El libro sobre Adler

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8. En danés, hvad Tiden fordrer: exigencias de la época. Expresión muy utilizada en tiempos de Kierkegaard (por personalidades como J. L. Heiberg, F. W. Rothes o F. C. Sibbern) referida a las reivindicaciones de cambios políticos (como las de los liberales), reformas eclesiásticas (como las de los seguidores de N. F. S. Grundtvig), entre otras.

9. En danés, Præmisse-Forfatter: escritor de premisas. Kierkegaard utiliza esta expresión para referirse a los falsos escritores, frente a los escritores genuinos, es decir, aquellos que poseen una verdadera concepción de la vida (véase nota 5). Hemos mantenido la traducción literal, a pesar de que en algunos momentos pueda resultar algo forzada con el fin de no perder el juego de palabras que se mantiene a lo largo de todo el texto referido a la relación premisas/conclusiones.

10. Probable alusión a Aristóteles, Refutaciones sofísticas, capítulo I, 165a, 21-23.

11. Variación de una historia recogida en Platón, Gorgias 464d-465a.

12. Época marcada por un malestar social, político y cultural que puede llevar a sublevaciones o demandas de reformas. Expresión utilizada y comentada (en oposición a la de «época de actuación») en De los papeles de alguien que todavía vive, cit., p. 34.

13. Expresión popularizada en el siglo XIX que proviene del alemán Zeitgeist.

14. Cf. Dn 2,1-12. Nabucodonosor (605-562 a. C.) fue el gobernante babilonio más conocido por haber destruido Jerusalén en dos ocasiones. Nabucodonosor convocó a varios magos, astrólogos y adivinadores para que interpretaran un sueño que le perturbaba, pero sin revelárselo, de modo que también debían adivinar el sueño.

15. Versión libre de la escena IX de la comedia Les Premières Amours [Los primeros amores] (1825) del dramaturgo francés Augustin Eugène Scribe. Entre 1824 y 1874, Scribe fue el dramaturgo más representado en el Teatro Real de Copenhague.

* Este hecho ha ejercido una influencia altamente perjudicial sobre toda la literatura y ha dado lugar a una inversión perversa de la relación entre escritor y lector. Porque los falsos escritores (que son la mayoría y tan abundantes que casi todo el colectivo puede calificarse así) están necesitados no solo del dinero y del reconocimiento del público, sino que además necesitan del propio público para alcanzar el entendimiento y el sentido (como si estos pudieran transferirse sin más a cualquier escritor). El falso escritor es precisamente el que necesita del público o de la discusión para llegar a algún tipo de entendimiento. Cuando en la relación entre escritor y lector hablamos de necesidad, es el lector el que debería necesitar del escritor. Un escritor no debería necesitar nada, incluso debería ejercitarse éticamente para no necesitar del dinero ni del reconocimiento del público. Así y todo, un auténtico escritor seguirá siéndolo aun si adolece de esta debilidad. Pero si necesita del público para conseguir claridad y darle sentido al asunto, entonces es que el público sabe más que él, entonces es que es un mero aprendiz; Dios sabrá por qué se ha dedicado a escribir, Dios sabrá por qué triste confusión le llaman escritor. Los fuegos fatuos ciertamente logran adular al público en su vanidad, a ese mismo público al que le cuesta aceptar a los escritores genuinos, aquellos que realmente saben en su interior y en su responsabilidad ética ante Dios que son escritores. El público prefiere a sus propias criaturas, al talentoso con deficiencias éticas, al pelagatos, al buhonero convertido en escritor (pues es un necesitado en todos los sentidos, un necesitado del público en todos los sentidos, de su enseñanza e instrucción, de su dulce condescendencia, de su clementísimo aplauso con aire de experto, de su dinero, de su reconocimiento). Por supuesto, son las revistas y los periódicos en particular los que contribuyen a darle la vuelta a todo. Igual que en la historia de Grecia hubo un periodo semejante (el de los sofistas), en los tiempos modernos, y gracias a la prensa diaria, la sofística se ha convertido en una constante, en una necesidad diaria. [Las notas con asterisco son de Kierkegaard].

16. El sistema de servicios sociales en tiempos de Kierkegaard se organizó en Copenhague conforme a un plan aprobado el 1 de julio de 1799 cuyo principal objetivo era repartir limosna o proporcionar un trabajo a aquellas personas que no pudieran mantenerse por sí mismas.

17. Oxímoron latino referido a una frase en la que el sustantivo y el adjetivo se contradicen.

18. Obra del propio Kierkegaard, Stadier paa Livets Vei [Estadios en el camino de la vida] (1845).

19. Pasaje narrado también en Stadier paa Livets Vei [Estadios en el camino de la vida] (1845), SKS 6, pp. 337 ss.

20. En danés, Opsigtsbetjent: agente de la policía de Copenhague encargado de inspeccionar la conservación y la limpieza de las calles.

21. Argumento ex concessis o ad hominem es una falacia que consiste en descalificar a alguien en lugar de refutar sus afirmaciones.

22. Expresión repetida en varios pasajes del Nuevo Testamento (Mt 16,17; Gal 1,16; 1 Cor 15,50; Ef 6,12).

23. En referencia a la esfera religiosa.

* Dado que los periódicos escriben en nombre de todo el pueblo, la nación acaba dotada de una fantástica población que es tantas veces mayor con respecto a la población real como periódicos en mutuo desacuerdo se publican.

* Se cuenta que un campesino mendigaba caridad por un incendio. Una de las personas con las que se encontró le preguntó compasivamente: «¿Cuándo se produjo el incendio en su casa?», a lo que el campesino respondió: «Bueno, la verdad es que aún no se ha incendiado, pero lo hará pronto». El campesino no estaba seguro de vivir en el mejor de los mundos posibles, sospechó de la capacidad de la caridad humana hacia las víctimas de incendios y quiso comprobar previamente cuánto dinero podría obtener antes de prender fuego a su casa.

* Tener autoridad no es marchar al frente de un ejército, eso es impotencia; o al frente del público, eso también es impotencia; o estar armado. No, la autoridad se encuentra en estas breves, invariables e inamovibles palabras: «He recibido la llamada de Dios». La autoridad en un asunto así está atada de pies y manos, pues no puede cambiar nada en ningún caso.

24. Alusión a Mt 6,24, donde Cristo afirma que no se puede servir a dos señores al mismo tiempo, a Dios y a las riquezas.

25. En referencia al voluminoso libro de A. P. Adler Studier og Exempler [Estudios y ejemplos] (1846), compuesto de 573 páginas.

26. En todos los prefacios de las seis recopilaciones de sus Opbyggelige Taler [Discursos edificantes] publicadas entre 1843 y 1844, Kierkegaard repite que el autor no está autorizado para predicar.

27. Probable alusión al hecho de que Kierkegaard no fuera nunca ordenado pastor.

28. Referencia a varias caricaturas de Peter Klæstrup aparecidas en la publicación satírica Corsaren [El corsario] entre enero y marzo de 1846 en las que Kierkegaard luce unos pantalones remendados con una pernera más larga que la otra.

29. Probable alusión a los magistrados de la antigua Roma encargados del censo de la ciudad y la recaudación de impuestos, pero también de vigilar el patrimonio y el estilo de vida de los senadores.

30. Marco Porcio Catón (234-149 a. C.), apodado el Censor, conocido tanto por su habilidad y valor como militar, como por su defensa de las tradiciones romanas y la vida sencilla.

31. Probable alusión a las obras de Kierkegaard publicadas bajo pseudónimo: Enten-Eller [O lo uno o lo otro] (1843), Gjentagelsen [La repetición] (1843), Frygt og Bæven [Temor y temblor] (1843), Philosophiske Smuler [Migajas filosóficas] (1844), Begrebet Angest [El concepto de angustia] (1844), Forord [Prólogos] (1844), Stadier paa Livets Vei [Estadios en el camino de la vida] (1845) y Afsluttende uvindeskabelig Efterskrift [Postscriptum no científico concluyente] (1846).

 

32. Alusión a la reseña del pastor Fr. Helweg «Mag. Adlers senere Skrifter» [Últimos escritos del profesor Adler], en Dansk Kierketidende [Gaceta de la Iglesia danesa], n.º 45 (19 de julio de 1846) y n.º 46 (26 de julio de 1846), en la que se relaciona a A. P. Adler con Kierkegaard.

[116] Capítulo 1
LA SITUACIÓN HISTÓRICA
El conflicto de Adler como profesor de la Iglesia del Estado33 con el orden establecido34 y el perfecto derecho de la Iglesia a destituirle; sobre el individuo extraordinario en particular y lo que le es exigible.

En el año 1843 el profesor Adler publicó sus Sermones, en cuyo prefacio proclamaba con la mayor solemnidad posible haber experimentado una revelación en la que una nueva doctrina le había sido anunciada. En los propios sermones ya marcó la diferencia (con lo que todo quedó definitivamente claro*) entre los discursos que eran de su propia cosecha y los que había escrito con la asistencia inmediata del Espíritu. En el prefacio nos informaba además de que el Espíritu le había ordenado que quemara todos sus escritos anteriores. De este modo, Adler se encontraba o al menos se presentaba dramáticamente a sí mismo ilustrando la escena con una imagen que representa un punto de partida nuevo en el sentido más radical: a sus espaldas un incendio y él huyendo de las llamas salvado gracias a algo nuevo.

[117] Por aquel entonces Adler era profesor de la Iglesia del Estado danesa. Y por muy grato que pudiera parecerle al Estado, o a la Iglesia del Estado en el ámbito religioso, ver en camino (si es que realmente fuera así) a una nueva cuadrilla de futuros funcionarios dotados de unas habilidades y aptitudes completamente distintas a las de sus predecesores, por muy grato que pudiera parecerle al Estado, o a la Iglesia del Estado en el ámbito religioso, ver cómo personas con las habilidades más sobresalientes y admirables se consagran al servicio del Estado o de la Iglesia del Estado, parece lógico que dicha alegría esté sujeta a una condición: que tales funcionarios estén realmente dispuestos a utilizar sus espléndidas habilidades para servir al Estado en el marco de los principios de este reconociéndolos ex animi sententia [según su entendimiento]. En caso contrario, la alegría se tornará en preocupación, bien por la propia subsistencia del Estado o, en todo caso, por el individuo o los individuos que estén echando a perder sus vidas de ese modo. El Estado (y la Iglesia del Estado) no es egoísta, ni tiránico (algo que solo los malintencionados y los desencantados creen y desean hacer creer a los demás), es, conforme a su propia concepción, benevolente. Así pues, cuando el individuo se pone al servicio del Estado, en realidad este último también le está prestando un servicio al mostrarle el lugar deseable y conveniente en el que volcar sus esfuerzos de un modo oportuno y provechoso.

Con su revelación, con la nueva doctrina*, con la inspiración inmediata del Espíritu, el profesor Adler debió percatarse de la excepcionalidad de su situación en tanto que individuo extraordinario completamente fuera de lo corriente, completamente extra ordinem o Extraordinarius. En tales circunstancias, [118] pretender ponerse al servicio del orden establecido resulta contradictorio, del mismo modo que pretender que el orden establecido te mantenga a su servicio es ciertamente una burla, como si el orden establecido fuera algo tan abstracto que no pudiera concentrarse enérgicamente sobre lo que es y lo que quiere. Pretender estar al servicio del orden establecido y, al mismo tiempo, querer servir a aquello que precisamente pretende acabar con él es tan absurdo como si alguien quisiera servir a una persona, pero proclamara abiertamente que su trabajo iba a consistir en servir a los enemigos de esa persona. Nadie estaría dispuesto a ello y el motivo por el que se cree que lo público35 sí que podría estarlo es porque se tiene una fantástica noción abstracta sobre la falta de personalidad de lo público, y también una fantástica concepción de los oficios según la cual lo público debe mantener a cualquier titulado.

Cuando el ejército se coloca de frente al orden establecido, no podemos incorporarnos a filas y pretender seguir cobrando del Estado mientras nos ubicamos en el bando enemigo; en el momento de iniciar la marcha (en cuanto la vida comience a agitarse) nos daremos cuenta de que vamos en sentido contrario. La persona extraordinaria debe por ello abandonar las filas. Se trata de una exigencia tanto en consideración a su propia trascendentalidad como a la seriedad de lo público; pues una persona extraordinaria es demasiado importante para formar parte del pelotón, [119] del mismo modo que la seriedad de lo público exige tanto unidad y uniformidad en las filas como saber quién es la persona extraordinaria o ver que es una persona extraordinaria. Precisamente en este discrimen [intersticio] es en el que la persona extraordinaria debe alcanzar su competencia: por un lado, la desgracia de ser señalado como individuo en un sentido extraordinario, de ser señalado como un pobre Peer Eriksen36 frente a los demás y que ninguna persona inteligente se atreva a ser su amiga, ni siquiera a ir con él por la calle, y de que incluso sus amistades juren no conocerle («Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza», Mt 27,39-44) y, por otro lado, ser aquel de quien vaya a llegar algo nuevo. Esta es la dolorosa crisis por la que no debe resultar nada fácil ser alguien extraordinario.

Puesto que en esta época nuestra de los movimientos que van a engendrar algo nuevo a menudo se producen conflictos entre lo público y el individuo, debo detenerme a examinar este asunto, ya que probablemente en más de un sentido resulta necesario. Cuando el individuo extraordinario ama lo público, no suele pensar en sí mismo como individuo frente a lo público, sino que con temor y temblor37 se estremece ante el pensamiento de su desorientación y, por ello, trata de facilitarle al máximo las cosas a lo público. Y este comportamiento es señal de que seguramente podría tratarse de una persona verdaderamente extraordinaria (todo esto lo desarrollaremos más adelante). Pero cuando el individuo no ama lo público y cree que puede aportar algo nuevo (aunque en su fuero más interno no tenga claro lo que es), no piensa en el orden establecido, sino que simplemente le atrae la idea de ser alguien extraordinario y se plantea si valdría la pena serlo. Entonces, sirviéndose de sus conocimientos (de chicanas38), se lo pone todo lo difícil que le es posible al orden establecido (en parte sin saber lo que hace), precisamente porque en el fondo no puede prescindir del orden establecido y por eso mismo se aferra a él tratando de descargar su responsabilidad sobre lo público, para (como hacen los leguleyos) obligar a lo público a hacer lo que debería hacer él mismo. Cuando alguien tiene en mente separarse de otra persona con la que convive y ha mantenido una estrecha relación, si está completamente seguro y ya ha tomado la decisión, la dolorosa separación será más llevadera. Pero si se siente inseguro, indeciso, [120] si quiere hacerlo, pero no tiene el valor para dar el paso porque es un tipo tramposo que no está dispuesto a asumir ninguna responsabilidad (y quiere apropiarse del sueldo que le correspondería a una persona extraordinaria), entonces la separación se convertirá en una larga historia y esa unión penosa, dolorosa y fastidiosa se mantendrá durante demasiado tiempo.

Supongamos que un licenciado en teología de nuestra época llega a la conclusión de que el juramento de funcionario39 no tiene ningún sentido. Podría darse el caso de que dijera lo que piensa sin reparos, si así lo considerara oportuno. Pero de ese modo se estaría bloqueando a sí mismo la posibilidad de ascender y probablemente no conseguiría nada, pues no causaría ninguna sensación, porque un licenciado es poca cosa y aún no tiene cogida la sartén de la Iglesia del Estado por el mango, es simplemente uno más. Entonces (y ahora estoy pensando en alguien egoísta que no ama el orden establecido, sino que en realidad es su enemigo), ¿qué podría hacer? Al principio permanecería callado, luego solicitaría una plaza como profesor de la Iglesia del Estado, la conseguiría, prestaría su juramento. Y ya como funcionario de la Iglesia del Estado, publicaría un escrito en el que expondría sus ideas revolucionarias. En ese momento la situación cambiaría por completo. Para el Estado hubiera resultado sencillo rechazar a este licenciado en teología y decirle: «Puesto que tienes tales ideas, no puedes ser funcionario». De ese modo, la Iglesia del Estado no habría tenido que tratar sobre el asunto, sino que se habría limitado a tomar una medida preventiva al rechazar su nombramiento.

Pero el licenciado en teología fue hábil y hábilmente encontró la manera de destacar de otro modo. Sin embargo, debería haber asumido su responsabilidad tras tener una intuición extraordinaria y haber pagado el elevado precio de sacrificar su futuro para dedicarse al servicio de la llamada suprema y, de paso, tratar de facilitarle las cosas al máximo al orden establecido. Pero la responsabilidad recae finalmente sobre la Iglesia del Estado, que ahora debe destituirle, pues desde su plaza de funcionario ha intentado que los demás funcionarios se interesen por su suerte. En tanto que licenciado en teología es simplemente uno más, pero como funcionario, tratará de hacerse valer por mil40. Además, ahora cuenta con la ventaja de que es el Estado el que debe dar el siguiente paso, de manera que ahora puede oponerse al orden establecido, pues al acudir a un tribunal eclesiástico41 no resultaría impensable que consiguiera poner al menos a una minoría disidente de su parte y que, gracias a la prensa, llegara a presentarse como la minoría inteligente que pone de manifiesto que [121] entre el funcionariado se ha generado una controversia y que en el seno del estamento de funcionarios existe división y malestar, etcétera. De este modo es como un revolucionario cobarde y marrullero trata de generar todas las molestias posibles a lo público.

¿Hasta qué punto pueden el Estado o la Iglesia del Estado estar seguros de encontrarse en posesión de la verdad, de tener la razón de su parte y de contar con suficiente salud para separar a tal individuo sin temor a perjudicar a muchos otros? Por este motivo, al Estado y a la Iglesia del Estado nunca les sale a cuenta que sus principios fundamentales se pongan en tela de juicio demasiado a menudo. Cada vida, cada existencia, posee, en su condición básica, en su principio básico, una vida propia oculta, unas raíces que dan fuerza a la vida para iniciar su crecimiento. Es bien conocido por la fisiología42 que no hay nada más pernicioso para la digestión que la reflexión constante sobre la digestión. Del mismo modo, en el ámbito del espíritu, lo más funesto se produce cuando la reflexión comete errores demasiado a menudo y, en lugar de centrarse en el proceso de revelar el trabajo secreto de la vida oculta, se abalanza sobre los principios fundamentales. Si un matrimonio reflexionara persistentemente sobre su propia realidad, se convertiría de inmediato en un matrimonio mediocre, pues las energías que deberían volcarse en la realización de las labores de la vida conyugal se invertirían en una reflexión que consumiría sus fundamentos. Si alguien que ha elegido una determinada profesión continuara planteándose si ha tomado la elección correcta, se convertiría de inmediato en un mal profesional.

Por eso mismo, aunque el Estado o la Iglesia del Estado posean la salud suficiente para aislar al revolucionario, siempre saldrán mal parados de esta incitación a la reflexión. Respecto a todo lo que debe permanecer oculto se puede aplicar lo que dice el poema: «Con solo pronunciar una palabra…»43. Resulta muy fácil pronunciar una palabra ominosa, pero el daño que podría producirse es incalculable, solo un gigante podría parar los efectos dañinos de dicha palabra, como lo que Peer Ruus dejó escapar mientras otro soñaba44. Y si el Estado o la Iglesia del Estado se ven con frecuencia obligados a destituir a muchos individuos, al final se generará la impresión de que es el propio Estado el que se encuentra in suspenso. La indeterminación siempre hace acto de presencia cuando dejamos de apoyarnos en los fundamentos y los incorporamos al juego dialéctico.

 

Especialmente por ello, esto puede llegar a ser peligroso para el Estado, pues este tipo de discusiones sobre todo suponen una tentación para toda clase de mentes insignificantes, charlatanes, engreídos y, sobre todo, el gran público. Pues, [122] cuanto más concreto sea el tema sobre el que hay que pensar y pronunciarse, más rápidamente y con mayor claridad se mostrará si quien habla está capacitado para participar en la discusión o no. Pero los grandes temas resultan muy atractivos para los más insignificantes maestros del chismorreo. Resulta importante recordar esto, ya que en nuestra época (la época de los movimientos), el Estado y la Iglesia se empeñan en poner en cuestión las presuposiciones básicas y no parece descartable que una fantástica masa humana se pudiera poner en pie para dar rienda suelta a la lengua en el juego de las discusiones. Pues, aunque no entiendan absolutamente nada, gracias a la desmedida dimensión del tema, la ignorancia de todas las personas implicadas en la discusión pasaría desapercibida.

Un profesor puede favorecer a un discípulo holgazán de muy diversos modos, por ejemplo, proponiéndole un tema de tales dimensiones que los miembros del tribunal no puedan colegir nada de la insignificancia del planteamiento del discípulo en la medida en que las monstruosas dimensiones del tema permiten distorsionar cualquier criterio. Quizá pueda ilustrar esto con un ejemplo del ámbito del saber. Un necio que se hace pasar por sabio, pero que en el fondo no sabe nada, no suele centrarse en cuestiones concretas; no habla específicamente de ningún diálogo de Platón, es demasiado poco para él, aunque con ello también se demostraría que ni siquiera los ha leído. No, habla de Platón en general, o de la filosofía griega en general, pero sobre todo de la sabiduría hindú o china. Este «todo Platón», «toda la filosofía griega», «todo el pensamiento oriental» es algo inmenso, ilimitado, que le permite ocultar su ignorancia. Del mismo modo, resulta mucho más sencillo hablar de un cambio en la forma de gobierno que centrarse en una pequeña tarea muy concreta. La injusticia con respecto a las pocas personas competentes que existen estriba en que, cuando el problema es de una envergadura inmensa, se atreve a expresar su opinión hasta Perico el de los palotes. A un maestro de la charlatanería le resulta mucho más sencillo criticar a nuestro Señor que valorar la redacción de un niño de escuela, incluso que valorar una cerilla, pues, si el tema es muy concreto, es de esperar que su estupidez se ponga rápidamente de manifiesto. Sin embargo, nuestro Señor y su dominio sobre el mundo es algo de unas dimensiones tan colosales que hasta el mayor mentecato puede hablar sobre ello en un sentido pavorosamente abstracto con tanto convencimiento como el más sabio.

[123] La sofística aún queda demasiado cerca de nuestra época, pues se siguen planteando discusiones sobre los problemas más grandes para que las personas más insignificantes e irreflexivas puedan participar. No olvidemos a aquel noble reformador, aquel cándido sabio de Grecia45 que se relacionaba con los sofistas, aquel que poseía gran habilidad para sacar a los sofistas de los subterfugios de lo abstracto y lo universal, aquel que poseía gran habilidad para desarrollar un diálogo concreto y conseguir que cualquier persona que conversase con él y que pretendiera hablar sobre alguno de los grandes temas (la administración del Estado en general, la educación en general, etcétera), antes de que se diera cuenta, acabara hablando de sí misma, de si sabía algo o no sabía nada. Cualquiera diría que los sofistas de nuestra época (junto al público que es su apéndice) son conscientes de esos subterfugios que forman parte de los usos y costumbres. Hoy en día se considera una vergüenza que alguien despoje a un sofista de toda su fantástica vestimenta y lo muestre tal y como es: un pobre diablo que, en nombre del público, la crítica y nuestro siglo se dedica a causar gran alarma. Lo que es una vergüenza, aunque aún lo es más para el pobre diablo, es que, cuando se le despoja de toda su vestidura, se nos muestra en su forma real. Pero en nuestra época la impresión se crea a través del envoltorio. Del mismo modo, nos quedamos sorprendidos cuando recibimos por correo un paquete de enormes dimensiones, aunque, cuando descubrimos que el paquete está vacío, deja de sorprendernos.

Volvamos a nuestro licenciado en teología. Puede que alguien piense: «Quizá sea demasiado duro pedirle a un hombre que ha conseguido el sueldo de pastor que eche a perder su futuro y renuncie a toda esperanza cuando tiene derecho a una pensión si es destituido»46. Pues claro que es duro, pero también debe ser duro ser una persona extraordinaria. Sí, debe ser tan duro que nadie que sepa a lo que habrá de enfrentarse desearía serlo, si bien aquel que realmente lo sea encontrará consuelo, satisfacción y salvación en su relación con Dios. La persona realmente extraordinaria no puede ser consolada ni obtener ningún tipo de alivio de lo público, pues solo lo obtendrá de Dios. Ahí está la dialéctica de la angustia, de la crisis, pero también de la salvación.

Cuando, por el contrario, una época carece de carácter, es muy probable que uno [124] u otro individuo muestre síntomas de querer ser extraordinario. Pero, como no da la talla, pretenderá que lo público le ayude en ese sentido, que lo público, el orden establecido y el propio individuo se unan para conseguir hacer de él alguien extraordinario. ¡Pero qué contradicción! La persona extraordinaria es la que debería dar comienzo a lo nuevo. Para el orden establecido, es como aquel que llama a la puerta para llevar lo viejo a otro lugar47. ¿Debería ayudarle en esto el orden establecido? No, lo público debe oponerse firmemente, pues si el orden establecido no lo hace, se desencadenará nuevamente una discusión sofística como las discusiones sobre los grandes temas en las que resulta de lo más sencillo convertirse en alguien extraordinario, algo a lo que cualquier aficionado aspira, algo para aquellos que no sirven para nada.

Nuestra época está sobrada de epigramas que ella misma produce sin entenderlos ni prestarles demasiada atención. No olvidemos que actualmente existe un mártir, un reformador, un hombre que huele a perfume, un hombre sentado con una corona cebado a base de convites, un hombre que tiene todo asegurado, un hombre que no arriesga nada y, a pesar de ello, se gana por sí mismo el título de reformador: su título. Pues la broma de nuestra época consiste en seguir insistiendo en trivialidades para burlarse de los gobiernos con sus títulos y órdenes48, sin percatarse de que es la opinión pública quien realmente está enredando cuando (como niños que juegan a ser soldados) se concede el título de mayor caudillo de la historia a la persona más relevante de una facción. Pero cuando el orden establecido no tensa las riendas, cualquiera que no esté dispuesto a obedecer puede acabar siendo un reformador. Cuando el padre pierde autoridad, cuando la vida doméstica se ve perturbada por una reflexión insurgente, el hijo más grosero se hace pasar fácilmente por una especie de reformador. Cuando el maestro suelta las riendas, el discípulo más impertinente se hace pasar fácilmente por una especie de reformador. Es también por ello que en nuestra época se llega al extremo de que no se requiere coraje alguno para oponerse al rey o contrariar y ofender a la dirección del Estado49, pero sí hace falta coraje para dedicarle unas palabras al triunfal populacho y a sus líderes, coraje para hablar en contra de los reformadores.

No sería justo acusar al profesor Adler de malicioso. Con toda seguridad, cuando se incorporó al servicio de la Iglesia del Estado no lo hizo fraudulentamente. Otra cuestión es si (como se deduce de la catástrofe que provocó) la decisión de Adler de ser pastor pudo haber sido tomada algo a la ligera simplemente [125] por el hecho de haber aprobado el examen de teología. Trataremos este asunto más adelante, porque Adler, en tanto que fenómeno, es una muestra de lo complicado que se ha vuelto todo, de que la cristiandad50 se ha convertido en una titulación, de modo que, en un país cristiano, en el que todos son cristianos, se puede dar el caso de que un licenciado en teología llegue a ser nombrado pastor sin ni siquiera haber tenido que plantearse la pregunta de si es cristiano51, ya que es algo que se da por supuesto, como el hecho de que seamos seres humanos.

Adler ya era pastor cuando se produjo el acontecimiento que le situó como un individuo extra ordinem y que dio lugar a un conflicto. La situación de Adler resulta fácil de entender, así que solo en honor a la claridad explicaré brevemente la relación dialéctica entre: a) lo público, b) el individuo y c) el individuo extraordinario. Cuando el individuo se limita a reproducir el orden establecido en su vida (que es distinto según las fuerzas, las aptitudes y las habilidades que cada cual posea), se comporta como un individuo normal que rinde obediencia al orden establecido y despliega la vida del orden establecido en su propia existencia. El orden establecido es para él el fundamento de todo, pues penetra en el individuo y desarrolla las aptitudes de este a su imagen y semejanza. El individuo se comporta como alguien cuya vida se somete al paradigma del orden establecido. No olvidemos en ningún momento (pues algunas personas descontentas y malintencionadas desearían difundir falsos rumores) que no por ello su vida deja de estar desprovista de espíritu. No es alguien que sigue el paradigma al pie de la letra, no, es libre y esencialmente autosuficiente. Ser una persona de orden es en principio lo más elevado para el orden establecido, pero también la tarea cualitativamente más importante que pueda asignarse a una persona*.

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