Una escuela como ésta

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En relación a la naturaleza de las instituciones educativas la conceptualización propuesta por la etnografía educativa latinoamericana surge fundamentalmente del debate sostenido con la teoría reproductivista en educación. Ésta, representada en términos generales por las obras de Althusser (1970), Baudelot y Establet (1975), Gintis y Bowles (1976) y Bourdieu y Passeron (1977), fue sumamente significativa para contrarrestar el mito liberal que suponía un funcionamiento equitativo de los sistemas educativos capaz de revertir los efectos de la desigualdad social de los educandos. No obstante, al proveer una caracterización unívoca de la escuela como aparato de reproducción de la ideología dominante y de las desigualdades de clase, su propuesta terminó por volverse obstáculo epistemológico al posponer la investigación empírica sobre los procesos contradictorios, reales, de construcción social de la educación básica en América Latina y sus relaciones con las clases populares (Cragnolino, 2001; Rockwell, 2009).

Lejos de desconocer las relaciones de poder o la dimensión analítica de clase social al interior de las instituciones educativas lo que se propone es que, en ellas, si bien predominan los intereses de las clases dominantes, esto no cancela ni la presencia de los sectores oprimidos ni la posibilidad de la articulación de sus diversas acciones en los procesos de oposición a los grupos dominantes (Rockwell, 1987). Esta concepción transforma a las instituciones educativas en objetos solo definibles en términos de su concreción social, histórica y política y entendiendo que

(…) lejos de constituir simples instrumentos usados por el Estado para moldear corazones y mentes (…) se convierten en lugares en los que diversas representaciones de la persona educada entran en juego, son impulsadas, retiradas o elaboradas. (Rockwell, 1996, p. 21).

Esas diversas representaciones que entran en juego –y, más de una vez, en disputa– responden no solo a la diversidad de proyectos educativos que se impulsan desde el Estado a través de políticas, lineamientos curriculares y programas educativos. Responden también a sentidos, prácticas y expectativas educativas que provienen de distintos representantes civiles5: de padres y madres, de asociaciones cooperadoras, de organizaciones políticas, sindicales, comunitarias o religiosas e inclusive de empresas cuyos intereses suelen presentarse de manera más o menos camuflada. Esa heterogeneidad de intereses, sentidos y expectativas en torno a la educación entran en contacto y en un diálogo más o menos tenso en la cotidianeidad de la institución escolar. Rockwell (1987) remite a estas cuestiones al señalar, por ejemplo,

(…) la imposibilidad de establecer una demarcación nítida entre “escuela” y “comunidad” en escuelas públicas sostenidas en cierta medida por los padres de familia y en localidades donde la escuela es el espacio tanto de organización civil como de gestión hacia las autoridades políticas. (p. 29).

Otra noción que forma parte de esta perspectiva conceptual acerca de las instituciones educativas es la de apropiación. Con esta noción se alude a la relación dialéctica entre las condiciones estructurales que ponen a disposición determinados bienes culturales (lenguajes, políticas, recursos, sentidos) y la capacidad individual y colectiva de los sujetos para hacer uso (para apropiarse) de esos bienes (Heller, 1977; Rockwell, 1996). Desde este lugar se complejiza el proceso de aprendizaje humano más allá del modelo de simple “interiorización” o “inculcación” para centrarse en la relación activa entre el sujeto particular y la multiplicidad de recursos y usos culturales disponibles objetivados en los ámbitos heterogéneos que caracterizan a la vida cotidiana (Padawer, 2010).

Al visibilizar la existencia de procesos de apropiación al interior de las instituciones educativas se intenta poner de relieve los modos a través de los cuales los sujetos dan concreción real a la vida escolar y más allá de los mecanismos estatales de control (Ezpeleta y Rockwell, 1983; Rockwell, 1996, 2000). No obstante, y si bien se trata de una categoría que sitúa sin ambigüedad la acción en la persona –en tanto él/ella toman posesión sobre y hacen uso de los recursos culturales disponibles– es necesario localizarla dentro del conflicto social: se debe reconocer que esa apropiación se produce en el marco de relaciones de poder existentes entre los sujetos, algunos de los cuales poseen más poder que otros para apropiarse de aquello que está disponible y tanto en términos materiales como simbólicos (Rockwell, 1996).

En el marco de mi investigación, este concepto me fue útil precisamente para entender que la presencia de programas estatales, el uso de lineamientos curriculares oficiales o la existencia de sentidos educativos hegemónicos en la cotidianeidad de las experiencias educativas del Movimiento no representaban elementos que “contaminaban” un universo educativo “alternativo” o “contra-hegemónico” (suposición que, como veremos en el siguiente apartado, suele ser recurrente en los estudios sobre la temática). Por el contrario, estos elementos eran utilizados de manera heterogénea, eran reformulados de diversos modos y podían ser apropiados por los sujetos –de manera individual o colectiva– con sentidos políticos y educativos inesperados y sumamente potentes. Del mismo modo, la noción me resultó útil para explorar los procesos por medio de los cuales los sujetos que participaban de estas experiencias se apropiaban de las mismas en un sentido político: construyendo motivaciones para su participación que podían inclusive escapar a los sentidos previamente definidos para la misma.

Precisamente en torno a la dimensión de la participación o involucramiento político recuperé aportes teóricos y metodológicos de diversos estudios socio-antropológicos sobre política colectiva, tales como Borges (2009); Manzano (2004a, 2004b, 2007, 2008, 2009, 2010, 2011); Quirós (2006, 2009, 2011); Sigaud (2004); Vázquez (2011), entre otros. Estos trabajos me resultaron importantes porque me invitaron a cuestionar las visiones dicotómicas entre el Estado (como aparatos político-administrativos racionalizados) y la sociedad civil (expresada en movimientos sociales y formas de acción colectiva). Contrariamente a estas visiones, reconstruyen la interpenetración mutua existente entre lo estatal y lo civil y las vinculaciones cotidianas de los activistas políticos con ámbitos, agentes y políticas estatales. Al mismo tiempo, privilegian el análisis de los contextos amplios de vida de quienes participan en colectivos políticos, de las especificidades locales y regionales que configuran las tramas de participaciones y del modo en que históricamente se construyen como legítimas ciertas demandas y formas de lucha6.

Al poner el énfasis en los aspectos contextuales, relacionales e históricos, los aportes de estas investigaciones me ayudaron en el intento por abordar de un modo más complejo los procesos de política colectiva en el marco de los cuales se desplegaban las experiencias educativas analizadas. Además, a través de algunos/as de estos/as autores/as, me acerqué a textos de la teoría política vinculados al pensamiento marxista y/o gramsciano –y en línea, por tanto, con la obra de Elsie Rockwell–. Me refiero a las producciones de Roseberry (2007), Corrigan y Sayer (2007), Crehan (2004, 2019) y Williams (1980). Estos me resultaron útiles para entender que más allá de los posicionamientos ideológicos y discursivos en torno a la “autonomía” de las organizaciones sociales respecto de los sectores dominantes, la política y la cultura de los sectores subalternos y de sus organizaciones existen dentro del campo de fuerza del Estado, y sus posibilidades de acción son moldeadas por él (Roseberry, 2007).

Desde los aportes conceptuales de estos trabajos así como también de lo que retomé del campo de la etnografía educativa latinoamericana pude sostener un debate fructífero con el campo específico de antecedentes sobre educación y movimientos sociales. Veamos a continuación parte de este debate.

III. Los estudios sobre educación en movimientos sociales en Argentina

En los últimos años se ha vuelto notable en Argentina la cantidad de trabajos que abordan experiencias educativas impulsadas por movimientos y organizaciones sociales. Estas producciones provienen de diferentes tradiciones disciplinares, por lo que es posible encontrar trabajos realizados tanto desde la pedagogía, la comunicación social o la sociología de la educación como también –aunque en menor medida– desde la antropología social. En primer lugar, presentaré en este apartado las investigaciones7 que, a mi entender, comparten ciertos supuestos comunes respecto de estas experiencias educativas. Luego me detendré en el análisis de otras producciones que se realizan tomando una distancia crítica de esos supuestos.

Primer supuesto: las experiencias educativas de los movimientos sociales surgen en respuesta a la ausencia estatal

Un primer punto de partida habitual en la bibliografía sobre la temática reside en explicar la emergencia de estos proyectos educativos en función del escenario político y social configurado a partir de la implementación de políticas neoliberales en nuestro país durante la década de 1990. Para ello, diferentes autores (como Elisalde, 2008; Meneyián, 2007; Sverdlick y Costas, 2008; Gluz et al., 2008, entre otros) se abocan a la reconstrucción de las circunstancias políticas, sociales y económicas de este momento histórico tales como la reestructuración y “achicamiento” del Estado, reducción del gasto público, descentralización administrativa y transferencia de responsabilidades estatales de áreas como salud y educación hacia la sociedad civil o hacia el sector privado. Desde aquí, plantean que como reacción y “resistencia” frente a estas políticas neoliberales que tendieron a la des-responsabilización estatal surgieron los colectivos políticos y sociales que más tarde –iniciada la década de 2000– impulsarían experiencias educativas.

 

Se vuelve notorio que en la mayoría de estos trabajos el análisis de las condiciones históricas que han contribuido a la conformación de estos movimientos y organizaciones sociales y al surgimiento de sus experiencias educativas se detiene en lo sucedido durante la década de 1990 y se extiende, en última instancia, hasta los hechos ocurridos en nuestro país a principios de la década de 2000 –y fundamentalmente en torno a la crisis de diciembre de 2001–. Esto es llamativo considerando que los sucesos de la última década debieran pensarse como relevantes si se considera que una de las experiencias educativas más estudiada (la de los Bachilleratos Populares) tuvo su mayor crecimiento cuantitativo luego de 2005 y fundamentalmente hacia el final de la década de 2000.

Esta operatoria analítica puede percibirse también en la exploración que realizan los antecedentes en relación al análisis del campo de la educación de jóvenes y adultos (ya que es a este sector de la población al que están dirigidas una gran parte de las iniciativas educativas impulsadas por movimientos y organizaciones sociales). Respecto del mismo, se señala que la reforma neoliberal en el ámbito educativo resultó un momento de crisis aguda a partir de procesos como el cierre de la Dirección Nacional de Educación del Adulto, la transferencia de los servicios educativos nacionales a las jurisdicciones provinciales y la pérdida de especificidad de la modalidad a partir de su inclusión dentro de la categoría “Regímenes Especiales”, junto con la Educación Especial y la Educación Artística.

El análisis contextual pareciera detenerse en aquel momento histórico, proyectando las características atribuidas al mismo (“ausencia”-“corrimiento”-“achicamiento” estatal) sobre el contexto actual, soslayando el análisis de las políticas y actuaciones estatales contemporáneas orientadas a la educación de jóvenes y adultos (EDJA) o bien abordándolas de manera superficial y desechando su análisis como parte constitutiva del universo de las prácticas analizadas:

[los Bachilleratos Populares] han optado –como tantas otras organizaciones de la sociedad civil– por “auto-gestionar” aquellas cuestiones o aspectos en los que el Estado se encuentra ausente (…) la continuidad de las políticas neoliberales y los procesos de exclusión son los que justifican su existencia (…) “lo público” puede ser gestionado en el terreno de las organizaciones y movimientos sociales, cuando el Estado se corre de su responsabilidad. (Sverdlick y Costas, 2008, p. 34, el destacado es propio)8.

El Estado, en las últimas décadas, ha desatendido la especificidad del área [de EDJA] y a la vez se permite la implementación, en algunos casos, de costosos programas que no solo no han logrado resolver los problemas educativos de la población en situación de riesgo, sino que son concebidos desde ópticas tecnicistas y de difícil adaptación para esta población. (Elisalde, 2008, p. 95).

De esta forma, se excluye del análisis las condiciones políticas, sociales y educativas actuales en las cuales se inscriben este tipo de organizaciones sociales y las experiencias educativas que impulsan que, como señalé, surgieron fundamentalmente en la segunda mitad de la década de 2000 y se extendieron fundamentalmente hacia finales de dicha década. Desde mi interpretación, este supuesto se ha consolidado y extendido en tanto permite obviar el análisis de ciertas condiciones estructurales que condicionaron el accionar de algunas organizaciones sociales, así como la vinculación con ciertos programas y actuaciones estatales en materia educativa lo cual impediría sostener una visión dicotómica de los movimientos y organizaciones sociales como entidades autónomas y contrapuestas al ámbito estatal.

Segundo supuesto: la vinculación entre los movimientos que sostienen experiencias educativas y el Estado es a partir de la confrontación o bajo el riesgo de la cooptación

Como acabamos de ver, estos trabajos aluden al Estado en función de su achicamiento, su corrimiento o su ausencia respecto de sus responsabilidades educativas. Se propone que a partir de esa situación se constituyó una demanda educativa insatisfecha a partir de la cual, como respuesta, “emergieron” las propuestas educativas de las organizaciones y movimientos sociales. No obstante, el Estado sigue estando presente en estos estudios cuando se analiza, por ejemplo, los procesos de demanda iniciados por los movimientos y organizaciones sociales para que los distintos ministerios de educación provinciales otorguen “legalización” u “oficialización” a sus propuestas educativas de manera que puedan expedir certificaciones educativas a sus estudiantes (entre otras cuestiones reclamadas, como el pago de salarios docentes o presupuesto para infraestructura).

No obstante, la operatoria analítica compartida en torno a esos procesos de demanda es la de presentarla o bien bajo la imagen de abierta confrontación entre Estado y movimientos o bien portando un peligro de “contaminación” de las experiencias educativas. Esta última preocupación conduce inclusive a diversos autores a establecer “tipologías” de vinculación entre el Estado y las organizaciones sociales que impulsan experiencias educativas (por ejemplo, en Gluz et al., 2008 o Dorado et al., 2010). Desde aquí pareciera que son las organizaciones sociales y sus acciones las que colocan o no al Estado –o las que lo hacen con mayor o menor riesgo– en un lugar de centralidad al exigir el reconocimiento (la “oficialización”) de sus experiencias educativas.

Una de las autoras que más profundiza a nivel teórico en su concepción del Estado es Michi (2008) quien reconoce que los movimientos sociales –que llevan adelante las prácticas educativas como las que ella estudia– se encuentran en permanente tensión con aquel:

[los movimientos] se constituyen en actores políticos en relación con el Estado en el marco de la lucha de clases (…) interpelan [al Estado] en términos de derechos y denuncian el incumplimiento de las obligaciones estatales. Reclaman además la participación en la formulación de políticas, en el control de la gestión y en el reconocimiento y financiación de sus proyectos. (Michi, 2008, p. 322).

Sin embargo, pareciera que la autora también adscribe a la idea de Touraine según la cual

los movimientos sociales más importantes (…) no son los que se niegan a intervenir en los niveles [estatales] institucionales y organizativos, sino por el contrario, los que se vinculan a las fuerzas sociales formadas en estos niveles y logran imponerse a ellas, dirigirlas. Aunque su papel sea siempre como agente de impugnación, no de gestión. (Touraine, 1995 citado en Michi, 2008, p. 9, el destacado es propio).

Lo que me interesa señalar aquí es que desde esta discursiva oscilante (que va de identificar a los movimientos sociales como interpeladores del Estado que reclaman participación en la formulación y gestión de la política a valorar como los movimientos más importantes a aquellos que impugnan a las instituciones y se niegan a gestionar9) lo que se cuela es una perspectiva normativista o prescriptiva acerca del accionar de los movimientos y organizaciones sociales respecto del Estado: es decir, que señala qué posicionamiento se debe o no tomar.

Este señalamiento que realizo no cancela la posibilidad de que los movimientos sociales y sus experiencias educativas respondan a los intereses de los sectores populares y se constituyan en proyectos “independientes” o “autónomos” de los sectores dominantes. Pero lo que intento señalar es que esa independencia siempre es una autonomía relativa (Williams, 1980) ya que los sectores dominantes en tanto tales poseen la capacidad de incidir material o simbólicamente sobre esas experiencias, esos movimientos o al menos sobre el lenguaje en el cual se formulan esas demandas (Corrigan y Sayer, 2007; Roseberry, 2007). Considero entonces que la autonomía no puede ser supuesta a priori, como una esencia que portan los movimientos sociales y sus experiencias educativas sino que debe ser examinada en su concreción histórica y social, con sus múltiples contradicciones, avances y retrocesos, y no desde una mirada prescriptiva o normativa en relación a lo que los sujetos colectivos deberían hacer o dejar de hacer.

Tercer supuesto: la dimensión pedagógica de las experiencias educativas de los movimientos sociales se define por oposición a la de la escuela oficial

La naturaleza de “alternativa pedagógica” de las experiencias educativas impulsadas por movimientos sociales suele ser uno de los supuestos más extendidos entre la mayoría de los trabajos del campo específico de estudios sobre educación y movimientos sociales en nuestro país. Esta naturaleza estaría dada por elementos como: otros modos de concebir a los sujetos educandos; nuevas maneras de pensar el rol docente; una selección significativa de contenidos; prácticas diferentes de vinculación entre los proyectos educativos y la comunidad (el “territorio”), entre otros puntos. Por ejemplo, respecto de los Bachilleratos Populares, se enuncia:

[esta iniciativa] se presenta como una opción alternativa a las ofertas educativas existentes, una propuesta participativa y democratizadora (…). Se trata de realizar un trabajo de construcción de subjetividades críticas capaces de participar, opinar, discutir y forjar nuevos destinos, evitando reproducir los clásicos mecanismos expulsivos del nivel de jóvenes y adultos. (Sverdlick y Costas, 2008, p. 9).

Estas iniciativas cuestionan la escuela oficial tanto en sus propósitos manifiestos como en aquellos que se expresan en la gramática de la escolaridad y que constituyen la base de la formación de la subjetividad (…). La oposición [entre la “escuela oficial” y las iniciativas educativas de los movimientos sociales] se centra en torno a las características reproductoras y legitimadoras de la desigualdad social a través del tipo de subjetividad que se construye en las escuelas. (Gluz y Saforcada, 2007, p. 21).

Las prácticas pedagógicas y organizacionales del Bachillerato [Popular estudiado] (…) confrontan con la concepción de la democracia liberal en que se asienta la escuela oficial por su implicación en la reproducción del orden capitalista. (Gluz et al., 2008, p. 6).

Como puede advertirse se caracteriza la dimensión pedagógica de estas experiencias educativas en un juego de oposición constante con las características “tradicionales” de las instituciones educativas oficiales. Éstas, además, son homologadas –desde perspectivas que podemos emparentar a los teóricos de la reproducción– a aparatos estatales que reproducen las desigualdades de clase, antes que como espacios de encuentro de múltiples actores e intereses sociales y donde se despliegan procesos heterogéneos tanto de control estatal como de apropiación de saberes y derechos por parte de los sectores populares.

Es interesante notar que esta mirada que esencializa tanto a la educación oficial como a las experiencias educativas de los movimientos se sustenta centralmente en el análisis de los discursos de los militantes-educadores de las experiencias. Solo Sverdlick y Costas (2008) y Langer (2010) avanzan en el análisis del discurso de otros actores –por ejemplo, los estudiantes– o en el análisis de la cotidianeidad educativa a partir de observaciones participantes. En estos trabajos, no obstante, las situaciones de tensión o conflictividad que se registran a propósito de la heterogeneidad de sentidos político-educativos presentes en estas experiencias son interpretadas como “resistencias” que “se superarán con el paso del tiempo” y/o a través del pasaje –fundamentalmente de los y las estudiantes– por sucesivas etapas en las que interioricen las nuevas formas educativas que no se encuadran en las “costumbres tradicionales”:

los estudiantes desarrollan un interesante proceso que podríamos sistematizar en tres etapas: sorpresa, desnaturalización y apropiación. La primera se caracteriza por diversas manifestaciones de asombro y desconcierto frente a propuestas didáctico-pedagógicas que no se encuadran en las “costumbres tradicionales” (…). Según los casos, la sorpresa puede venir acompañada de aceptación o rechazo. Si se trata de este último, suelen ir de la mano de reclamos constantes por “la vuelta” a las “formas tradicionales de la educación” (…). La segunda etapa, se caracteriza por un proceso de desnaturalización que conlleva su tiempo, sus marchas y contramarchas y también sus conflictos. En la tercera, los estudiantes han interiorizado las nuevas formas y, ya adaptados, las reproducen, critican y también reformulan. (Sverdlick y Costas, 2007, p. 31, comillas en el original).

 

Inclusive cuando se plantea la existencia de posibles reformulaciones, la utilización de tipologías para identificar etapas progresivas de “adaptación” y el uso de términos como “tradiciones” o “costumbres” refuerzan la idea de la existencia de prácticas o propuestas educativas “alternativas” que se construyen –aunque sea progresivamente– en oposición a las “tradicionales”.

Respecto de este tercer supuesto me pregunto si no es precisamente por presentar a la escuela oficial o “tradicional” asociada a un imaginario escolar abstracto –como poseedora de unas características pedagógicas rotuladas como negativas y vinculada de manera homogénea a la función de reproducir las desigualdades sociales– que termina por esencializarse también –a partir de la presentación de las características exactamente opuestas– a las experiencias educativas de los movimientos sociales.

Es necesario explicitar que este señalamiento sobre las visiones polarizadas entre la educación tradicional/estatal/hegemónica y la educación popular/civil/contra-hegemónica no es novedoso en nuestro país. Hace ya casi dos décadas Elena Achilli señalaba que ciertos trabajos que planteaban la necesidad de que los movimientos indígenas abandonaran el espacio de lo público/lo estatal (para construir sus propuestas pedagógicas “interculturales” y con “autodeterminación”) terminaban por caer en falsos reduccionismos que homogeneizaban/esencializaban aquello que pretendían diferenciar, desconociendo inclusive la variedad de procesos y de luchas existentes en el ámbito educativo estatal10 (Achilli, 2001).

Cuarto supuesto: la dimensión educativa de la militancia se homologa a la formación política en los principios ideológicos de los movimientos sociales

Dentro del campo de estudios sobre educación y movimientos sociales existen algunas investigaciones que han indagado en la dimensión educativa de la participación política, tales como Sales Caldart (2000), Zibechi (2007) o Michi (2008). Todos ellos comparten la inquietud por indagar tanto en las experiencias educativas de movimientos sociales como en los movimientos sociales en tanto espacios educativos en sí mismos. Sin embargo, es posible advertir que a propósito de esta segunda dimensión estos trabajos homologan la experiencia educativa o formativa de la pertenencia política: o bien con la identidad política de los movimientos y organizaciones; o bien con la circulación más o menos sistemática de los principios político-ideológicos de los movimientos y organizaciones sociales. Así por ejemplo:

Los sin-tierra se educan como Sin Tierra ([entendido como] sujeto social, persona humana, nombre propio) siendo del MST, lo que quiere decir construyendo el Movimiento que produce y reproduce su propia identidad o conformación humana e histórica (…). Es a través de sus objetivos, principios, valores y forma de ser que el Movimiento intencionaliza sus prácticas educativas. (Caldart, 2000, p. 136, la traducción es propia).

Como vimos respecto de los supuestos anteriores también a propósito de éste la homologación parece producirse en tanto los investigadores e investigadoras se circunscriben a recuperar los discursos de los sujetos antes que a observar las prácticas, cuando no a recuperar sus propios discursos respecto a los principios político-ideológicos de los movimientos11. Si bien concuerdo en que al interior de cada colectivo humano se transmiten determinados valores y tradiciones políticas y formas específicas de interpretación de la realidad y de actuación, entiendo que esos valores, esas tradiciones y esas formas no pueden ser pensados por fuera de los distintos contextos socio-históricos pero no solo en el sentido de que esos contextos representan el escenario sobre el cual la participación política (y la dimensión educativa de la misma) tiene lugar. Sino también en tanto esos contextos (entendidos como variables relaciones de poder que se establecen entre los grupos sociales fundamentales) configuran los límites y las posibilidades de esa práctica política y la circulación, la producción y la apropiación de determinados saberes cotidianos asociados a ella.

Para finalizar esta revisión crítica que he presentado bajo la forma de cuatro supuestos me pregunto si todos ellos no se vinculan con cierta confusión existente en estos trabajos entre categorías sociales, analíticas y conceptos teóricos. De aquí se sigue la dificultad de discernir –cuando leemos estos trabajos– si estamos leyendo: 1) lo que los investigadores y las investigadoras reconstruyen acerca de las prácticas educativas estudiadas –cuando no lo que desean reconstruir de ellas–; 2) la recuperación hecha por los investigadores de categorías pertenecientes a teóricos y teóricas sociales; 3) lo que las personas entrevistadas dicen sobre estas prácticas (lo cual no debería confundirse con lo que efectivamente acontece en la realidad).

Es a partir del reconocimiento de esta suerte de confusión que se vuelve posible vincular gran parte de estos antecedentes a aquellas corrientes de investigación definidas por Menéndez (2010) como exclusivamente centradas en la “perspectiva del actor” y algunas de cuyas características residen en: homologar la realidad a las representaciones que sobre la misma construyen los sujetos estudiados; homogeneizar diversos sujetos sociales tras categorías corporativas (un movimiento social, un género, una comunidad); excluir los procesos estructurales como determinantes o condicionantes del comportamiento de los sujetos. Del mismo modo, puede emparentarse la crítica a estas producciones con la polémica entablada entre Bourdieu, Chamboredon y Passeron (1975) y las posiciones subjetivistas –específicamente con las corrientes fenomenológicas– cuando aquellos proponen “que la vida social debe explicarse no por la concepción que se hacen los que en ella participan si no por las causas profundas que escapan a la conciencia” (p. 34).

Habiendo expuesto hasta aquí una lectura crítica de estos antecedentes quiero señalar que la misma no me exceptúa de reconocer la gran importancia de todos estos trabajos para el campo de las investigaciones educativas: todos ellos han sido investigaciones pioneras sobre experiencias educativas novedosas –como los Bachilleratos Populares– y han configurado un gran avance en materia de aproximación a las crecientes experiencias educativas impulsadas por movimientos y organizaciones sociales de nuestro país y la región. Han sistematizado datos y estadísticas que existían de manera desarticulada hasta el momento y han abierto líneas y equipos de investigación dedicados exclusivamente a estudiar las experiencias educativas de los movimientos y organizaciones sociales. Sin la existencia de estos trabajos –entre los cuales destaco el de Michi (2008) por la profundidad de su estudio– no hubiera sido posible para mí comenzar un debate que siempre entendí como fructífero y que me indicó caminos posibles por los cuales seguir indagando.

Esa preocupación propia confluyó, a su vez, con la de autores como García (2011a, 2011b, 2016, 2018) y López Fittipaldi (2015a, 2015b, 2017), también pertenecientes al campo de la Antropología de la Educación. En el caso del primero de ellos, su investigación se ha centrado en restituir las negociaciones entabladas entre los miembros de una organización que impulsa un Bachillerato Popular y diversos actores estatales, reconstruyendo la penetración implícita de lo estatal (a través de recursos materiales, pero también de imaginarios pedagógicos) en las prácticas educativas desarrolladas por fuera del sistema educativo oficial. López Fittipaldi, por su parte, indaga en un Bachillerato Popular impulsado por un movimiento social en la ciudad de Rosario, analizando las tensiones educativas que configuran la cotidianeidad de esta experiencia y las dimensiones contextuales tanto educativas como políticas que la atraviesan y definen sus particularidades.