La ñerez del cine mexicano

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La ñerez del cine mexicano
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La ñerez del cine mexicano

Letras Fílmicas

Escuela Nacional de Artes Cinematográficas

Jorge

Ayala Blanco

La ñerez

del cine mexicano


Universidad Nacional Autónoma de México

México, 2019


In memoriam CUEC,

bienvenida ENAC.


Lo terrible en esta tierra es que

todo el mundo tiene sus razones.


Jean Renoir, La regla del juego

Más allá del crepúsculo, una sombra,

después, un destello;

más allá de la nube, un silencio,

después, una alondra;

más allá del corazón, un éxtasis,

después, un dolor;

más allá de los difuntos, cenizas frías,

la vida otra vez.

John Banister Tabb, Evolución

Prólogo

Ñerez porque el tema central de este volumen es la búsqueda de lo popular, la casi desesperada búsqueda de lo popular en el cine mexicano actual, cualquier cosa que sea eso, por el camino que sea y al precio que sea.

* * *

Ni La ñáñara del cine mexicano, ni La ñoñez del cine mexicano, porque las búsquedas y los alcances de nuestro cine hoy jamás podrían reducirse a simples ñáñaras y, de hecho, el cine nacional puede ser cualquier cosa, menos ñoño ni inofensivo, ojete sí, para La ojetez del cine mexicano, pero apenas vamos en la Ñ de nuestro Abecedario. Sea, pues, La ñerez del cine mexicano, con el mexicanismo ñerez como mirador temático, fuente de inspiración y portal de apropiaciones creadoras.

En dicho mexicanismo están contenidos el ñero, el compañero original, el coloquial cuate tan querido por lo menos en el trato, porque también están ahí la búsqueda y el sostenimiento de una proximidad afectuosa, pero sobre todo una cacería intelectual en pos de sus variaciones reflejas del lenguaje popular.

ñero.- (1) Popular (s.) sustantivo-. Amigo, compañero: “Mira ñero tú eres mi cuate”, “Nos echamos una cascarita con los ñeros de la cuadra”, “Los ñeros de la prepa organizamos un reventón en pleno Zócalo”. (2) (s. y adj.) Persona que se considera vulgar, carente de educación por pertenecer a una clase social baja: “Habla como ñero”, “Está muy ñero su galán”. (Diccionario del español usual en México).

También calificativo clasista si los hay, ñero es, en efecto, un término a un mismo tiempo desdeñoso y tan afectivo como se ha mencionado, incluso hasta la contradicción entre lo violento y lo entrañable, en un doble movimiento contradictorio, pues no sólo califica y clasifica, sino también clarifica, designa y favorece un flujo de comunicación muy personal e inmediato.

Por lo demás, hay ñeros de todo tipo, edad, laya, estrato y grupo social. Hay ñeros de clase media que ejercen como dueños e inspiradores de una hegemónica cultura ñera, las comedias románticas a la mexicana y demás. Hay ñeros de clase trabajadora o desclasados, dueños de una burda cultura de consumo por rebote que les corresponde en el reparto, ya que la palabra surgió y se expandió como reguero de pólvora a finales de los años sesenta y principios de los setenta, obteniendo una difusión sólo comparable al éxito calificador / descalificador del vocablo naco, que lo sucedió, desplazó y relevó, viéndolo después regresar por sus fueros. Y hay ñeros de clase dominante, que son los más patéticos de todos, con su acostumbrada culturita derivativa y usurpadora.

* * *

Aquí se maneja, por lo tanto, la concepción de lo popular como fidelidad a la vivencia de las mayorías.

Despojado de la taquilla y en pos desesperada de ella, el cine mexicano actual busca esa ñerez, aspira a la ñerez, quiere apoderarse de la ñerez, desea la conquista de la ñerez cual bien máximo, exclusivo e inalcanzable, como si quisiera expresar en cada plano y a cada instante que todo lo popular le es ajeno pero le es indispensable para subsistir, comunicarse y completar el ciclo vital sin el que pierde una dimensión fundamental, se debilita, pierde significado: es nada.

* * *

Como en los volúmenes anteriores de este sostenido panorama ensayístico, sus diversos apartados se refieren a las películas realizadas por varones más o menos veteranos que ya cuentan con un abundante corpus de obra (“La ñerez summa”), por los realizadores de segundas o primeras cintas (“La ñerez secunda” y “La ñerez prima”), por los filmes de género documental o docuficcional (“La ñerez documenta”) y los concebidos en formatos de corta duración, desde mediometraje hasta cortometraje (“La ñerez mínima”), cerrando con una repetición de la misma estructura, ahora referida a las películas realizadas por mujeres o al servicio de una fuerte personalidad femenina dominante (“La ñerez feminea”). El único apartado novedoso es el constituido, como una necesidad examinadora, por las películas escritas y dirigidas fundamentalmente por cineastas extranjeros de habla hispana, sudamericanos en su mayoría, si bien ambientadas en México, aunque ya hayan sido filmadas en una versión original en otras latitudes (“La ñerez franquicia”).

Para plantearnos así, en todos los casos de estos reflejos subjetivos de los procesos de la condición humana más concreta y cercana, una pregunta crucial sobre la pertinencia, la validez y la vigencia de ellos, en el orbe de la complejidad del conocimiento, una cuestión formulada ya por Jean Starobinski: “¿Pero si en lugar de no ser un reflejo de la vida orgánica, la subjetividad representara la emergencia de un nuevo orden de estructuras, a la vez absolutamente original y sostenido por el orden orgánico?” (en La relación crítica). Este volumen intenta responder de diversas maneras a esta interrogante central, tanto como lo exija y autorice el centenar de películas aquí estudiadas in extenso.

* * *

Y así, entonces, al grito de “Cero rollo y puro análisis”, comencemos.

Cuauhtémoc, Ciudad de México

marzo de 2017 - abril de 2018

1. La ñerez summa

Una gran película no es más que un gran fracaso.

Luz Alba / Cube Bonifant, en El Universal Ilustrado

La ñerez retrozombi

En Ladronas de almas (Prendeyapaga Films - Nemak - Eficine 189, 88 minutos, 2015), atípico film 17 del fino cultivador duranguense del cine rural de 62 años Juan Antonio de la Riva (de Vidas errantes, 1984, a Érase una vez en Durango, 2011), con guion original de Christopher Luna, Mejor largometraje mexicano y Premio Extreme en el festival Feratum del municipio michoacano de Tlapujahua en 2015, un molido pelotón de supuestos soldados insurgentes y torvos mercenarios al mando respectivamente del teniente prognata Torcuato Reyes (Juan Ángel Esparza cual galán teratológico) y del exasperado voraz Macario (Luis Gatica feroz) ha logrado cruzar en medio de la Guerra de Independencia hacia 1815, la futura sierra morelense a la búsqueda hacienda tras hacienda de un Capitán Arroyo que seis meses atrás desapareció junto con su destacamento sin dejar huella, y veladamente en pos de un cargamento de oro expoliado a las tropas virreinales, por lo que se refugian de paso y en forma perentoria dentro de la semidesierta propiedad, alguna vez saqueada por los realistas, de un enfático Don Agustín Cordero en silla de ruedas (Ricardo Dalmacci), padre de la hermosa jovencita María (Sofía Sisniega) y de su hermanita púber Camila (Ana Sofía Durán) que ha perdido el habla tras el asesinato a tiros gratuitos de su madre Ana María (Marcela Odriozola) y el rapto de su hermana mayor Roberta (Natasha Dupeyrón) a manos de los primeros invasores del lugar, hoy un sitio en la desolación total y absoluta, pues la diezmada familia Cordero sólo subsiste acompañada por la regia sirvienta Ignacia (Claudine Sosa), al devoto cuidado exclusivo de la traumatizada muchachita enmudecida que gusta de hacer rondas nocturnas con casco de dragón entre las ruinas de la hacienda para juguetear con algún amigo imaginario, y por el amante de la leal hembraza prieta, el recio capataz mulato de origen haitiano Indalecio (Harding Junior), quien, solemne e intimidante y haciendo eco a las chicas reticentes de la atribulada familia que se oponían a conceder cobijo y alimento a los bandoleros con disfraz, recomienda a éstos, asilados en la troje, no vagar por la noche a través de los numerosos pasajes y pasadizos y rincones sombríos del lugar, pues por ahí rondan muertos reaparecidos, pero desde esa misma noche ningún caso le hará el falso teniente Torcuato, que descubre al hacendado minusválido como latinista rezandero haciendo conjuros librescos en una iglesia derruida, y por el cerúleo veterano Cecilio (José Enot) que, apenas descubierto un tesoro de lingotes de oro y joyas amontonadas en la cripta del templo devastado, acabará sus días perseguido, atracado, sanguinolento, devorado, carcomido y vuelto zombi por dos atacantes imbatibles, al término de un calvario apocalíptico al que serán también sometidos todos sus correligionarios, acometidos sobre todo por las hermanas malditas, pronto reforzadas por la tercera Roberta rediviva, hasta el total aniquilamiento y el reguero de cadáveres resucitantes, por malobra y desgracia de la ñerez retrozombi.

La ñerez retrozombi dicta el morbo y lo mórbido fílmico supragenérico posmoderno de un exterminio que se cierne sin piedad ni límite posible sobre las víctimas repelentes, una a una y hasta varias veces bárbaramente sacrificadas, en el transcurso de un par de noches, muriendo y reviviendo, pues sólo aquellos combatientes que sean decapitados y paseados con la cabeza chorreante o envuelta en un costal negro dejarán de ser sujetos de resurrección infernal (al igual que los legendarios vampiros draculescos sin una estaca clavada en el corazón), trátese del hediondo sadiquillo Jacinto (Arnulfo Reyes Sánchez) y su compinche el ladrón de tesoros Patricio (Tizoc Arroyo), o del cobarde violador de mujeres Torcuato, o del mismísimo extraviado Capitán Arroyo (Pablo Valentín), quien arribará al lugar con todo su regimiento regular convertido en carne de patíbulo clandestino y tumultuaria horda de tumefactos zombis recalcitrantes, con mosquetones en ristre para enfrentar a un Indalecio también armado, muerto y resucitado, ya que en realidad se trata de un bokor resucitador de muertos y fabricante de zombis, de acuerdo con los afroantillanos rituales vudú, que aún le reservan al último sobreviviente simiesco Odilón (Javier Escobar), la triste gloria de ser destinado como nuevo guardián del tesoro escondido por esa alucinada culminación elegiaca.

 

La ñerez retrozombi fustiga y fatiga un cine de horror que inicialmente avanza con buen paso (edición de Óscar Figueroa), crea atmósferas y luce la soberbia fotografía de Alberto Lee (el elegante camarógrafo del shakespeariano Huapango de Iván Lipkies, 2001-2004), la dosificada música ambiental con dominante guitarrista de Diego Herrera y el vestuario epocal muy estilizado (sobre todo el femenino) de Fernanda Vélez, pero de pronto ese horror parsimonioso y cercano al de los sulfurosos relatos de aparecidos y leyendas macabras del siglo XIX (a semejanza del asfixiado film paradigmático en blanco y negro El escapulario de Servando González, 1966), se aloca y se precipita en una suma de hechos sangrientos que ni asustan ni aterrorizan y pronto cesan de emocionar, al intentar la reinvención histórica de un cine de zombis que parece recreado con zombis de antemano agotados (ese corpulento monstruo todoabrazador siempre de espaldas), hecho por zombis y para zombis, en medio de los estragos y resistencias desesperadas de una guerra de la que los zombis representan una alegoría, e incluso construyen y constituyen una realidad alterna de ella, pese a girar en torno a la figura histórica de una María Cordero que defendió tan exitosa cuan temerariamente sus tierras a comienzos del siglo XIX contra el asedio de saqueadores de todo tipo, si bien ella ahora como eje subrepticio de una desmitificadora Zombiguerra de Independencia vuelta caos, desastre y devastación pura.

La ñerez retrozombi propone, como máximos atractivos visuales, la aparición de la pequeña Camila a indefenso contraluz bajo la fractalidad de unas arcadas al cabo de un largo seguimiento del tenebroso Macario atravesando prácticamente muralla tras muralla en su introductorio espionaje nocturno fuera del tiempo narrativo lineal, el reptar de un alacrán dorado superviviendo a su aplastamiento entre los criminales cascos de los caballos bajo el reluciente sol a plomo, las larguísimas armas vistosamente antiguas y en desuso, los jinetes con sarapes trenzados y sombreros en punta y anchas cintas rojas sobre la frente y temerosas expresiones atónitas ante los ruidos desconcertantes (“¿Escucharon eso?”), el arrastre desde un caballo de la hermana secuestrada con las manos extendidas por una soga, la transformación del oro en hierba luego de ser pesadamente transportada al interior de un cofre, la paulatina zombización del gorilesco Odilón para ser convertido en el nuevo esclavizado vigilante eterno del tesoro nibelungo, pero ante todo, la fotogenia laberíntica de la hacienda plena de arcos y muros señorialmente reducidos a ruinosos desfiladeros de piedra, la metamorfosis ingente del atmosférico mundo de las haciendas-lugar común del cine revolucionario a punto recóndito y decrépito digest de la Nueva España, la folletinesca acción compactada a sólo dos noches, los súbitos retornos al pasado dentro de un continuum óptico que jamás señalan su condición retrospectiva, la intempestiva retoma de brutales secuencias brutalmente interrumpidas a la mitad, la devoración colectiva tras la puerta apenas posible de seguir por la mancha de sangre que se cuela por debajo de la madera forjada (al estilo de la clásica visión indirecta de El hombre leopardo de Val Lewton-Jacques Tourneur, 1943), el trazo de infantiles caricaturas mortuorias con grafito por María y Camila al alimón historietístico sobre las paredes pero en terrenos morales que desafían y baten a la aberrante monstruoteca posromántica del decadente Guillermo del Toro (el de El espinazo del diablo, 2000, y La cumbre escarlata, 2015), el retorno del verbo a Camila para escupir su rencor hacia la vesania masculina, las maléficas sopas y brebajes infalibles (“Te dije que le iba a hacer efecto”), la altiva reminiscencia de Juan Antonio de la Riva a los exótico-esclavistas orígenes vudú-haitianos del febril cine de zombis (precisamente al Lewton-Tourneur del hiperclásico Yo caminé con un zombi, 1943), esos inesperados y fascinantes giros retorcidos de los extendidísimos planos más elegantes con la firma De la Riva (dignos de su Gavilán de la Sierra, 2001, o de su obra maestra Érase una vez en Durango), y por supuesto la metáfora prolongada de la familia Cordero convertida en lobo pluricéfalo.

La ñerez retrozombi reclama y retiene así la deliberada o inconsciente virtud inefable de remitir a sus espectadores y ávidos fans, pese a plasmar una distopia futura (aunque desde un pasado relativamente reciente con respecto a la historia de la humanidad), como todas las cintas de zombis de moda o por venir, y tal como lo ha expuesto la cinefilósofa Sonia Rangel en un trabajo sobre la imagen-caníbal basado en los estudios sobre “antropofagia zombi” de la teórica brasileña Suely Rolnik (en el número 123 de la revista La Tempestad, junio de 2017, centralmente dedicado al tema), a una zona antropológica, o a un imaginario orden primitivo, anterior a la conciencia y a todo control o mediación, donde el deseo puede nacer en estado puro y bruto, a partir de las pulsiones más básicas de un deleuziano-guattariano “cuerpo sin órganos”, de pronto sólo boca mordedora con hambre insaciable, con una bárbara voracidad encarnizada más acá, no más allá, de cualquier sacrificio ritual, en una oscuridad arcaica del devenir-animal que todos llevamos dentro, como las mordeduras de labios alevosos y los acuchillamientos traidores por las féminas en apariencia vulnerables e inermes de Ladronas de almas, ya en un espacio despiadado fuera de concierto, si bien contagioso, que es su propia reflexión negativa y su Némesis, formando mínima aunque pertinente parte de un magno Holocausto Zombi, el holocausto previsto conjuntamente en tres obras maestras del género en 2016 por el danés Nicolas Winding Refn (El demonio neón) y por la francesa Julia Ducournau (Voraz) y por el escocés Colm McCarthy en (Melanie: Apocalipsis zombi), un holocausto siempre prometido.

La ñerez retrozombi adopta una postura netamente feminista dentro de la prodigalidad de la furia y la ternura (“Ya verás que pronto todo va a ser como antes de que muriera tu mamá, ya hace mucho que no escucho tu voz, yo también la extraño”), el contraste esencial entre las largas cabelleras sobre vestidos blancos al suelo y las enrebozadas figuras del omnívoro luto humano dentro del idílico paisaje griffitheanamente lírico, la exasperación y la rabia, que dominan esta morigerada forma extrema de la fantasía gore actual, con esas hermanitas Cordero, haciendo causa común al lado de su sirvienta viuda instantánea y su madre resucitada de la tumba, todas ellas en bola o por separado, aunque siempre actuando con revancha, saña y algo más (“Matar se vuelve adictivo, y más en estas circunstancias de la trama donde sólo buscas sobrevivir”: Natasha Dupeyrón dixit); en cambio, los varones son completamente elementales y previsibles en su machismo, el oro y la violación de mujeres al mismo nivel y como única motivación, sus valores excremenciales (“Tú quieres ser general, nosotros estamos aquí por el oro”) de viejo spaghetti western (el Sergio Leone de El bueno, el malo y el feo, 1966, y Los héroes de Mesa Verde, 1972; el Sergio Sollima aquí prohibido por presuntamente denigrar a México en sus cintas La rendición de cuentas, 1966, o Cara a cara, 1967, y Corre hombre corre, 1968; el reciclador Quentin Tarantino de Django sin cadenas, 2012), en lo inmediato y en el horizonte, en el firmazonte diría el Vicente Huidobro de las proezas verbales del creacionista-ultraísta poema-río Altazor, en el impositivo y peninsolente falozonte, pues.

Y la ñerez retrozombi apuesta de manera primordial por la calidad de atmósfera y el impacto inmediato, pero acaba apostando por la sorpresa y la incoherencia, estrechamente unidas, la sorpresa hasta la arbitrariedad y la incoherencia hasta el apelmazamiento de la anécdota y una dispersión del sentido, ambas expresándose a través de la distensión terrorífica por sobrecarga acumulativa y la simpleza mórbida de una proliferación sin ton ni son de hechos sanguinolentos, crueles, intempestivos, burdamente splash y perversamente light, que incluyen ante todo acuchillamientos por la espalda, machetes clavados por la espalda y decapitaciones, con repentinas salpicaduras de sangre que cubren el rostro de las jóvenes malditas, ya marcadas por la vampiresca devoración desplazada de Artemio el Albino (Jorge Luis Moreno), para que hasta el ojo de Cecilio colgando aún con nervios en la punta de un machete termine por perder toda eficacia prologal y consiguiendo que la película se revele expresivamente trabajada en el espíritu mismo de su asunto anecdótico y con sus detalles inhumanos cada vez más al ras de la tierra yerma, para que sólo sobreviva la imagen de las féminas bañadas en sangre (al estilo de la original Carrie: extraño presentimiento de Brian de Palma, 1976, o más recientemente, del irreductible Voraz de Julia Ducournau, 2016) y de nuevo erguidas, preparadas para cualquier ataque, benditas y heridas por su propio afán de venganza, ya marginales a cualquier dimensión épica, al cabo de un tilt up al cielo que se encadena a cierto tilt down hacia las tumbas profanadas.

La ñerez autodefensiva

En El ocaso del cazador (Hugo Stiglitz Producción Cinematográfica - Frontera Films, 120 minutos de súbito reducidos a 92, 2013-2017), destemplado quinto largometraje del inclasificable ñerovanguardista belgo-jarocho-boliviano de 44 años Fabrizio Prada (tras su tremebunda asaltocinta en un solo truculento plano secuencia otrora récord Guinness en el rígido ramo estructural sin cortes del Tiempo real, 2002; su sainetista sátira videohomera nunca estrenada Chiles jalapeños, 2008; su encrespada parábola moral Escrito con sangre, 2010, y su aún inédita El sacristán, 2013), con guion suyo al lado de Fuensanta Valdés y del productor-intérprete Hugo Stiglitz basándose en hechos verídicos ocurridos en Tamaulipas cuando un anciano terrateniente se enfrentó a solas con sus armas al cártel de Los Zetas, el septuagenario excazador con arraigo multigeneracional de opulento hacendado norteño Alejo Jerónimo Garza llamado de cariño Don Hunter (Hugo Stiglitz siempre de a caballo) goza derribando de un tiro certero el remilgoso panal incrustado en una torre de la iglesia de su pueblo para admiración de sus añosos amigos y se niega a vender incluso a precio preferencial sus propiedades, bajo ninguna circunstancia ni intimidación, exigencia de cantina o presión desalmada del inmisericorde joven narcopistolero de la región Lucas (Alan Ciangherotti), ni siquiera cuando sufren asalto y secuestro carretero en el amarillo jeep familiar su esposa ahora dramáticamente postrada María (Pilar Pellicer desencajada aunque nunca émula de la abuelita institucional Sara García), su bella hija Cristina (Jenny Lore) a punto de ser violada y el avispado nieto púber (Hugo Stiglitz hijo), pero luego de numerosas defecciones, partidas, sometimientos y cesiones hasta de la cantina local por su propio dueño (Rojo Grau) vuelto empleado al servicio del criminal, u otras peripecias que afectan directamente la seguridad y el bienestar colectivo, como la tortura y muerte violenta del ya de por sí corrupto jefe de la policía municipal, el mismo terrateniente anima a su familia a abandonar el territorio una buena mañana, horas antes del día cero fijado por el delincuente y sus sicarios (Luis de Marco, Octavio Gómez) para tomar por asalto el rancho. Y sin embargo, tras despedir al fiel capataz Camilo y recibir abrazos de todos los peones económicamente liquidados que así le rinden pleitesía dinástica al buen patrón supertrabajador que los protegía, Don Hunter se arrepiente en el último minuto, decide permanecer pase lo que pase, regresa a su mansión, coloca armas de alto poder en cada ventana sobre ingeniosos soportes y se erige en heroico autodefensa de su territorio, atinándole de a sicario por tiro, hiriendo hasta al maldito Lucas en una pierna, y sólo podrá ser derrotado mediante el uso de granadas, si bien ya consagrado a la inmortalidad merced a su ñerez autodefensiva.

 

La ñerez autodefensiva quisiera situarse genéricamente entre la cinta de aventuras, la denunciadora docuficción sobre autodefensas organizados tipo Tierra de cárteles del estadunidense Matthew Heineman (2015) y la lucha individualista de un hombre solo contra la injusticia demasiado grande que siempre habrá de minimizarlo y desbordarlo como el antofobaproico Crepúsculo rojo del excuequero cineasta regiomontano Carlos González Morantes (2008), pero el producto en sí es incapaz de elevarse mínimamente por encima del cine rutinario del pasado o del cine atropelladamente protoamateur del presente, apareciendo autosaboteadoramente echado a perder gracias a la pródiga pero rabiosa e inepta confabulación de elementos y materiales visualmente dispersos, sin continuidad secuencial posible, que le dan un aire de hipertrofiada chafez absoluta a cada secuencia, secuencia por secuencia, por obra y desgracia de una pésima edición de Juan Luis Maldonado que todo lo convierte en serpentina de enfoques caprichosos e hiperfragmentadores, una fotografía sin temple del veteranísimo excuequero Arturo de la Rosa, antirritmos internos, saltos para adelante y para atrás desde picados y contrapicados o desde impresionantes top shots cenitales, y por si eso fuera poco, una mezcolanza musical muy invasiva, con ridículo tema central de Jaime Flores en henchido elogio meloso a Don Hunter e inoportunos efectillos techno de un juvenil DJ neoyorquino que tornan dignos de agradecimiento los repentinos bombardeos de una auténtica sinfonola de cantina pueblerina que escupen de pronto, metafóricamente, aunque sin ton ni son, el mismísimo Segundo Himno Nacional (“El zopilote mojado”) y añejas canciones rancheras en voz de Jorge Negrete (“Yo soy mexicano”), de Lola Beltrán (“La borrachita”, “La muerte”) y del Charro Avitia (“Traigo mi 45”), cuyas anacrónicas fuerzas logran hacer estremecerse hasta a la regia locación mexiquense de Ayapango, cerca del municipio de Amecameca a espaldas del Popocatépetl, en plan de aridez nordestina casi brasileña.

La ñerez autodefensiva se plantea como imperdible vínculo ideal plus cuan imperfecto entre las viejas películas quasi ingenuas de narcos de los años ochenta (con Jorge Luke como Matanza en Matamoros de José Luis Urquieta, 1986, o con el inefable Mario Almada como en Siete en la mira de Pedro Calderón III, 1984, y en La fuga del rojo de Alfredo Gurrola, 1985) y las ultraelogiosas seudocríticas actuales del mismo asunto (El infierno de Luis Estrada, 2010, como ineludible piedra de toque neocostumbrista panorámica y multicaracterológica), entrega puntual y muy esperada de una estafeta fílmica por fin hecha explícita, punto de inflexión que se ignora, enlace necesario de una tradición que nació medio muerta medio viva pero muy agitada, entronque generacional, imprescindible nexo autoconsciente entre dos involuciones genéricas y aventureras que se creen evolución dentro de la misma temática, en suma, dos líneas que se unen y alían en el tremendismo gratuito y autocaricaturesco mercurial, curiosamente copartícipes de un idéntico espíritu entre excitante y mórbido atroz de antemano vencido, en detalles y escenas presuntamente shocking como el torpe amordazamiento y precipitado encueramiento de la rubia hija del héroe ranchero en trance de ser violada hasta-cierto-punto, las cabezas obsequiadas dentro de una hielera para contrarrestar el Efecto Pozolero (del Jorge Zárate de El infierno) y la orden heroica de ser tiradas lejos (“Para evitar averiguaciones”), el temible sombrero negro de borlitas del villano mayor malo de malolandia precoz, la transformación en entusiasta sicaria vengadora de una guaposa periodista pelirroja con ubicua videograbadora insaciable (Karla Vizcarra) por veloz mutación a la vista, la explicación genealógico-dinástica del nombre de Jerónimo obligatoriamente bautizando y bendiciendo a todas las generaciones de terratenientes como algo tan fundamental como aprender a montar a caballo y a fumar puro, el hierro candente marcando al policía pelón con cicatriz en el hombro marcado para morir brincando a balazos en las piernas, la afirmación del correoso amigazo nonagenario (un megaemblemático y final Mario Almada) echándose su mezcalito para negar pontificadora cuan antidialécticamente que “No son otros tiempos: siempre ha habido putas y narcos” antes de ser rescatado sedente y deprimido en una vía del tren, cuates tan pasitas-pasitas como el tío médico bon vivant y el bragado señor cura o cualquier borrachín buenaonda de época (Al Castillo, Manolo Cárdenas, Ricardo El Güero Carrión), una cópula alternativa en plena balacera, una sirvienta tan mudita cuan guapachosa (Paulina Matos), inamovibles pestes de rigor quejoso contra la situación actual del país en abstracto (“¡Pero ustedes no saben cómo está México!”), arbitraria visualización de unas pesadillescas visiones oníricas que trastornan el sueño de la madre traumatizada (rosario oscuro, máscaras blancas, persecución paranoica), la vigencia pese a todo (y con oportunas enlutecidas disculpas funerales) de un presunto código de honor homicida de los narcos (“Ni mujeres ni niños”), pero por encima y alrededor de ellos y ellas, esa vertiginoso-guiñolesca ronda ubicua de una buenona sicaria empistolada fálica enseñatodo todoeltiempo (Diana Ramírez) que se equivocó de película de ficheras esquina con la Rosa Gloria Chagoyán en la exitosa serie iniciada por Lola la Trailera (Raúl Fernández, 1983) que de pronto encañona a una apacible Doña para exigirle su cuota de extorsión (“Vengo por mi lana, putita”), todo eso al mismo nivel, por supuesto. La opulenta ordinariez narcisista del antiguo intérprete mexicano-germánico del acapulqueño Robinson Crusoe de René Cardona hijo (1968) y de la ambiciosa subacuática ¡Tintorera! del mismo comercialísimo cineasta-autor aventurero (1976), tanto como del delirante autoatrofiado Angeluz del joven ascendente Leopoldo Laborde (1997-2001), ha engendrado entonces una tardía película-puente entre dos segmentos temporales intergenéricos de un mismo asunto, de manera más que significativa e indispensable si las hay.

Y la ñerez autodefensiva hace por sobre todas sus vicisitudes y tropiezos el regio retrato obliterado, más infrafílmico y derivativo que realista, de un Clint Eastwood de western clásico o suburbano a la mexicana, el que de seguro nos merecemos: un señorón muy dueño de sí mismo posando incólume a perpetuidad en el porche de su idílica hacienda sobre una añosa silla poltrona, lucidor sombrero modelo rústico empotrado en la cabeza, puro a la boca y rifle de mira telescópica cruzado sobre las piernas, siempre “Pegado al rancho” y al frente de él, siempre añorado tanto por sus familiares que partieron por la mañana para que los asaltaran o para testimoniar la grandeza de los restos, como por sus contertulios de la cantina El Búho (en efecto con un simbólico búho en jaula) en vías de senil desaparición, a la egregia espera de los plomazos bienhechores del expeditivo Duelo de Titanes al amanecer, que debería conjuntar al estoicismo de Los imperdonables (Eastwood, 1992) con el darwinismo conservadurista de Gran Torino (Eastwood, 2008), cual enésima despedida a un Rancho Grande con matones de ¡Ay, Jalisco no te rajes! (Joselito Rodríguez, 1941) que se soñaban habitantes populares de Un mundo perfecto (Eastwood, 1993), todos juntos e igualados para siempre en una santísima trinidad Violencia-Narcotráfico-Temeridad, con la misma depravada e imperdonable ñeromueca elegiaca.