Free

Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV

Text
iOSAndroidWindows Phone
Where should the link to the app be sent?
Do not close this window until you have entered the code on your mobile device
RetryLink sent

At the request of the copyright holder, this book is not available to be downloaded as a file.

However, you can read it in our mobile apps (even offline) and online on the LitRes website

Mark as finished
Font:Smaller АаLarger Aa

XVIII

La situación de mi espíritu era indefinible. Un frío glacial invadió mi pecho, como si una hoja de finísimo acero lo atravesara. La brusca y rápida mudanza verificada en mis sensaciones respecto de Amaranta era tal, que todo mi ser se estremeció, sintiendo vacilar sus ignorados polos, como un planeta cuya ley de movimiento se trastorna de improviso. Amaranta era no una mujer traviesa e intrigante, sino la intriga misma, era el demonio de los palacios, ese temible espíritu por quien la sencilla y honrada historia parece a veces maestra de enredos y doctora de chismes; ese temible espíritu que ha confundido a las generaciones, enemistado a los pueblos, envileciendo lo mismo los gobiernos despóticos que los libres; era la personificación de aquella máquina interior, para el vulgo desconocida, que se extendía desde la puerta de palacio, hasta la cámara del Rey, y de cuyos resortes, por tantas manos tocados, pendían honras, haciendas, vidas, la sangre generosa de los ejércitos y la dignidad de las naciones; era la granjería, la realidad, el cohecho, la injusticia, la simonía, la arbitrariedad, el libertinaje del mando, todo esto era Amaranta; y sin embargo ¡cuán hermosa!, hermosa como el pecado, como las bellezas sobrehumanas con que Satán tentaba la castidad de los padres del yermo, hermosa como todas las tentaciones que trastornan el juicio al débil varón, y como los ideales que compone en su iluminado teatro la embaucadora fantasía cuando intenta engañarnos alevosamente, cual a chiquitines que creen ciertas y reales las figuras de magia.

Una luz brillante me había deslumbrado; quise acercarme a ella y me quemé. La sensación que yo experimentaba, era, si se me permite expresarlo así, la de una quemadura en el alma.

Cuando se fue disipando el aturdimiento en que me dejó mi ama, sentí una viva indignación. Su hermosura misma, que ya me parecía terrible, me compelía a apartarme de ella. – «Ni un día más estaré aquí; me ahoga esta atmósfera y me da espanto esta gente» – exclamé dando paseos por la habitación, y declamando con calor, como si alguien me oyera.

En el mismo momento sentí tras la puerta ruido de faldas, y el cuchicheo de algunas mujeres. Creí que mi ama estaría de vuelta. La puerta se abrió y entró una mujer, una sola: no era Amaranta.

Aquella dama, pues lo era, y de las más esclarecidas, a juzgar por su porte distinguidísimo, se acercó a mí, y preguntó con extrañeza:

– ¿Y Amaranta?

– No está – respondí bruscamente.

– ¿No vendrá pronto? – dijo con zozobra, como si el no encontrar a mi ama fuese para ella una gran contrariedad.

– Eso es lo que no puedo decir a usted. Aunque sí… ahora caigo en que dijo volvería pronto – contesté de muy mal talante.

La dama se sentó sin decir más. Yo me senté también y apoyé la cabeza entre las manos. No extrañe el lector mi descortesía, porque el estado de mi ánimo era tal, que había tomado repentino aborrecimiento a toda la gente de palacio, y ya no me consideraba criado de Amaranta.

La dama, después de esperar un rato, me interrogó imperiosamente:

– ¿Sabes dónde está Amaranta?

– He dicho que no – respondí con la mayor displicencia. – ¿Soy yo de los que averiguan lo que no les importa?

– Ve a buscarla – dijo la dama no tan asombrada de mi conducta como debiera estarlo.

– Yo no tengo que ir a buscar a nadie. No tengo que hacer más que irme a mi casa.

Yo estaba indignado, furioso, ebrio de ira. Así se explican mis bruscas contestaciones.

– ¿No eres criado de Amaranta?

– Sí y no… pues…

– Ella no acostumbra a salir a estas horas. Averigua dónde está y dile al instante que venga, – dijo la dama con mucha inquietud.

– Ya he dicho que no quiero, que no iré, porque no soy criado de la condesa – respondí. – Me voy a mi casa, a mi casita, a Madrid. ¿Quiere usted hablar a mi ama?, pues búsquela por palacio. ¿Han creído que soy algún monigote?

La dama dio tregua a su zozobra para pensar en mi descortesía. Pareció muy asombrada de oír tal lenguaje, y se levantó para tirar de la campanilla. En aquel momento me fijé por primera vez atentamente en ella, y pude observar que era poco más o menos, de esta manera.:

Edad que pudiera fijarse en el primer período de la vejez, aunque tan bien disimulada por los artificios del tocador, que se confundía con la juventud, con aquella juventud que se desvanece en las últimas etapas de los cuarenta y ocho años. Estatura mediana y cuerpo esbelto y airoso, realzado por esa suavidad y ligereza de andar que, si alguna vez se observan en las chozas, son por lo regular cualidades propias de los palacios. Su rostro bastante arrebolado no era muy interesante, pues aunque tenía los ojos hermosos y negros, con extraordinaria viveza y animación, la boca la afeaba bastante, por ser de estas que con la edad se hienden, acercando la nariz a la barba. Los finísimos, blancos y correctos dientes no conseguían embellecer una boca que fue airosa si no bella, veinte años antes. Las manos y brazos, por lo que de éstos descubría, advertí que eran a su edad las mejores joyas de su persona y las únicas prendas que del naufragio de una regular hermosura habían salido incólumes. Nada notable observe en su traje, que no era rico, aunque sí elegante y propio del lugar y la hora.

Abalanzose como he dicho a tirar de la campanilla, cuando de improviso, y antes de [199] que aquélla sonase, se abrió de nuevo la puerta y entró mi ama. Recibiola la visitante con mucha alegría, y no se acordaron más de mí, sino para mandarme salir. Retireme, pasando a la pieza inmediata, por donde debía dirigirme a mi cuarto, cuando el contacto del tapiz, deslizándose sobre mi espalda al atravesar la puerta, despertó en mí la olvidada idea de las escuchas y el espionaje que Amaranta me había encargado. Detúveme, y el tapiz me cubrió perfectamente: desde allí se oía todo con completa claridad.

Hice intención de alejarme para no incurrir en las mismas faltas que tan feas me parecían; pero la curiosidad pudo más que todo y no me moví. Tan cierto es que la malignidad de nuestra naturaleza puede a veces más que todo. Al mismo tiempo el rencorcillo, el despecho, el descorazonamiento que yo sentía, me impulsaban a ejercer sobre mi ama la misma pérfida vigilancia que ella me encomendaba sobre los demás.

– ¿No me mandas aplicar el oído? – dije para mí, recreándome en mi venganza. – Pues ya lo aplico.

La dama desconocida había proferido muchas exclamaciones de desconsuelo, y hasta me pareció que lloraba. Después, alzando la voz, dijo con ansiedad:

– Pero es preciso que en la causa no aparezca Lesbia.

– Será muy difícil eliminarla, porque está averiguado que ella era quien trasmitía la correspondencia – contestó mi ama.

– Pues no hay otro remedio – continuó la dama. – Es preciso que Lesbia no figure para nada, ni preste declaraciones. No me atrevo a decírselo a Caballero; pero tú con habilidad puedes hacerlo.

– Lesbia – dijo Amaranta, – es nuestro más terrible enemigo. La causa del Príncipe ha sido en su vil carácter un pretexto más bien que una causa para hostilizarnos. ¡Qué de infamias cuenta, qué de absurdos propala! Su lengua de víbora no perdona a quien ha sido su bienhechora y también se ensaña conmigo, de quien ha contado horrores.

– Contará lo de marras – repuso la dama de la boca hendida. – Tú cometiste la gran falta de confiarle aquel secreto de hace quince años, que nadie sabía.

– Es verdad – dijo mi ama meditabunda.

– Pero no hay que asustarse, hija – añadió la otra. – La enormidad y el número de las faltas supuestas que nos atribuyen nos sirve de consuelo y de expiación por las que realmente hayamos cometido, las cuales son tan pocas, comparadas con lo que se dice, que casi no debe pensarse en ellas. Es preciso que Lesbia no aparezca para nada en la causa. Adviérteselo a Caballero; mañana podrían prenderla, y si declara, puede vengarse mostrando pruebas terribles contra mí. Esto me tiene desesperada: conozco su descaro, su atrevimiento, y la creo capaz de las mayores infamias.

– Ella es dueña, sin duda, de secretos peligrosos, y quizás conserve cartas o algún objeto.

– Sí – respondió con agitación la desconocida. – Pero tú lo sabes todo: ¿a qué me lo preguntas?

– Entonces con harto dolor de mi corazón, le diré a Caballero que la excluya de la causa. La pícara se jactaba ayer aquí mismo de que no pondrían la mano sobre ella.

– Ya se nos presentará otra ocasión… Dejarla por ahora. ¡Ah!, bien castigada está mi impremeditación. ¿Cómo fui capaz de fiarme de ella? ¿Cómo no descubrí bajo la apariencia de su amena jovialidad y ligereza, la perfidia y doblez de su corazón? Fui tan necia que su gracia me cautivó; la complacencia con que me servía en todo acabó de seducirme, y me entregué a ella en cuerpo y alma a ella. Recuerdo cuando las tres salíamos juntas de palacio en aquella breve temporada que pasamos en Madrid hace cinco años. Pues después he sabido que una de aquellas noches, avisó a cierta persona el punto a donde íbamos, para que me viera, y me vio… Nosotros no advertimos nada; no conocimos que Lesbia nos vendía, y hasta mucho después no descubrí su falsedad por una singular coincidencia.

– Ese estúpido y presuntuoso Mañara – dijo mi ama, – le ha trastornado el juicio.

– ¡Ah!, ¿no sabes que en el cuerpo de guardia se ha jactado ese miserable de que ha sido amado por mí, añadiendo que me despreció? ¿Has visto? ¡Si yo jamás he pensado en semejante hombre, ni creo haber siquiera reparado en él! ¡Ay, Amaranta! Tú eres joven aún; tú estás en el apogeo de la hermosura; sírvate de lección. Cada falta que se comete, se paga después con la vergüenza de las cien mil que no hemos cometido y que nos imputan. Y ni aun en la conciencia tenemos fuerzas para protestar contra tantas calumnias, porque una sola verdad entre mil calumnias, nos confunde, mayormente si nos vemos acusadas por nuestros propios hijos.

 

Al decir esto me pareció que lloraba. Después de breve pausa Amaranta continuó así la conversación:

– Ese necio de Mañara, que no sabe hablar más que de toros, de caballos y de su nobleza, ha tenido el honor de cautivar a Lesbia; tal para cual… Él es quien la ha inducido a andar en tratos con los del Príncipe, y entre los dos se han encargado de la trasmisión de la correspondencia.

– ¿Pero no me dijiste – preguntó vivamente la desconocida, – que Lesbia estaba en relaciones con Isidoro?

– Sí – contestó mi ama; – pero este amor, que ha durado poco tiempo, ha sido un interregno durante el cual Mañara no bajó del trono. Lesbia amó a Isidoro por vanidad, por coquetería, y continúa en relaciones con él. Isidoro está locamente enamorado, y ella se complace en avivar su amor, divirtiéndose con los martirios del pobre cómico.

– ¿Y no has pensado que se podría sacar partido de esos dobles amores?

– ¡Ya lo creo! Lesbia e Isidoro se ven en casa de la González y en el teatro.

– Puedes hacer que Mañara los descubra y…

– No, mi plan es mejor aún. ¿Qué importa Mañara? Yo quiero apoderarme de alguna carta o prenda, que Lesbia entregue a cualquiera de sus dos amantes, para presentarla a su marido, a ese señor que a pesar de su misantropía, si llegara a saber con certeza las gracias de su mujer, vendría a poner orden en la casa.

– Indudablemente – dijo la desconocida animándose por grados. – ¿Y qué piensas hacer?

– Según lo que den de sí las circunstancias. Pronto volveremos a Madrid, porque en casa de la marquesa se prepara una representación de Otello, en que Lesbia hará el papel de Edelmira, Isidoro el suyo y los demás corren a cargo de jóvenes aficionados.

– ¿Y cuándo es la representación?

– Se ha aplazado porque falta un papel, que ninguno quiere desempeñar, por ser muy desairado; mas creo que pronto se encontrará actor a propósito, y la función no puede retardarse. El duque ha prometido dejar sus estados para asistir a ella. La reunión de todas estas personas ha de facilitar mucho una combinación ingeniosa, que nos permita castigar a Lesbia como se merece.

– ¡Oh!, sí; hazlo por Dios. Su ingratitud es tal, que no merece perdón. ¿Sabes que es ella quien me ha acusado de haber querido asesinar a Jovellanos?

– Sí, lo sabía.

– ¡Ves qué infamia! – añadió la desconocida, indicando en el tono de su voz la ira que la dominaba. – Verdad es que aborrezco a ese pedante, que en su fatuidad se permite dar lecciones a quien no las necesita ni se las ha pedido; pero me parece que su encierro en el castillo de Bellver es suficiente castigo, y jamás han pasado por mi mente proyectos criminales, cuya sola idea me horroriza.

– Lesbia se ha dado tan buena maña para propalar lo del envenenamiento, que todo el mundo lo cree – dijo Amaranta. – ¡Ah, señora, es preciso castigar duramente a esa mujer!

– Sí, pero no incluyéndola en la causa: eso redundaría en perjuicio mío. Manuel me lo ha advertido esta tarde con mucho empeño, y es preciso hacer lo que él dice. Por su parte, Manuel le causa todo el daño que puede. Desde que supo las infamias que contaba de mí, dejó cesantes a todos los que habían recibido destino por recomendación suya. Esta prueba de afecto me ha enternecido.

– No sería malo que Mañara sintiera encima la mano de hierro del generalísimo.

– ¡Oh, sí! Manuel me ha prometido buscar algún medio para que se le forme causa y sea expulsado del cuerpo, como se hizo con aquellos dos que nos conocieron cuando fuimos disfrazadas a la verbena de Santiago. ¡Oh! Manuel no se descuida: después que nos reconciliamos por mediación tuya, su complacencia y finura conmigo no tienen límites. No, no existe otro que como él comprenda mi carácter, y posea el arte de las buenas formas aun para negar lo que se le pide. Ahora precisamente estoy en lucha con él para que me conceda una mitra…

– ¿Para mi recomendado el capellán de las monjas de Pinto?

– No: es para un tío de Gregorilla, la hermana de leche del chiquitín (39). Ya ves: se le ha puesto en la cabeza que su tío ha de ser obispo, y verdaderamente no hay motivo alguno para que no lo sea.

– ¿Y el Príncipe se opone?

– Sí; dice que el tío de Gregorilla ha sido contrabandista hasta que se ordenó hace dos años, y que es un ignorante. Tiene razón, y el candidato no es por su sabiduría ninguna lumbrera de la cristiandad; pero hija, cuando vemos a otros… y si no ahí tienes a mi primo el cardenalito de la Escala (40), que no sabe más latín que nosotras, y si le examinaran, creo que ni aun para monaguillo le darían el exequatur.

– Pero ese nombramiento lo ha de hacer Caballero – dijo Amaranta. – ¿Se opone también?

– Caballero no – contestó riendo la desconocida; ese ya sabes que no hace sino lo que queremos, y capaz sería de convertir en regentes de las Audiencias a los puntilleros de la plaza de toros, si se lo mandáramos. Es un buen sujeto, que cumple con su deber con la docilidad del verdadero ministro. El pobrecito se interesa mucho por el bien de la nación.

– Pues él puede dar la mitra por sí y ante sí al tío de Gregorilla.

– No; Manuel se opone, ¡y de qué manera! Pero yo he discurrido un medio de obligarle a ceder. ¿Sabes cuál? Pues me he valido del tratado secreto celebrado con Francia, que se ratificará en Fontainebleau dentro de unos días. Por él se da a Manuel la soberanía de los Algarbes; pero nosotros no estamos aún decididos a consentir en el repartimiento de Portugal, y le he dicho: «Si no haces obispo al tío de Gregorilla, no ratificaremos el tratado, y no serás rey de los Algarbes.» Él se ríe mucho con estas cosas mías; pero al fin… ya verás cómo consigo lo que deseo.

– Y mucho más cuando estos nombramientos contribuyen a fortificar nuestro partido. ¿Pero él no conoce que el del Príncipe es cada vez más fuerte?

– ¡Ah! Manuel está muy disgustado – dijo la desconocida con tristeza; – y lo que es peor, muy acobardado. Afirma que esto no puede concluir en bien y tiene presentimientos horribles. Estos sucesos le han puesto muy triste, y dice: «Yo he cometido muchas faltas, y el día de la expiación se acerca. « ¡Pero qué bueno es! ¿Creerás que disculpa a mi hijo, diciendo que le han engañado y envilecido los amigos ambiciosos que le rodean? ¡Ah!, mi corazón de madre se desgarra con esto; pero no puedo atenuar la falta del Príncipe. Mi hijo es un infame.

– ¿Y él espera conjurar fácilmente tantos peligros? – preguntó mi ama.

– No lo sé – repuso la desconocida tristemente. – Manuel, como te he dicho, está muy descorazonado. Aunque cree castigar pronto y ejemplarmente a los conjurados, como hay algo que está por encima de todo esto, y que…

– Bonaparte sin duda.

– No: Bonaparte creo que estará de nuestro lado, a pesar de que el Príncipe lo presenta como amigo suyo. Manuel me ha tranquilizado en este punto. Si Bonaparte se enojase con nosotros, le daríamos veinte o treinta mil hombres, para que los sacase de España, como sacó los de la Romana. Eso es muy fácil y a nadie perjudica. Lo que nos entristece es otra cosa, es lo que pasa en España. Según me ha dicho Manuel, todos aman al Príncipe y le creen un dechado de perfecciones, mientras que a nosotros, al pobre Carlos y a mí nos aborrecen. Parece mentira: ¿qué hemos hecho para que así nos odien? Francamente, te digo que esto me tiene afectada, y estoy resuelta a no ir a Madrid en mucho tiempo. Te juro que aborrezco a (41) Madrid.

– Yo no participo de ese temor – dijo Amaranta, – y espero que castigados los conspiradores, la mala yerba no volverá a retoñar.

– Manuel trabajará sin descanso: así me lo ha dicho. Pero es preciso que se evite todo lo que pueda escandalizar, y sobre todo lo que resulte desfavorable. Por eso esta noche en cuanto llegó Manuel, vino a suplicarme que por conducto tuyo, hiciese arrancar de la causa todo lo relativo a Lesbia, que es poseedora de documentos terribles, y se vengaría cruelmente en sus declaraciones. Ya sabes que tiene mucha imaginación, y sabe inventar enredos con gran arte. Desde que Manuel me habló hasta que te he visto, no he sosegado un momento. Pero ni él ni yo, podemos hablar de esto con Caballero: háblale tú y arréglalo con tu buen juicio y habilidad. ¡Ah!, se me olvidaba. Caballero desea el Toisón de Oro: ofréceselo sin cuidado; que aunque no es hombre para cargar tal insignia, no habrá reparo en dársela, si se hace acreedor a ella con su lealtad. ¿Harás lo que te digo?

– Sí, señora. No habrá nada que temer.

– Entonces me retiro tranquila. Confío en ti ahora como siempre – dijo la desconocida levantándose.

– Lesbia no será llamada a declarar; pero no nos faltará ocasión de tratarla como merece.

– Pues adiós, querida Amaranta – añadió la dama besando a mi ama. – Gracias a ti, esta noche dormir tranquila, y entre tantas penas, no es poco consuelo contar con una fiel amiga que hace todo lo posible por disminuirlas.

– Adiós.

– Es muy tarde… ¡Dios mío, qué tarde!

Diciendo esto se encaminaron juntas a la puerta, y abierta ésta aparecieron otras dos damas, con las cuales se retiró la desconocida, después de besar por segunda vez a mi ama. Cuando ésta se quedó sola se dirigió a la habitación en que yo estaba. Mi primera intención fue retirarme del escondite y huir; pero reflexionándolo brevemente, creí que debía esperarla. Cuando ella entró y me vio, su sorpresa fue extraordinaria.

– ¡Cómo, Gabriel, tú aquí! – exclamó.

– Sí, señora – respondí serenamente. – He empezado a desempeñar las funciones que usía me ha encargado.

– ¡Cómo! – dijo con ira; – ¿has tenido el atrevimiento de…?, ¿has oído?

– Señora – respondí, – usía tenía razón: poseo un oído finísimo. ¿No me mandaba usía que observara y atendiera…?

– Sí – dijo más colérica. – Pero no a esto… ¿entiendes bien? Veo que eres demasiado listo, y el exceso de celo puede costarte caro.

– Señora – repuse con mucha ingenuidad, – quería empezar a instruirme cuanto antes.

– Bien – repuso procurando tranquilizarse. – Retírate. Pero te advierto que si sé recompensar a los que me sirven bien, tengo medios para castigar a los desleales y traidores. No te digo más. Si eres imprudente, te acordarás de mí toda tu vida. Vete.

XIX

Al día siguiente se levantó un servidor de ustedes de malísimo humor, y su primera idea fue salir del Escorial lo más pronto que le fuera posible. Para pensar en los medios de ejecutar tan buen propósito fuese a pasear a los claustros del monasterio, y allí discurriendo sobre su situación, se acaloró la cabeza del pobre muchacho revolviendo en ella mil pensamientos que cree poder comunicar al discreto lector.

Los que hayan leído en el primer libro de mi vida el capítulo en que di cuenta de mi inútil presencia en el combate de Trafalgar, recordarán que en tan alta ocasión, y cuando la grandeza y majestad de lo que pasaba ante mis ojos parecían sutilizar las facultades de mi alma, puede concebir de un modo clarísimo la idea de la patria. Pues bien: en la ocasión que ahora refiero, y cuando la desastrosa catástrofe de tan ridículas ilusiones había conmovido hasta lo más profundo mi naturaleza toda, el espíritu del pobre Gabriel hizo después de tanto abatimiento una nueva adquisición, una nueva conquista de inmenso valor, la idea del honor.

¡Qué luz! Recordé lo que me había dicho Amaranta, y comparando sus conceptos con los míos, sus ideas con lo que yo pensaba, mezcla de ingenuo engreimiento y de honrada fatuidad, no pude menos de enorgullecerme de mí mismo. Y al pensar esto no pude menos de decir: – Yo soy hombre de honor, yo soy hombre que siento en mí una repugnancia invencible de toda acción fea y villana que me deshonre a mis propios ojos; y además la idea de que pueda ser objeto del menosprecio de los demás me enardece la sangre y me pone furioso. Cierto que quiero llegar a ser persona de provecho; pero de modo que mis acciones me enaltezcan ante los demás y al mismo tiempo ante mí, porque de nada vale que mil tontos me aplaudan, si yo mismo me desprecio. Grande y consolador debe de ser, si vivo mucho tiempo, estar siempre contento de lo que haga, y poder decir por las noches mientras me tapo bien con mis sabanitas para matar el frío: «No he hecho nada que ofenda a Dios ni a los hombres. Estoy satisfecho de ti, Gabriel.»

Debo advertir que en mis monólogos siempre hablaba conmigo como si yo fuera otro.

Lo particular es que mientras pensaba estas cosas, la figura de mi Inés no se apartaba un momento de mi imaginación y su recuerdo daba vueltas en torno a mi espíritu, como esas mariposas o pajaritas que se nos aparecen a veces en días tristes trayendo según el vulgo cree, alguna buena noticia.

 

Tal era la situación de mi espíritu, cuando acertó a pasar cerca de mí el caballero D. Juan de Mañara, vestido de uniforme. Detúvose y me llamó con empeño, demostrando que mi presencia era para él nada menos que un buen hallazgo. No era aquélla la primera vez que solicitaba de mí un pequeño favor.

– Gabriel – me dijo en tono bastante confidencial sacando de su bolsillo una moneda de oro, – esto es para ti, si me haces el favor que voy a pedirte.

– Señor – contesté, – con tal que sea cosa que no perjudique a mi honor…

– Pero, pedazo de zarramplín, ¿acaso tú tienes honor?

– Pues sí que lo tengo, señor oficial – contesté muy enfadado; – y deseo encontrar ocasión de darle a usted mil pruebas de ello.

– Ahora te la proporciono, porque nada más honroso que servir a un caballero y a una señora.

– Dígame usted lo que tengo que hacer – dije deseando ardientemente que la posesión del doblón que brillaba ante mis ojos fuera compatible con la dignidad de un hombre como yo.

– Nada más que lo siguiente – respondió el hermoso galán sacando una carta del bolsillo: – llevar este billete a la señorita Lesbia.

– No tengo inconveniente – dije, reflexionando que en mi calidad de criado no podía deshonrarme llevando una carta amorosa. – Déme usted la esquelita.

– Pero ten en cuenta – añadió entregándomela, – que si no desempeñas bien la comisión, o este papel va a otras manos, tendrás memoria de mí mientras vivas, si es que te queda vida después que todos tus huesos pasen por mis manos.

Al decir esto el guardia demostraba, apretándome fuertemente el brazo, firme intención de hacer lo que decía. Yo le prometí cumplir su encargo como me lo mandaba, y tratando de esto llegamos al gran patio de palacio, donde me sorprendió ver bastante gente reunida descollando entre todos algunas aves de mal agüero, tales como ministriles y demás gente de la curia. Yo advertí que al verles mi acompañante se inmutó mucho, quedándose pálido, y hasta me parece que le oí pronunciar algún juramento contra los pajarracos negros que tan de improviso se habían presentado a nuestra vista. Pero yo no necesitaba reflexionar mucho para comprender que aquella siniestra turba nada tenía que ver conmigo, así es que dejando al militar en la puerta del cuerpo de guardia, una vez trasladadas carta y moneda a mi bolsillo, subí en cuatro zancajos la escalera chica, corriendo derecho a la cámara de la señora Lesbia.

No tardé en hacerme presentar a su señoría. Estaba de pie en medio de la sala, y con entonación dramática leía en un cuadernillo aquellos versos célebres:

 
… todo me mata,
todo va reuniéndose en mi daño!
– Y todo te confunde, desdichada.
 

Estaba estudiando su papel. Cuando me vio entrar cesó su lectura, y tuve el gusto de entregarle en persona el billete, pensando para mí: – ¿Quién dirá que con esa cara tan linda eres una de las mejores piezas que han hecho enredos en el mundo?

Mientras leía, observé el ligero rubor y la sonrisa que hermoseaban su agraciado rostro. Después que hubo concluido, me dijo un poco alarmada:

– ¿Pero tú no sirves a Amaranta?

– No señora – respondí. – Desde anoche he dejado su servicio, y ahora mismo me voy para Madrid.

– ¡Ah!, entonces bien – dijo tranquilizándose.

Yo en tanto no cesaba de pensar en el placer que habría experimentado Amaranta si yo hubiera cometido la infamia de llevarle aquella carta. ¡Qué pronto se me había presentado la ocasión de portarme como un servidor honrado, aunque humilde! Lesbia, encontrando ocasión de zaherir a su amiga, me dijo:

– Amaranta es muy rigurosa y cruel con sus criados.

– ¡Oh, no señora! – exclamé yo, gozoso de encontrar otra coyuntura de portarme caballerosamente, rechazando la ofensa hecha a quien me daba el pan. – La señora condesa me trata muy bien; pero yo no quiero servir más en palacio.

– ¿De modo que has dejado a Amaranta?

– Completamente. Me marcharé a Madrid antes de medio día.

– ¿Y no querrías entrar en mi servidumbre?

– Estoy decidido a aprender un oficio.

– De modo que hoy estás libre, no dependes de nadie, ni siquiera volverás a ver a tu antigua ama.

– Ya me he despedido de su señoría y no pienso volver allá.

No era verdad lo primero, pero sí lo segundo.

Después, como yo hiciera una profunda reverencia para despedirme, me contuvo diciendo:

– Aguarda: tengo que contestar a la carta que has traído, y puesto que estás hoy sin ocupación, y no tienes quien te detenga, llevarás la respuesta.

Esto me infundió la grata esperanza de que mi capital se engrosara con otro doblón, y aguardé mirando las pinturas del techo y los dibujos de los tapices. Cuando Lesbia hubo concluido su epístola, la selló cuidadosamente y la puso en mis manos, ordenándome que la llevase sin perder un instante. Así lo hice; pero ¿cuál no sería mi sorpresa cuando al llegar al cuerpo de guardia me encontré con la inesperada novedad de que sacaban preso a mi señor el guardia, llevándole bonitamente entre dos soldados de los suyos! Yo temblé como un azogado, creyendo que también iban a echarme mano, pues sabía que no bastaba ser insignificante para librarse de los ministriles, quienes deseando mostrar su celo en la causa del Escorial, comprendían en los voluminosos autos el mayor número posible de personas.

Cometí la indiscreción de entrar en el cuerpo de guardia para curiosear, lo cual hizo que un hombre allí presente, temerosa estantigua con nariz de gancho, espejuelos verdes y larguísimos dientes del mismo color, dirigiese hacia mi rostro aquellas partes del suyo, observándome con tenaz atención y diciendo con la voz más desagradable y bronca que en mi vida oí:

– Este es el muchacho a quien el preso entregó una carta poco antes de caer en poder de la justicia.

Un sudor frío corrió por mi cuerpo al oír tales palabras, y volví la espalda con disimulo para marcharme a toda prisa; pero ¡ay!, no había andado dos pasos, cuando sentí que se clavaban en mi hombro unas como garras de gavilán, pues no otro nombre merecían las afiladas y durísimas uñas del hombre de los espejuelos verdes en cuyo poder había caído. La impresión que experimenté fue tan terrorífica, que nunca pienso olvidarla, pues al encarar con su finísima estampa, los vidrios redondos de sus gafas que recomendaban la pupila cuajada, penetrante y estupefacta del gato, me turbaron hasta lo sumo, y al mismo tiempo sus dientes verdes, afilados sin duda por la voracidad, parecían ansiosos de roerme.

– No vaya Vd. tan de prisa, caballerito – dijo, – que tal vez haga aquí más falta que en otra parte.

– ¿En qué puedo servir a usía? – pregunté melifluamente, comprendiendo que nada me valdría mostrarme altanero con semejante lobo.

– Eso lo veremos – contestó con un gruñido que me obligó a encomendarme a Dios.

Mientras aquel cernícalo, con la formidable zarpa clavada en mi cuello, me llevaba a una pieza inmediata, yo evoqué mis facultades intelectuales para ver si con el esfuerzo combinado de todas ellas encontraba medio de salir de tan apurado trance. En un instante de reflexión, hice el siguiente rapidísimo cálculo: – «Gabriel: este instante es supremo. Nada conseguirás defendiéndote con la fuerza. Si intentas escaparte, estás perdido. De modo que si por medio de algún rasgo de astucia no te libras de las uñas de este pícaro, que te enterrará vivo bajo una losa de papel sellado, ya puedes hacer acto de contrición. Al mismo tiempo llevas sobre ti la honra de una dama que sabe Dios lo que habrá escrito en esta endiablada carta. Con que ánimo, muchacho, serenidad y a ver por dónde se sale».

Afortunadamente, Dios iluminó mi entendimiento en el instante en que el curial se sentó en un desnudo banquillo, poniéndome delante para que respondiera a sus preguntas. Recordé haber visto al feroz leguleyo en el cuarto de Amaranta, a quien gustaba de ofrecer servilmente sus respetos, y esto con la idea de que mi antigua ama era desafecta a las personas a quienes se formaba la causa, me dio la norma del plan que debía seguir para librarme de aquel vestiglo.