La orgánica del cine mexicano

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La orgánica del cine mexicano
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A Ximena Ayala Huerta

y Juan José Fabián,

mis entrañables cardiólogos

de cabecera.


En esta inmovilidad del espejo

que cuenta al revés sus cadáveres.


Jaime Torres Bodet, Pórtico


Por eso yo hablé en un poema del antiguo alimento de

los héroes: la humillación, la desdicha, la discordia.

Esas cosas nos fueron dadas para que las transmutemos,

para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra

vida, cosas eternas o que aspiren a serlo.


Jorge Luis Borges, Siete noches

Prólogo

El cine mexicano de hoy es un organismo vivo, de muchas maneras vivo, pese a todo, a muchos todos, y acaso la única manera consecuente de abordarlo e intentar abarcarlo sea a través de una orgánica. Una orgánica semióticamente abierta, a la vez química, biológica, psicosociológica y política, pero también cultural y artística, literaria y filosófica. Un estudio orgánico, que este volumen, tan modesta cuan ambiciosamente, aspira a constituir.

En orgánica hay mucho de organismo (viviente), de organización (cerrada, taxonómica), de organicidad (abierta, deseante) y de bioquímica, opuesta a la bisección inorgánica, pero también hay algo de la obsedente consecuencia que de esa explosiva concatenación de elementos dispares puede resultar.

Orgánica, pues, diría o debiera decir cualquier diccionario o wikipedia (aquí utilizados y desbordados), porque los filmes pueden ser considerados como criaturas vivientes y como organismos relativamente autónomos;

– porque están compuestos por unidades que forman conjuntos organizados;

– porque manifiestan consonancia y a veces armonía entre sus partes y con sus contrarios;

– porque se relacionan de manera compleja con sus propios elementos constituyentes y con aquellos de las entidades colectivas;

– porque presentan síntomas y trastornos a veces patológicamente acompañados de lesiones visibles y duraderas;

– porque están constituidos por órganos como cualquier cuerpo o corpus separable;

– porque los precede y determina una organicidad posible de ser deslindada, observada, estudiada e inclusive disfrutada, y

– porque están regidos por sustancias significantes y organizaciones del sentido.

Sea, entonces, La orgánica del cine mexicano, y no La oscuridad del cine mexicano, ni La obstinación, ni La ociosidad, ni La ojetez, como se pretendió durante su redacción, respondiendo a las aspiraciones evidentes o soslayas de las películas consideradas sobre la marcha, ya que el cine mexicano actual y factual aspira a una orgánica que lo libere de la implícita censura dominante en nuestro país, al condenarlo a ser juzgado prescindible de dos maneras extremas: como simple pieza de consumo, más o menos masivo e inocuo, o como obra de arte, sin espectadores ni posibilidad de recuperación económica.

* * *

En términos eisensteinianos (de La forma del cine):

Cuando se habla de El acorazado Potemkin se resaltan por lo general dos aspectos: la construcción orgánica de su composición como un todo y el pathos del film (...). Seamos más precisos: ¿qué entendemos por orgánica de la construcción de la obra? Diría que contamos con dos tipos de orgánica. La primera es característica de cualquier obra que tenga integridad y leyes internas. En este caso, la orgánica puede ser definida por el hecho de que la obra es gobernada en su conjunto por una cierta ley de estructura y de que sus partes están subordinadas a este canon (...). La segunda no sólo está presente con el principio mismo de orgánica, sino también con el propio canon según el cual están construidos los fenómenos naturales (...) los fenómenos no artísticos, los fenómenos “orgánicos” de la naturaleza.

* * *

Como es costumbre en esta serie de volúmenes panorámicos y ensayísticos alfabéticamente ordenados, los diversos apartados que lo conforman, comienzan por referirse a las películas realizadas por varones añosos definitivos (“La orgánica póstuma”), y prosiguen con varones más o menos veteranos que ya cuentan con un abundante conjunto de obra o de tres cintas largas en adelante (“La orgánica summa”), por películas que ya hayan sido filmadas en una versión original en otras latitudes pero que ahora se refríen ambientadas en México y siempre escritas y dirigidas fundamentalmente por cineastas extranjeros de habla hispana y sudamericanos en su mayoría (“La orgánica franquicia”), por las películas de realizadores de segundas o primeras obras (“La orgánica secunda” y “La orgánica prima”), por los filmes de género documental o docuficcional (“La orgánica documenta”) y los concebidos en formatos de corta duración, desde el mediometraje hasta el cortometraje (“La orgánica mínima”), para cerrar con una repetición de la misma estructura, ahora referida a las películas realizadas por mujeres o al servicio de una fuerte personalidad femenina dominante (“La orgánica feminea”). Y así, bajo la habitual divisa de “Menos rollo y más análisis”, podemos empezar.

Cuauhtémoc, Ciudad de México,

mayo de 2018 - abril de 2019

1. La orgánica póstuma

Ser por un instante el absurdo creído,

la nada intelectualista.

Macedonio Fernández, Papeles de Recienvenido

La orgánica desempolvadora

La orgánica desempolvadora busca sacudir el polvo de viejas ficciones a ras de una sensibilidad olvidada que ya a nadie le importaría frecuentar, trátese de una tradicional y a la vez antitradicional orgánica satírica o didáctica, como sigue.

Lado A: La orgánica desempolvadora satírica

En Princesa, una historia verdadera (Leos Films - Fidecine / Imcine - Eficine 189 - Pops & Entertainment - Séptimo Arte - Universidad de San Luis Potosí, 112 minutos, 2015), inopinadamente anacronizante sexto largometraje jamás postrero del heteróclito autor total mazatleco excuequero de 66 años Óscar Blancarte (largometrajes: Que me maten de una vez, 1985; El Jinete de la Divina Providencia, 1988; Dulces compañías, 1994; Entre la tarde y la noche, 2000, y Polvo de ángel, 2006-2009; cortometrajes: Llanto de gaviotas, 1971; Gilberto Owen, un poeta olvidado, 1985; El rostro humano: resistencia civil pacífica, 2006, y Voces corales de mi pueblo, 2011), la engreída señorita quedada ya septuagenaria llena de bastones para caminar más una mascota canina para refugiarse en su afecto Josefina Josefa (Martha Navarro como rediviva pasmada perenne de La pasión según Verynice) y su hermana homóloga que también ha visto pasar los mejores años de su existencia pero aún increíblemente rozagante María (Evangelina Elizondo en su aparición póstuma) viven enclaustradas en su majestuosa mansión potosina de estilo barroco flamígero con inmensas escaleras e insultante biblioteca, inmejorablemente atendidas por la esclavizada sirvienta pueblerina michoacana con padre canceroso terminal Otilia (Susana Contreras) y por el mayordomo milusos Alonso (Mario Cisneros hijo), entregadas a sus atávicas nostalgias porfirianas y a sus añejas rivalidades juveniles por un exgalán argentino hoy convertido en el estafador compulsivo asilado en una casa de retiro Gabriel (Eduardo McGregor) con quien sólo Josefina mantiene alguna epistolar relación clandestina, y en general ambas abandonadas y autoabandonadas, odiándose entre sí, sólo deseosas de disfrutar de los chocolates escondidos, de los abiertos rituales añejos, de las partidas de bridge con sus desarticulados contemporáneos tipo el sordísimo doctor pergamino Sánchez Azcona (Héctor Lechuga terminal) con auxiliar permanente para el oxígeno de emergencia, y de las visitas al notario Íñiguez (Francisco José Bernal) para que la achacosa Josefina modifique perversamente su desheredador testamento al infinito, pero, al escandaloso alcance de sus binoculares vigilantes se encuentra la desmadrosa pareja de jóvenes vecinos integrada por la sensual Claudia (Sofía Leal de la Rosa) y el médico aún interno de hospital Javier (Salvador Espadas), a quienes un buen día convidan a una cena de mucho cumplido que resulta catastrófica, aunque tendiendo los suficientes lazos de amistad y confianza como para que cierta noche futura la angustiada María se sienta en libertad de recurrir al atolondradísimo doctor Javier para sacar de un coma diabético a la infeliz Josefina, quien sin embargo no tardará demasiado en perecer, repartiendo con arbitrariedad sus bienes y dejando en una suerte de orfandad fraterna a la aún linajuda María, quien de pronto se verá asediada y prácticamente sitiada tanto por las interesadas como por las desinteresadas atenciones del doctorcito Javier, junto con su inextirpable cuate sudamericano el acelerado comunista de tiempo completo Roberto Rey El Colombiano (Roberto Grecco) que al lado de su novia benéfica sin uso Libertad (Eva Moral) han invadido el estrecho depto de otra pareja tras ser expulsados del suyo, logrando por la presión conjunta que la anciana María consiga salir un mucho de sí misma, hasta intercambiar con sus jóvenes amigos un grueso ejemplar sensibilizador de La montaña mágica de Thomas Mann y el civilizador Manual de buenas costumbres de Carreño por uno pequeñito de El libro rojo del camarada Mao Tse-tung, trocando a través de ellos (lecturas, amigos) valores y mentalidades, acompañándolos a un campamento jipi con libertario concierto roquero del que saldrá huyendo, para ponerse en contacto pos-amatorio falaz con el nefasto Gabriel que acaba dejándosele caer con todo y su buscona enfermera Alejandra (la cantante Itatí Cantoral subutilizada), hasta fallecer de improviso, también ella como su hermana, para facilitar las venturosas devastaciones previstas o imprevisibles de esta orgánica desempolvadora satírica.

 

La orgánica desempolvadora satírica dicta en un mismo plano nivelador las barbaridades, las diabluras y las escasas bondades verosímiles de una alocada farsa folletinesca de carpa, duplicada de provinciana saga divagante, que nunca se desprenden de sus referencias obligadas a Las señoritas Vivanco y El proceso de las señoritas Vivanco (Mauricio de la Serna, 1958 / 1959) y a la fascinante fábula moderna dionisiaco-anarquista-gerontófila y feminista radical avant la lettre La vieja dama indigna de Bertolt Brecht (tan bellamente filmada por el francés René Allio en 1964), con ese guion donde la incongruencia se da la mano con la incoherencia como única ciencia posible de la inocencia, esa imposibilidad de verosimilitud que parece secuencia erizada tras secuencia consternante y cada vez más en definitiva una condición precaria, esa arquitectura que revela el carácter de las hermanas ruquitas “como el esqueleto de un ictiosaurio delata a toda una creación” (según escribía con sarcástico primor Honoré de Balzac en La búsqueda de lo absoluto), pero también con fotografía preciosista aunque asfixiante de Arturo de la Rosa que a la menor provocación se solaza en aplastantes top shots cenitales o en inmotivadas grúas monumentales carísimas, esa dirección de arte de Dana Saade digna de mejor causa sin dejar de oscilar entre la fantasía inconfesable y el realismo escueto, esa edición de Carlos Puente sin apostura ni ritmo, esa música de Jesús Monarrez tan asquerosamente banalizadora como la multitud de cancioncitas baratonas sin época ni medida, o ese vestuario de Cristina Sauza batiendo récords de batidillo escénico, cuyas acciones conjuntas hacen desplomarse y desplumarse y ahondarse aún más el generalizado desastre expresivo, en vez de impedirlo.

La orgánica desempolvadora satírica remite y anuda con los olvidados e innombrables inicios del realizador en una deliberadamente grotesca Que me maten de una vez hecha para irritar más que para seducir, por partida séxtuple en otros tantos episodios-sketches de película ómnibus ultrapersonal, y de ahí, aparte de la tácita convicción de que hay que “burlarse de la lógica cuando está contra la Humanidad” (de acuerdo con el dictum programático de Max Horkheimer y Theodor W. Adorno), derivan las audacias absurdistas y los gratuitos hallazgos visuales del film, tales como la inaugural mutación a la vista de una hermosa falsa postal callejera de época en cromo coloreado de Abel Gance al animarse, la imposición de la retrógrada voluntad a los inquilinos de enfrente sin dejar de blandir un desplegado paraguas negro en pleno día soleado (“Joven Javier, el contrato establece que las fiestas están prohibidas”), la extemporaneidad de los chavos con boinas y gorras milicianas porque se asumen como eternos adoradores tardíos de la utopía revolucionaria latinoamericana del Ché Guevara (en ubicuos pósters gigantes, en frases recitadas) y el campamento de jipis roqueros con teléfono celular y baile ritual con DJ, la confusión del médico y su amigo con rateros al asalto (“¿Quiénes son ustedes y por dónde entraron a esta casa?”), la captura policial por robar un libro de George Soros ¡esgrimido como inspirador revolucionario! para dar en la cárcel regida por un inflexible gobiernista fanático del orden (Ernesto Gómez Cruz) que acepta ipso facto una mordida en billetes hechos bolita del amigo rescatador (“Un saludo de la comunidad médica”) y confirmar la justeza de las más improbables pancartas de manifestaciones duramente reprimidas (“México somos todos” / “El petróleo es nuestro” / “Mueran los políticos”) o de letreros sobre las paredes de un reventón de la chaviza (“Prohibido prohibir” o así), el lance interruptus del arrojado joven sudaca al desnudo en la cocina al intentar llegarle a la novia en rojileopardescos paños menores del amigo anfitrión muy pronto sufriendo las inaceptables insinuaciones de la refugiada amoral Libertad (“Préstame a tu Javier, y yo te presto a mi Colombiano”), los homenajes no pedidos e inopinados al cine de Juan Bustillo Oro mediante las veladas musicales con ancianos porfirianos del México de mis recuerdos (1943) y diálogos dicharacheros de Huapango o Las mañanitas (1937 / 1948) como única posibilidad de reacción de los sirvientes añorantes del retiro misericordioso en el pueblaco michoacano de nombre excéntrico (“En la guerra y en el amor todo está permitido”), la simultaneidad por montaje entre el baile de un tango entre ruquitos y una riña juvenil por celos vislumbrada tras una pantalla a modo de sombras chinescas, la fraterna lucha a muerte por la foto del antiguo pretendiente (“Dime qué hacías con esta fotografía de Gabriel” / Porque antes de ser tu prometido fue mi novio, así que mediante esta foto puedo dormir con él”), la sorpresa ante el funesto galán senecto que ofrece un ramo de florecillas blancas a quien se deje (“¡No te has muerto!”), el orgasmo ocular de María reciclada (conmovedora Evangelina Elizondo como Cenicienta de la Vela Perpetua) ensartando sus dedos en los del único ajado amor de su vida estafada, o la intempestiva profesión de fe de la enfermera Alejandra en el momento rechazante más inoportuno (“No, yo quiero ser un ángel”), la espectacular aparición de una cascada mágica al fondo multicolor de un desfiladero de inmensos acantilados, o así, a la deriva tan a lo bestia cuan abrupto y sin el mínimo aplomo ni justificación dramática.

Y la orgánica desempolvadora satírica subraya y se guarece finalmente bajo la figura emblemática de la titular perrita blanca lanuda Princesa, la hipermimada perrita provista de ridícula cofia permanente que había pasado de las superconsentidoras manos de la difunta Josefina a las primero reacias luego acogedoras de la solitaria huérfana casi viuda María, una perrita esencial y vocacionalmente faldera que convoca aunque en desventaja algunos significados satírico-sociales del insuperable trabajo minimalista irónico Workers de José Luis Valle (2013), una oronda perrita cuya huida por el bosque había provocado la estampida de la vieja María en su incursión rockjipiosa y que ahora reina entre cojines suntuosos, para siempre, viendo imperturbable pasar, de a plano por golpe, los estridentes destinos escalonados de sus inferiores y quizá vasallos espirituales, los falsos protagonistas de la ficción (Libertad se fue de misionera laica a Sudáfrica, Otilia puso una chocolatería tras casarse con un Alonso que falleció en la luna de miel, Javier se fue como doctor comunitario rural a Chiapas y demás), porque en realidad la única que imperaba y acaso importaba era ella, la perrita validadora imposible de esta Princesa, una historia verdadera, el factótum indiferente y el rotundo sentido global de esta patéticamente fallida ficción.

Lado B: La orgánica desempolvadora didáctica

En La promesa (Leos Films - CMedia Films - Eficine 189, 90 minutos, 2018), inconcebible séptimo largometraje del mismo autor total Óscar Blancarte, ahora con resplandecientes locaciones sinaloenses en Los Mochis y El Fuerte y en la mágica ciudad poblana de Cholula para lograr el más equilibrado de sus filmes, el avispadísimo niño brillante aunque rebeldemente ateo muy por encima de sus determinismos regionales Leo (Alessio Valentini) vive en 1989 al lado de su decrépito abuelo exferrocarrilero en perpetua cacería ilusoria de un coyote matagallinas Amadeo (Rafael Inclán) y de su abandonada madre trabajadora mecánica de overol Marta (Lumi Cavazos), los tres en inicua espera del retorno vencedor del padre que se largó al extranjero a la búsqueda de mejores oportunidades, fuera de ese perdido pero magnífico pueblo de Recoveco cuyo entusiasta profe titular único Cruz (Mario Zaragoza con barbitas apodícticas), pese a que su adorada esposa Amanda (María Elena Quiñones) lo engaña de inocultable manera con el instructor de aerobics ( Jorge Celaya), ha logrado generar y mantener el inusitado interés libresco en una comunidad fanática de la literatura narrativa, gracias a las actividades dominicales del Club de Lectura “La Hojarasca” (en tácito homenaje al multicitado autor favorito del providente pedagogo: Gabriel García Márquez), en el transcurso de las cuales todos los lugareños, provistos de micrófono y altoparlantes para ser escuchados hasta el rincón más lejano, leen en voz alta y por riguroso turno clásicas obras literarias integrales, trátese de Cien años de soledad, Don Quijote de la Mancha o la Ilíada, porque “Con los libros podemos viajar, por eso fundamos el club”, contando con la participación infaltable de la afanosa funcionaria escolar Doña Jovita (Yosi Lugo), de su linda hija rubita ya enamorada sin esperanza del pequeño héroe María Julia (Valentina Nallino con grácil lunar en el labio derecho), del bonachón párroco Padre Alberto (Víctor Huggo Martín), del sabihondo musiquillo acordeonista propuesto como contertulio perfecto apodado Gardel en honor a su máximo ídolo de origen nebuloso (Alberto Lomnitz) y, sobre todo, del discapacitado bibliómano inquilino de un vagón repleto de libros a quien colectivamente sólo se le conoce como El Chueco (Alonso Echánove aguantando vara), mas sin embargo, como también en las cultísimas colectividades felices hace aire, preocupa a la progenitora del precoz Leo que, pese a ser amado de todos y por cada uno considerado la gran promesa pueblerina, el muchachito esté prefiriendo darse una formación autodidacta y, en efecto, pronto desertará por completo de la escuela, a la que faltaba de continuo para irse de pinta al arroyo con su amiguita María Julia a quien tiraba más traviesa que aviesamente al agua (“Prometo que algún día te haré lo mismo”), sin dejar de robarle algún beso en la boca, ni tampoco de frecuentar a su admirado exmaestro Cruz y a sus cuates Gardel y El Chueco en pos de conocimientos acumulados que, con el tiempo, tras haber conseguido consolar y reanimar puntualmente tanto al profe al fin abandonado por su esposa adúltera, como a su propia madre que ha recibido una carta donde el cónyuge ausente le comunica su definitivo casamiento con otra mujer, van a redundar en una auténtica e imparable cadena de éxitos: el éxito ganador del primer lugar en la Olimpiada del Conocimiento en la cabecera del estado que todo el Club de Lectura contempla por televisión y sorprende jubilosamente a la conductora (Mónica Dionne), el éxito por lo tanto de un envidiado premio consistente en la inmediata partida a España para continuar sus estudios (desde secundaria hasta profesionales) en la Universidad Complutense de Madrid, el éxito del afianzamiento como académico y escritor de un Leo adulto (Alejandro Cárdenas) que de pronto informa por carta de su estancia en Moscú rumbo a Estocolmo, el éxito esperado de los libros de Leo que inundan de ejemplares a los pueblerinos y sin necesidad de invocar a Dios conjuran al Demonio de todo Mal para satisfacción del cura Alberto, el éxito resonante mundial del lejano Leo cuyos ecos infunden suficiente ánimo a la comunidad de Recoveco para sobreponerse a los vientos de un huracán que la habrá devastado, el éxito clamoroso en el extranjero que hace obtener a Leo el Premio Nobel de Literatura y, last but not least, el éxito que se corona con el retorno triunfal por tren de Leo a Recoveco para reintegrarse como un humilde miembro más de la comunidad que lo vio nacer y formarse merced a ese egregio mentor bibliófilo ahora encorvado y encanecido Cruz que, luego de permitir generosamente el regreso de su contrita esposa Amanda, va a recibir el tributo agradecido del hombre famoso buen cumplidor de promesas Leo, mediante una dedicatoria impresa y un abrazo fervoroso a quien considera con socavadora emoción como su verdadero padre, al soltarle un “Decíamos ayer”, a semejanza de Fray Luis de León a sus alumnos al retornar de una prisión, porque, y aquí cita al maduro maestro ahora anciano: “Una casa sin libros es como un cuerpo sin alma”, para concordar con el agraciado y agradecido mínimo imperio resarcido por una orgánica desempolvadora didáctica.

La orgánica desempolvadora didáctica lleva una bien lograda candidez hasta sus últimas consecuencias deliberadas y desarmantes, imponiendo una prefabricada gracia muy insólita y el dominio de un cine dichosamente idílico que no teme a lo pueril, como si todo estuviera marcado por el hipotético estado de gracia de un antiquísimo libro de texto escolar que estuviese animándose y renovando en cualesquiera aspectos, menos en sus contenidos, en sus flujos e influjos sustanciales, rechazando otras influencias adultas o animosidades posibles, una actitud remozadora de la “novedad de la patria” (Ramón López Velarde) en la patria chica como segura vía de acceso a la “intimidad más desierta” (Carlos Pellicer) que sería “indispensable al peso de cada fruto y a la fecundidad de cada caricia” ( Jaime Torres Bodet), porque cree en la frescura ingenua elevada al absurdo hasta de la glotonería icónica (esos inaugurales pósters luego ubicuos de Carlos Fuentes y García Márquez o Ernest Hemingway y Jules Verne o Mario Vargas Llosa y demás), porque al parecer “Aquí no suceden cosas / de mayor trascendencia que las rosas” (Pellicer de nuevo), porque está conjuntando los mil esquemáticos incidentes unidimensionales y de otra manera inertes de su guion certeramente inerme, porque está aprovechando la luminosidad de los talentos presentes que ha puesto en juego para validar ese mismo juego y su aparente carencia de pretensiones conflictivas: la diáfana fotografía del veteranísimo excuequero Arturo de la Rosa y Jorge Suárez Coellar, la música desenfadada de Jesús Monarrez plena de imitaciones rústicas de canciones populares (“Lo recuerdo como un mago / del camino...”), el vestuario de Cynthia López y el maquillaje de Priscila Vianey de Villalobos que envejecen sin piedad a los personajes adultos en la recta final, la ecuánime dirección de arte de Carlos Maciel que alía realismo y artificio en dosis equivalentes, la expositiva edición sintetizadora de Gabriel Orozco López y un expurgadísimo marco de referencias místico-cinematográficas civiles como si el cine nacional empezara y acabara en el donaire de algunas emulaciones añejas de El joven Juárez (Emilio Gómez Muriel, 1954) haciéndose eco prematuro al idealizado mundo hipotético del conmovedor maestro fílmico por excelencia lacrimógena de un Simitrio (Gómez Muriel, 1960) interpretado por un envejecido recio grandote José Elías Moreno (el socarrón Pancho Villa ideal en una decena de ficciones revolucionarias) vuelto borreguno en el insuperable rol estelar bienhechor.

 

La orgánica desempolvadora didáctica juega así a fondo el juego de la elementalidad, una elementalidad falsamente espontánea pero buena recuperadora estruendosa de una frescura callada, una elementalidad libresca y poslibresca de amor loco a los libros (como toda proporción guardada lo era en terrenos europeos cosmopolitas una cinta excepcional tipo La librería / De libros, amores y otros males de Isabel Coixet, 2017) pero sabedor del poder de los libros para hacer mejores a sus lectores (“No porque tus obras contengan lecciones, sino porque son una lección”: J. M. Coetzee en Siete cuentos morales) y aspirante a la elementalidad trascendida aunque inmanente de alguna de las Odas elementales de Pablo Neruda, una elementalidad socarrona jamás aviesa ni castrada que se transmuta en el obsequio de un ejemplar en francés La vuelta al mundo en 80 días a Leo que será recompensado lustros después al profe con el regalo de una supuesta primera edición de la misma novela hallada en París, pero también: en el coqueteo descarado del profe de aerobics a sus alumnas de bañador negro bailoteando acompasadas en la travesía de un puente colgante, en el doloroso espionaje de Leo a los amantes adúlteros en el bosque intempestivo de Les Mistons (François Truffaut, 1957), en los campo-contracampos de imperturbables close ups sonrientes dígase lo que se diga (“Inútil como tu padre”), en las intempestivas sangronadas salpicantes más que chispeantes (“¿Por qué no nos saltamos unas páginas y lo dejamos en Ochenta años de soledad?”) de la melodramática galería de antimelodramáticos personajes sin villano posible pese a las secuencias dolientes (“El profe Cruz está muy malo, tienes que ir a verlo” / “Pero mire nada más, profe, qué cochinero” / “Vamos, profe, a la escuela”), en la belleza ignota u olvidada del antiguo tren multicolor llegando a la estación de adobe, en las nobles claridades entrando deslumbrantes por la inconmovible ventana a los desnudos interiores habitados o no pero siempre monocromáticos (azulotes, amarillentos), en la súbita comprensión del persistente pero deteriorado abuelo cascarrabias tras la lectura tirada en la cama de El viejo y el mar bajo la luz de un foco pelón, en la amistad soterradamente romántica de El Chueco con Gardel afianzada tras la impresión de una ficticia acta de nacimiento del inmarcesible ídolo ¿nacido en Toulouse o en Argentina o en Uruguay?, en las cartas leídas en grupo para alimentar de noticias a toda la comunidad con sus avances y mantenimiento de las promesas concertadas (“Leo ya tuvo su primer día en la Universidad”), en la fotogenia pueblerina del último rayo acompañando a una rememorable rememorada efigie femenina alejándose por la solitaria vía férrea, en la multitud de hojas de papel volando por las calles maldeshechas y por el río fangoso tras el azote de una tormenta devastadora más bien poética, en el magno tormento diminuto del ser de criaturas gloriosas (el profe, la madre, el abuelo con permanente rifle anticoyotes, Leo, María Julia, los insidiosos compadres insignes El Chueco-Gardel y los compadres ), o séase, en suma, en esa vertiginosa imaginería relumbrante, sin deshacer ni agraviar por supuesto a los estados alucinatorios de una esencialmente múltiple y posmoderna ficción de ficciones fuera de todos los códigos todavía en uso.

La orgánica desempolvadora didáctica se mueve entonces de manera desarmante entre la idealización ñoña y la egregia creación de un equilibrado universo aparte de existencia puramente cinematográfica hasta el hartazgo, entre el cruce de promesas que hace el maestro (“Eras mi mejor alumno y lo volverás a ser, te lo prometo”) y la que se hace al maestro (“Yo sí regresaré, no como otros, se lo prometo”) como representantes de la conciencia del pueblo y su evolución ascendente (“Si Dios existiera, no habría tantas injusticias en el mundo”, espeta el niño Leo al cura que le contesta en automático un “Las injusticias las hacen los hombres”, para replicarle ipso facto: “¡Epa!, Dios creó a los hombres”) y generadora de un primitivo proyecto crítico (“Escribiré cuentos para decir que hay políticos que nos tienen en el hambre y la miseria”), porque de lo que primordial y primorosamente se trata es de exaltar en exclusiva las figuras del maestro y del discípulo en complementarios planos y niveles visuales y conceptuosos (“Lo admirable en este oficio es hacer que amanezca el día en los rostros”: Jean-Louis Bory en Mi mitad de naranja), según los dictados de los grandes humanistas latinoamericanos (“Es la educación primaria la que civiliza y desenvuelve la moral de los pueblos. Son las escuelas la base de la civilización”: Domingo Faustino Sarmiento en Facundo, civilización y barbarie) y universales ancestrales (“El espíritu infantil no es un vaso que tengamos que llenar, sino un hogar que debemos calentar”: Plutarco en Vidas paralelas), aunque deba cumplirse con la paradoja educacional lúcidamente señalada por Hanna Arendt: “Es precisamente para preservar lo que hay de nuevo y revolucionario en cada niño que la educación debe ser conservadora” (en La crisis de la cultura), para plasmar las ansias aurorales y las añoranzas crepusculares de una película a su modo autoficcional, filmada por un niño sinaloense de 10 años que apenas cumple 69 y que de seguro se prometió a sí mismo en la infancia regresar a su pueblito querido, o acaso jamás dejó de residir dentro de él, en su fuero interno, porque debía asumirse como un alter ego del cineasta / literato famoso que regresaba al imaginario pueblito de Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988) hasta con la presencia viva de una Lumi Cavazos que pasó de ser novia eterna a inmortal madre abnegada, como la búsqueda de una alegría y una dicha bobas que no ha dejado de hacer la película misma.