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Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV

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VI

Lesbia, dando golpecitos con su abanico en el hombro de Isidoro, decía:

– Estoy muy enfadada con usted Sr. Máiquez, sí señor, muy enfadada.

– ¿Porque he representado mal esta tarde? – contestó el actor. – Pepilla tiene la culpa.

– No es eso – continuó la dama, – y me las pagará Vd. todas juntas.

Al oír esto, Isidoro inclinó la cabeza. Lesbia acercó su rostro, y habló tan bajo, que ni yo ni los demás entendimos una palabra; pero por la sonrisa de Máiquez se adivinaba que la dama le decía cosas muy dulces. Después continuaron hablando en voz baja, y el uno atendía a las palabras del otro con tal interés, daban tanta fuerza y energía al lenguaje de los ojos, se ponían serios o joviales, tristes o alborozados con transición tan ansiosa y brusca, que al más listo se le alcanzaba la injerencia del travieso amor en las relaciones de aquellos dos personajes.

Para que todo se sepa de una vez, diré que el diplomático no miraba con malos ojos a la González; mas ésta no podía contestar a sus tiernas insinuaciones, porque harto tenía que hacer atendiendo al íntimo diálogo que sostenían Lesbia e Isidoro. A mi ama un color se le iba y otro se le venía, de pura zozobra: a veces parecía encendida en violenta ira; a veces dominada por punzante dolor, pugnaba por distraerles, ingiriendo en su conversación conceptos extraños, y al fin, no pudiendo contenerse, dijo con muy mal humor.

– ¿No concluirá tan larga confesión? Si siguen ustedes así, entonaremos el yo, pecador.

– ¿Y a ti qué te importa? – dijo Máiquez con semblante sañudo y con aquel despótico tono que usaba con los desdichados subalternos de su compañía.

Mi ama se quedó perpleja, y en un buen rato no dijo una palabra.

– Tienen que contarse muchas cosas – dijo Amaranta con malicia. – Lo mismo sucedió el otro día en casa. Pero estas cosas pasan, señor Máiquez. El placer es breve y fugaz. Conviene aprovechar las dulzuras de la vida hasta que el horrible hastío las amargue.

Lesbia miró a su amiga… Mejor dicho, ambas se miraron de un modo que no indicaba la existencia de una apacible concordia entre una y otra.

El secreto entre Isidoro y la dama continuaba cada vez más íntimo, más ardoroso, más impaciente. Parecía que el tiempo se les abreviaba entre palabra y palabra, no permitiéndoles decirlo todo. Amaranta se aburría, el Marqués dirigía con ojos y boca inútiles flechas al enajenado corazón de mi ama, y ésta cada vez más inquieta, mostrando en su semblante ya la interna rabia de los celos, ya la dolorosa conformidad del martirio, no procuraba entablar conversación, ni parecía cuidarse de sus convidados. Pero al fin el marqués, comprendiendo que aquélla era ocasión propicia para hablar, aunque fuera ante mujeres, de su tema favorito que eran los asuntos públicos, rompió el grave silencio y dijo:

– La verdad es que estamos aquí divirtiéndonos, y a estas horas tal vez se preparan cosas que mañana nos dejarán a todos asombrados y lelos.

Hallándose mi ama, como he dicho, absorta entre el despecho y la resignación, se dejó dominar del primero, que la inducía a trabar otro diálogo íntimo con el diplomático, y dijo con viveza:

– ¿Pues qué pasa?

– Ahí es nada… Parece mentira que estén ustedes con tanta calma – contestó el marqués retardando el dar las noticias.

– Dejemos esas cuestiones que no son de este lugar – dijo la sobrina con hastío.

– ¡Oh, oh, oh! – exclamó con grandes aspavientos el diplomático. – ¡Por qué no han de serlo! Yo sé que Pepa desea vivamente saber lo que pasa, y saberlo de mis autorizados labios: ¿no?

– Sí, muchísimo; quiero que Vd. me cuente todo – dijo mi ama. – Esas cosas me encantan. Estoy de un humor… divertidísimo: hablemos, hablemos, señor marqués.

– Pepa, Vd. me electriza – dijo el marqués clavando en ella con amor sus turbios y amortiguados ojos. – Tanto es así, que yo, a pesar de haberme distinguido siempre, durante mi carrera diplomática, por mi gran reserva, seré con usted franco, revelándole hasta los más profundos secretos de que depende la suerte de las naciones.

– ¡Oh!, me encantan los diplomáticos – dijo mi ama con cierta agitación febril. – Hábleme usted, cuénteme todo lo que sepa. Quiero estar hablando con Vd., toda la noche. Es Vd., señor marqués, la persona de conversación más dulce, más amena, más divertida que he tratado en mi vida.

– Nada te dirá, Pepa, sino lo que todo el mundo sabe – indicó Amaranta, – y es que a estas horas las tropas de Napoleón deben de estar entrando en España.

– ¡Oh, qué cosa más linda! – dijo mi ama. – Hable Vd., señor marqués.

– Sobrina, ¿acabarás de apurarme la paciencia? – exclamó el marqués, dando importancia extraordinaria al asunto. – No se trata de que entren o no entren esas tropas, se trata de que van a Portugal a apoderarse de aquel reino para repartirlo…

– ¿Para repartirlo? – dijo la González con su calenturienta jovialidad. – Bien; me alegro. Que se lo repartan.

– Lindísima Pepa, esas cosas no pueden decidirse tan de ligero – dijo el marqués gravemente. – ¡Oh, Vd. aprenderá conmigo a tener juicio!

– Es cierto – añadió Amaranta – que se ha acordado dividir a Portugal en tres pedazos: el del Norte se dará a los reyes de Etruria; el centro quedará para Francia y la provincia de Algarbes y Alentejo, servirá para hacer un pequeño reino, cuya corona se pondrá el señor Godoy en su cabeza.

– ¡Patrañas, sobrina, patrañas! – dijo el marqués. – Eso es lo que dio tanto que hablar el año pasado; pero ¿quién se acuerda ya de semejante combinación? Tú no estás al tanto de lo que pasa… Por supuesto, no necesito repetir que es preciso guardar absoluto secreto sobre lo que voy a decir.

– ¡Ah!, descuide Vd. – repuso mi ama. – En cuanto a mí, estoy encantada de esta conversación.

– El año pasado Godoy trató de ese asunto, por medio de Izquierdo, su representante reservado, con Napoleón. Parece que la cosa estaba arreglada. Pero de repente el emperador pareció desistir, y entonces D. Manuel, ofendido en su amor propio y viendo defraudadas sus esperanzas, quiso mostrarse fuerte contra Napoleón, publicó la famosa proclama de Octubre del año pasado, y envió un mensajero secreto a Inglaterra, para tratar de adherirse a la coalición de las potencias del Norte contra Francia. Esto lo tengo yo muy sabido… porque ¿qué secreto puede escaparse a mi penetración y consumada experiencia de estos arduos negocios? Bien… así las cosas, venció Napoleón a los prusianos en Jena, y ya tenemos a nuestro D. Manuel asustadico y hecho un lego motilón, temiendo la venganza del que había sido gravemente ofendido con la publicación de la proclama, considerada aquí y en Francia como una declaración de guerra. Envió a Izquierdo a Alemania, para implorar perdón, y al fin le fue concedido; pero no se volvió a hablar más del reparto de Portugal, ni de la soberanía de los Algarbes. He aquí, señoras, la pura verdad. Yo, por mis antecedentes y mis conocimientos, estoy al tanto de todos estos asuntos, pues al paso que los atisbo y escudriño aquí, no falta algún diplomático extranjero que me los comunique con toda reserva. Hoy no se habla ya del reparto de Portugal, señora sobrinita. Lo que ocurre es mucho más grave, y… pero no, no somos dueños de comunicar a nadie ciertas cosas. Callaré hasta que el gran cataclismo se haga público… ¿Aprueba Vd. mi discreción, querida Pepa? ¿Conviene Vd. conmigo en que la reserva es hermana gemela de la diplomacia?

– ¡Oh, la diplomacia! – exclamó mi ama con afectación. – Es cosa que me tiene enamorada. ¡La pérfida Albión! ¡Los tratados! ¡Bonaparte! ¡La coalición! ¡Oh, qué asuntos tan divinos! Confieso que hasta aquí me han aburrido mucho; pero ahora… esta noche, rabio por conocerlos, y esta conversación, señor marqués, me tiene embelesada.

– Es verdad – dijo el diplomático relamiéndose de satisfacción, – qué pocas personas tratan de estas materias con tanta delicadeza, con tanta prudencia, digámoslo de una vez, con tanta gracia como yo. Cuando estaba en Viena por el año 84 todas las damas de la corte me rodeaban, y si vieran Vds. cómo pasaban el rato oyéndome…

– Lo comprendo: lo mismo me pasa a mí esta noche – dijo mi ama sin cesar en su extraña exaltación. – Por piedad, hábleme Vd. del Austria, de la Turquía, de la China, del protocolo y de la guerra; sobre todo de la guerra.

– Dejemos a un lado, por esta noche tan fastidiosa conversación – indicó Amaranta. – No creo que usted, querido tío, sea de la ridícula opinión que se supone que Godoy intenta, con el auxilio de Bonaparte, mandar a América a la Real familia, quedándose él de rey de España.

– Sobrina, por todos los santos, no me incites a hablar; no me hagas olvidar el gran principio de que la discreción es hermana gemela de la diplomacia.

– Es absurdo también – continuó la sobrina – suponer que Napoleón haya mandado sus tropas a España para poner la corona al príncipe Fernando. El heredero de un trono no puede solicitar el favor de un soberano extranjero para ningún fin contrario a los de sus reales padres.

– Vamos, vamos, señoras, asuntos tan graves no pueden tratarse de ligero. Si yo me decidiera a hablar, se quedarían Vds. espantadas, y no podríamos cenar.

A esta sazón ya había venido la cena, y yo comenzaba a servirla. Isidoro y Lesbia, requeridos por mi ama para que se acercaran a la mesa, dieron tregua al arrobamiento y tomaron parte por un rato en la conversación general.

– ¿Pero, qué están Vds. hablando? – dijo Lesbia. – ¿Hemos venido aquí para ocuparnos de lo que no nos importa? ¡Bonito tema!

– ¿Pues de qué quiere Vd. que se hable, desgraciada?

– De otras cosas… vamos; de bailes, de toros, de comedias, de versos, de vestidos…

– ¡Qué sosada! – indicó mi ama con desdén. – Además, Vds. pueden tratar de lo que gusten, y nosotras hablaremos de lo que más nos convenga.

 

– Ya veo por qué anda Pepa tan distraída – dijo Máiquez burlándose de mi ama. – Se ha dedicado a estudiar la política y la diplomacia, carreras más propias de su ingenio que la del teatro.

Mi ama intentó contestar a esta mofa, pero las palabras expiraron en sus labios y se puso muy encendida.

– Aquí venimos a divertirnos – añadió Lesbia.

– ¡Oh, frívola y vana juventud! – exclamó el marqués después de beberse un gran vaso de vino. – No piensa más que en divertirse, cuando la Europa entera…

– Dale con la Europa entera.

– Pepa es la única que comprende la gravedad de las circunstancias. Vd., encantadora actriz, será de las pocas que, como yo, no se sorprendan del cataclismo.

– ¿Querrá Vd. explicarnos de una vez lo que va a pasar?

– ¡Por Dios y todos los santos! – exclamó el diplomático afectando cierta compunción suplicante. – Yo ruego a Vds. que no me obliguen con sus apremiantes excitaciones a decir lo que no debe salir de mis labios. Aunque tengo confianza en mi propia prudencia, temo mucho que si Vds. siguen hostigándome, se me escape alguna frase, alguna palabra… Callen Vds. por Dios, que la amistad tiene en mí fuerza irresistible, y no quiero verme obligado por ella a olvidar mis honrosos antecedentes.

– Pues callaremos: no deseamos saber nada, señor marqués – dijo Máiquez, comprendiendo que el mejor medio para mortificar al buen viejo consistía en no preguntarle cosa alguna.

Hubo un momento de silencio. El marqués, contrariado en su locuacidad, no cesaba de engullir, entablando relaciones oficiosas con un capón, e impetrando para este fin los buenos oficios de una ensalada de escarola, que le ayudaba en sus negociaciones. Mientras tanto se deshacía en obsequios con mi ama, y sus turbios ojos, reanimados no sé si por el vino o por el amor, brillaban entre los arrugados párpados y bajo las espesas cenicientas cejas que contraía siempre en virtud de la costumbre de leer la vieja escritura de los memorandums. La González no decía tampoco una palabra, y sólo ponía su reconcentrada atención, aunque sin mirarlos, en los dos amantes, mientras que Amaranta, agitada sin duda por pensamientos muy diferentes, no miraba a Isidoro ni a Lesbia, ni a mi ama, ni a su tío, sino… ¿tendré valor para decirlo?, me miraba a mí. Pero esto merece capítulo aparte, y pongo punto final en éste para descansar un poco.

VII

Sí, ¿lo creerán Vds.?, me miraba, ¡y de qué modo! Yo no podía explicarme la causa que motivaba aquella tenaz curiosidad, y si he decir verdad como hombre honrado, aún no he salido de dudas. Yo servía a la mesa, como es de suponer, y no pueden ustedes figurarse cuál fue mi turbación cuando advertí que aquella hermosa dama, objeto por parte mía de la más fervorosa admiración, fijaba en mí los ojos más perfectos, que, según creo, se han abierto a la luz desde que hay luz en el mundo. Un color se me iba y otro se me venía; a veces mi sangre toda corría precipitadamente hacia mi semblante poniéndome encendido, y a veces se recogía por entero en mi palpitante corazón, dejándome más pálido que un difunto. Ignoro el número de fuentes que rompí aquella noche, pues las manos me temblaban, y creo que serví de un modo lamentable, trocando el orden de los platos, y dando sal cuando me pedían azúcar.

Yo decía para mí: ¿qué es esto? ¿Tendré algo en la cara? ¿Por qué me mirará tanto esa mujer?… Al salir fuera, iba a la cocina, me miraba a toda prisa en un espejillo roto que allí tenía; mas no encontraba en mi semblante nada que de notar fuese. Volví a la sala, y otra vez Amaranta me clavaba los ojos. Por [78] un instante llegué a creer… ¡pero quiá!, me reía yo mismo de tan loca presunción. Cómo era posible que una dama tan hermosa y principal sintiera… ¡Ay!, recuerdo haber dicho, aunque al revés, lo que después escribió en un célebre verso cierto poeta moderno. Pero todo debía de ser un sueño de mi infantil soberbia. ¿Cómo podía la estrella del cielo mirar al gusano de la tierra, sino para recrearse, comparando, en su propia magnitud y belleza?

Pero debo añadir otra circunstancia, y es que cuando mi ama me reprendía por las muchas torpezas que cometí en el servicio de la mesa, Amaranta acompañaba sus miradas de una dulce sonrisa, que parecía implorar indulgencia por mis faltas. Yo estaba perplejo, y un violento fluido que parecía súbito acrecentamiento de vida corría por mis nervios, produciéndome una actividad devoradora a la cual seguía un vago aturdimiento.

Después de largo rato la conversación, anudándose de nuevo, fue general. El marqués, viendo que no se le preguntaba nada, estaba en gran desasosiego, y a los rostros de todos dirigía con inquietud sus ojos buscando una víctima de su conversación; pero nadie parecía dispuesto a escucharle, con lo cual, lleno de enojo, tomó la palabra para decir que si continuaban apremiándole para que hablara, se vería en el caso de no poner por segunda vez a prueba su discreción concurriendo a tertulias donde no reinaba el más profundo respeto hacia los secretos de la diplomacia.

– Pero si no le hemos dicho a Vd. una palabra – indicó Lesbia, riendo.

Isidoro, conociendo que el marqués era enemigo de Godoy, dijo con mucha sorna:

– No se puede negar que el Príncipe de la Paz, como hombre de gran talento, burlará las intrigas de sus enemigos. Napoleón le apoya, y no digo yo la coronita de los Algarbes, sino la de Portugal entero o quizás otra mejor, recibirá de manos de su majestad imperial. Conozco a Napoleón, le he tratado en París, y sé que gusta de los hombres arrojados como Godoy. Verá Vd., verá Vd., señor marqués, todavía le hemos de ver a Vd. llamado a los consejos del nuevo rey, y tal vez representándole como plenipotenciario en alguna de las Cortes de Europa.

El marqués se limpió la boca con la servilleta, echóse hacia atrás, sopló con fuerza, desahogando la satisfacción que le producía el verse interpelado de aquel modo, fijó la vista en un vaso, como buscando misterioso punto de apoyo para una sutil meditación, y dijo con mucha pausa:

– Mis enemigos, que son muchos, han hecho correr por toda Europa la especie de que yo llevaba correspondencia secreta con el Príncipe de Talleyrand, con el Príncipe Borghese, con el Príncipe Piombino, con el gran duque de Aremberg, y con Luciano Bonaparte, en connivencia con Godoy, para estipular las bases de un tratado en virtud del cual España cedería las provincias catalanas a Francia a cambio de Portugal y el reino de Nápoles… pasando Milán a la reina de Etruria, y el reino de Westfalia a un Infante de España. Yo sé que esto se ha dicho – añadió alzando la voz y dando un fuerte puñetazo en la mesa. – ¡Yo sé que esto se ha dicho; ha llegado a mis oídos, sí, señor! Los calumniadores lo hicieron creer a los soberanos de Austria y Prusia; se me interpeló sobre el caso, Rusia no titubeó en hacerse eco de la calumnia, y fue preciso que yo empleara todo mi valimiento y tacto para disipar las densas nubes que se habían acumulado en el horizonte de mi reputación.

Al decir esto el marqués empleaba el mismo tono que habría usado ante un Consejo de los principales políticos de Europa. Después de sonarse con estrépito, prosiguió así:

– Afortunadamente soy bien conocido, y al fin… tengo la satisfacción de haber sido objeto de las más satisfactorias frases por parte de los soberanos citados. ¡Ah!… ya sé yo el objeto que guió a los calumniadores y el sitio de donde partió la calumnia. En casa de Godoy se inventó esa trama abominable con objeto de ver si, autorizada con mi nombre, podía esa combinación correr con alguna fortuna por Europa. Pero tan inicuos planes, quedaron sin éxito, como era de suponer, y la Europa entera convencida de que el Príncipe de la Paz y yo no podemos obrar de concierto en negocio alguno de interés general para las grandes potencias.

– ¿De modo – dijo Isidoro, – que Vd. no es, como dicen, amigo secreto de Godoy?

El diplomático frunció el ceño, sonrió con desdén, llevó un polvo a la nariz, y continuó así:

– ¿Qué incongruentes especies no inventará la calumnia? ¿Qué torpes ardides no imaginarán la astucia y la doblez contra la prudencia y la rectitud? Mil veces me han hecho esos cargos, y mil veces los he rebatido. Pero es fuerza que repita ahora lo que en otras ocasiones he dicho. Había hecho propósito solemne de no ocuparme más de este asunto; pero la terquedad de mis amigos, y la obcecación del público me obligan a ello. Hablaré claro: si en el calor de mi defensa hago revelaciones que puedan sonar mal en ciertos oídos cúlpese a los que me han provocado, no a mí, que todo debo posponerlo al brillo de mi inmaculada reputación.

Lesbia, Isidoro y mi ama hacían esfuerzos para contener la risa, al ver el énfasis con que nuestro hombre defendía, contra imaginarias acusaciones una personalidad de que nadie se ocupaba sino él. Amaranta parecía meditabunda, mas sus reflexiones no le impedían fijar alguna vez en mí sus incomparables ojos.

– En el año de 1792 – prosiguió el viejo, – cayó del ministerio el conde de Floridablanca, que se había propuesto poner coto a los estragos de la revolución francesa. ¡Ah! El vulgo no conoció la mano oculta que había arrojado de la secretaría del Estado a aquel hombre insigne, envejecido en servicio del Rey. ¿Pero cómo podía ocultarse a los hombres perspicaces la máquina interior de aquel cambio de ministerio? Un joven de 25 años a quien los Reyes miraban con particular afecto y que tenía frecuente entrada en palacio, y hasta participación en los consejos, influyó en el cambio de ministerio, y en la elevación del señor conde de Aranda. ¿Tuve yo participación en aquel suceso? No, mil veces no; hallábame a la sazón agregado a la embajada española, cerca del emperador Leopoldo, y no pude de ningún modo influir para que desempeñara el ministerio mi amigo el conde de Aranda. Pero ¡ay!, este duró poco en el poder, porque nuevas maquinaciones le derribaron, y en Noviembre del mismo año, España y el mundo todo vieron con sorpresa que era elevado a la primera dignidad política aquel mismo joven de 25 años, ya colmado de honores inmerecidos, tales como el ducado de la Alcudia y la grandeza de España de primera clase, la gran cruz de Carlos III, la cruz de Santiago, los cargos de ayudante general del cuerpo de guardias, mariscal de campo de los reales ejércitos, gentil-hombre de cámara de S.M. con ejercicio, sargento mayor del real cuerpo de guardias de Corps, consejero de Estado, superintendente general de correos y caminos, etc., etcétera. Empuñó Godoy las riendas del Estado en tiempos muy críticos: todos los hombres de previsión, comprendíamos la proximidad de grandes males, e hicimos lo posible por conjurarlos. El torpe duque de la Alcudia declaró la guerra a Francia, contra la opinión de Aranda, y de todos cuantos teníamos alguna experiencia en los negocios. ¿Se nos hizo caso? No. ¿Se oyeron nuestros consejos? No. Pues veamos ahora lo que ocurría después de hecha la paz con Francia.

«El Rey continuaba acumulando en la persona de su favorito toda clase de distinciones y honores, y por fin le enlazó con una princesa de la familia real. Tanto favor dispensado a un hombre nulo y que en los más indignos hechos buscaba ocasión de medro, produjo la animadversión y el descontento de todos los españoles. La caída de un favorito, que había desconcertado el Erario público, y desmoralizado la justicia vendiendo los destinos, era segura». Y aquí debo decir, aunque por un momento falte a las leyes de mi sistemática reserva, que yo nada influí para que entraran en los ministerios de Hacienda y Gracia y Justicia Saavedra y Jovellanos. Ruego a Vds. que no revelen este secreto, que hoy por primera vez sale de mis labios.

– Seremos tan callados como guardacantones, señor marqués – dijo Isidoro.

– Pero la cosa no tenía remedio – continuó el diplomático dirigiendo sus ojos a todos los lados de la sala, como si le oyera gran número de personas. – Jovellanos y Saavedra no podían concertarse en el gobierno con quien ha sido siempre la misma torpeza y la corrupción en persona. La república francesa trabajaba en contra del favorito; Jovellanos y Saavedra se empeñaron en desprenderse de tan peligroso compañero, y al fin el rey, cediendo a tantas sugestiones, y a la voz popular, dio a Godoy su retiro en Marzo de 1798. Yo declaro aquí de una vez para siempre que no tuve participación en su caída, como han dado en suponer. Y ésta sería ocasión de decir algo que sé, y que siempre he callado; pero… no, no fío bastante en la prudencia de los que me escuchan, y prefiero guardar silencio sobre un punto delicado que nadie conoce. Conste tan sólo que no contribuí a la caída de Godoy en 1798.

– Pero la desgracia del Sr. D. Manuel duró poco – dijo Isidoro, – porque el ministerio Jovellanos-Saavedra fue de poca duración, y el de Caballero y Urquijo, que le sucedió, tampoco tuvo larga vida.

 

– Efectivamente, a eso iba – continuó el marqués. – Los Reyes no podían pasarse sin su amigo. Ocupó éste nuevamente la secretaría de Estado, y queriendo acreditarse de guerrero, ideó la famosa expedición contra Portugal, para obligar a este pequeño reino a romper sus relaciones con Inglaterra. Ya desde entonces nuestro ministro no pensaba más que en secundar los planes de Bonaparte del modo menos ventajoso para España. Él mismo mandó aquel ejército, que se puso en planta a costa de grandes sacrificios; y cuando los pobres portugueses abandonaron a Olivenza sin que pudiera entablarse una lucha formal, el favorito celebró sus soñadas victorias con un festejo teatral que dio a aquella guerra el nombre de guerra de las naranjas. Ustedes saben que los Reyes habían acudido a la frontera. El favorito mandó construir unas angarillas que adornó con flores y ramajes, y [85] sobre esta máquina hizo poner a la reina, que fue tan chabacanamente llevada en procesión ante las tropas, para recibir de manos del generalísimo un ramo de naranjas, cogido en Elvas por nuestros soldados. No añadiré una palabra más, ni recordaré los punzantes chistes que circularon en aquella ocasión de boca en boca. Que cada cual se entienda con su conciencia, y que todos tengan bastante energía para defender sus propios actos, como defiendo yo los míos en este momento. Ahora paso a otra cuestión.

«Y aunque necesite repetirlo mil veces, diré también que no tuve parte alguna en las negociaciones del tratado de San Ildefonso, ni en la alianza de nuestra marina con la francesa, origen del desastre de Trafalgar. Pero sobre ese tratado sé cosas curiosísimas que me confió el general Duroc y que no puedo revelar a Vds. por más empeño que muestren en conocerlas. No… no me pidan Vds. que revele lo que sé; no pongan a prueba mi discreción; hay secretos que no pueden confiarse en el seno de la amistad más íntima. Yo debo callar y callaré. Si los dijese, cuán pronto confundiría al Príncipe de la Paz y a los que me suponen cómplice de sus infames tratos con Bonaparte. Mi único afán ha consistido en destruir sus combinaciones, y aquí en confianza puedo decir que repetidas veces lo he conseguido. Por eso se empeña en desacreditarme a los ojos de Europa, en malquistarme con los hombres de Estado, que han depositado en mí su confianza; por eso suena mi nombre unido a todas las combinaciones que fragua Izquierdo en París. Pero ¡ah!, gracias a mi destreza podré anonadar a los calumniadores, salvando mi buen nombre. Ojalá pudiera asimismo salvar a nuestros Reyes y a nuestro país del descrédito a que los conduce ciegamente un hombre abominable, que se ha elevado por las causas que todos sabemos y sigue dirigiendo la nave del Estado valido de su torpe arrogancia e insolente travesura.

Dijo, y llevándose a la nariz con diplomático aplomo el polvo de rapé se sonó con más estruendo que el de una batería, miró a todos por encima del pañuelo, y luego pronunció vagas frases que anunciaban la agitación de su grande espíritu. Oyéndole y viéndole, parecía que sobre el mantel de la mesa que yo había servido iban a resolverse las más arduas cuestiones europeas, repartiendo pueblos y arreglando naciones como en el tapete de Campo-Formio, de Presburgo o de Luneville.

– Estamos ya convencidos, señor marqués – dijo Lesbia, – de que Vd. no ha tenido ni tiene parte alguna en los desastres ocasionados por el Príncipe de la Paz; pero no nos ha dicho cuáles son los cataclismos que nos amenazan.

– Ni una palabra más, no diré ni una palabra más – dijo el marqués alzando la voz. – Cesen, pues, las preguntas. Todo es inútil, señoras mías. Soy inflexible e implacable: todos los esfuerzos, todas las astucias de la curiosidad no conseguirán arrancarme una revelación. He suplicado a Vds. que no me preguntasen nada, y ahora, no ruego, sino mando que me dejen en paz, renunciando a corromper y sobornar mi experimentada prudencia con los halagos de la amistad.

Oyendo al diplomático, yo recordaba a cierto mentiroso que conocí en Cádiz, llamado D. José María Malespina. Ambos eran portentos de vanidad; pero el de Cádiz mentía desvergonzadamente y sin atadero, mientras que el de Madrid, sin alterar nunca los sucesos reales, se suponía hombre de importancia, y su prurito consistía en defenderse de ataques imaginarios y en negarse a revelar secretos que no sabía. Esto prueba la inmensa variedad que el Creador ha puesto en la fauna moral, así como en la física.

Isidoro y Lesbia, retirándose de la mesa, habían vuelto a formar la tela de araña de sus comunicaciones amorosas. Mi ama había variado en sus disposiciones favorables con el marqués. En vano le prometió franquearse con ella, revelándole lo que ningún ser humano había oído hasta entonces de sus labios; pero sin duda a la González no debió de halagar mucho la promesa de conocer los planes de todas las potencias europeas, porque no tuvo para su solícito cortejante palabra ni frase alguna que no fuesen el mismo acíbar.

Amaranta, cuya reconcentración mental se desvanecía poco a poco, clavó en mí sus ojos de una manera que parecía indicar vivo deseo de entablar conversación conmigo. En efecto, contra todas las prescripciones del decoro , en cierta ocasión en que yo recogía los platos vacíos que tenía delante, se sonrió de un modo celestial, atravesándome el corazón con estas palabras:

– ¿Estás contento con tu ama?

No puedo asegurarlo terminantemente; pero creo que sin mirarla, contesté: – Sí, señora.

– ¿Y no desearías cambiar de ama? ¿No deseas encontrar colocación en otra parte?

Tampoco aseguro que sea cierto, pero me parece que respondí: – Según con quien fuera.

– Tú pareces un chico de disposición – añadió con una sonrisa que parecía abrir el cielo ante mis ojos.

A esto sí estoy seguro de no haber contestado una palabra. Después de una breve pausa, en que mi corazón parecía querer echárseme fuera del pecho, tuve un arranque de osadía, que hoy mismo me causa asombro, y dije:

– ¿Es que quiere usía tomarme a su servicio?

Al oírme, Amaranta prorrumpió en graciosa carcajada, y yo me quedé perplejo, creyendo haber dicho alguna inconveniencia. Al punto salí de la sala con mi carga de platos: en la cocina procuré calmar mi turbación, tratando de explicarme los sentimientos de Amaranta respecto a mí, y después de mil dudas, dije:

– Mañana mismo le contaré todo a Inés, y veremos lo que ella piensa.