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Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV

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XXIII

Al concluir el primer acto, y cuando aún no habían comenzado los poetas a recitar sus versos, sorprendí a Isidoro en conversación muy viva con Lesbia. Aunque hablaban en voz baja, me pareció oír en boca del actor recriminaciones y preguntas del tono más enérgico, y creí advertir en el rostro de la dama cierta confusión o aturdimiento. Cuando se separaron, mi desgracia quiso que Lesbia encarase conmigo, interpelándome de este modo:

– ¡Ah, Gabriel! Buena ocasión de hablarte a solas. Ya podrás figurarte para qué. He estado llena de inquietud desde que supe que había sido presa la persona…

– ¡Ah!, usía se refiere a la carta – dije atusándome los bigotes postizos, para disimular mi turbación.

– Supongo que no iría a manos extrañas. Supongo que la guardarías, y que la habrás traído esta noche para devolvérmela.

– No señora, no la he traído; pero la buscaré… es decir…

– ¡Cómo! – exclamó con mucha inquietud, – ¿la has perdido?

– No señora… quiero decir. La tengo allí… sólo que yo… – fue la única respuesta que se me vino a las mientes.

– Confío en tu discreción y en tu honradez – dijo con mucha seriedad, – y espero la carta.

Sin añadir una palabra más se retiró, dejándome muy entristecido por el grave compromiso en que me encontraba. Hice propósito de pedir nuevamente a mi ama que me devolviese la carta, y con esta idea, la llamé aparte como si fuese a confiarle un secreto, y le supliqué del modo más enfático que me diese aquel malhadado objeto, cuya devolución era para mí un caso de honra. Ella se mostró sorprendida, y luego se echó a reír, diciendo:

– Ya no me acordaba de tu carta. No sé dónde está.

Comenzó el segundo acto, que no me ocupaba más que durante una escena, y concluida ésta, me retiré al interior del teatro resuelto a poner en práctica un atrevido pensamiento. Consistía éste en hacer una requisa en el cuarto de mi ama, mientras ésta se hallase fuera. Cuando la González me quitó la carta, recién venido del Escorial, advertí que la guardó en el bolsillo de su traje. Aquel traje era el mismo que había traído a casa de la marquesa; mas habiéndose mudado para la representación de la tonadilla, se lo quitó, y estaba colgado con otras muchas prendas, tales como mantón, chal, enaguas, etc., en una percha puesta al efecto sobre la pared del fondo. Era preciso registrar aquellas ropas. Mi ama, que dirigía la escena, y era la que indicaba las salidas, disponiéndolo todo, no vendría. Yo había quedado libre por todo el acto segundo. Tenía tiempo y coyuntura a propósito para lograr mi objeto, y semejante acción no me parecía muy vituperable, porque mi fin era recobrar por sorpresa, lo que por sorpresa se me había quitado.

Hícelo así, y con tanta cautela como rapidez registré los bolsillos del traje, de los cuales saqué mil baratijas, aunque no lo que tan afanosamente buscaba. Ya había perdido la esperanza de conseguir mi objeto, y casi estaba dispuesto a creer que la carta no volvía a mis manos por hallarse demasiado guardada o quizás rota y perdida, cuando sentí acelerados pasos que se acercaban al cuarto. Temiendo que ella me sorprendiera en tan fea ocupación y no siéndome posible escapar, me oculté bajo la percha y tras los vestidos, cuyas faldas me ofrecían el más seguro escondite. Casi en el mismo instante entraron Lesbia e Isidoro. Aquélla cerró la puerta y ambos se sentaron.

Desde mi escondrijo les veía perfectamente. Máiquez en su traje de Otelo parecía una figura antigua, que animada por misterioso agente, se había desprendido del cuadro en que la grabara con los más calientes colores el pincel veneciano. La tinta oscura con que tenía pintado el rostro fingiendo la tez africana, aumentaba la expresión de sus grandes ojos, la intensidad de su mirada, la blancura de sus dientes y la elocuencia de sus facciones. Un airoso turbante blanco y rojo, sobre cuya tela se cruzaban filas de engastados diamantes, le cubría la cabeza; collares de ámbar y de gruesas perlas daban vueltas a su negro cuello, y desde los hombros hasta el tobillo le cubría un luengo traje talar de tisú de oro, ceñido a la cintura y abierto por los costados para dejar ver las calzas de púrpura estrechamente ajustadas. Alfanje y daga, ambos con riquísima empuñadura, cuajada de pedrerías pendían del tahalí, y en los brazos desnudos, que imitaban el matiz artificial de la cara con una finísima calza de punto color de mulato, y terminada en guante para disfrazar también la mano, lucían dos gruesas esclavas de bronce en figura de sierpe enroscada. Dábale la luz de frente, haciendo resplandecer las facetas de las mil piedras falsas, y el tornasol de tisú verdadero con que se cubría, y añadidas a estos efectos la animación de su fisonomía, la nobleza de sus movimientos, presentaba el más hermoso aspecto de figura humana que es posible imaginar.

Lesbia vestía de tisú de plata, con tanta elegancia como sencillez, y sus cabellos de oro, peinados a la antigua, obedeciendo más bien a la moda coetánea que a la propiedad escénica, se entrelazaban con cintas y rosarios de menudas perlas, no ciertamente falsas como las de Isidoro, sino del más puro y fino oriente. El moro, apretando con sus negras manos las de Lesbia blanquísimas y finas, le dijo:

– Aquí nos podemos hablar un instante.

– Sí, Pepa nos ha dicho que podríamos vernos en su cuarto – repuso ella; – pero esta cita no ha de ser larga, porque la marquesa me espera. Ya sabes que está ahí mi marido.

– ¿A qué esa prisa? ¿Por qué no me escribiste desde el Escorial?

– No pude escribir – repuso ella con impaciencia; – pero cuando hablemos despacio, te explicaré…

– Ahora, ahora mismo has de contestar a lo que te pregunto.

– No seas tonto. Me prometiste no ser impertinente, curioso, ni pesado – dijo con coquetería.

– Eso es lo mismo que prometer no amar, y yo te amo, Lesbia, te amo demasiado por mi desgracia.

– ¿Estás celoso, Otelo? – preguntó la dama, y luego, tomando el tono trágico, dijo entre burlas y veras:

 
¡Otelo mio! ¡Sí, para ti solo
mi corazón reserva su cariño!
 

– Déjate de bromas. Estoy celoso, sí, no puedo ocultártelo – exclamó el moro con viva ansiedad.

– ¿De quién?

– ¿Y me lo preguntas? Piensas que no he visto a ese necio de Mañara puesto en primera fila, y mirándote como un idiota.

– ¿Y no te fundas más que en eso? ¿No tienes otros motivos de sospecha?

– Pues si tuviera otros, desgraciada, ¿estarías con tanta calma delante de mí?

– Poquito a poco, señor Otelo. ¿Sabes que te tengo miedo?

– En el Escorial ese joven se ha jactado públicamente de que le amas – afirmó Isidoro, fijando tan terriblemente sus ojos en el rostro de Lesbia, que parecía querer penetrar hasta el fondo del alma.

– Si te pones así, me marcho más pronto – dijo Lesbia algo desconcertada.

– He recibido varios anónimos. En uno se me decía que ese joven te escribió una carta el día de su prisión, y que tú le contestaste con otra. Además yo sé que ese hombre te obsequia mucho, yo sé que te visitaba en Madrid. ¿Querrás darme explicación sobre esto?

– ¡Ah!, tengo una grande y terrible enemiga, a quien supongo autora de los anónimos que has recibido.

– ¿Quién es?

– Ya te he hablado de esto en otra ocasión. Es Amaranta; y también te he dicho que tras de la enemistad de la condesa, se esconde el odio de otra persona más alta. Todas las damas que en otro tiempo le servimos con fidelidad, estamos cansadas de presenciar las liviandades que han manchado el trono, y no queremos asociarnos a los escándalos que envilecen esta pobre nación. No te he contado el motivo de nuestra querella; pero ahora mismo la vas a saber, y no te enfades si oyes el nombre de ese mismo Mañara, a quien tanto temes. Parece que Mañara rechazó, cual otro José, los halagos de la elevada persona, cuya pasión se trocó con esto, en odio vivísimo y deseo de venganza. Al mismo tiempo ese joven dio en hacerme la corte, y la mujer ofendida descargó sobre mí su rencor, cuando yo ni siquiera había advertido que Mañara me amaba. Jamás me fijé en semejante hombre. Se emprendió contra mí una guerra terrible y solapada: quitaron sus destinos a cuantos habían sido colocados por mi mediación, y todo su afán se dirigía a buscar los medios de deshonrarme. Viéndome perseguida sin motivo, me hice partidaria del Príncipe de Asturias, ofrecí mi auxilio a los conspiradores, y tengo la satisfacción de haber servido eficazmente tan noble causa. A ti puedo revelártelo sin miedo: yo he sido depositaria durante algún tiempo, de la correspondencia establecida entre el canónigo Escóiquiz y el embajador de Francia: en mi casa se reunieron éstos varias veces con otros personajes: yo sola tenía noticia de las primeras conferencias celebradas en el Retiro; yo poseía el secreto de todos los planes descubiertos por una simpleza del Príncipe; yo conocía el proyecto de casarle a éste con una princesa imperial; sabía que el duque del Infantado no esperaba más que la orden firmada por Fernando para lanzar a la calle tropa y pueblo… en fin, lo sabía todo.

– Todo cuanto me dices parece inverosímil – dijo Isidoro. – Si es cierto, ¿cómo no te han perseguido abiertamente, cómo te pusieron en libertad a la media hora de estar presa?

– Ya sabía yo que no sería molestada. Poseo un escudo terrible que me defiende contra las asechanzas de la camarilla. Creo haberte contado que cuando intervine en la primera reconciliación de Godoy, cuando intenté por superior encargo, de atraerle de nuevo a palacio, fui depositaria de secretos, cuya publicación haría estremecer de espanto a ciertas personas. Poseo papeles que rebajan y envilecen del modo más repugnante a quien los escribió, y conozco el secreto de la inversión de fondos de obras pías que se emplearon en lo que no tiene nada de piadoso. Esto pasó en una época en que hacíamos excursiones clandestinas fuera de palacio, cuando Amaranta hizo que Goya la retratase desnuda. Hacía un año que estaba viuda: fue cuando por una coincidencia providencial descubrí el gran secreto de su juventud, que me reveló una mujer desconocida que vive orillas del Manzanares, junto a la casa del pintor. Ya te lo he dicho y pienso hacer de manera que nadie lo ignore. De un desgraciado y oculto amor que padeció Amaranta antes de su matrimonio con el conde, nació una criatura que no sé si vive todavía.

 

– Nunca me hablaste de eso.

– Los padres de Amaranta supieron disimular su deshonra: el joven amante, que pertenecía a una noble familia de Castilla y había venido a Madrid buscando fortuna, huyó a Francia y fue muerto en las guerras de la República.

– Me has referido una curiosa novela – dijo Isidoro; – ¡pero con cuánto arte has desviado la conversación del asunto principal! Al fin confiesas que Mañara te ha hecho la corte.

– Sí, pero jamás he pensado en corresponderle; ni le trato, ni le veo, ni le hablo. Tus celos harán que por primera vez me fije en semejante hombre.

– No, no me convences, no: yo tengo indicios, tengo noticias de que tú amas a ese hombre. ¡Oh!, si mis sospechas se confirmaran… ¿Crees que no he advertido el embobamiento con que atiende a tu declamación?

– Procuraré entonces hacerlo mal para no conmover al público.

– No, no intentes disculparte ni disimular. ¿Por qué aseguras que no te fijas en él, si yo mismo, durante la escena del senado, te he sorprendido mirándole, y aún me parece que le hiciste alguna seña?

– ¿Yo?, ¡estás loco! ¡Ah!, no sabes. Mi marido, que dejó sus cacerías para asistir a esta representación, está ahí esta noche, y la pérfida Amaranta, sentada a su lado, le habla con mucho interés. Si me ves que miro al público es porque me inspiran mucha inquietud los coloquios del duque con Amaranta. Temo que ésta le haya dirigido también algún anónimo. Su frialdad y ademán sombrío me indican que sospecha.

– ¿Lo ves…? Y con motivo fundado.

– Sí; porque sospecha de ti.

– No… no – exclamó Isidoro. – No trastornes la cuestión. Tú amas a Mañara; con todos tus artificios no puedes arrancar esta sospecha de mi ardiente cerebro. ¡Y ese necio está ahí, gozándose en los aplausos que te prodigan, que adulan su amor propio porque se siente amado de la gloriosa artista! ¡No, no quiero que representes más! ¡Cuando contemplo desde arriba el entusiasmo de tus admiradores, cuando les veo con los ojos fijos en ti, participando de la pasión que indican tus palabras, siento impulsos de saltar del escenario para cerrarles a golpes los ojos con que te miran!

– Me haces estremecer – dijo Lesbia. – No eres Isidoro, eres Otelo en persona. Sosiégate por Dios. Harto sabes lo mucho que te amo. ¿A qué me mortificas con celos ilusorios?

– Disípalos tú.

– ¿Cómo, si ninguna razón te convence? Tu violento carácter ha de traerme algún compromiso. Modérate, por Dios, y no seas loco.

– Lo haré si me amas. Tú no sabes quién soy. Isidoro, no consientas rivales ni en la escena, ni fuera de ella. De Isidoro no se ha burlado hasta ahora ninguna mujer, ni menos ningún hombre. Entiéndelo bien.

– Sí, señor mío, estoy en ello – contestó Lesbia en tono jovial y levantándose para retirarse. – Pero aunque esta conversación me agrada mucho, tengo que irme. ¿Sabes que te tengo miedo?

– Quizás con razón. ¿Pero te vas tan pronto? – dijo el moro intentando detenerla aún.

– Sí, me voy – repuso Lesbia. – Ya ha concluido la tonadilla, y pronto empezará el tercer acto.

Y ligera como una corza se marchó. En aquel instante se oyeron los aplausos con que era saludada mi ama al acabar la tonadilla, y poco después entró en su cuarto radiante de júbilo, con el rostro encendido por la emoción, y tan sofocada que al punto dio con su cuerpo en un sofá.

XXIV

– ¡Oh, Isidoro! ¿Por qué no has querido oírme? – exclamó con entrecortadas palabras. – Aseguran que lo he hecho muy bien. ¡Cuánto me han aplaudido!

– ¿Quieres dejarte de simplezas? – dijo Isidoro de muy mal talante.

– Y a propósito: dicen que Lesbia hace la Edelmira mejor que yo. ¡Lo que puede la hermosura! Con su buen palmito trae sin seso a todos los hombres que hay en la sala. Sobre todo, ahí está uno que no le quita la vista de encima, y parece…

– ¡Quieres callar! – exclamó bruscamente el moro.

Después, como hombre que toma repentina resolución, se disipó el fruncimiento temeroso de sus negras cejas, y sentándose junto a la González, le habló en estos términos:

– Pepa, espero de ti un favor.

– Mándame lo que quieras.

– Siempre te has mostrado muy agradecida por todo lo que he hecho en beneficio tuyo. Varias veces has dicho: «¿Qué he de hacer, Isidoro, para corresponder a lo que te debo?». Pues bien, chiquilla, ahora puedes prestarme un gran servicio, con lo cual quedará pagado largamente el hombre que te sacó de la miseria, el que te enseñó el arte escénico, dándote posición, gloria y fortuna.

– Mi agradecimiento durará mientras viva, Isidoro – respondió la cómica con serenidad. – ¿Qué necesitas ahora de mí?

– Si la contrariedad que experimento afectara sólo a mi corazón, la resolvería fácilmente, porque sé padecer. Pero tal vez afecte a mi amor propio, tal vez ponga en trance muy terrible mi dignidad, y me resigno a sufrir los desengaños más crueles; pero de ningún modo consiento en hacer ante mis amigos y el mundo un papel desairado y ridículo.

– Ya sé lo que quieres decir. Lesbia me ha dicho que estás celoso; ¡si vieras cómo se ríe de ti, llamándote el pobre Otelo!

– No debemos fiarnos de la afición que alguna vez nos muestran esas personas tan superiores a nosotros por su clase. Un abismo nos separa de ellas, y si alguna vez las deslumbramos con nuestro talento y nuestro arte, la ilusión les dura poco tiempo, y concluyen despreciándonos, avergonzadas de habernos amado. Todos los que hemos brillado en la escena conocemos tan triste verdad. ¿No la conoces tú también?

– Sí – dijo mi ama; – y yo creí que tú estuvieras en esa parte más aleccionado que todos los demás.

– Esas personas – prosiguió Isidoro, – nos contemplan desde sus aposentos; su imaginación se trastorna viéndonos remedar los grandes caracteres, las nobles y elevadas pasiones, el amor, el heroísmo, la abnegación, y se enamoran de lo que ven, de un ser ideal en quien se asocia y confunde con nuestra persona, la del héroe que representamos. Con la imaginación excitada, nos buscan entre bastidores y fuera del teatro; pero en cuanto nos tratan un poco y advierten que somos lo mismo, si no peores que los demás, y que todas las sublimidades del arte escénico desaparecen con el vestido y las piedras falsas que arrojamos al concluir el drama, se disipa de un soplo su entusiasmo y no ven en nosotros más que a una turba de tramposos y embusteros farsantes que apenas valen el partido con que se les paga. Hasta ahora, Pepilla, no me habían afectado gran cosa los bruscos desenlaces de las aventuras con que algunas ilustres personas han honrado nuestra profesión; pero esta en que ahora me hallo me afecta profundamente, porque… te lo diré con toda franqueza.

– ¿Amas verdaderamente a Lesbia?

– Sí, por mi desgracia; esta pasión no es de aquellas pasajeras y superficiales, que pasan satisfaciendo el afán de un día. Esa mujer ha tenido el arte de ahondar en mi corazón de tal modo, que hoy empiezo a reconocer en mí el embrutecimiento que acompaña a los amores exaltados. Sin duda su coquetería, su frivolidad, los mil artificios de su voluble carácter han realizado en mí este trastorno, y para acabarme de confundir, los celos, la desconfianza y el temor de ser ridículamente suplantado por otro, agitan mi alma de tal modo, que no respondo de lo que podrá pasar.

– ¡Hola, hola!, señor Otelo, ¿esas tenemos? – dijo mi ama festivamente. – ¿A quién va usted a matar?

– No te rías, loca – continuó el moro – ¿Has visto en el salón a ese miserable Mañara?

– Sí; ocupa un sillón de primera fila, y no quita los ojos de la señora Edelmira. Verdaderamente, chico, y sin que esto sea confirmar tus sospechas, a todos los que están en el teatro ha llamado la atención el exagerado entusiasmo de ese joven, y más de cuatro han sorprendido las señas que hace a Lesbia durante la comedia. Y además…, yo no lo he visto, pero me han dicho que…

– ¿Qué te han dicho?

– Que la duquesa le mira mucho también, y que parece representar sólo para él, pues todas las frases notables del drama las dice volviéndose hacia el tal joven, como si quisiera arrojarse en sus brazos.

– ¡Oh! Es cierto. ¡Ves! – exclamó Isidoro bramando de furor. – ¡Y se reirán todos de mí!, y ese vil currutaco… ¡Ah! Pepa… quiero descubrir fijamente lo que hay en esto… quiero acabar de una vez estas terribles dudas… Quiero desenmascarar a esa infame, y si me engaña, si ha sido capaz de preferir al amor de un hombre como yo, los necios galanteos de ese vil y despreciable mozuelo… ¡ah! Pepa, Pepa, mi venganza será terrible. Tú me ayudarás en ella; ¿no es verdad que me ayudarás? Tú me lo debes todo, yo te saqué de la miseria; tú no puedes negar a Isidoro la ayuda de tu ingenio para este fin, y proporcionándome placer tan inefable, quedarás descargada de la inmensa deuda de gratitud que tienes conmigo.

Al decir esto, Isidoro se había levantado y daba vueltas en la pequeña habitación como un león enjaulado, pronunciando con trémulo labio palabras rencorosas. Lo raro fue que mi ama, ya porque tal fuera el estado de su espíritu, ya porque creyera oportuno fingir en aquellos momentos, lejos de amedrentarse al ver la ira de su amigo y maestro, contestó con risas a sus ardientes palabras.

– Te ríes – dijo Máiquez deteniéndose ante ella. – Haces bien: ha llegado el momento de que hasta los mete-sillas del teatro se rían de Isidoro. Tú no comprendes esto, chiquilla – añadió sentándose de nuevo. – Tú no tienes vehemencia ni fogosidad en tus sentimientos. En esto te admiro, y quisiera imitarte, porque yo sé muy bien que en las inclinaciones que hasta ahora se te han conocido, has jugado con el amor, tomándolo como un pasatiempo divertido, que entretiene a uno mismo y hace rabiar a los demás; pero hasta ahora, y Dios te libre de ello, no conoces el amor que ocasiona las mortificaciones propias, mientras los demás se ríen a costa nuestra.

– ¡Qué orgulloso eres! – contestó seriamente la González. – Hasta en esto quieres saber más que todos.

– Pues si amas de veras, guárdate de enamorarte de esos usías presumidos y orgullosos, que vendrán a ti para satisfacer su vanidad. Ellos no te amarán con noble y desinteresado amor.

– No creo que jamás pueda amar sino al que siendo igual a mí, no se avergüence de tenerme por compañera.

– ¡Oh, qué buen sentido, Pepilla! ¿Dónde has aprendido eso? Pero te aconsejo también que no ames a ningún hombre de teatro, si no quieres tener rabiosos celos de todo el público femenino. ¿Sabes tú lo que es eso?

– Harto lo sé.

– De modo que tu amor aún está dentro del teatro. Eso sí que es una desgracia. Tu suerte consistirá en que el galán será de esos que, por falta de genio, no excitan nunca la arrebatada admiración de las bellas de la platea. Serás feliz, Pepilla; si quieres casarte, cuenta con mi protección.

– Estoy muy lejos de aspirar a eso.

– ¿Ese bruto será capaz de no amarte? ¿Acaso vale más que tú?

– Muchísimo más – dijo la González aparentando con grandes esfuerzos la serenidad que no tenía.

– Apuesto a que es algún tenor de la compañía de Manolo García. Déjalo por mi cuenta. Si es cierto lo que supongo, si ese loco no te corresponde y prefiere a tu sencillo cariño el falso amor de alguna damisela de estas que arrastran su púrpura por entre los bastidores del teatro, ya sabrás lo que son celos, ¿eh?

– Demasiado lo sé y demasiado padezco, Isidoro – dijo mi ama en tono de cariñosa confianza; – pero yo tengo una ventaja sobre ti, que no poseyendo aún la certeza de tu desgracia, ignoras qué partido tomar; yo conozco ya, sin género de duda que no soy amada, y las circunstancias se han ordenado de tal modo, que me presentan ocasión de tomar venganza.

– ¡Oh! Pepa; estás desconocida. No te creí capaz… – indicó Isidoro con energía. – Tú tomarás venganza. Descuida, te ayudaré, si tú me ayudas a mí en la averiguación y en el castigo de las infamias de Lesbia. Pero dime, chiquilla, dime quién es ese hombre. Sé franca conmigo; yo soy tu mejor amigo.

– Te lo diré más tarde, Isidoro. Por ahora me he propuesto guardar secreto.

– Tú vales mucho, Pepilla – añadió el cómico con acento reflexivo. – No esperaba encontrar en ti un eco tan fiel de lo que en mí está pasando. ¡Y ese miserable te desprecia por otra, ignorando las bondades de tu fiel corazón! Dime quién es. ¿Será el mismo Manuel García? Por supuesto, chiquilla, ya sabrás cuánto padece la dignidad, el amor propio, al ver que otra persona posee el afecto que nos pertenece. Te mortificará horriblemente la idea de la triste figura que harás ante el mundo, el pensamiento de los comentarios que hará sobre tu ridícula posición el envidioso vulgo, y al considerar que tú, la persona acostumbrada a rendir a tus pies los corazones, se ve menospreciada por uno solo, rabiará tu orgullo herido, y llorarás en silencio, viéndote más baja de lo que creías.

 

– En esto – contestó mi ama con patética voz, – no nos parecemos. Tú estás frenético de celos; pero antes que al desaire de que ha sido objeto tu corazón, atiendes a lo que sufre tu dignidad, la dignidad del gran Isidoro, que siempre desprecia sin ser nunca despreciado; te enfureces al considerar que se ríen de ti los envidiosos, y esas terribles voces de venganza no las pronuncia tu amor, sino tu orgullo. Yo no soy así: amo el secreto; y si triunfara, gustaría de tener oculta mi felicidad: nada me importaría que el hombre a quien amo, aparentara galantear a todas las mujeres de la tierra, con tal que en realidad a ninguna amase más que a mí.

– Eres singular, Pepilla, y me estás descubriendo tesoros de bondad que no sospechaba existiesen en tu corazón.

– Yo – continuó mi ama más conmovida, – no vivo más que para él, y los demás me importan poco. Contigo debo ser franca y decírtelo todo, menos su nombre, que nadie debe saber. Yo no sé cómo ni cuándo empezó mi funesto amor, y me parece que nací con esta viva inclinación, más dominadora cuanto más intento sofocarla. Por él sacrificaría gustosa mi vida. Tú quizás no comprensas esto; ni menos que yo sacrifique mi reputación de artista, el aprecio y la admiración de la multitud. ¿Qué importa todo eso? Se ama a la persona por la persona y no por la vanidad de poseerla.

– El que te ha inspirado tan noble cariño, sin corresponder a él – dijo Isidoro con brío, – es un miserable que merece arrastrar su existencia despreciado de todo el mundo. ¿No puedo saber tampoco quién es la mujer preferida?

– Tampoco debes saberlo – replicó mi ama, y después, no pudiendo contener el llanto, exclamó así: – Yo no soy cruel; yo no deseaba una venganza que puede ser muy terrible; pero se me ha venido a las manos y he de llevarla adelante.

– Haces bien – dijo Isidoro recreándose con pensamientos de exterminio. – Véngate: yo también me vengaré. Nos ayudaremos el uno al otro. ¿Puedo servirte de algo?

– De mucho – dijo mi ama secando sus lágrimas. – Espero que tu ayuda será de la mayor eficacia.

– ¿Y yo puedo contar contigo?

– ¿Y me lo preguntas?

– Oye bien: Lesbia confía en tu amistad. ¿No ha celebrado en tu casa entrevista alguna con ese joven?

– Hasta ahora no.

– Pues la celebrará. Si ella no te lo propone, propónselo tú con buenos modos.

– ¿Cuál es tu objeto?

– Sorprenderla en algún sitio con ese Mañara. Ella busca siempre las casas de las amigas que no son de su clase, para evitar de este modo la vigilancia de su familia y de su esposo.

– Entiendo.

– Confío en que no te dejarás sobornar por ella, y en que ante todas las consideraciones, será para ti la primera el servicio que me prestes, a mí, tu protector, tu amigo. Espero que te será muy fácil lo que propongo. Si van a tu casa, les entretienes allí, y me avisas. Yo haré de manera que ese joven se acuerde de mí para toda la vida.

– Ya tiemblas de gozo, al pensar en tu venganza – dijo mi ama. – Lo mismo me pasa a mí; pero con más motivo, porque la mía está más cercana.

– ¿Puedo confiar en ti? ¿Me pondrás al corriente de todo cuanto veas?

– Puedes estar tranquilo, Isidoro. Tú no me conoces bien: en esta ocasión sabrás lo que soy.

– Y tú ¿qué crees? – preguntó el moro con interés. – ¿Crees que tengo razón? ¿Lesbia amará a ese hombre?

– Sí creo que te engaña del modo más miserable; creo que todos los que asisten a la representación se ríen de ti esta noche y el afortunado amante no cabe en sí de satisfacción y orgullo.

– ¡Rayos y centellas! – dijo Máiquez con más furia. – Le escupiré la cara desde el escenario. ¡Oh! Pepilla: yo admiro y envidio tu tranquilidad. No desees nunca parecerte a mí; ojalá no sepas nunca lo que son estas culebras de fuego que se enroscan dentro de mi pecho y desparraman por mis arterias su veneno. ¡Oh, qué gran talento tuvo ese poeta inglés que inventó el Otelo! ¡Qué bien pintó la rabia del celoso, la horrible fruición con que se recrea, pensando que ha de poner el cuerpo inanimado y sangriento de su rival ante los ojos que le cautivaron! ¡Qué razón tuvo al suponer el corazón de la mujer antro de maldades y perfidias; qué bien se comprende la espantosa determinación del moro, y el terrible placer de su alma al considerarse sepultando el cuchillo en los miembros palpitantes de quien le ofendió, y arrastrar después su infame cadáver!

– ¿Qué cadáver, Isidoro? ¿El de él o el de ella? – preguntó mi ama con frialdad.

– El de los dos – contestó Otelo cerrando los puños. – ¿Con que dices que se ríen de mí? ¡Y lo saben todos, y me observan, y estoy sirviendo de espectáculo a ese miserable zascandil! De modo que Isidoro es el hazme reír de las gentes, y tendrá que ocultarse y huir para evitar las burlas de los envidiosos, y ya ninguna mujer se dignará mirarle a la cara. Pero tú, si sabías esto que pasa, ¿por qué no me lo dijiste? ¡Eres tonta sin duda! ¡Oh!, no tengo amigos verdaderos… nadie se interesa por mi honor ni por mi decoro. ¡Estoy solo!… pero solo ¡vive Dios!, sabré volver al lugar que me corresponde.

Diciendo esto, se levantó con resuelto ademán. En aquel momento sonaron algunos golpes en la puerta: era la señal que llamaba a todos los actores para empezar el tercer acto. Máiquez iba a salir; pero al dar los primeros pasos un objeto cayó de su cintura al suelo. Era la daga con puño de metal y hoja de madera plateada: Pepa, durante la conversación había estado jugando con la larga cadena que la sostenía y ésta se rompió.

– Se ha saltado un eslabón – dijo mi ama recogiendo el arma: – yo te la compondré en seguida atándola fuertemente.

Isidoro salió, y mi ama, acercándose a una mesa arrimada a la pared de en frente, se entretuvo durante un rato y con mucha prisa en una operación que no pude ver; pero presumí fuera la compostura de la cadena rota. Al fin salió, y quedándome solo, pude dejar mi sofocante escondite para correr a la escena.