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Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV

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XVI

Seguí hablando con el pinche, por no perder tan buena coyuntura de trabar relaciones con la gente de escalera abajo, y pregunté a mi abastecedor cuál era la opinión más extendida en las reales cocinas sobre los sucesos del día. Afortunadamente se aproximaba la hora de cenar; y llevándome mi amigo al aposento destinado al efecto, me hizo ver que el cuerpo de cocineros seguía a todo el país en la senda trazada por los directores del partido fernandista.

Nada más patriótico, nada más entusiasta que la actitud de aquel puñado de valientes en cuyas cacerolas estaba por decirlo así el paladar de los reyes de España, y era árbitro hasta cierto punto de su bienestar, si no de su existencia. Aunque muchos de los hombres que allí vi eran antiguos y pacíficos servidores, que no participaban de la rebelde inquietud de la gente moza, la mayor parte habían sido deslumbrados por la perruna y grotesca elocuencia de Pedro Collado, el aguador de la fuente del Berro, ya empleado en la servidumbre de Fernando. Este hombre, que con las gracias de su burdo y ramplón ingenio se había conquistado preferente lugar en el corazón del heredero, desempeñaba al principio las funciones de espía en todas las regiones bajas de palacio; vigilaba la servidumbre, la cual a poco empezó por temerle y concluyó por someterse dócilmente a sus mandatos. De este modo llegó a ser Pedro Collado, respecto a los cocineros, pinches y lacayos un verdadero cacique, al modo de los que hoy son alma y azote de las pequeñas localidades en nuestra Península.

Cuando Pedro Collado bajaba contento, el regocijo se difundía como don celeste entre toda la servidumbre: cuando Pedro Collado bajaba taciturno y sombrío, melancólico silencio sustituía a la anterior algazara. Cuando alguno perdía la gracia del aguador, ya podía encomendarse a Dios, y los que tenían la suerte de merecer su benevolencia o de servir de objeto a sus groseras bromas, ya podían considerarse con un pie puesto en la escala de la fortuna.

Aquella noche fue para mí muy interesante porque presencié la prisión de Pedro Collado, contra quien habían resultado cargos muy graves en las primeras actuaciones de la causa. El favorito del Príncipe comunicaba a los más autorizados entre sus amigos las impresiones del día, cuando un alguacil, seguido de algunos soldados de la guardia española, entró a prenderle. No hizo resistencia el aguador, antes bien con la frente erguida y provocativo ademán, siguió a sus guardianes que le condujeron a la cárcel del Sitio, porque a causa de su baja condición no podía alternar con el duque de San Carlos, ni con el del Infantado, presos en las bohardillas de la parte del edificio llamado del Noviciado.

La prisión del aguador produjo en la cocina cierto terror y sepulcral silencio. Interrumpiéronlo después las voces de mando, que cual la de los generales en la guerra, sirven para dirigir la estrategia de las cocinas reales, no menos complicada que la de los campos de batalla. Una voz decía: «Cena del señor infante D. Antonio Pascual». Y al punto la más rica menestra que ha incitado el humano apetito pasó a manos de los criados que servían en el cuarto del infante. Después se oyó la siguiente orden: «La sopa hervida y el huevo estrellado de la señora infanta doña María Josefa». Luego «El chocolate del señor infante D. Francisco de Paula», y nuevos movimientos seguían a estas palabras. Hubo un instante de sosiego, hasta que el cocinero mayor exclamó con voz solemne: «¿Está la polla asada de su eminencia el señor cardenal?». Al instante funcionaron las cacerolas, y la polla asada con otros sustanciosos acompañamientos fue transmitida al cuarto del arzobispo. Por último, un señor muy obeso y vestido de uniforme con galones, que era designado con el estrambótico nombre de guardamangier, se paró en la puerta y dirigiendo su mirada de águila hacia los cocineros, exclamó: «La cena de S. M. el Rey». Era cosa de ver la multitud de platos que se destinaron a aliviar la debilidad estomacal diariamente producida en la naturaleza de Carlos IV por el ejercicio de la caza. Como yo no podía apartar mis ojos de aquella rica colección de manjares, cuyo aromático vapor convidaba a comer, mi amigo el pinche me dijo:

– Descuida, Gabrielillo, que ya probaremos algo de aquellos platos. Al Rey le gusta ver muchos platos en su mesa; pero de cada uno no come más que un poquito. Algunos vuelven como han ido. Voy a preparar el agua helada.

– ¿Qué es eso de agua helada? – pregunté. – ¿Y quién se alimenta con manjar de tan poca sustancia?

– El Rey – me contestó, – una vez que llena bien el buche, pide un vaso de agua helada como la misma nieve; coge un panecillo, le quita la corteza, empapa bien la miga en el agua, y se la come después. Jamás toma más postre que ése.

Un buen rato después de haberse pedido la cena del Rey, pidieron la de la Reina, y esta diferencia de tiempo llamó tanto mi atención, que pregunté a mi amigo la razón de que no comieran juntos los Reyes y sus hijos.

– Calla, tonto – me dijo, – eso no puede ser. En las casas de todo el mundo, comen padres e hijos en una misma mesa. Pero aquí no: ¿no ves que eso sería faltar a la etiqueta? Los infantes comen cada uno en su cuarto, y S. M. el Rey solo en el suyo, servido por los guardias. La Reina es la única persona que podría comer con el Rey, pero ya sabes que acostumbra comer sola, por lo que callo.

– ¿Por qué?, dímelo a mí. Es que tendrá alguna persona que la acompañe de ocultis.

– Quiá: no come delante de alma viviente ni que la maten.

– ¿Ni tampoco delante de sus damas?

– Sólo la camarera que la sirve la ve comer. Te diré por qué – añadió en voz baja. – ¿Ves aquellos dientes tan bonitos que enseña la Reina cuando se ríe? Pues son postizos, y como tiene que quitárselos para comer, no quiere que la vean.

– Eso sí que está bueno.

En efecto, lo que me dijo el pinche era cierto, y en aquellos tiempos el arte odontálgico no había adelantado lo suficiente para permitir las funciones de la masticación con las herramientas postizas.

– Ya ves tú – continuó el pinche, – si tienen razón los que critican a la Reina porque engaña al pueblo, haciendo creer lo que no es. ¿Y cómo ha de hacerse querer de sus vasallos una soberana que gasta dientes ajenos?

Como yo no creía que las funciones de los reyes fueran semejantes a las de un perro de presa, no pensé lo mismo que mi amigo, aunque me callé sobre el particular.

Luego pidieron la cena de S. A. el Príncipe de la Paz, y la de los Consejeros de Estado, lo cual me decidió a subir, creyendo llegada la hora de servir también la de mi ama. Se acercaba para mí el dulce momento de verla, de hablarla, de escuchar sus mandatos, de pasar junto a ella rozando mi vestido con el suyo, de embelesarme con su sonrisa y con su mirada. Ausente de ella, mi imaginación no se apartaba de tan hermoso objeto, como mariposa que rodea sin cesar la luz que la fascina. Pero muy contra mi voluntad, aquella noche Amaranta no se dignó ponerme al corriente de lo que deseaba saber respecto a mis servicios. Estaba escrito que fuera a la noche siguiente.

Aunque aún no me había acontecido en palacio nada digno de notarse, yo estaba un si es no es descorazonado. ¿Por qué? No podía decirlo. Encerrado en mi cuarto, y tendido sobre el angosto lecho, rebelde mi naturaleza al sueño, me puse a pensar en mi situación, en el carácter de Amaranta que empezaba a parecerme muy raro, y en la clase de fortuna que a su lado me aguardaba. Acordeme de Inés, a quien por aquellos días tenía muy olvidada, y cuando su memoria, refrescando mi mente, me predispuso a un dulce sueño, sentía (no sé si fue engañoso efecto del sueño) unos golpecitos en mi pecho, producidos por vivas y dolorosas palpitaciones, como si una mano amiga, perteneciente a persona que deseaba entrar a toda costa, estuviese tocando a las puertas de mi corazón.

XVII

A la siguiente noche, Amaranta me mandó entrar en su cuarto. Estaba con la misma vestidura blanca de las noches anteriores. Hízome sentar a su lado en una banqueta más baja que su asiento, de modo que apenas faltaba un pequeño espacio para que sus rodillas fueran cojín de mi frente. Me puso la mano en el hombro, y dijo:

– Ahora sabré, Gabriel, si puedo contar contigo para lo que deseo. Veremos si tus facultades están a la altura de lo que he pensado de ti.

– ¿Y usía ha podido dudarlo? – repuse conmovido.

– No puedo olvidar lo que me dijo usía la otra noche, y fue que otros, con menos méritos que yo, han llegado a subir hasta los últimos escalones de la fortuna.

– ¡Ah, pobrecillo! – dijo riendo. – Veo que sueñas con subir demasiado, y esto es peligroso, porque ya sabes lo de Ícaro.

Yo contesté que nada sabía de ningún señor Ícaro; contome ella la fábula, y luego añadió:

– La historia que te conté la otra noche, no debe servirte de ejemplo, Gabriel. Después de lo que sabes, he leído un poco más y puedo seguirla.

– Quedó usía en aquello de que el joven de la guardia, a quien la sultana había hecho gran visir, daba muy mal pago a su protectora, lo cual me parece una grandísima picardía.

– Pues bien: después he leído que la sultana estaba muy arrepentida de su liviandad, y que el joven genízaro, hecho príncipe y generalísimo, era cada vez más aborrecido en todo el imperio. El sultán continuaba tan ciego como antes, y no comprendía la causa del malestar de sus vasallos. Pero ella, como mujer de agudo ingenio, conocía la tempestad que amenazaba descargar sobre la real familia. Sus damas la encontraban algunas veces llorando. Desahogando su conciencia con alguna, le hizo ver su arrepentimiento por las faltas cometidas. Mas ya parecía imposible remediarlas; el descontento de los súbditos era inmenso, y se formó un grande y poderoso bando, a cuya cabeza se hallaba el hijo mismo de los sultanes, con objeto de destronarles, proyectando quitarles la vida, si la vida era un estorbo para sus fines.

 

– Y el gran visir, ¿qué hacía?

– El gran visir, aunque no era hombre de pocos alcances, no sabía tampoco qué partido tomar. Todos volvían los ojos al gran Tamerlán, insigne guerrero y conquistador, que había enviado sus tropas a aquel imperio como paso para un pequeño reino que deseaba conquistar. En él creían ver un salvador el padre y el hijo y la sultana y el gran visir; mas como no es posible que el gran Tamerlán les favorezca a todos a un tiempo, es seguro que alguno ha de equivocarse.

– Y por último, ¿a quién favoreció ese señor guerrero?

– Eso está en el final de la historia que no he leído todavía – contestó Amaranta; – pero creo que no tardaré en conocer el desenlace, y entonces podré contártelo.

– Pues digo y repito, que si el gran visir hubiera gobernado bien a los pueblos, como los gobernaría quien yo me sé, nada de eso habría pasado. Haciendo justicia como Dios manda, esto es, castigando a los malos y premiando a los buenos, es imposible que el imperio hubiese venido a tales desdichas.

– Pero eso ahora no nos importa gran cosa – dijo Amaranta, – y vamos a nuestro asunto.

– Sí señora – respondí con calor; – ¿qué importan todos los imperios del mundo?

Al decir esto, creyendo que mis palabras eran frigidísima expresión de lo que yo sentía, crucé las manos en la actitud más patética que me fue posible, y dando rienda suelta a la ardorosa exaltación que inflamaba mi cabeza, la expresé en palabras como mejor pude, exclamando así:

– ¡Ah, señora Condesa! Yo no sólo os respeto como el más humilde de vuestros criados, sino que os adoro, os idolatro, y no os enojéis conmigo si tengo el atrevimiento de decíroslo. Arrojadme de vuestro lado, si esto os desagrada, aunque con esto conseguiríais hacer de mí un muchacho desgraciado, pero de ningún modo que dejase de amaros.

Amaranta se rió de mis aspavientos y habló así:

– Bueno, me gusta tu adhesión. Veo que podré contar contigo. En cuanto a tus cualidades intelectuales también las creo atendibles. Pepa me ha encomiado mucho tu facultad de observación. Parece que tienes una extraordinaria aptitud para retener en la memoria los objetos, las fisonomías, los diálogos y cuanto impresiona tus sentidos, pudiendo referirlo después puntualísimamente. Esto, unido a tu discreción, hace de ti un mozo de provecho. Si a tantas prendas se añade el respeto y amor a mi persona, de tal modo que lo sacrifiques todo a mí y a nadie revelas lo que hagas en mi servicio…

– ¡Yo revelar, señora! Ni a mi sombra, ni a mis padres, si los tuviera; ni a Dios…

– Además – añadió clavando en mí sus ojos de un modo que me mareaba, – tú eres un chico que sabe disimular.

– Perfectísimamente.

– Y observas, te enteras de cuanto hay alrededor tuyo… todo sin excitar sospechas.

– Estoy seguro de poseer todas esas cualidades.

– Pues lo primero que has de hacer cuando volvamos a Madrid, es ponerte al servicio de tu antigua ama.

– ¿Cómo? ¿De mi antigua ama?

– Tonto, eso no quiere decir que dejes de servirme a mí. Al contrario, irás todas las noches a casa, donde nos veremos. Aunque no en apariencia, en realidad estarás siempre a mi servicio, y te recompensaré liberalmente.

– De modo que si sirvo a la cómica es…

– Es para evitar sospechas.

– ¡Oh! ¡Magnífico!, sí, sí, ya comprendo. Así nadie podrá decir…

– Justo. Y en casa de tu ama observarás con muchísima atención lo que allí pasa, quién entra, quién sale, quién va por las noches, en fin, todo…

– ¿Y con qué objeto? – pregunté algo desconcertado, no comprendiendo por qué me quería convertir en inquisidor.

– El objeto no te importa – contestó mi dueña. – Además (esto es lo principal), en el teatro has de vigilar cuidadosamente a Isidoro Máiquez, y siempre que éste te dé alguna carta amorosa para tu ama, me la traerás a mí primero, y después de enterarme de ella, te la devolveré.

Estas palabras me dejaron perplejo, y creyendo no haber comprendido bien su misterioso sentido, roguela que me las explicara.

– Oye bien otra cosa – prosiguió. – Lesbia continúa en relaciones con Isidoro aunque ama a otro, y yo sé que cuando ella vuelva a Madrid, se darán cita en casa de la González. Tú observarás todo lo que allí pase, y si consigues con tu ingenio y travesura, que sí lo conseguirás, hacerte mensajero de sus amores, y siéndolo, me tienes al tanto de todo, me harás el mayor servicio que hoy puedo recibir, y no tendrás que arrepentirte.

– Pero… pero… no sé cómo podré yo… – dije lleno de confusiones.

– Es muy fácil, tontuelo. Tú vas al teatro todas las tardes. Procura que la duquesa te crea un chico servicial y discreto, ofrécete si es preciso a servirla, haz ver a Isidoro que no tienes precio para llevar un recado secreto, y los dos te tomarán por emisario de sus amores. En tal caso, cuando cojas una esquela amorosa del uno o del otro, me la traes y punto concluido.

– Señora – exclamé sin poder volver de mi asombro; – lo que usía exige de mí, es demasiado difícil.

– ¡Oh! ¡Qué salida! Pues me gusta la disposición del chico. ¿Y aquello de te amo y te adoro…? ¿Pero te has vuelto tonto? Lo que ahora te mando no es lo único que exijo de ti. Ya sabrás lo demás. Si en esto que es tan sencillo, no me obedeces, ¿cómo quieres que haga de ti un hombre respetable y poderoso?

Aún pensaba yo que el papel que Amaranta quería hacerme representar a su lado no era tan bajo ni tan vil como de sus palabras se deducía, y aún le pedí nuevas explicaciones que me dio de buen grado, dejándome, como dice el vulgo completamente aplastado. La proposición de Amaranta me arrojó desde la cumbre de mi soberbia a la profunda sima de mi envilecimiento.

No era posible, sin embargo, protestar contra éste, y tenía necesidad de afectar servil sumisión a la voluntad de mi ama. Yo mismo me había dejado envolver en aquellas redes; era preciso salir de ellas escapándome astutamente por una malla rota y sin intentar romperla con violencia.

– ¿Pero cree usía – dije tratando de poner orden en mis ideas, – que en esa ocupación no perderé la dignidad que, según dicen, debe tener todo aquel que aspira a ocupar en el mundo una posición honrosa?

– Tú no sabes lo que te dices – me contestó moviendo con donaire su hermosa cabeza. – Al contrario: lo que te propongo será la mejor escuela para que vayas aprendiendo el arte de medrar. El espionaje aguzará tu entendimiento, y bien pronto te encontrarás en disposición de medir tus armas con los más diestros cortesanos. ¿Tú has pensado que podrías ser hombre de pro sin ejercitarte en la intriguilla, en el disimulo y en el arte de conocer los corazones?

– ¡Señora – repuse, – qué escuela tan espantosa!

– Es indudable que te pintas solo para observarlo, y que sabes dar cuenta de cuanto ves de un modo asombroso. Esto, y algo que he notado en ti, me ha hecho creer que eras un muchacho de facultades. ¿No dices que tienes ambición?

– Sí, señora.

– Pues para medrar en los palacios no hay otro camino que el que te propongo. Supongamos que desempeñas satisfactoriamente la comisión indicada: en este caso volverás a mi lado y serás mi paje. Casi siempre vivo en palacio; ya ves si tienes ocasión de lucirte. [189] Un paje puede entrar en muchas partes; un paje está obligado a ser galán de las doncellas de las camaristas y damas de palacio, lo cual le pone en disposición de saber secretos de todas clases. Un paje que sepa observar, y que al mismo tiempo tenga mucha reserva y prudencia, junto con una exterioridad agradable, es una potencia de primer orden en palacio.

Tales razones me tenían confundido de tal modo, que no sabía qué contestar.

– ¡Cuántos hombres insignes ves tú por ahí que empezaron su carrera de simples pajes!, paje fue el marqués Caballero, hoy ministro de Gracia y Justicia, y pajes fueron otros muchos. Yo me encargaré de sacarte una ejecutoria de nobleza, con la cual, y mi valimiento, podrás entrar después en la guardia de la real persona. Esta sería una nueva faz de tu carrera. Un paje puede escurrirse tras una cortina para oír lo que se dice en una sala, un paje puede traer y llevar recados de gran importancia, un paje puede recibir de una doncella secretos de Estado; pero un guardia puede aún mucho más, porque su posición es más interior. Si tiene las cualidades que adornaron al paje, su poder es extraordinario; puede bienquistarse con damas de la corte, que siempre son charlatanas, puede hacerse un sin número de amigos en estas regiones, diciendo aquí lo que oyó más allá, adornando las noticias a su modo y pintando los hechos como le convenga. Tiene el guardia una ventaja que no poseen los reyes mismos, y que éstos no conocen más que el palacio en que viven, razón por la cual casi nunca gobiernan bien, mientras aquél conoce el palacio y la calle, la gente de fuera y la de dentro, y esta ciencia general le permite hacerse valer en una y otra parte, y pone en sus manos un número infinito de resortes. El hombre que los sabe manejar aquí es más poderoso que todos los poderosos de la tierra, y silenciosamente, sin que lo adviertan esos mismos que por ahí se dan tanto tono llamándose ministros y consejeros, puede llevar su influjo hasta los últimos rincones del reino.

– ¡Señora! – exclamé, – ¡cuán distinto es todo esto de como yo me lo había figurado!

– A ti – añadió, – te parecerá que esto no es bueno. Pero así lo hemos encontrado, y puesto que no está en nuestra mano reformarlo, siga como hasta aquí.

– ¡Ah!, confieso mi necedad – exclamé. – Confieso que, alucinado por mi disparatada imaginación, tuve locos y ridículos pensamientos, aunque ahora caigo en que deben ser propios de mi poca edad e ignorancia. Es verdad que yo creía que tonto y vano y humilde como soy, podría imitar a otros muchos en su inmerecido encumbramiento. Tanto he oído hablar de la buena fortuna de algunos necios, que dije: «Pues precisamente todos los necios deben hacer fortuna». Pero para conseguir esto, yo me representaba medios nobles y decentes, y decía: «¿Quién me quita a mí de llegar a ser lo que otros son? De ellos me diferenciaré en que si algún día tengo poder, he de emplearlo en hacer bien, premiando a los buenos y castigando a los malos, haciendo todas las cosas como Dios manda, y como me dice el corazón que deben hacerse». Nunca pensé ser hombre de fortuna de otra manera, y si pensé en la necesidad de hacer algo malo, creí sería de eso que no deshonra, tal y como desafiarse, amar a una dama en secreto sin decírselo a nadie, reventar siete caballos por ir de aquí a Aranjuez para traer una flor, matar a los enemigos del Rey, y otras cosas por el mismo estilo.

– ¡Ah!, esos tiempos pasaron – dijo Amaranta riendo de mi simplicidad. – Veo que tienes sentimientos elevados; pero ya no se trata de eso. Tus escrúpulos se irán disipando, cuando a las dos semanas de estar en mi servicio conozcas las ventajas de vivir aquí. Además, esto te proporcionará en adelante la satisfacción de hacer el bien a muchos que lo soliciten.

– ¿Cómo?

– ¡Oh!, muy fácilmente. Mi doncella ha conseguido en esta semana dos canonjías, un beneficio simple y una plaza de la contaduría de espolios y vacantes.

– Pues qué – pregunté con el mayor asombro, – ¿las criadas nombran los canónigos y los empleados?

– No, tontuelo; los nombra el ministro, pero ¿cómo puede desatender el ministro una recomendación mía, ni cómo he de desatender yo a una muchacha que sabe peinarme tan bien?

– Un amigo mío, muy respetable, está solicitando desde hace catorce años un miserable destino, y aún no lo ha podido conseguir.

– Dime su nombre y te probaré que, aun sin quererlo, ya comienzas a ser un hombre de influencia.

Díjele el nombre del padre Celestino del Malvar, con la plaza que pretendía, y ella apuntó ambas cosas en un papel.

– Mira – dijo después señalándome sus cartas; – son tantos los negocios que traigo entre manos, que no sé cómo podré despacharlos. La gente de fuera ve a los ministros muy atareados, y dándose aire de personas que hacen alguna cosa. Cualquiera creería que esos personajes cargados de galones y de vanidad sirven para algo más que para cobrar sus enormes sueldos; pero no hay nada de esto. No son más que ciegos instrumentos y maniquís que se mueven a impulsos de una fuerza que el público no ve.

– Pero el príncipe de la Paz, ¿no es más poderoso que los mismos reyes?

– Sí; mas no tanto como parece. Danle fuerza las raíces que tiene acá dentro, y como éstas son profundas, como se agarran a una fértil tierra, como no cesamos de regarlas, de aquí que este árbol frondoso extienda sus ramas fuera de aquí con gran lozanía. Godoy no debe nada de lo que tiene a su propio mérito; débelo a quien se lo ha querido dar, y ya comprendes que sería fácil quitárselo de improviso. No te dejes nunca deslumbrar por la grandeza de esos figurones a quienes el vulgo admira y envidia; su poderío está sostenido por hebras de seda, que las tijeras de una mujer pueden cortar. Cuando hombres como Jovellanos han querido entrar aquí, sus pies se han enredado en los mil hilos que tenemos colgados de una parte a otra, y han venido al suelo.

 

– Señora – dije dominado por amarga pesadumbre, – yo dudo mucho que tenga ingenio para desempeñar lo que usía me encarga.

– Yo sé que lo tendrás. Ejercítate primero en la embajada que te he dado cerca de la González; proporcióname lo que necesito, y luego podrás hacer nuevas proezas. Tú harás de modo que se aficione de ti alguna persona de palacio: fingirás luego que estás cansado de mi servicio, yo haré el papel de que te despido, y tú entrarás al servicio de esa otra persona, con la que alguna vez hablarás mal de mí para que no sospeche la trama; entretanto, diligente observador de cuanto pase en el cuarto de tu nueva y aparente ama, lo contarás todo a la antigua y a la verdadera que seré siempre yo, tu bienhechora y tu Providencia.

Ya me fue imposible oír con calma una tan descarada y cínica exposición de las intrigas en que era la condesa consumada maestra, y yo catecúmeno aún sin bautismo. Una elocuente voz interior protestaba contra el vil oficio que se me proponía, y la vergüenza, agolpando la sangre en mi rostro, me daba una confusión, un embarazo, que entorpecía mi lengua para la negativa. Levanteme, y con voz trémula, di a la condesa mis excusas, diciendo otra vez que no me creía capaz de desempeñar tan difíciles cometidos. Ella volvió a reír, y me dijo:

– Esta noche, aunque es hora muy avanzada, quizás celebren una conferencia en este mi cuarto dos personajes, ha tiempo reñidos, y a quienes yo trato de reconciliar. Hablarán solos, y en tal caso, espero que tú, escondido tras el tapiz que conduce a mi alcoba, lo oirás todo, para contármelo después.

– Señora – dije, – me ha entrado de repente un vivísimo dolor de cabeza; y si usía me permitiera retirarme, se lo agradecería en el alma.

– No – repuso mirando un reló, – porque tengo que salir ahora mismo, y es preciso que estés en vela, y aguardes aquí. Volveré pronto.

Esto diciendo llamó a la doncella, pidió su cabriolé, especie de manto que entonces se usaba; la doncella trajo dos, y envolviéndose cada una en el suyo, salieron con presteza, dejándome solo.