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Los monfíes de las Alpujarras

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CAPITULO V.
De cómo el marquesito dió una prueba de que estaba perdidamente enamorado de Amina, pensando en casarse con ella

Cuando el marqués tuvo noticias de aquel doble asesinato, se le heló la sangre, á impulsos de un terror mortal. Aquel tremendo duque que de una manera tan sangrienta habia sellado los labios de las dos personas que habian encubierto su deshonra (porque para el marqués era indudable que, á pesar de sus precauciones, el duque lo sabia todo), seria capaz de tomar, respecto á su hija, una resolucion terrible.

Don Juan, al aterrarse por Amina, ni aun habia pensado que él podia verse en peligro. Amina, solo Amina, era el cuidado que comprimia su alma: porque aquel terrible burlador que en tantos dolores mujeriles se habia gozado, sentia al fin el amor; pero ese amor violento, exclusivo, que nos obliga á anteponer una mujer á todo otro amor, á todo otro interés, aun á nosotros mismos: ¿qué mas podremos decir cuando digamos que don Juan habia prometido solemnemente á Amina ser su esposo, y que al prometerlo habia pensado cumplir rígidamente su promesa?

Cuando su tio le oyó decir que iba á pedir por esposa su hija al duque, palideció y sintió un terror mucho mayor que el que habia sentido su sobrino al saber la muerte de los encubridores de sus amores con Amina: una vez casado el marquesito, estaba, segun las leyes del reino, emancipado de su tutela: esto importaba muy poco á don César de Arevalo, pero importábale muchísimo primero verse obligado á rendir cuentas de unos bienes que habia explotado sin precaucion alguna, y despues cesar en el manejo de aquellas rentas, que aunque casi agotadas, aun podian dar buenos rendimientos.

Don César acusó de loco á su sobrino: púsole ante los ojos desde el primero hasta el último de los inconvenientes del matrimonio: recordóle los muchos maridos que él mismo habia modificado, y, á propósito, la hipocresía, el talento y la astucia satánica de las mujeres para engañar á sus maridos, respecto á lo cual apelaba á la experiencia propia del marquesito: apuró toda la infame lógica de los libertinos; apeló á las armas del ridículo; al egoismo, á todos los elementos enemigos del matrimonio. Su sobrino le dejó hablar, y cuando el tio, creyendo que habia causado en el marquesito un magnífico efecto su perorata, hubo concluido, el jóven pronunció con un aplomo que daba á conocer lo irrevocable de su resolucion:

– Me caso.

– Pues yo os digo que no os casareis.

– Me casaré.

– Yo no os daré mi consentimiento.

– Me le dará el rey.

– El duque no os dará su hija.

– Se la robaré.

– No teneis poder para ello.

– Lo veremos.

– Lo veremos.

Y tio y sobrino se separaron altamente disgustados el uno del otro.

Y es el caso que aquella frase de su tio: «el duque no os dará su hija» habia impresionado sobremanera al jóven, causándole una triple herida en su amor, en su vanidad, en su voluntad. Cabalmente las mismas palabras le habia dicho Amina, cuando en un arrebato de pasion la habia dicho el jóven estrechándola en sus brazos:

– Te juro por lo mas sagrado ser tu esposo.

– Mi padre no os dará mi mano, habia respondido Amina suspirando.

– ¿Y porqué? la habia preguntado anhelante el marqués.

La hermosa duquesita solo habia contestado con otro suspiro.

Don Juan habia jurado que la duquesita seria su esposa á pesar de los cielos y de la tierra.

Irritado, pues, por la coincidencia de la observacion de su tio con la de Amina, tomó una resolucion heróica.

Fuese en derechura á la casa del duque, y se hizo anunciar.

Inmediatamente fue introducido.

Al ver á Yaye experimentó por primera vez ese sentimiento de respeto hácia todo lo que concebimos superior á nosotros. Ya hemos dicho que Yaye, á pesar de sus cuarenta y mas años, de sus desgracias, de su lucha, se conservaba vigorosamente jóven, como en los dias en que enamoraba por caridad á doña Isabel de Válor. El marquesito concibió perfectamente que el duque de la Jarilla, á quien no conocia, fuese padre de Amina, y que á no ser su hija, pudiera haber sido muy bien su esposa, sin que el mundo hubiera encontrado nada de repugnante en aquel enlace: Yaye en fin, representaba una de esas juventudes vigorosas que á despecho de los años se estacionan; una de esas juventudes que han perdido la expresion irreflexiva y confiada del adolescente, adquiriendo el grave aspecto de experiencia del hombre. El marqués de la Guardia se sintió, pues, dominado, y perdió mucho del valor audaz de que iba provisto.

– ¿Tengo la honra, dijo inclinándose cortesmente, de hablar al señor duque de la Jarilla?

– Efectivamente, caballero, dijo Yaye indicándole con la mas perfecta cortesanía un asiento.

– Perdonad lo indiscreto de mi pregunta, dijo el marqués sentándose; nunca os he visto; solo conocia vuestro nombre.

– ¡Qué quereis! aunque vivo en la córte ando muy retirado de ella: solo he venido á Madrid por mi hija; no por buscarla un buen marido, como hacen muchos, porque será difícil, muy difícil que mi hija se case; sino porque no se fastidie en un rincon de nuestras montañas.

– ¿Decís que es muy difícil que vuestra hija, la hermosísima duquesa de la Jarilla se case? dijo don Juan con cierto acento de proteccion, creyendo que lo que establecia para el duque la dificultad de que su hija se casase, era la circunstancia de haber estado una noche perdida en la córte, circunstancia que sabia todo el mundo: ¿y podria preguntaros, sin parecer indiscreto, por qué es muy difícil que se case doña Esperanza?

– Sí por cierto; y como me habeis hecho la pregunta, voy á contestaros; entre mis caprichos tengo el de que mi hija sea reina.

– ¡Reina! exclamó atónito el marqués.

– Si por cierto, mi hija no se casará sino con un rey.

El marquesito miró fijamente al duque, y de tal modo, que Yaye le dijo, como contestando á aquella mirada:

– Ni me chanceo ni estoy loco: mi hija si se casa, se casará con un rey.

– ¿Estais enteramente decidido á ese empeño?

– De todo punto.

– ¿Y contais con que vuestra hija?..

– En mi familia, caballero, las mujeres, ni oyen, ni ven, ni entienden: obedecen cuando la voz de su padre las manda: por consecuencia, mi hija piensa como yo, enteramente como yo.

– Permitidme que lo dude.

– Dudad cuanto querais.

– Permitidme que os recuerde que soy el marqués de la Guardia.

– Sí, sí, ya sé que sois voluntarioso y valiente, y que amais á mi hija.

– ¡Cómo! ¿os ha dicho ella?..

– Sé que venís á pedírmela por esposa.

– Y cuando lo hago, es creyéndome autorizado…

– ¡Por su amor!

– Hace tres noches me lo juraba entre mis brazos, dijo el audaz jóven, sin medir las consecuencias de su dicho.

– Bien podrá ser, caballero, dijo Yaye sin alterarse en lo mas mínimo: bien podrá ser: y es mas; cuando mi hija os dijo que os amaba, no mentia, y porque os amaba habeis sido su amante, su amante de una noche: porque os amaba con toda su alma: hay cosas que son fatales: Dios lo quiso. – Pero lo que yo os puedo asegurar, es que mi hija no quiere ser vuestra esposa.

– ¡Señor duque!

– No os irriteis, caballero: ya veis que os hablo mesuradamente, á pesar de que soy un padre engañado, injuriado: á pesar de que habeis envenenado el corazon de mi hija. No os irriteis, y adios. Obrad como mejor os parezca; decid por todas partes que habeis obtenido la suprema felicidad de la posesion de mi hija.

– ¡Señor duque!

– Haced lo que querais: decid lo que querais. De la misma manera que os he recibido hoy, os recibiré mañana: siempre con indulgencia; siempre como si fuerais mi hijo. ¿Y sabeis, añadió el duque levantándose lentamente y dando un paso hácia el marqués, sabeis por qué no os hago pedazos, como pudiera romper una copa de vidrio?

El marqués fijó una mirada intensa, altanera, en la profunda mirada de Yaye, que continuó.

– No os mato, como maté á los dos miserables que os ayudaron en vuestra infamia… porque… Dios no quiere… porque… porque, en fin, mi hija os ama de tal modo, que vuestra muerte la mataria y… yo, por muy criminal que haya sido, no quiero matar á mi hija.

– ¿Conque ni la razon del honor, ni la de la sangre, ni ese amor que ella me profesa y que no es mayor que el que yo siento por ella, os hacen desistir de vuestro extraño propósito?

– Por muy extraño que ese propósito os parezca, me afirmo en el.

– ¿Y sacrificareis á vuestra ambicion vuestra hija?

– Mi hija piensa como yo. Quiere ser reina.

– ¿Y me ama?

– Vais á juzgar por vos mismo. ¡Ola!

Al llamamiento del duque, se abrió una mampara y apareció un criado.

– Decid á la señora duquesa que la espero, dijo Yaye.

Algunos momentos despues, se oyeron en una habitacion inmediata, pasos de mujer, acompañados del crugir de un trage de seda; se levantó el pestillo de una puerta, y al fin, Amina se presentó en la cámara de recibo de su padre.

Al ver al marqués se puso letalmente pálida, retrocedió un paso, ahogó un grito, y se llevó involuntariamente la mano sobre el corazon, como si hubiese recibido en él un golpe de muerte: despues quedó inmóvil, fijando en el marquesito una mirada intensa, fascinada, insensata.

Yaye se acercó á ella, la asió de una mano, y llevándola junto al marqués, la dijo:

– El señor marqués de la Guardia, nos hace la honra de solicitar tu mano, hija mia. Antes de contestar quiero que sepas cual es mi voluntad: esta se reduce, á que se cumpla la tuya. Poco importa que yo acoja de buen ó mal grado los deseos del señor marqués: yo te juro, por la memoria de tu madre, que si quieres ser esposa de don Juan, lo serás. Ahora puedes responder al señor marqués.

– Don Juan, dijo Amina que se habia sobrepuesto á su alteracion, y cuya palidez mate era la única señal que conservaba de la emocion que habia causado en ella la inesperada vista del marqués: yo os agradezco con toda mi alma, el que os hayais acordado de mí para hacerme vuestra esposa; jamás olvidaré que habeis venido á ofrecerme lo que indudablemente me haría muy felíz; vuestro nombre y vuestra fé; pero yo no puedo aceptar.

 

– ¡Que no podeis! ¡es decir que!..

– No quiero: contestó con firmeza Amina, completando la frase de don Juan.

– Ya lo oís, señor marqués; habeis obligado á mi hija á que para evitar todo género de interpretaciones, os diga claramente y sin rodeos, que no quiere ser vuestra esposa.

Dicho esto, Yaye llevó á su hija á la puerta por donde habia entrado, la besó en la frente, y despues que hubo salido, se volvió al lado del marqués que estaba mudo de asombro y de cólera.

– Ahora, señor don Juan, dijo el emir sentándose de nuevo, permaneced cuanto tiempo querais en mi casa; pero os suplico que no me hableis mas del asunto que os ha traido á ella. Seria un empeño inútil. Solo os diré algunas palabras: el paso que acabais de dar, me reconcilia con vos: fullero de amor, habeis contraido una mala deuda; pero despues habeis reflexionado, y habeis venido lealmente á pagar con lo que únicamente podiais pagar una deuda de tal género, con vuestro nombre: yo os lo agradezco: yo os perdono… á pesar de que me habeis causado una herida que siempre brotará sangre.

– Hay otro modo de pagar esas deudas, señor, dijo el marqués conmovido.

– ¿Cuál? contestó con amargura Yaye.

Don Juan desnudó su daga y la entregó por el pomo al duque que la tomó con indiferencia; luego el marqués dobló una rodilla, y dijo con voz resuelta:

– Tomad mi sangre, señor.

– ¿Para qué quiero yo vuestra sangre, niño? respondió con voz opaca el emir; vos habeis sido una fatalidad que se ha puesto sobre mi camino: á vos mismo os ha traido á ese camino la fatalidad: respetémosla entrambos: quedaos vos con vuestro amor y vuestro remordimiento: dejadme con mi dolor y con mi rabia: tomad vuestra daga: yo no necesito para nada vuestra sangre: idos ó quedaos; pero no hablemos mas de esto.

Y levantó al marqués y le puso por sí mismo la daga en la vaina.

Don Juan lloraba por la primera vez de su vida: lloraba silenciosamente, como pudiera haber llorado una mujer desesperada.

– ¡Oh! á pesar de vuestra fama de libertino, teneis corazon, dijo conmovido Yaye.

Hubo un momento de solemne silencio.

Yaye tomó entrambas manos al jóven.

– ¡Con que tanto amais á Esperanza! le dijo.

– ¡Ah señor! exclamó el jóven: ella es la esperanza de mi vida, acaso la salvacion de mi alma.

– Pues, bien, pensad en vuestra Esperanza, dijo el emir.

Iluminóse con una intensa expresion de alegría el semblante del jóven marqués.

– ¡Ah señor! exclamó: ¿renunciareis al fin, de llevar á cabo vuestro extraño empeño?

– No, no por cierto: mi hija, vuestra Esperanza se casará con un rey: esto no quiere decir otra cosa, sino que será necesario haceros rey.

Causó tal impresion aquella nueva extravagancia en el ánimo del marqués, que miró fijamente al duque, temiendo habérselas con un loco; pero en los ojos de aquel, brillaba la mas fria razon.

Don Juan temió volverse loco si permanecia un momento mas en aquella casa, y salió delirante, frenético, sin despedirse del duque.

Este se quedó murmurando:

– ¡Fatalidad! ¡la mano que mató al padre, no debe matar al hijo!

CAPITULO VI.
Del medio que eligió el marquesito de la Guardia para irritar el amor de Amina

Ciertamente era necesario un obstáculo de gran monta para detener en su carrera al voluntarioso don Juan.

Acostumbrado á que todo se rendiese á sus deseos, era un torrente cuyo curso se hacia cada vez mas rápido, y sus aguas mas turbias: al fin habia encontrado una roca en su camino; la habia enlodado, la habia manchado, la habia hecho temblar; pero la roca era demasiado fuerte para que la corriente la arrastrase y saltase por cima de ella, dejándola enterrada en el fango; aquella roca era el amor de Amina contrapuesto al torrente de las pasiones del marqués.

Hasta entonces solo habia encontrado cortesanas que le provocaban y le sonreian, abriéndole sus brazos, ó virtudes fáciles que cedian en el momento en que se veian combatidas por la exigente voluntad del jóven. Esto en cuanto á las mujeres. En cuanto á los hombres, como el marqués era demasiado terrible, diestro y valiente para que le temiesen los mas esforzados, nuestro jóven campaba entre ellos por su respeto, puesto que el que no le rodeaba para explotarle, le evitaba para no verse comprometido en un lance desastroso.

Don Juan Coloma, favorecido por las mujeres, respetado por los hombres, considerado en todas partes por su rango, por su fortuna y por su belleza, no podia haber sido hecho esclavo, sino por la hermosa duquesita, por aquella otra singularidad femenina, por aquel hermosísimo misterio viviente, contra cuyo desden se estrellaban los empeños de los mas libertinos, y contra cuya pureza se mellaba el diente de acero de la murmuracion femenil.

El marqués, que como hemos dicho, antes de conocer á Amina, se habia sentido arrastrado hácia ella por un impulso instintivo; que al verla se habia enamorado en un solo momento, como jamás se habia enamorado de otra mujer; que al poseerla habia comprendido que aquella niña magnífica en el cuerpo y el alma, era una parte de su ser, que no podia vivir sin ella, que la luz de sus ojos eran su luz, y el aliento perfumado de su boca su vida; se vió sujeto cuando mas libre se creia, y de tal modo, que como hemos visto, habia dado el paso, en él extraño y casi milagroso de pensar en el matrimonio.

Don Juan se habia transformado de repente, de señor en siervo, de burlador en burlado, de opresor en oprimido; se habia modificado dejando de ser lo que era, para convertirse en un ser enteramente distinto: este milagro lo habia hecho el amor, que es la pasion que conocemos con mas dominio sobre el corazon humano, y Amina habia sido el instrumento de que el amor se habia valido.

Es necesario tambien tener en cuenta que no se necesitaba menos para dominar al soberbio don Juan.

Amina reunia cuantas cualidades puede reunir una hija de Eva para ser codiciada: juventud, riqueza, ilustre cuna, elevacion de ideas y un no sé qué dominador que se exhalaba de su mirada irresistible, de la enérgica y vigorosa hermosura de sus formas, de su continente, de sus maneras, de su palabra, de su acento. Era, en fin, un conjunto irresistible de cualidades tentadoras, ante las cuales hubiera caido, no don Juan, que cuando mas, era soberbio, sino el santo mas santo, con toda la terrible fortaleza de la humildad, que es la primera de las fuerzas que conocemos.

Don Juan se sintió humillado; pero al ser humillado se sintió engrandecido; porque no era una afrenta lo que le humillaba; no el desprecio público; no las desesperadoras consecuencias de la pobreza: lo que le humillaba dominándole, porque para él todo dominio era humillante, era el amor, esa noble y ardiente pasion, que á todo se sobrepone y que dominándolo todo, todo lo engrandece. Amina se habia apoderado del alma del marqués, le habia hecho gozar por un momento de un cielo para despeñarle despues á la tierra y decirle: – No pasarás de ahí.

Y don Juan, queriendo desplegar las poderosas alas para alzarse á aquel cielo, conoció que sus alas se habian quemado; que era un ángel rebelde, caido entre el lodo, y solo aspiró lo nauseabundo, lo fétido de aquel lodo, cuando quiso levantarse á otra region mas pura, y no pudo; cuando lleno de amor y de esperanza, regenerado, despierto del sueño de impureza que habia dormido desde su infancia, oyó una voz terrible, la de la mujer amada, que le decia con ese acento que demuestra una resolucion irrevocable: – No quiero ser vuestra esposa.

¿Acaso Amina rechazaba por dignidad al hombre que habia abusado de la ocasion, de la situacion, de uno de esos momentos decisivos, en que la fatalidad coloca á la mujer mas pura? Pero don Juan sabia que de la misma manera instintiva, por decirlo asi, que el amaba á la hermosa duquesita, era amado de ella. ¿Acaso aquel padre que parecia tan terrible, tan valiente, que todo lo sufria, que todo lo confesaba, que se burlaba de una manera inconcebible de la opinion pública, tendria por objeto irritar la pasion en su alma en provecho de su hija? Pero él se habia presentado decidido, resuelto á ser esposo de la duquesita y se le habia rechazado. ¿Seria que efectivamente padre é hija estuviesen locos ó fuesen tan soberbios, que aspirasen á un trono? ¿Y qué trono podia ser este? ¿El de España? ¿El que ocupaba el tremendo, el frío, el calculador Felipe II?

Esto era un absurdo, un sueño insensato, y sin embargo, pensó en ello el marqués de la Guardia, á pesar de lo monstruoso del pensamiento.

¿Acaso se contaria con el príncipe de Asturias?

Don Carlos de Austria tenia en aquella sazon veinte y dos años. Contábanse de este príncipe en los círculos íntimos de la córte, vicios repugnantes, acciones indignas de un caballero, severos castigos impuestos al príncipe por el rey. Sin embargo, estos castigos en nada habian influido respecto á las viciosas inclinaciones del príncipe. Las damas de la reina se veian á cada paso obligadas á quejarse de las tenaces solicitudes de don Carlos, y aun de atrevimientos de mayor monta. Las gentes de su servidumbre, maltratadas y aterradas, desaparecian del cuarto del príncipe, huyendo de su ferocidad. Su ayo, sus gentiles-hombres, sus caballerizos, á trueque de no irritarle, encubrian sus nocturnas salidas de palacio, y el rey se veia obligado á cerrar los ojos y los oidos á muchas cosas, para no verse en la dura necesidad de castigarlas; para no dar el escándalo de reducir á una prision rigorosa al heredero inmediato de la corona.

Solo habia un hombre que gozaba por entero de la amistad y de la confianza del príncipe: este hombre era el famoso comediante Cisneros.

Pero si Yaye, conociendo el carácter voluntarioso del príncipe, y contando con la maravillosa hermosura de su hija, habia pensado en ponerla por este medio en el trono de las Españas, era necesario deducir como consecuencias de este pensamiento, sucesos horribles.

En primer lugar, suponer que un soberano de la casa de Austria consintiese en el casamiento de su hijo con una grande de España, y cuando este soberano se llamaba Felipe II, hubiera sido contar con un imposible, con un milagro. Si él se casaba secretamente… esto era tambien imposible, porque los ojos y los oidos de Felipe II, segun don Juan creia, alcanzaban á todas partes; pero contando con la maldad de que tantas pruebas habia dado don Carlos de Austria, no era descabellado suponer que el príncipe se rebelase contra su padre, procurase destronarle, y al sentarse en el trono, impusiese á la altiva nacion española una reina sacada de entre la nobleza, y sin otros títulos á la corona que el capricho del príncipe.

Estos proyectos podian muy bien caber en la cabeza enferma de don Carlos (que, segun opiniones muy autorizadas, era víctima de una feroz monomanía), ¿pero cómo suponer, sin injuria para el duque de la Jarilla y para su hija, que se prestasen á tales proyectos? Siendo asi, el duque era un traidor, un infame, y doña Esperanza una miserable prostituta; porque la mujer, que sobreponiendo su ambicion á su amor, se casa con un rey porque quiere ser reina, es una prostituta que vende su cuerpo y su alma por un trono.

Don Juan cerró con disgusto, con horror, los ojos de su alma á estas suposiciones, y sin embargo, aquellas sospechas crueles, le perseguian, le torturaban, magullaban, por decirlo asi, su orgullo; le hacian probar unos zelos crueles, y con ellos la terrible pasion que siempre los acompañan: la venganza.

Don Juan necesitó salir á todo trance de aquella terrible duda, y para salir de ella, poner de claro en claro cuanto habia de misterioso en el duque viudo y en la duquesa de la Jarilla.

Por la primera vez pensó don Juan en presentarse en el alto círculo de la córte: hasta entonces le habian separado de ella sus libres costumbres. Don Juan aborrecia la sujecion aunque solo fuese en la forma. Nada le placia mas que ese género de reuniones, donde se puede estar con el sombrero puesto, y entre tendido y sentado, con la palabra suelta, en entera libertad de hacer y de decir; las casas de juego, las mancebías, las tabernas, los nidos de las damas galantes, habian sido hasta entonces sus lugares favoritos. Amina le hizo ver que habia un mundo aparte, en el cual se respiraba mas fácilmente; en que lo bello era realmente bello; en que, si habia vicio, estaba rígidamente oculto por apariencias de virtud. Don Juan comprendió que se puede ser malo pareciendo bueno, y viceversa. En una palabra: repetimos lo que ya hemos dicho: el amor de Amina, comparado con los amores que hasta entonces habia probado, le habia hecho sentir el olor del lodo de que hasta entonces habia estado circuido. Asi es que una repulsion natural le separó de su antigua sociedad y le hizo acercarse sin repugnancia á aquel otro círculo decoroso de que hasta entonces habia estado alejado.

 

No hay que decir que fue acogido con un completo éxito, porque esto se comprende, teniendo en cuenta los antecedentes del marqués. En la córte tambien, aunque bajo la máscara de una refinada hipocresía y con formas convenientes, encontró don Juan, hechiceras cortesanas, ojos que, aprovechando el descuido de otros ojos, le miraban chispeantes y ricos de promesas; opulentas y nobilísimas herederas que le sonreian diciéndole harto claro que era un marido codiciable: las altas cortesanas distinguieron á don Juan del mismo modo que las cortesanas aventureras. Toda la diferencia estaba en las formas.

Don Juan notó que tambien en la córte habia cieno; pero cubierto de césped y flores: es cierto que el que confiado aventuraba la planta sobre aquel florido césped, se hundia hasta el cuello; pero se guardaba bien de decirlo, por razones de conveniencia social: cada cual explotaba en su provecho los filones riquísimos que se ocultaban bajo aquel cesped. Pero don Juan fue prudente.

En vez de revolcarse á diestro y siniestro por aquel lodo, se echó á buscar entre él una víctima que le ayudase, sin saberlo, en sus proyectos: una amante beneficiosa, en una palabra: cuando se ha llegado á la intimidad con una alta dama, se saben cosas que no solo no se hubieran creido posibles, sino que ni probables, respecto á ciertas gentes. Ademas, don Juan, siguiendo esta línea de conducta, tenia dos objetos: frecuentaba las primeras casas de la córte, veia en ellas á Amina, la hablaba, gozaba, viendo representada la influencia de su amor en la densa palidez que cubria el semblante de la hermosa duquesita, y sobre todo, aumentaba su amor y le mantenia vivo con el punzante aguijon de los zelos. El corazon de la mujer que ama nunca se engaña, y Amina sabia distinguir entre cien mujeres á la favorita del marqués.

Este habia tenido tacto: para dar zelos á Amina habia elegido una mujer notabilísima por su hermosura, por su juventud, por su clase y por sus singularidades.

Esta mujer era veneciana, y se llamaba la princesa Angiolina Vizconti. Una de las tres singularidades de la córte de Felipe II en aquellos dias, como dijimos al principiar esta segunda parte.

No le fué tan fácil á don Juan, como habia creido, la conquista de la princesa, por mas que esta hubiera distinguido al marquesito desde sus primeras vistas. Frecuentó su trato don Juan, la galanteó de una manera delicada y ella se dejó galantear hasta cierto punto; pero cuando don Juan se lanzó al fin á una declaracion decisiva, la princesa le contestó con la dignidad mas dulce y graciosa del mundo:

– No puedo aspirar á la felicidad de ser vuestra, caballero, porque soy casada.

Don Juan, respecto á las mujeres de cierta clase, no tenia absolutamente experiencia; creyó que en la princesa italiana habia encontrado una virtud á prueba de bomba, como diriamos en nuestros dias, y obstinado, por lo mismo que habia encontrado resistencia, se empeñó en el sitio de la durísima belleza, y para sostenerle con mas probabilidades de éxito pidió informes á sus amigos.

Esto equivalia á reconocer las obras avanzadas de la plaza.

– Os habeis metido en una empresa diabólica, amigo mio, le dijo el marqués del Vasto, á quien don Juan abrió su pecho. Nada conseguireis de la princesa.

– ¿Y por qué razon, amigo don Alonso? repuso el marqués.

– Por la sencilla razon de que en cuatro años que lleva en la córte, ninguno de los muchos apasionados de esa dama, ha podido jactarse de poseerla.

– ¡Ah! ¡ah!

– Ya veis: es la mas hermosa de las damas que tenemos presentes. (Se encontraban los interlocutores en un ángulo de un salon de la casa del duque del Infantado).

– Os engañais, don Alonso, hay otra mas hermosa que ella.

– Ya se sabe, ya se sabe, que la hermosa duquesita es la primera en la córte, antes que la reina en hermosura y discrecion, y despues de la reina en riqueza; pero prescindiendo de ese portento, Angiolina es un prodigio; ved qué cabellos, qué frente, qué ojos… qué todo. Pues bien: lo que mas hace codiciable á esa mujer, no es su hermosura, sino la situacion especial en que se encuentra: ya sabreis que es la llamada la casada-vírgen.

– ¡Bah! siempre he tenido eso por una exageracion ó por una burla.

– Pues no es ni burla ni exageracion.

– ¿Sabeis algo acerca de esa singularidad?

– ¡Bah! lo sabe todo el mundo.

– Perdonad; yo formo parte del mundo, y no lo sé.

– Pues vais á saberlo, para que todo el mundo lo sepa.

– Os escucho.

– Angiolina Vizconti, como lo demuestra su apellido, es veneciana.

– Pues no pasan por muy virtuosas las hijas de la serenísima república.

– La princesa se ha criado en Roma.

– No son tampoco vestales todas las romanas.

– Sea como quiera, Angiolina quedó huérfana á los diez y seis años. Su padre, Paolo Vizconti, fue encontrado en una de las calles de Roma, cosido á puñaladas. Sola y sin amparo Angiolina, salió de Roma, pasó á Toscana, y entró en un convento en Lierna. Conocióla por un accidente en el cláustro, el príncipe romano Maffei Lorencini; comprendió que Angiolina no tenia vocacion al cláustro, en el que solo habia entrado por necesidad, y se propuso hacer con ella una obra de misericordia. La habló, la pidió su mano, y aunque el príncipe no era ni jóven ni hermoso, Angiolina prefirió el mundo al lado de un esposo poco agradable, al cláustro junto á monjas menos agradables que el príncipe. Aceptó y se casó con él. Entonces Maffei, en vez de entrar con ella en la cámara nupcial, la dijo:

– Entrásteis por necesidad en el cláustro, y no quiero que por necesidad os sacrifiqueis á un hombre que no puede agradaros. En vez de ser vuestro marido seré vuestro padre. Sois libre, pues; libre para todo menos para manchar mi nombre, lo que estoy seguro que ni aun siquiera os pasará por el pensamiento. Soy viejo, no tengo parientes: os he nombrado mi heredera: vos sois jóven, y dentro de poco sereis viuda, libre, y princesa.

– El señor Maffei Lorencini fue un héroe, dijo don Juan.

– No ha sido menos heroina la princesa. A pesar de que su esposo pasa la vida viajando, hasta tal punto que nadie le conoce; á pesar de que, por lo mismo, Angiolina está enteramente libre, ha guardado de tal modo la honra del príncipe, que ha causado la desesperacion de cuantos han tenido la desgracia de enamorarse de ella. Cuéntase (el marqués del Vasto bajó la voz), que su magestad ha deseado tambien á la princesa, y que ha salido tan mal parado como todos los demás.

– ¿Estais seguro de que esa mujer no es bastante discreta para recatar á un amante?

– ¡Bah! es una mujer fria, altiva, orgullosa; está enamorada de sí misma. Solo se la ha conocido una pasion.

– ¿Cuál?

– La de la envidia, y esta no se la conoció hasta que se presentó en la córte la hermosa duquesita.

– ¡Ah! exclamó profundamente don Juan.

– Ya se ve: la pobre princesa era el sol de la córte, la reina de la hermosura, hasta que se presentó ese nuevo sol, esa doña Esperanza, que la ha eclipsado.

– Os doy un millon de gracias por las noticias que me habeis dado de la princesa, dijo don Juan, impaciente por poner en práctica un pensamiento brillante que habia concebido.

– Pues dadme dos millones de gracias por el consejo que voy á daros, añadió el marqués del Vasto. Si no quereis sentenciaros á un sufrimiento inútil, no volvais á pensar en la princesa.

Estrechó don Juan la mano de su noble amigo, y aprovechando la ocasion de haberse desocupado una silla colocada por acaso entre Amina y la princesa, fué á sentarse en ella.

El pensamiento que habia concebido el marqués, era el siguiente: siendo cierto que la princesa envidiaba á la duquesita, debia aborrecerla. Si don Juan lograba que doña Esperanza se mostrase enamorada de él hasta el punto de que lo notase la princesa, era asunto concluido: no solo era suya la princesa, sino que tendria sumo cuidado en procurar hacer conocer á la duquesita que la habia robado el corazon del hombre de su amor.