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Los monfíes de las Alpujarras

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– ¿Con que nadie entra en la casa?

– Nadie; y eso que muchos señores que han visto alguna vez, aunque siempre encubierta á la señora, andan que se desviven por ella, y muchos se la han pedido á su padre… ¡pero ca! yo creo que doña Inés se destina á monja.

– ¿Tan recatada anda?

– Como que se pasan meses enteros sin que se la vea ni por una rendija de los miradores: cuando sale á misa, y eso muy de mañana, va cubierta de los piés á la cabeza con un manto, á través del cual el mas lince solo puede verla un ojo, pero un ojo como un sol… eso si… por lo hermoso del ojo, y luego por su andar noble y grave y por su talle y por su apostura, y por una mano que suele asomar bajo el manto, y por la punta de un pié que suele verse bajo la saya, se adivina… que es adivinar, se tiene certeza, de que es hermosa, muy hermosa, hermosísima, y… vamos señor Diego Lopez… vos sois noble, rico, valiente, gallardo y vuestra inquilina es hermosa, honrada, noble y rica… sois mozo… y ella soltera… y ¡qué diablos! si no os empeñárais en echarlos de la casa, y os presentárais como dueño, acaso, acaso…

– ¿Y dónde habeis tenido vos ocasion de ver, aunque encubierta, á doña Inés? dijo Aben-Aboo.

– En mi casa tres veces.

– En vuestra casa… ¡Ah! ¡ya! la habeis visto tres veces, y tres veces han representado en el corral los comediantes…

– Eso es. Cuando llegó la compañia de cómicos á Granada, como aquí es donde se han hecho siempre las farsas y los entremeses y los bailes, el autor de la compañia, el buen Godinez, me llamó aparte y me dijo: maese Pertiñez, me han dicho que vos sois el vecino mas honrado del corral; que haceis en él cabeza y que los otros vecinos van por donde vos querais que vayan: ahora bien, segun costumbre, para hacer aquí farsas y otros autos, es necesario pagar tantos reales á la hermandad de las Animas, otros tantos á la Ciudad, cuyo es el corral, y otros á los vecinos por el ruido. – Asi es, le contesté, porque asi era la verdad. – Ahora bien á mas de eso hay que alquilar tablado y tapices y músicos. – Con los músicos corro yo, le contesté. – Corred vos con todo, me dijo; haced que los vecinos nos alquilen las ventanas en un precio arreglado para que nosotros podamos revenderlas al público con alguna ganancia; quedaos con las vuestras que yo os aseguro las podreis alquilar á buen precio, porque la compañía es muy buena y hará ruido, y vos ganareis, y yo ganaré y todos ganaremos.

– ¿Sabeis maese que para contestar á una pregunta, hablais mas palabras que las que tiene un misal?

– ¿Que quereis? yo no sé dar razon de las cosas sino empezando por su principio, y asi se entera bien el que pregunta y queda satisfecho el que contesta. Como decia, tira de aquí y afloja de allá, ajustamos el negocio el autor de los cómicos y yo; por mis conocimientos, que son muchos, y todos por mi navaja, logré que el hermano mayor de las Animas se contentase con tres reales por cada funcion, que la Ciudad perdonase su parte, y que los vecinos por el ruido y el alquiler de las ventanas no pidiesen mas de veinte reales. En cuanto el trato estuvo hecho, el autor colgó un lienzo con pinturas extrañas y vistosas en la puerta del corral, y el bobo de la compañia, tocando el tambor, se puso á gritar y anunciar al público la primera funcion. Como hacia mucho tiempo que no habian venido á Granada comediantes, se dieron de ojo á pedir aposentos y sitio para las sillas, y aunque el corral hubiera sido como Bibarrambla, tantas sillas vinieron que no quedó lugar para la gente de á pié. – Yo, que al principio vi la bulla, me dije: tengo tres ventanas que vender, las mejores, porque yo he tenido mucha cuenta con que el tablado se haga cerca de mi ventana: si las vendo al principio ganaré mucho menos, pero no si me quedo para lo último cuando ya todo esté vendido: y dicho y hecho; me salió mejor la cuenta de lo que yo esperaba.

– Debeis descender de judios, maese Pertiñez…

– Vos podeis decirme todo lo que querais, señor Diego Lopez, seguro de que no me he de ofender. Pero vamos al asunto: ya era por la mañana del domingo en que habia de hacerse la funcion y como á las siete, he aquí que se encaja de rondon en mi casa Ballestilla, el paje de doña Inés, y me dice que su señora quiere ver la funcion y que cuenta conmigo para que le procure un aposento. – Yo le digo que no hay, que seria necesario pagar mucho para lograr que alguno lo cediese por codicia. – Y no hay cuidado por el dinero, me dice el paje poniéndome un bolsillo en la mano. – Dígole que vuelva pasada media hora á saber la razon y cuando vuelve le llevo á mi primera ventana desde la que puede tocarse casi con la mano al tablado: – Todo esto está muy bien: pero mi señora quiere un balcon. – Aquí no hay balcones. – Ya veo que todas son ventanas, pero habiendo dinero, madera y carpinteros todo puede hacerse. – Consiento y Ballestilla parte como un venablo, y á poco vuelve con carpinteros y madera, y en un santiamen hacen el mirador que habeis visto desnudo á un lado de mi casa: luego le vistió de tapices y he aquí un aposento tan bueno como el del rey. El mirador se hizo en una hora. Entonces yo me dije para mí: hijo de cristiano soy, gusto tengo como el que mas, vendamos la ventana segunda, y hagamos en la tercera otro mirador, y no faltarán muchos de mis parroquianos entre ellos el capitan don Juan Coloma, que me paguen bien y sobradamente por ocupar un puesto en mi aposento: manos á la obra: á la una estaba ya todo concluido y empezó á entrar la gente. Ved ahí como he podido ver tres veces y en mi casa á doña Inés de Fuensalida… ¡y qué talante el de doña Inés…! os aconsejo señor Diego Lopez que antes de dar ningun paso acerca de vuestra casa, os espereis á conocerla.

– Me urge maese, me urge, y no estoy de humor de amoríos ni de galanteos… no me pesa por otra parte que me hayais dado algunas noticias de esa familia; bueno es saber con quien se trata; asi pues ireis y direis á ese caballero…

Interrumpió en aquel momento á Aben-Aboo el rechinar de la puerta de la habitacion en que se encontraban y abriéndose aquella entró un hombre como de veinte y cuatro años con librea de paje de casa noble, y al ver á Aben-Aboo, se quitó respetuosamente su gorra.

– ¡Ah! ¡mil perdones! dijo, yo creia que estábais solo, maese Pertiñez.

– ¡Ah! es el buen Ballestilla, dijo el barbero; que me place. Se no os venís como llovido del cielo; he aquí al señor Diego Lopez, el dueño del palacio que habitan vuestros amos: y que en este momento…

Ballestilla interrumpió providencialmente al barbero cuando este iba á decir, por quitarse el muerto, la pretension de Aben-Aboo de que sus inquilinos dejasen la casa.

– ¿Vuesa merced es el señor Diego Lopez? dijo acreciendo en cortesanía Ballestilla: pues me alegro, si ciertamente.

– ¿De qué os alegrais mozo? contestó con secatura Aben-Aboo.

– Me alegro porque el encontraros aquí me escusa de buscaros.

– ¿De buscarme? ¿y quién os manda buscarme?

– Mi señor don Alonso de Fuensalida.

– ¿Y para qué me quiere vuestro señor?

– Esta carta que me ha dado para vos os lo dirá, señor, contestó Ballestilla sacando del bolsillo de sus gregüescos una carta.

Tomóla Aben-Aboo, rompió el sello blasonado de la nema, en la cual se leia: «Al señor Diego Lopez de un su amigo», desdobló el pliego y leyó lo siguiente:

«Amigo mio: permitidme que os trate con esta confianza, aunque no os conozco, y que sabiendo que acabais de llegar hoy á Granada, me apresuro á ofreceros en vuestra casa, en la cual con vuestra licencia vivo, el aposento que os tengo preparado. Cómo sé que habeis venido, y las sencillas razones que me aconsejan pediros vivais en nuestra compañia, las sabreis si, como espero, consentís en honrarme acompañándome hoy á la mesa. Dios os guarde. De Granada á 19 de diciembre de 1568. – vuestro amigo don Alonso de Fuensalida.»

Quedóse absorto con aquella novedad imprevista Aben-Aboo. Indudablemente aquel era un dia para él de singularidades. Prudente por naturaleza y conocedor por experiencia de que nada que tenga visos de singular debe desatenderse por quién como él se encontraba en una de las situaciones mas delicadas en que puede encontrarse un hombre, plegó lentamente la carta, y dijo á Ballestilla. – Decid á vuestro noble amo, mozo, que he recibido su carta, que he apreciado en lo que valen sus palabras, que no le contesto por escrito por no deteneros, y detener con vos la expresion de mi agradecimiento y que tendré el placer de comer con él en su compañía segun me dice lo desea.

– Tendré la honra de decirlo asi á mis señores, señor hidalgo. Mis señores se sientan á la mesa á las doce.

– No faltaré.

– Permitidme que diga dos palabras á maese Pertiñez.

– Decidle cuantas gusteis.

Ballestilla sacó de su bolsillo una bolsa de seda y la entregó al barbero.

– A las dos, ya sabeis, le dijo, tened dispuesto el aposento, poned una silla mas: es decir tres sillas.

– No haré falta, señor Ballestilla.

– Y adios señor hidalgo, añadió el paje inclinándose profundamente ante Aben-Aboo; adios maese Pertiñez.

Y se dirigió á la puerta volviéndose antes de salir para saludar otra vez á Aben-Aboo.

– ¿Y deciais, exclamó el morisco cuando quedó solo con el barbero, que los servidores de ese don Alonso de Fuensalida eran zafios y montaraces?

– Es la primera vez que veo al señor Ballestilla cortés y comedido. Pero á propósito de lo que estábamos hablando antes de que llegase, ¿qué os decia yo..? es bueno esperar para ver… os convidan á comer… ¡bah! de seguro que de este convite salen muchas cosas.

– Por lo pronto sale una que me contraría en extremo.

– Sepamos: ya podeis haber conocido que yo sé hacer milagros.

– Pues ved si lograis hacer uno que necesito, aunque me parece difícil.

– Veamos.

– Decís que ese caballero es muy rico.

 

– Si por cierto.

– ¿Viste con esplendidez?

– Terciopelos y brocados, y una cruz de Santiago de diamantes y rubíes lleva con mucha frecuencia, que vale un tesoro.

– Pues ved ahí que yo no puedo presentarme en casa de hombre tan principal y á primeras vistas con mi vestido de camino, ni con este coleto usado que llevo bajo el coselete: necesito gorra, jubon greguescos, calzas, zapatos, todo rico y bueno: hasta espada y daga: diablo… diablo… necesito vestidos riquísimos, y nada traigo conmigo mas que dinero y camisas limpias.

– Pues me parece que el milagro lo tenemos hecho y á poca costa.

– ¡Cómo! ¿habrá un sastre que haga en dos horas esas prendas? ¿habrá un armero en Granada que tenga daga y espada como las que yo necesito?

– Estoy mirando que sois de la misma estatura y de las mismas carnes que un amigo vuestro que no está lejos y que por mas señas está ahora mismo alborotando por ciento.

– ¡Cómo! ¿el capitan don Juan Coloma?

– Ciertamente. El os puede proveer de cuanto necesitais y asi como asi le haceis un favor.

– Don Juan es un loco, que jamás posee un escudo y fuera maravilla que tuviera prendas como las que necesito.

– Don Juan es un hombre de suerte: es cierto que gasta como el fuego; pero cuando ha gastado su último real he aquí que sin saber como, se le vienen mil á las manos. Ademas es jugador y le sucede como á todos los jugadores: arca llena y arca vacía; cuando tiene una buena entrada provee sus armarios, y se presenta relumbrante como el marqués de Mondéjar en los dias de córte, ó como don Fernando de Válor en cabildo; llega un apuro y los brocados y los cintillos y hasta el caballo, vuelan: de la hostería de la Cruz se viene á vivir á la hospedería del Carbon y hace su gasto diario con dos reales que yo le presto. Nunca ha llegado á deberme treinta; siempre antes de los quince dias me paga, y se vuelve á la hostería de la Cruz; ya sabeis en la plaza nueva, frente al palacio de la Chancillería.

– ¿Y ahora os debe?.

– Veintiocho reales.

– Lo que demuestra que antes de apelar á vos habrá vendido todas sus prendas.

– No por que de esta vez está enamorado. Asistiendo en mi aposento, en el aposento que como os he dicho, he reservado para mis amigos y para mí; vió á doña Inés, la hermosa hija de Alonso, y se enamoró perdidamente de ella. Tenia algunos doblones y los gastó en brocados, tres ó cuatro vestidos completos, tres ó cuatro juegos de espada y daga. Ya se ve, queria estar galan por que las galas para las mujeres son las dos partes, y el hombre la una. Con que, vamos, vamos al asunto que es ya tarde, tengo que hacer poner los tapices en los aposentos, y no hay tiempo que perder. Oid: ya se marchan los cómicos para irse preparando para la funcion. Procuraremos que don Juan no se nos marche con ellos.

Y abriendo la puerta salió y asió por el coleto al capitan, que se iba en pos de una turba de músicos y farsantes, que salian de la tienda con las vihuelas debajo del brazo.

– ¡Eh, señor don Juan! perdona, le dijo, pero vuestro amigo el señor Diego Lopez os necesita.

– Yo creí que no acababais nunca, y estaba resignado á verle en mejor ocasion, porque creo que el señor Diego Lopez será de los nuestros esta tarde.

– No lo sé; aunque creo que le tendremos vecino: pero venid.

El capitan entró y Aben-Aboo le salió al encuentro.

– Necesito pediros un favor, señor marqués, le dijo.

– Cuantos querais amigo mio. ¡Diablo! á fe á fe que no esperaba yo nunca tener la fortuna de favoreceros: ¿se trata de algun desafio? ¿de algun empeño de honra? pues adelante á pesar de las pragmáticas del rey y del capitan general de la córte y reino de Granada.

– No, no se trata de eso… tened la bondad de dejarnos solos maese Pertiñez.

– ¡Que vanidosos son estos señores! dijo el barbero saliendo: y al fin y al cabo en mas de una ocasion tienen que acudir á mí.

– Se me atraviesa un compromiso infernal, don Juan, dijo el morisco cuando se encontraron solos: yo me habia venido de mi retiro de Cádiar á la ligera, sin pensar en que tuviera que necesitar nada, y he aquí que me hallo en gran apuro.

Púsose encarnado hasta lo blanco de los ojos, el marqués.

– ¡Diablo! ¡diablo! si fuera de noche y tuviéramos una hora de espera y un solo escudo, yo tengo una suerte insolente al juego: solo que no juego sino cuando me es de todo punto necesario dinero: el juego es un robo, si, pardiez… y… vamos… no podiais haber llegado á peor ocasion; no tengo un maravedí, me podeis creer á fe de caballero, y lo que mas me pesa es que podais creer que me niego cuando… pues… ¡Satanás me asista..!. he aquí un compromiso mayor que el vuestro.

– ¡Con que no teneis dinero!

– Esas cómicas se han bebido y se han comido mi último real de á ocho.

– ¡Oh! pues ved ahí que no es dinero lo que me hace falta.

Respiró recio como si le hubieran quitado una montaña de encima al marqués.

– ¿Pues si no necesitais ni espada ni dinero, que quereis de mi?

– Quiero que en el momento me vendais uno de vuestros mejores vestidos, una daga y una espada de córte.

– ¡Acabáramos! me habeis dado un mal rato: esto es distinto: voy á buscar á mi lacayo Peralvillo, y al punto teneis aquí lo que querais.

– Esperad un momento; vos teneis lo que yo necesito y yo tengo lo que vos necesitais;

– ¿Que quereis decir? exclamó el marqués poniéndose de nuevo encarnado como una guinda.

– Quiero decir que hace mucho tiempo que nos conocemos, para poder tener entera confianza el uno respecto al otro. Ademas que recuerdo que nos conocimos por haberme vos salvado la vida en una riña. ¿Os he ofrecido yo oro por la vida que me disteis?

– ¡Bah! no hablemos de eso. Ahora bien: tomad de mi lo que habeis menester; mejor dicho: tomad lo vuestro por que vuestro es todo lo mio, y adios.

– Ya sabeis que yo soy firme en sostener lo que digo.

– Si á fe.

– Pues os afirmo que si no aceptais el precio de esas prendas que necesito no uso de ellas.

– Esto es ponerme entre la espada y la pared, amigo Lopez.

– Esto os lo digo para que sepais, que me interesa en gran manera tener antes de poco esos vestidos y esas armas; que no cediéndomelos por su valor, no los tomo, y que obligándome á no tomarlos, me poneis en un caso apuradísimo.

– Con vos no hay medio. Sea. Quedad con Dios. Ya hablaremos de eso.

– No, ha de ser ahora. Estoy seguro, de que una vez esas prendas en mi poder, huiriais de mí para no tomar su importe, con mas cuidado que de un acreedor judío.

– Lo que molesta debe terminarse pronto. Os conozco y veo que con vos no hay escape. Me debeis treinta doblones, que os juro recibir otro dia.

– No me gusta deber. Hé aquí los treinta doblones.

Y Aben-Aboo sacó de la bolsa que habia recibido á nombre del poderoso emir de los monfíes de las Alpujarras, una cantidad en oro equivalente á la suma que habia marcado, el marqués.

– No os perdonaré nunca este sonrojo, dijo este guardando con embarazo y sin mirarla, la suma que Aben-Aboo habia puesto en su mano. Es la mayor prueba de amistad que podia daros. Adios pues; ¿en donde os busca mi lacayo?

– Aquí mismo en la hospedería.

– Pues adios.

– Adios, señor marqués: hasta la tarde.

– El marqués salió apresuradamente y Aben-Aboo salió tambien de la tienda murmurando:

– ¡Que noble y que franco! ¡Lástima que sea cristiano!

CAPITULO V.
De lo que vió y oyó Diego Lopez en el poco tiempo que estuvo en la hospedería del Carbon

Entre tanto maese Pertiñez, contento con haber salido del atolladero en que le habia puesto la pretension de Aben-Aboo, habia conducido á este á la hostería y recomendándole para que le diesen uno de los mejores aposentos.

Subiase á la hostería por una escalerilla situada en uno de los ángulos del corral, escalera que tenia y aun tiene ciertos resabios moriscos, y al desembocar de aquella escalera, se entraba por una puerta ennegrecida, que al abrirse hacia sonar una campana en un corredor largo y tortuoso, iluminado por unas altas lucanas desprovistas de vidrios, por las cuales entraban el viento la lluvia ó el polvo segun era la estacion ó el estado atmosférico. De la misma manera que sobre la puerta de entrada estaba escrito con letras bárbaras: «Hostería del Carbon», habia sobre las de los aposentos situados á derecha é izquierda enormes números que seguian una correlacion casi infinita. Antes de llegar á otra puerta donde se leia la palabra «cocina» y despues de muchas vueltas y revueltas, habia contado Aben-Aboo, ó por mejor decir leido hasta el número cincuenta y nueve. La numeracion seguia, pero maese Pertiñez se entró de rondon en la cocina.

Rey de aquel departamento, en medio de una atmósfera cálida y grasienta, habia un hombre alto flaco, vestido de una manera ordinaria, y constituyendo la mitad de su traje un enorme gorro blanco, y un mandilon del mismo color que le cogia de alto á abajo por delante, y que no estaba tan limpio como hubiera sido de desear: aquel hombre cuando entraron Aben-Aboo y el barbero empuñaba una cacerola, y hacia andar de prisa, en una actividad increible, á cuatro marmitones que se ocupaban de faenas culinarias, en derredor de un inmenso fogon, enteramente cubierto de tarteras, ollas y sartenes. Hervian los unos, chirriaban las otras, desprendiase del todo un olor indefinible, y una niebla de humo velaba aquel conjunto, capaz por sí mismo de dar hastío á un hambriento.

Al ver entrar á maese Pertiñez en su habitacion principal, en su sala de honor, por decirlo asi, con un jóven del aspecto de Aben-Aboo, el hombre de la cacerola entregó la que tenia en la mano á un marmiton, y adelantó hácia los recien llegados luciendo en sus labios la noble sonrisa del cocinero y del hostalero á quien se presenta un huésped, y

– ¿En que puedo servir á vuesamerced? dijo prescindiendo enteramente del barbero, á quien trataba como cosa de la casa.

– Este caballero, dijo Pertiñez, necesita vivir en vuestra casa, únicamente hasta las doce del dia.

Secóse, por decirlo asi, la sonrisa en el semblante del hostalero: eran ya las diez.

– Lo que no importa, añadió Pertiñez, porque el conocimiento con un hidalgo tal como el señor Diego Lopez, es siempre un conocimiento que vale mucho.

Volvió á la boca del hostalero la mitad de la sonrisa que habia desaparecido de ella, y se inclinó de nuevo.

– Siento mucho, muchísimo, que…

Aben-Aboo le interrumpió impaciente.

– En fin, dijo: ¿no teneis un aposento donde meterme? Poco os importe el tiempo; figuraos que he vivido en el un mes, que he comido todo lo que teneis en la despensa, y poned la cuenta.

– No no lo digo por tanto, contestó apresuradamente el hostalero, si vuesamerced me hubiera dejado concluir, hubiera oido que lo que siento mucho muchísimo, es no poder dar á vuesamerced aposento tal como el que merece: con la multitud de hidalgos que han venido á las pascuas que se acercan, y la compañía de comediantes del señor Godinez…

– Bien, bien; pero tendreis un aposento cualquiera.

– Si señor, el número sesenta y siete. ¡Diablo! ¡diablo! un aposento oscuro, donde es necesario tener luz encendida á todas horas si se ha de ver algo.

– No importa; llevadme á ese aposento y concluyamos.

Era tan concluyente el mandato, que el hostalero, tomó dos bugías de sobre un anden donde habia otras muchas, encendió la una, y tomando una única llave de una larga espetera, llave que estaba colocada bajo un número sesenta y nueve, salió precediendo á Aben-Aboo y á Pertiñez.

A penas se habian aventurado en el corredor cuando se oyeron pisadas de mujer, fuertes, como de buena moza, acompañadas del crugir de una falda de seda.

– Alto, dijo con un acento malicioso é insinuante maese Pertiñez; alto, señor Diego Lopez; el corredor es estrecho y será bien que nos hagamos á un lado para que pueda pasar su magestad la reina mora.

– ¡Ah! ¡sois vos! maese rapista, dijo una mujer que llegó á punto y cuyo semblante al reflejar en el la luz del hostalero, deslumbró á Aben-Aboo por lo extraordinariamente hermoso; Dios os guarde, amigo mio; y á vosotros tambien, señores; y decidme, que tengo curiosidad de saberlo: ¿os han mandado poner ya las celosias en el aposento aquel que está cerca del tablado…? hablo de aquel aposento que tiene unos reposteros de terciopelo franjado tan ricos.

– ¡Ah! ¡ah! allí sin duda debe ocultarse algun enamorado de vos, que no quiere acaso que le vean palidecer ante vuestra hermosura, y sufrir y palidecer.

– O alguna enamorada: me han dicho que en aquel aposento, han entrado una mujer y un caballero.

– ¡Ah! ¡ah! os han dicho…

– Y como soy curiosa, quiero que me digan mucho mas, señor Pertiñez; por lo mismo os espero en mi aposento. Número 13. Con que hasta luego. Adios señor hidalgo, añadió dirigiéndose á Aben-Aboo, á quien durante su corto diálogo habia mirado con una extraña insistencia. Adios, maese Briviesca, añadió dirigiéndose al hostalero.

 

Y se alejó ligera y gentil, casi corriendo, entonando con una voz de ruiseñor una copla de entremés.

– La mejor ave de mi casa, exclamó Briviesca, pero dura de desplumar como un grajo.

– ¡Oh! la cómica mas hermosa que ha desplumado hidalgos exclamó el barbero.

– ¡Ah! ciertamente que es una mujer hermosísima, dijo con un acento particular Aben-Aboo: ¿Y la llaman la reina mora?

– Ya, ya vereis esta tarde como la aplauden, repuso el barbero.

– Hemos llegado al número sesenta y nueve, dijo Briviesca dando vuelta á la llave de una puerta.

Entraron en una especie de zaquizami, en uno de cuyos ángulos habia un fementido lecho: completaban aquel mueblaje de posada una mesa mugrienta, dos sillas distintas en forma, aunque iguales en lo viejas y media luna de espejo en un marco negro…

– Esto es indigno… lo conozco, dijo Briviesca.

– Esto es muy bueno, dijo Aben-Aboo: haced que suban mi maleta y que me traigan agua para labarme. Vos, maese Pertiñez, venid despues á afeitarme. Por ahora dejadme solo.

– Y decís bien; aunque me hubiérais necesitado en el momento, os hubiera suplicado me dejaseis libre para ir á ver que me quiere la reina mora.

– ¿Quiere algo mas vuesamerced? dijo Briviesca.

– No, únicamente mi maleta que está en mi caballo á la puerta de maese Pertiñez, y una taza de caldo de gallina.

– ¿Y vino?

– No bebo vino, ¡ah! maese Pertiñez: haced que cuiden á mi caballo.

– Muy bien; descuidad por vuestro caballo.

– ¡Ah! si viene preguntando á vuestra casa por mí el criado del capitan…

– Por supuesto, le enviaré. Que Dios os guarde.

– Yd con Dios.

A penas se quedó solo murmuró Aben-Aboo, obedeciendo al encendido recuerdo que le habia dejado la comedianta:

– ¡Por la piedra negra de la santa Kaaba, que todos los dias de mi vida no he visto una mujer tan hermosa! ¡La reina mora! es singular.

Pero dejando á Aben-Aboo entregado á tales pensamientos, que nada tenian de extraños en quien como él solo contaba veintidos años, edad en la que el pensamiento, por graves que sean sus cuidados, pasa con facilidad de uno á otro, sigamos aunque nos salgamos del epígrafe de este capítulo, á maese Pertiñez que adelantaba con tanta prisa como era su curiosidad, hácia el aposento número trece donde decia vivir la reina mora.

Tenia ademas en esto un grave interés el rapista: un interés puramente pecuniario; el interés que tiene por hacer un buen negocio un corredor de amores.

Era el caso que don Fernando de Válor, ó Aben-Humeya, como mejor queramos, en el momento en que en la primera representacion de la compañía de cómicos se habia presentado en la escena Angélica, se habia enamorado de ella. Al concluir la primera jornada, don Fernando, segun costumbre admitida en aquel tiempo, habia ido á la puerta del apartado donde se vestian las cómicas, solicitando entrar para saludar á la dama. Pero Godinez, que era al parecer un hombre como de treinta á cuarenta años, cegijunto, enérgico, y un si es no es altivo, le dió con la puerta en las narices diciéndole: que en su compañía no estaban en uso aquellas costumbres y que las damas tenian casas donde ser visitadas.

Don Fernando, pues, se volvió, echando ternos inútiles, y hubo de contentarse con arrojar á Angélica el joyel de diamantes de su gorra, en el momento en que el entusiasmo público enviaba una salva de aplausos á la comedianta.

Al dia siguiente, se presentó en la hospedería, preguntó por el número de la habitacion de la dama y sabido este llegó á la puerta y llamó. Abrióle una doncella, que contestó á la cortés demanda de don Fernando, con que su señora estaba enferma y no podia recibir á nadie.

Don Fernando, que iba preparado á todo evento, entregó á la doncella un billete perfumado de que iba provisto y se retiró.

El billete que habia dejado Aben-Humeya contenia las palabras siguientes:

«Hermosa señora: soy el caballero que tuvo el placer de ofreceros ayer tarde su homenaje de la manera que pudo, arrojando á vuestros piés el joyel que llevaba sobre su cabeza. Hoy ha venido á poner á vuestros piés su corazon, que espera levanteis hasta unirle con el vuestro. Si hoy, por un acaso, no puedo veros, os suplico me digais, contestándome, á que hora podré veros mañana. – Quien os adora por hermosa y discreta: don Fernando de Válor.»

Al volver don Fernando á su casa despues de otros quehaceres, encontró sobre su mesa, una preciosa caja de oro cincelada, con guarnicion de piedras preciosas, y junto á ella un billete. Llamó á su lacayo y este le dijo que aquellas dos cosas las habia traído una doncella.

El billete contenia estas brebes palabras:

«Señor don Fernando de Válor: ignoro si la joya que os devuelvo es la misma que ayer me arrojasteis á la escena rindiéndome un homenage: como no he encontrado papel á mano para envolverla, os la envio dentro de una caja, que encontré tambien á mis piés, no sé de quien, y que recogí, porque las cómicas nos vemos obligadas á hacer delante del público, lo que como mujeres nunca hariamos. Si habeis creido que con ese joyel pagabais la entrada en mi aposento particular, como por algunos maravedises habeis comprado el derecho de juzgar de mi escaso ingenio, os habeis engañado. Mi aposento no se abre con oro. Mi corazon necesita de mas noble llave para abrirse. Perdonad si os he ofendido, obrando no como una dama de comedias, sino como quien soy. – Vuestra servidora. – Angélica, la comedianta.»

Hombre de mundo á pesar de su juventud don Fernando, creyó que la comedianta adoptaba aquella posicion digna y á todas luces mas noble, para hacerse mas preciosa, y se obstinó, apuró cuantos medios se conocen para obtener una cita de una mujer, y ya desesperado, se dirigió á maese Pertiñez, que tenia una tremenda fama de corredor experimentado. Ofrecióle oro á montones si le ayudaba á rendir aquella fortaleza, pero en vano, aunque obraba con toda la fuerza y á toda la altura de su codicia excitada, pretendió hablar á solas con Angélica: como maese Pertiñez era una especie de omnipotencia en al corral del Carbon y en la adjunta hostería tuvo mil veces ocasion de estar al lado de Angélica; pero esta jamás se encontraba sola: jamás habia podido el rapista decirla una sola palabra del asunto. Se concibe, pues, con cuanta ansia iria á la cita que de una manera tan inesperada habia recibido de la comedianta.

Llamó, latiendole el corazon de esperanza, esperanza que se refería á los doblones que debia recibir, si el negocio se llevaba á cabo, de don Fernando de Válor, y al punto que llamó se abrió la puerta. Era Angélica en persona.

– Entrad, entrad, maese, le dijo, tengo que preguntaros muchas cosas.

Pertiñez, restregándose las manos de alegría, atravesó, siguiendo á la comedianta, dos habitaciones y entró en una inundada por un hermoso sol de medio dia y tan ricamente alhajada como hubiera podido estarlo la de la dama mas principal.

Pertiñez abrió tanto ojo: aquellos muebles á todas luces no pertenecian á maese Bribiesca, que era miserable y raquítico con sus huéspedes.

– ¡Ah! ¡ah! exclamó el rapista: ¿sabeis, señora, que debe de llevaros un sentido por todo esto ese ladron de Bribiesca?

– ¡Ah! dijo Angélica, no os he llamado para eso: sentaos.

Y le señaló un magnífico sillon.

– Pero ved, señora, que voy á dejar inservible este hermoso terciopelo de Utrech.

– ¿Y que os importa? dijo con impaciencia la comedianta.

– ¡Ah! ¡ah! los barberos nos estamos restregando continuamente con toda clase de vichos grasientos: ¡qué vida la nuestra!

– ¿Me vais á contestar en verdad á lo que os pregunte maese? le dijo Angélica sin escuchar sus últimas palabras.

– Os contestaré á todo lo que querais y á mas de lo que querais, hermosa señora, contestó el rapista.