo a coronar su reputación una novela titulada: "¡Pobre Eulalia!", engendro lacrimoso y dulzón que, encuadernadito en color de rosa, salió de la imprenta para ser hojeado por blancas y aristocráticas manos, descansando sobre el mármol de los tocadores o en el fondo de perfumados costureros acolchados de raso. Fué aquello un éxito espantoso, una apoteosis de amables sonrisas y de encantadoras felicitaciones de un púbilco femenino entusiasmado por la moral de aquella novela. ¡Cuánta pulcritud en el argumento! Aquella obra era un dechado de delicadeza y pregonaba el sorprendente talento del autor. Los personajes hablaban como serafines, se pasaban la vida suspirando; no conocían sino de oídas la maldad, que tanto abunda en el mundo, y se movían como las figurillas de un teatro mecánico a voluntad del escritor. La protagonista, joven cándida, inocente y angelical, envuelta siempre en blancas vestiduras y tan ideal y vaporosa a fuerza de ser llorona que llegaba a dudarse si sus diminutos pies tendrían a continuación carnales pantorrillas, pasaba las de Caín perseguida siempre por el traidor de la obra, un señor que, por añadidura, nunca iba a misa y hablaba mal de los curas; pero el lector, después de sufrir y llorar con las desdichas de Eulalia, quedaba consolado y alegre, pues en el epílogo moría el monstruo y triunfaba la inocencia, pues hay un Dios que premia la virtud y castiga la maldad, aunque en el mundo vemos lo contrario todos los días.

Los mismos periódicos que hablaban con fruición de la caridad y de las costumbres virtuosas de la baronesa de Carrillo, se hicieron lenguas de la flamante producción de don Joaquín Quirós, "uno de los más decididos adalides de nuestra santa causa", y el joven consiguió un triunfo completo.

A los veintinueve años Quirós se acordaba algunas veces de la miseria que había sufrido en su niñez y de las privaciones terribles que para educarle se imponía su difunta madre, y al verse en la actualidad considerado en unas partes como hombre distinguido, en otras como necesario, y en todas como digno de aspirar a más altos destinos, reconocía que la suerte no le había sido esquiva y que aún podía prometerse mayores felicidades en el porvenir.

Como escritor religioso y joven distinguido figuraba en varias asociaciones devotas. Era aquél el tiempo de las cofradías, pues la sociedad elegante reflejaba las aficiones de la corte, donde imperaban como consejeros supremos Sor Patrocinio y el padre Claret. El general O’Donnell, para agradar a la reina y conservar el Poder, veíase obligado a ir en las procesiones de la cofradía de San Pascual, con el escapulario al cuello y el cirio en la mano, y cuando tal hacía el jefe del Gobierno, inútil es decir el deseo de imitación de aquella sociedad aristocrática que amoldaba todos sus gustos y diversiones a aquellas que privaban en Palacio.

Ser miembro importante de una cofradía aristocrática, de una de las asociaciones creadas con aparente fin benéfico por la incesante propaganda jesuítica, equivalía en aquella época a tener abiertas las puertas de los principales centros oficiales, a ser considerado como un alto personaje revestido de cierta inmunidad, y por esto el aprovechado Quirós, que nunca se equivocaba al elegir el más rápido camino para hacer carrera, mostró gran empeño en tomar importante participación en aquella corriente religiosa y ofreció su servicio a cuantas fundaciones de tal género se iniciaron.

La directora de aquel movimiento devoto, el centro de aquel torbellino de fingida fe, era la baronesa de Carrillo, y bajo su protección se puso el aprovechado Quirós, prestándose a desempeñar el cargo de secretario en cuantas corporaciones fundaba doña Fernanda.

Las ocupaciones que este cargo llevaba anexas obligaban al joven a conferenciar frecuentemente con doña Fernanda, y de aquí que visitase casi diariamente la casa del conde de Baselga, donde llegó a ser casi tan considerado como el director espiritual de la baronesa.

Los criados encontraban a don Joaquín un señorito muy simpático, que tenía sonrisas y palabras amables hasta para el mas ínfimo servidor; doña Fernanda aprovechaba todas las ocasiones para hacerse lenguas de su talento y su religiosidad, y Enriqueta era la única que lo miraba con cierta indiferencia, considerándolo sin duda como un ser superficial e insignificante, con ese buen golpe de vista que poseen muchas veces las niñas más inocentes.

El conde de Baselga consideró, al principio, del mismo modo que su hija a aquel joven tan locuaz y adulador, pero poco a poco fué interesándose por él, y de una indiferencia despreciativa pasó a un afecto que poco a poco fué creciendo y dominándolo.

Era que la astucia de Quirós había adivinado el punto flaco de aquel carácter taciturno y desconfiado, y comenzaba a explotar sus aficiones y creencias.

El afecto de Baselga considerábalo de gran importancia para él, y de aquí que hiciese toda clase de esfuerzos para ser su amigo.