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Los monfíes de las Alpujarras

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Cuando Yaye estuvo colocado en el lecho, don Diego le desciñó el talabarte, le quitó la daga y la espada, y dijo á su esposa.

– No sabeis cuánto nos interesa la salvacion de este jóven: pero si muere, lo que está en manos de Dios, nos interesa tambien sobre manera que no se sepa que le ha matado el amor de mi hermana. Si muere no saldrá de aquí. Escuchad: yo voy á ausentarme.

– ¡A ausentaros! exclamó, conteniendo mal su alegría doña Elvira.

– Si, es preciso; preciso de todo punto: mi ausencia será á lo mas de quince dias: cuidad vos entre tanto al enfermo: pero vos sola.

– ¡Yo sola! ¡abandonado…! ¡sin los auxilios de la ciencia…!

– No, no he querido decir tanto: antes de marchar avisaré á nuestro médico; es un buen morisco, un noble anciano y guardará el secreto: solo he querido deciros que vos, sola vos, sereis la enfermera.

– Os amo tanto, esposo y señor, dijo hipócritamente doña Elvira, que no perdonaré por vos ningun sacrificio.

– Si, si, ya lo se, doña Elvira, y mereceis que yo… os prometo corregirme… dejarme de locuras… pero adios: no olvideis lo que os he encargado.

– Id tranquilo, señor, no lo olvidaré.

Don Diego salió dejando sola á su mujer con el hombre á quien amaba.

Un momento despues, tranquilo y sonriendo entraba en la gran cámara de recibo de su casa.

En ella estaban doña Isabel de Válor, pálida, pero con la palidez mas hermosa, su hermano don Fernando de Válor, los testigos que habian asistido á la ceremonia y algunos convidados, entre los cuales se contaba don Gabriel Coloma, marqués de la Guardia.

Miguel Lopez, el reciencasado, estaba allí tambien:

Era un hombre como de cuarenta años, moreno oscuro, cegijunto, estrecho de frente, sesgado de boca y avieso de mirada: estaba ricamente vestido, pero á pesar de la riqueza de su trage se notaba lo villano de sus maneras: estaba sombriamente ceñudo y miraba con recelo en torno suyo; don Diego se acercó á él sonriendo, pero, á pesar de su sonrisa, densamente pálido.

– Hermano, dijo asiéndole las manos con cariño; tengo que hablaros, y vosotros, señores dispensad; pero la repentina indisposicion de mi esposa, de que antes os he hablado y que me ha impedido asistir á la celebracion del casamiento, es mas grave de lo que yo creia y me obliga á suspender por el momento la fiesta de bodas.

Todos callaron, pero todos se pusieron de pié: habian comprendido que cortesmente se les despedia: uno tras otro, despues de algunas palabras vacías de sentido fueron despidiéndose.

Por último, el marqués de la Guardia se dirigió á don Diego.

– ¡Diablo! dijo: siento en el alma la indisposicion de doña Elvira, pero de todos modos deseo que ello no sea nada y que pueda acompañarnos al bateo de mi hijo ó de mi hija cuando nazca… que debe ser segun los doctores, este mes: por lo demás si me necesitais para algun empeño, añadió en voz baja indicando con una rápida é intencionada mirada á Miguel Lopez, mirada que solo fue vista por don Diego, podeis contar con lo que puedo y con lo que valgo. Ya sabeis que somos antiguos amigos.

– Adios, marqués, adios, contestó don Diego estrechándole la mano: aprecio vuestra oferta, pero por ahora no os necesito sino para serviros.

El marqués despues de un expresivo apreton de manos á don Diego, de un galante saludo á doña Isabel, que le contestó maquinalmente, y de un frio y altivo saludo á Miguel Lopez, que casi no le contestó, salió de la cámara en la que quedaron solos don Diego, doña Isabel, su hermano don Fernando, que se paseaba pensativo, y Miguel Lopez que miraba alternativamente á doña Isabel y á don Diego, con la impaciencia de un lobo hambriento.

– ¿Me querreis explicar lo que ha pasado esta mañana, don Diego? exclamó Miguel Lopez volviéndose todo hosco á su cuñado apenas quedaron solos.

– Eso significa, que no habiendo yo podido asistir á la ceremonia, envié á Ayala á avisaros que se efectuase sin mí.

– ¿Y cual ha sido la causa de que no hayais podido asistir? replicó con un grosero acento de recelo Miguel Lopez: porque yo no creo en el mal de doña Elvira: creo mas bien en cierto mancebo, con quien segun me han dicho, os encontrásteis á la puerta de la casa.

– Veo que Ayala os ha dicho mas que lo que yo le habia mandado que os dijese. Pues bien ese mancebo…

– Ese mancebo es…

Don Diego interrumpió á tiempo á Miguel Lopez y acercándose á él le dijo rápidamente al oido.

– Ese mancebo es el emir de los monfíes de las Alpujarras.

– ¡El emir de los monfíes de las Alpujarras! exclamó Miguel Lopez, sin cuidarse de recatar su acento.

– ¡Una rebeldía contra el rey! exclamó toda trémula doña Isabel, que lo habia oido.

– ¿Veis Miguel, veis lo que es obligar á los hombres á que digan ciertas cosas delante de las mujeres?

– Es que yo creo que se me engaña.

– Dejemos palabras duras que no deben sonar entre nosotros: amabais á mi hermana, mi hermana es vuestra, y no solo vuestra sino que…

– Me ama, si, si en verdad, dijo con amarga ironía Miguel Lopez.

– Os juro, señor, dijo doña Isabel con voz firme y tranquila, que nadie me ha violentado para que fuese con vos al altar.

– Pero habeis ido desesperada; como si hubierais ido á vuestros funerales; pálida, llorosa.

– Perdonad, señor, pero el estado que acabo de tomar… yo os juro que si vuestra felicidad está en mi mano sereis feliz, muy feliz… ¿no es esto amaros, señor… como os puedo amar ahora? mañana tal vez…

– ¿Quién sabe lo que sucederá mañana? dijo Miguel Lopez, sin apearse de su dureza, aunque algo mas tranquilo, porque tenia fe en la virtud de doña Isabel.

– Por lo mismo que no sabemos lo que sucederá mañana, dijo don Diego, será prudente que por ahora no os veleis.

– ¿Es decir que solo tengo á medias á doña Isabel?

– Debeis comprender que cuando esto os digo tendré motivos poderosos. Por ejemplo, mañana podreis morir.

– ¡Oh! ¡no lo quiera Dios! exclamó cediendo á su natural virtud doña Isabel.

Miguel Lopez se dulcificó un tanto, interpretando de una manera falsa, por amor propio, la frase de doña Isabel en su favor, frase que tenia muy distinto sentido y que hizo estremecer á don Diego y á don Fernando.

– Nadie tiene la vida segura, dijo, y si á eso nos atuviesemos, jamás nos casariamos por temor de dejar á nuestra esposa viuda.

– Pues es muy posible que vos dejeis viuda á nuestra hermana, repitió don Diego.

– ¡Ah! ¡eso no sucederá! exclamó levantándose doña Isabel pálida y con la mirada fija en su hermano porque le comprendia perfectamente: Dios no querrá que eso suceda.

– ¿Y pensábais que mi hermana no os amaba? dijo don Diego.

– Pero en fin ¿qué peligro amenaza á… á mi esposo…? dijo doña Isabel haciendo un esfuerzo para pronunciar por la primera vez aquella palabra.

– Si, si, sepamos, dijo con acento duro y receloso, Miguel Lopez; sepamos qué peligro es ese, y si vuestras palabras son una amenaza ó un aviso.

– Siempre torceis las intenciones, Miguel, contestó con calma don Diego: ese peligro de muerte próximo, es amenaza como me amenaza á mí, á mi hermano, á nuestros parientes, á nuestros amigos, á todos los moriscos que tienen amor á la patria y fe en el Dios Altísimo y Único. En una palabra, Miguel: el edicto de don Carlos, promulgado antes de ayer y á un mismo tiempo, por decreto del emperador, en Granada y en las Alpujarras, ha indignado al emir de los monfíes, que ha venido en persona á mandarme que en el momento marchemos los mas que podamos á las Alpujarras.

– ¡Oh! ¡si, si! ¡vais á rebelaros! exclamó doña Isabel.

– Hermana: dijo severamente don Diego: las mujeres deben callar y obedecer siempre, y mucho mas cuando se trata de ciertos asuntos… asuntos de que yo no hubiera hablado delante de vos á no haberme provocado Miguel.

– Pero vos no debeis rebelaros, hermano, exclamó con severidad doña Isabel: el rey os honra, sois cristiano, lo soy yo…

– ¿Lo veis Miguel? repitió don Diego.

– Esposa mia, dijo Miguel Lopez, dejad que lo que Dios quiere que haya de suceder suceda y nada temais: si muero, por fortuna aun no me teneis tanto amor que mi muerte os desconsuele.

Y el acento de Miguel era amargamente irónico.

– Pero es que yo no quiero que murais…

– Ven, ven conmigo, hermana, dijo don Diego: perdonad un momento Miguel, voy á llevar á mi hermana junto á mi esposa á fin de que podamos hablar libremente.

Doña Isabel deseaba hablar á solas con su hermano y le siguió.

Apenas estuvieron en lugar donde de nadie podian ser oidos, doña Isabel dijo á don Diego:

– ¿No te basta haber cometido un crímen enlazándome á ese hombre contra mi voluntad, sino que por razones que no acierto, quieres cometer otro? ¡hermano! ¡hermano! yo creo que esa rebelion es una mentira: que tú tienes otros proyectos.

– Mira, dijo don Diego que acababa de entrar en su aposento mostrándola la carta de Yuzuf-Al-Hhamar que le habia entregado Yaye.

Doña Isabel la tomó y la leyó.

Su contenido era el siguiente:

«En el nombre de Dios Altísimo y Unico, dador de la prosperidad y del infortunio: Muley Yuzuf Al-Hhamar, á su muy querido sobrino Sidy Aben-Humeya: – Un pacto sagrado existe entre nuestras familias: segun él, tu hermana doña Isabel, debe ser esposa de mi hijo Sidy Yaye. Acabo de renunciar en él mi corona y mi espada: Sidy Yaye, es desde hoy emir de los monfíes de las Alpujarras. El matrimonio concertado, debe, pues, efectuarse. Mi hijo me ha dicho, que tú, faltando al respeto que debes á la voluntad de tu padre, y al temor que mi poder debe inspirarte, has dispuesto de la mano de tu hermana. Mi hijo, el poderoso emir de los monfíes, te entregará por sí mismo esta carta. Si tu hermana es libre, rompe las obligaciones que con otro hayas contraido, y que doña Isabel sea esposa de mi hijo. Si, por desdicha, doña Isabel fuese de otro, ¡ay de tí y ay de él! – Yuzuf-Al-Hhamar.»

 

– ¡Ah Dios mio! ¡Dios mio! exclamó doña Isabel: ¡con que no se llamaba Juan de Andrade! ¡con que es verdad que es moro, y ademas de moro es monfí!

Y doña Isabel se cubrió el rostro con las manos.

Debemos recordar, para que no parezca extraño el dolor de doña Isabel, que la palabra monfí significa salteador, bandido.

– Pues bien, dijo al fin la jóven alzando la frente radiante de dignidad: no hay motivo para que te arrepientas de lo que has hecho, porque por mas que yo le haya amado, por mas que á mi despecho le ame, jamás, aunque quedase viuda, me casaria con un rey de bandidos: con un hombre que ha rechazado mi mano… que me ha dejado cruelmente abandonada á mi destino… no, no, y cien veces no.

– Ese hombre está muriendo por tí.

– ¡Muriendo por mí! exclamó aterrada doña Isabel.

– Ven, añadió don Diego, y abrió la puerta secreta, descendió rápidamente las escaleras llevando á su hermana asida de la mano, y entró con ella en el aposento donde habia dejado á Yaye y á su esposa.

Doña Elvira, que estaba arrojada sobre el lecho de Yaye que deliraba, se levantó al sentir los pasos de don Diego y de doña Isabel.

– Y bien, ¿traeis ya al médico? exclamó con impaciencia.

– Acaso, acaso señora, contestó don Diego adelantando con doña Isabel.

– ¡Ah! exclamó doña Elvira al ver á doña Isabel, al mismo tiempo que esta al ver á Yaye postrado en el lecho, con el semblante lívidamente pálido y los ojos desencajados y fijos, lanzaba un grito de espanto, emanacion involuntaria de su alma.

– ¡Está muriendo por vos, y pensais en la vida de otro hombre, hermana! dijo don Diego.

Doña Isabel cayó de rodillas, y don Diego, aprovechando aquella ocasion, salió y cerró la puerta dejando á las dos mujeres encerradas con Yaye.

Poco despues, y al mismo tiempo que entraba un médico anciano en la habitacion donde estaba Yaye, salian de Granada á caballo y á la ligera, don Diego de Válor, su hermano don Fernando y Miguel Lopez, acompañados de algunos lacayos armados á la gineta.

CAPITULO VIII.
¡El emir se ha perdido!

El médico declaró que la enfermedad de Yaye era peligrosa, y que se necesitaba sumo cuidado, gran reposo para el enfermo, y sobre todo la ayuda de Dios.

Lo primero que hizo doña Elvira, cuidando de que Yaye tuviese todo el reposo necesario, fue sacar del subterráneo á doña Isabel.

Esta se encontraba en el estado mas terrible en que podia encontrarse una mujer.

Lo que primero la aterraba era el estado de Yaye; despues el crímen que habia comprendido meditaban sus hermanos contra Miguel Lopez, luego, en fin, los zelos.

Los zelos, porque habia adivinado en un solo momento que su cuñada doña Elvira amaba á Yaye.

Ella le amaba tambien; habia sacrificado su cuerpo pero no su amor: no podia confesarle ante los hombres, pero podia guardarle en el fondo de su alma, como en un santuario.

Doña Elvira se habia abrogado enteramente el cuidado del enfermo: es cierto que doña Isabel no podia estar junto á él ¿pero acaso, doña Elvira no era tambien una mujer casada?

¿Acaso no amaba á Yaye?

Porque doña Isabel con ese delicado instinto de la mujer que ama, habia comprendido á primera vista que doña Elvira amaba á Yaye.

Ella le hubiera asistido con la pureza de un ángel.

Y sobre todo lo que mas importaba á doña Isabel en aquellos momentos era su vida.

Sin embargo ni una palabra dijo á doña Elvira.

Ni una sola vez la preguntó por el estado del enfermo.

Aquella noche el anciano Abd-el-Gewar, llegó á la puerta de la casa y llamó.

Abriéronle y preguntó por don Diego.

Dijéronle que habia salido á un corto viaje.

Entonces preguntó por un caballero que aquella mañana habia entrado en la casa.

Contestáronle que habian entrado muchos caballeros, y que nada le podian decir.

Al dia siguiente Abd-el-Gewar llamó de nuevo y pidió hablar con doña Elvira: fue introducido.

Doña Elvira contestó á sus preguntas que nada sabia de tal persona.

Abd-el-Gewar escribió inmediatamente al emir.

«Poderoso señor: tu hijo ha desaparecido el mismo dia del casamiento de doña Isabel de Válor con Miguel Lopez: no sé nada de su paradero, pero le busco de una manera incansable: suceden cosas extrañas. Don Diego y don Fernando de Válor, han salido con Miguel Lopez ayer por la mañana y á la ligera, sin que se sepa á donde han ido. Doña Isabel ha quedado casa de su hermano don Diego. No me atrevo á moverme de Granada: espero tus órdenes. Mi esclavo Kaid dice que tu hijo entró ayer casa de don Diego, pero que no sabe si ha salido ó no, por que estuvo apartado de la casa algun tiempo. Guárdete Allah: – tu vasallo Abd-el-Gewar.»

A los tres dias recibió el anciano la contestacion siguiente:

«Noble y virtuoso Abd-el-Gewar: don Diego y don Fernando de Válor han cometido un crímen contra su cuñado Miguel Lopez: los tengo en mi poder y espero saber de ellos el paradero de mi hijo: en cuanto á este tengo formado mi plan: te envio diez de mis monfíes que mas conocimiento tienen de la ciudad para que indaguen su paradero; este y el asesinato de Xerif-ebn-Aboó es obra de ese bandido miserable de ese don Diego de Válor; ¡Ay de él si muere mi hijo!

CAPITULO IX.
En que se sabe lo que hicieron con Miguel Lopez don Diego y don Fernando de Válor

Retrocedamos al momento en que los dos hermanos y Miguel Lopez salieron de Granada.

Los tres ginetes, acompañados de cuatro lacayos tomaron á buen paso el camino de las Alpujarras: al llegar al Suspiro-del-Moro, don Diego de Córdoba revolvio el caballo y miró á la distante ciudad.

– ¡Granada! ¡Granada! exclamó: hace cincuenta y cinco años, se detuvo en este sitio el cobarde Boabdil y lloró por que te habia perdido: hoy me vuelvo yo para jurarte que si Dios me ayuda y á despecho de mis enemigos, tú volverás á ser la ciudad querida del Profeta, y yo… yo seré tu rey.

– ¡Hum! dijo Miguel Lopez, que estaba de muy mal humor; creo, hermano, que os olvidais muy pronto del poder del emir de las Alpujarras.

– ¡Ah! ¡el emir de los monfíes! ¿y creeis que el emir tenga mas poder que yo?

– ¡Si!

– ¿En qué os fundais?

– En que él manda y vos le obedeceis. Y sino ¿por qué hemos abandonado tan de improviso á Granada…? ¿por qué vagan allá entre las faldas de la sierra, como cabras sueltas, ciertos hombres, que Dios me confunda sino son gente que tienen mas de una razon para temer á las justicias de las villas y á los cuadrilleros de la Santa Hermandad? ¿y para qué sino habeis hecho que se adelante uno de vuestros lacayos?

– En cuanto á lo primero, Miguel, ya sabeis que hay momentos en que nos vemos obligados á doblegarnos: el edicto del emperador ha exasperado los ánimos: en Granada ya sabeis que no puede hacerse nada sin que lo noten la Inquisicion y la chancillería, cuyos alguaciles y espias tienen siempre los ojos puestos en nuestras casas, los oidos donde quiera pueda levantarse la voz de un morisco. El golpe vendrá de afuera, de las Alpujarras: mañana, pasados dos dias… ¿quien sabe si esta misma noche? puede acercarse un ejército á los muros de Granada, penetrar en ella, sorprendiendo el descuido de los cristianos que nos creen puestos en temor, y arrebatarles la ciudad. Por lo mismo y puesto que el emir (que ahora es el que cuenta con mayor poder) nos ordena que nos presentemos á él, nos es forzoso obedecer. Si, como decis, vagan monfíes en las próximas quebraduras, esto nos indica que nuestro viaje acaso no será muy largo, y en cuanto á lo de haber mandado á un lacayo que se adelantase, ya sabeis que cuando se quiere tener lecho y comida en una venta de las Alpujarras es necesario prepararlo de antemano.

– Si, si, dijo Miguel Lopez que no habia perdido enteramente su desconfianza; ya sé que habeis cursado algunos años en Salamanca, que sois muy letrado y que para todo encontrais una buena salida. Pero os advierto que si pensais hacerme una traicion…

– ¿Que decís Miguel? exclamó don Fernando de Válor con acento amenazador, porque, mas jóven que su hermano y menos sufrido, no sabia contenerse como él: ¿sabeis, amigo mio, que no parece sino que vos sois nuestro señor y nosotros unos miserables esclavos obligados á sufrir vuestras insolencias, y que ya se me va acabando el sufrimiento?

– Pues aunque se os acabe de una vez, mi buen hermano, dijo Miguel Lopez, os advierte que voy prevenido, y que no os será tan fácil dar cuenta de mi para dejar á vuestra hermana viuda.

– ¿Es decir, exclamó don Fernando, desatendiendo una significativa mirada de su hermano, es decir que creeis que os hemos sacado fuera de Granada para asesinaros?

– Todo pudiera ser.

– ¡Ira de Dios! exclamó don Fernando poniendo mano á su espada y lanzando su caballo hácia Miguel Lopez, que desnudó á su vez.

Don Diego se interpuso.

– ¿Estais locos? exclamó; mi hermano no ha comprendido todavía, Miguel, que sois un hombre intratable, y que el miedo de que hagan con vos, lo que vos seriais capaz de hacer con otro y lo que acaso mereceis, os turba la razon y os hace decir locuras: ¿para qué diablos habíamos de haberos casado con nuestra hermana si pensásemos en mataros?

– ¡Hum! pronunció Miguel Lopez con desconfianza.

– Por lo mismo que con vos no se puede hablar sin peligro, añadió don Diego, os advierto que durante la jornada no os dirigiremos ni mi hermano ni yo una sola palabra. Envaina tu espada, Fernando; envaina la vuestra Miguel, y marchad detrás, delante, ó á nuestro lado, como mejor os convenga; espero en Dios que pronto nos conocereis mejor y que nos ahorraremos estas desagradables contestaciones.

– ¡Hum! repitió Miguel Lopez; y envainando su espada, echó su caballo por un costado del camino. Don Fernando envainó á su vez y siguió por el centro del camino al lado y á la derecha de su hermano.

Y asi, en ese silencio forzado y hostil de personas que se ven obligadas á estar juntas y no se encuentran en buena inteligencia, siguieron caminando á buen paso. Este silencio no se interrumpía sino de tiempo en tiempo por la voz de alguno de los ginetes que alentaba á su caballo, por el cantar de algun romance morisco que entonaba don Fernando, justificando aquel antiguo proverbio que dice que cuando el español canta, ó rabia ó no tiene blanca, ó cuando, encontrándose nuestros viajeros con alguna recua, les saludaban los traginantes quitándose respetuosamente el sombrero y les decian:

– Dios guarde á vuesamercedes.

A lo que don Diego contestaba con esa benévola altivez de los grandes:

– ¡Vaya con Dios la gente honrada!

Fuera de estos casos no se pronunciaba una sola palabra.

Pero aunque no se hablaba, cada cual iba revolviendo dentro de sí una máquina de pensamientos: en particular don Fernando, á quien su hermano no habia tenido ocasion de comunicar sus proyectos respecto á su cuñado mas que por algunas rápidas palabras, ansiaba que una casualidad cualquiera le pusiese en la posibilidad de dar una buena estocada á aquel Miguel Lopez tan zafio, tan grosero, tan violento, y que, de una manera tan extraña para don Fernando, porque no conocia los secretos de su hermano, se habia introducido en la familia.

Asi silenciosos y mohinos, habiendo invertido todo el dia en la jornada, llegaron cerca de Orgiva á una venta situada en el recodo de un camino y flanqueada por altas y peladas rocas.

El sol tocaba al horizonte y su dorada y lánguida luz se perdia á lo lejos bajo las frondas de un espeso olivar que se veia en el fondo de un pequeño valle, entre una abertura de las breñas; al occidente, recortando fuertemente sobre el rojo color del cielo su oscura silueta se veian Orgiva y su castillo: por el opuesto lado la vista se detenia ante un monte cubierto enteramente de naranjos y limoneros.

Parecia que la venta se habia buscado exprofeso, oculta, por decirlo asi, en un recodo de un camino pendiente y en un seno de la montaña. Por todas partes se veian breñas: oíase en ellas el áspero graznar de las águilas que anidaban en las cimas, y á lo lejos el ruido de la violenta corriente del río de Orgiva.

El lacayo, que habiéndose adelantado, esperaba á la puerta de la venta á su señor, se acercó y le tuvo el caballo; al mismo tiempo el ventero, mozo fornido y de mala catadura, adelantó sombrero en mano.

– Bien venidos sean vuestras señorías á mi casa, dijo el ventero; este buen mozo, añadió señalando al lacayo, me ha avisado de antemano y nada falta.

Pareció como que se cruzaba una mirada de inteligencia, pero rápida y casi imperceptible, entre don Diego y el ventero.

– ¿Decís que nada falta? preguntó don Diego.

 

– Nada de cuanto se me ha pedido, contestó con desenfado el ventero: es verdad que ha sido necesario ir á buscarlo algo lejos; pero ello es que nada falta, nada.

– ¿Y qué quiere decir que nada falta? dijo Miguel Lopez con recelo.

Miró fijamente el ventero al que le preguntaba.

– No faltan ni buen lecho, dijo, ni buena cena, ni buen aposento: ¿qué mas quiere tener el hidalgo en medio de un camino?

– Menos palabras y mas obras, contestó siempre con su tono agresivo Miguel Lopez, y puesto que teneis buena cama, y buena cena, dadnos cuanto antes de cenar á fin de que cuanto antes podamos dormir.

El ventero desapareció hácia el interior y los lacayos desaparecieron con él, sin duda para ayudarle en los preparativos.

– ¿Sabeis lo que pienso Miguel? dijo don Fernando.

Miró con atencion y descaro Miguel Lopez al jóven como diciéndole:

– ¿Y bien qué pensais?

– Pienso, continuó don Fernando, que despues de las villanas sospechas que habeis concebido acerca de nosotros, no debemos permitir que durmais en el aposento en que nosotros durmamos.

– ¡Eh! ¡tanto me da!

– ¡Si insistís!

– Creo que he hecho muy mal en salir de Granada.

– ¡Os afirmais, pues, en vuestras dudas! pues bien: dormireis en aposento aparte… ó si os place mejor… Orgiva está cerca; en ella teneis, no solo conocidos y amigos, sino parientes: seguid hasta Orgiva, si os place: pero si tal haceis, os rogamos que no digais á alma nacida que paramos en esta venta: cuando se anda en empresas arriesgadas toda precaucion es poca.

– Me quedo, dijo Miguel á quien sin duda daba vergüenza llevar el temor hasta el extremo.

– Pues si os quedais, tomad aposento aparte.

– Le tomaré.

– Entonces, pues, no hablemos mas, y como creo que la cena nos espera entremos y cenemos.

Entraron y en el fondo del zaguan en un cenador que daba á un huerto, se sentaron alrededor de una mesa servida, y asistidos por los lacayos y por el ventero, empezaron á cenar en silencio.

Concluida la cena cada cual se retiró á su aposento.

La venta quedó envuelta en el mas profundo silencio.

Avanzó la noche.

A las ánimas tocaban las campanas de la iglesia de la cercana villa de Orgiva, cuando el mismo ventero que tan ligeramente hemos descrito, se levantó de junto á una mesa sobre la cual habia estado dormitando hasta entonces, ocultó la lámpara de hierro que le alumbraba, y en paso recatado atravesó el zaguan, abrió la puerta de la venta, la cerró de nuevo, atravesó el camino en direccion opuesta á Orgiva, y muy pronto se encontró marchando á largo paso entre las quebraduras.

Trepaba por uno de esos barrancos que suben por las faldas de las montañas y que al fin se extinguen, se pierden, se borran, acabando en punta, como si fueran un pliegue del terreno; cuando llegó á la parte media se detuvo en la oscura grieta de una caverna, y lanzó un silbido tan leve como el de una culebra.

A aquel silbido contestó otro en el interior.

– ¡Ah! ¿estais ya ahí? dijo el ventero.

– Si, si, pardiez, Reduan, dijo una voz áspera: y no alcanzamos por qué razon nos has hecho esperar en la cueva, cuando hubiéramos estado mucho mejor en la venta.

– Cada cual sabe lo que se hace, contestó el llamado Reduan. ¿Cuántos sois?

– Seis, que creo que bastamos para cualquier empeño de honra. ¿De qué se trata?

– De ganar cien doblones, dijo Reduan, á quien habian rodeado seis sombras que debian ser la de seis membrudos cuerpos de monfíes.

– ¿Y qué hay que hacer para ganar esos cien doblones? dijo uno de ellos.

– ¡Poca cosa! matar un hombre.

– ¡Ah! ¡pues si no es mas que eso…! ¿y donde está ese hombre?

– En mi casa.

– ¡Ah! ¿es acaso el hombre que acompañaba hoy por el camino á don Diego y á don Fernando de Válor?

– El mismo. Pero tú debes conocer á ese hombre, Farix, añadió Reduan dirigiéndose al que habia hablado.

– Si por cierto; es el renegado Miguel Lopez, á quien tengo grandes deseos de antecoger delante de mi ballesta. Es un traidor.

– ¿Y cómo sabeis vosotros que Miguel Lopez acompañaba á don Diego y á don Fernando de Válor?

– Esta mañana el wali Harum nos ordenó en nombre del poderoso emir, que observásemos el camino, sin dejar de reparar si iban ó venian golillas, hidalgos ó soldados.

– Es verdad: se nos aprieta tanto por ese endiablado rey de España, que será necesario romper por todo y hacer lagos de sangre cristiana para bañarnos en ella. Dia llegará en que… pero por ahora pensemos en nuestro negocio: el asunto de que se trata es un asunto particular de don Diego de Córdoba y de Válor. Ya sabeis que es pariente del emir, y que estamos obligados á servirle, sobre todo, cuando tan bien lo paga.

– Es muy justo.

– Pero importa que nadie sepa que le hemos servido. Ya sabeis que el emir castiga á sangre toda muerte que se hace, como no sea en combate ó por órden expresa.

– ¿De modo que á don Diego le estorba ese renegado?

– Algo debe de haber: lo que yo sé es que á media tarde llegó un lacayo de don Diego y me dió una carta: aquella carta decia en arábigo: «Es necesario que, para servicio de Dios y del emir, tengas prevenidos para esta noche algunos de los monfíes mas valientes que se encuentren por los alrededores.» Os avisé. Despues llegaron don Dieg, don Fernando y Miguel Lopez. Cenaron, y luego Miguel Lopez se encerró en un aposento aparte y en otro los dos hermanos. Los lacayos se fueron al pajar: yo entonces subí al aposento de don Diego por la ventana del cuarto, segun me lo habia dicho don Diego, aprovechando un descuido del Lopez, que se muestra muy receloso, y cuando estuve dentro me dijo que os ofreciera cien doblones por matar un hombre y que, si consentiais, os llevase al huerto y que él mismo hablaria con vosotros. Puesto que consentís seguidme.

Los monfíes siguieron en silencio á Reduan, descendieron á una rambla y á través de algunas quebraduras llegaron á las bardas de un huerto, y uno tras otro las saltaron con la agilidad y el silencio del gato montés.

Apenas habian desaparecido entre las quebraduras, cuando salió de la cueva otro hombre que, sin duda, habia estado oculto en su fondo entre las tinieblas, por lo que los monfíes no habian reparado en él.

– ¡Oh! ¡oh! dijo aquella sombra: se trata de un asesinato infame. Pues bien, es necesario impedir ese crímen.

Y se puso en seguimiento de los monfíes, pero á larga distancia y recatándose.

Miguel Lopez, entre tanto, velaba, entregado á encontrados pensamientos; parecíale por una parte que su recelo era infundado: por otra un secreto instinto le decia que desconfiase, y entre seguridad y desconfianza, llegó hasta las ánimas sin acostarse, dando paseos á lo largo del aposento y lanzando de tiempo en tiempo una feroz mirada á los pedreñales (pistolas se llaman ahora), que tenia sobre la mesa.

Pero acordóse una y cien veces que tenia sujeto á don Diego por medio de prendas que podian perderle; que para atentar á su vida no hubiera esperado á hacerle esposo de su hermana, y sobre todo, que despues del aprieto en que ponia á los moriscos el edicto del emperador, nada tenia de extraño que el emir de los monfíes hubiese llamado al morisco mas influyente de Granada, y que este morisco, es decir, don Diego, se prestase dócil y aun voluntariamente á obedecer las órdenes del emir.

Estos pensamientos le tranquilizaron algun tanto: dilatáronse las profundas rugas que hasta entonces habian plegado su frente, y su imaginacion tomó un rumbo distinto. Acordóse de su desposada, de la hermosa doña Isabel, de quien tan brúscamente habia sido separado: representóse en su imaginacion la alegre fiesta de bodas que indudablemente hubiera tenido lugar aquella misma noche, á no haber mediado el urgente mandato del emir de los monfíes. Sucesivamente fueron pasando por su imaginacion cien tentadoras imágenes, cien esperanzas defraudadas por el acaso, ese eterno burlador de la dicha humana; suspiró ruidosamente, y, no teniendo otra cosa que hacer, se recogió al lecho, y perdido de todo punto su recelo, reconcentró su pensamiento en el recuerdo de doña Isabel, y poco despues dormia y soñaba.

Pasaron una, dos, tres horas. La luz del belon que habia dejado el ventero, empezó á debilitarse falta de pábulo; osciló algunos momentos y al fin se apagó.