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Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV

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– Conque tú andas llevando y trayendo cartitas, picaronazo – dijo en la plenitud de su curial sevicia, gozándose de antemano con la contemplación imaginaria de las resmas de papel sellado en que había de emparedarme. – Ahora veremos para quiénes son esas cartas, y si te ocupas en comunicar a los conjurados con los presos, para que burlen la acción de la justicia.

– Señor licenciado – contesté yo recobrando un poco la serenidad, – usted no me conoce, y sin duda me confunde con esos picarones que se ocupan en traer y llevar papelitos a los que están presos en el Noviciado.

– ¿Cómo? – exclamó con júbilo. – ¿Estás seguro de que eso pasa?

– Sí, señor, – respondí envalentonándome cada vez más. – Vaya usía ahora mismo con disimulo al patio de los convalecientes, y verá que desde el piso tercero del monasterio echan cartas a la bohardilla valiéndose de unas larguísimas cañas.

– ¿Qué me dices?

– Lo que usía oye: y si quiere verlo con sus propios ojos vaya ahora mismo; que esta es la hora que escogen los malvados para su intento, por ser la de la siesta. Ya me podría usía recompensar por la noticia, pues le doy este aviso, para que pueda prestar un gran servicio a nuestro querido Rey.

– Pero tú recibiste una carta del joven alférez, y si no me la das ante todo, ya te ajustaré las cuentas.

– ¿Pero el señor licenciado no sabe – contesté, – que soy paje de la excelentísima señora condesa Amaranta, a quien sirvo hace algún tiempo? ¡Y que no me tiene poco cariño mi ama en gracia de Dios! Mil veces ha dicho que ya puede tentarse la ropa el que me tocase tan siquiera al pelo de la misma.

El leguleyo parecía recordar, y como era cierto que me había visto repetidas veces en compañía de mi ama, advertí que su endemoniado rostro se apaciguaba poco a poco.

– Bien sabe el señor licenciado – continué, – que la señora condesa me protege, y habiendo conocido que yo sirvo para algo más que para ese bajo oficio, se propone instruirme y hacer de mí un hombre de provecho. Ya he empezado a estudiar con el padre Antolínez, y después entraré en la casa de pajes, porque ahora hemos descubierto que yo, aunque pobre, soy noble y desciendo en línea recta de unos al modo de duques o marqueses de las islas Chafarinas.

El leguleyo parecía muy preocupado con estas razones que yo pronuncié con mucho desparpajo.

– Y ahora – proseguí, – iba al cuarto de mi ama, que me está esperando, y en cuanto sepa que el señor licenciado me ha detenido se pondrá furiosa: porque ha de saber el señor licenciado que mi ama me manda recorrer estos patios y galerías para oír lo que dicen los partidarios de los presos, y ella lo va apuntando en un libro que tiene, no menos grande que ese banco. Ella va a descubrir muchas cosas malas de esa gente y está muy contenta con mi ayuda, pues dice que sin mí no sabría la mitad de lo que sabe. Por ejemplo, lo de las cañas apuesto a que nadie lo sabe más que yo, y agradézcame el señor licenciado que se lo haya dicho antes que a ninguno.

– Cierto es – dijo el ministril, – que la señora condesa te protege, pues ahora caigo en la cuenta de que algunas veces se lo he oído decir; pero no me explico que tu ama se cartee con el alférez.

– También a mí me llamó la atención – repuse, – porque mi ama decía que ese señor era de los que primero debían ser puestos a la sombra; pero vea el señor licenciado. La carta que recibí era para mi ama; y le decía que viéndose próximo a caer en poder de la justicia, solicitaba la protección de la señora condesa para librarse de aquélla.

– ¡Ah, Sr. Mañara, tunante, trapisondista! – exclamó el representante de la justicia humana. – Quería escaparse de nuestras uñas, poniéndose al amparo de una persona que está demostrando el mayor celo en favor de la causa del Rey.

– Pero no le valieron sus malas mañas, señor licenciadito de mi alma – añadí entusiasmándome, – porque mi ama rompió la carta con desdén, y me mandó contestarle de palabra que nada podía hacer por él.

– ¿Y a eso venías?

– Precisamente. Ya sabía yo que no lograba nada el señor alférez. Y me alegro, me alegro. Porque yo digo: esos picarones, ¿no querían quitarle al Rey su corona, y a la Reina la vida? Pues que las paguen todas juntas, que bien merecido tienen el cadalso; y como se descuiden, el señor Príncipe de la Paz no se andará por las ramas.

– Bien – dijo algo más benévolo para conmigo, pero sin que se extinguiera su recelo. – Iremos juntos a ver a tu ama, y ella confirmará lo que has dicho.

– Ahora se fue al cuarto del Príncipe de la Paz, a quien piensa recomendarme para que entre en la casa de Pajes. Y como el señor licenciado se descuide, no podrá ver a los que echan la caña por los balcones del piso tercero del monasterio. Vaya usía a enterarse de esto, y luego puede pasar al cuarto de mi ama, donde le espero. Ella estará prevenida y recibirá a usía con mucho agasajo, porque le aprecia y estima mucho.

– ¿Sí? ¿Le has oído hablar de mí alguna vez? – preguntó vivamente.

– ¿Alguna vez? Diga el señor licenciado mil veces. La otra noche estuvo hablando de usía más de dos horas con el Príncipe de la Paz, y con el marqués Caballero.

– ¿De veras? – preguntó plegando su arrugada boca con una sonrisa indefinible y dejando ver en todo su vasto desarrollo el mapa de su verde dentadura. – ¿Y qué decía?

– Que al señor licenciado se deben todas las averiguaciones que se han hecho en la causa, y otras cosas que no digo por no ofender la modestia de usía.

– Dilas picarón, y no seas corto de genio.

– Pues hizo grandes elogios de usía, ponderando su talento, su mucho saber y su disposición para sacar leyes aunque fuera de un canto rodado. Después añadió que si no le hacían al señor licenciado consejero de Indias o de la sala de alcaldes de Casa y Corte, no tendrían perdón de Dios.

– ¿Eso dijo? Veo que eres un chico formal y discreto. Di a la señora condesa que dentro de un momento pasaré a visitarla, para consultar con ella gravísimas cuestiones. Ella sabrá cuánto la aprecio y estimo. Con respecto a ti, al principio pensé que la carta entregada por el alférez era para la duquesa Lesbia.

– ¡Quiá! No voy yo al cuarto de esa señora, porque mi ama y ella están reñidas.

– Y como hoy – continuó, – se procederá también a prender a esa señora, que resulta complicada en el proceso lo mismo que su esposo el señor duque…

– ¡También prenden a la señora Lesbia! – exclamé asombrado.

– También; ya habrán subido mis compañeros a notificárselo. Con que, joven, sube al cuarto de tu ama, adviértele mi próxima visita.

No esperé más para separarme de hombre tan fiero, y bendiciendo fervorosamente a Dios, salí del cuerpo de guardia, muy satisfecho de la estratagema empleada. Mi primera intención fue correr al cuarto de Lesbia, no sólo para devolverle la carta, sino para prevenirla acerca del gran riesgo que su libertad corría; mas cuando subí, noté que la justicia había invadido su vivienda. Era preciso huir de palacio, donde corría gran peligro de caer en poder del atroz licenciado, en cuanto éste, conferenciando con mi ama, descubriese mis estupendas mentiras. Pies, ¿para qué os quiero?, dije, y al punto subí precipitadamente a mi camaranchón, cogí y empaqueté de cualquier modo mi ropa, y sin despedirme de nadie salí del palacio y del monasterio, resuelto a no detenerme hasta Madrid.

A pesar de mi zozobra, no quise partir sin provisiones, y habiéndome surtido en la plaza del pueblo de lo más necesario, eché a andar, volviendo a cada rato la vista, porque me parecía que el licenciado caminaba detrás de mí. Hasta que no desapareció de mi vista la cúpula y las torres del terrible monasterio no recobré la tranquilidad, y después de dos horas de precipitada marcha, me aparté del camino y restauré mis fuerzas con pan, queso y uvas, seguro ya de que por el momento las durísimas uñas del representante de la justicia no se clavarían en mis hombros.

En aquel rato de descanso y esparcimiento, me reí a mis anchas, recordando las mentiras que había empleado para salvarme; pero no me remordía la conciencia por haberlas desembuchado con tanta largueza, puesto que aquellos embustes, con los cuales no perjudicaba a la honra de nadie, eran la única arma que me defendía contra una persecución tan bárbara como injusta. Los trances difíciles aguzan al ingenio, y en cuanto a mí, puedo decir que antes de encontrarme en el que he referido, jamás hubiera sido capaz de inventar tales desatinos. Bien dicen, que las circunstancias hacen al hombre tonto o discreto, aguzando el más rústico entendimiento, u oscureciendo el que se precia de más claro.

Más allá de Torrelodones encontré unos arrieros, que por poco dinero me dejaron montar en sus caballerías, y de este modo llegué a Madrid cómodamente, ya muy avanzada la noche.

XX

Como era tarde, creí que no debía ir a casa de Inés hasta la mañana siguiente, y entré en la de la González, que aún estaba levantada y como sin intención de recogerse todavía. Quedóse muy asombrada al verme entrar, y faltole tiempo para preguntarme lo que me había pasado, y si había ocurrido alguna novedad a la señorita Amaranta. También quiso saber lo de la famosa conjuración, asunto que, según dijo, ocupaba la atención de Madrid entero, y satisfecha su curiosidad en este y otros puntos, me aseguró haber recibido una carta de Lesbia, en que le anunciaba su viaje a la corte dentro de algunos días para acabar de perfeccionarse en el papel de Edelmira.

Aunque el cansancio me rendía, y más deseaba acostarme que hablar, le conté lo de la carta y también el triste caso de la prisión de la duquesa. Pepita, muy alterada con estas noticias, me rogó que le entregase la carta, a lo cual me negué, jurando que la guardaría hasta que pudiese dársela en propia mano a la misma persona de quien la recibí. Ella pareció conformarse con mi negativa, y no hablamos más del asunto. Después le dije que resuelto a aprender un oficio había abandonado a Amaranta para regresar a la corte y me fui a acostar, deseando que llegase pronto la mañana por ver a Inés. Excuso decir que dormí como un talego; levanteme al día siguiente muy a prisa, y mi primera impresión fue una gran pesadumbre. Les contaré a ustedes: al vestirme, busqué entre mis ropas la carta de Lesbia, y la carta no parecía. No quedó en mis bolsillos ni en mi breve equipaje escondrijo que no fuese revuelto; pero no encontré nada. Muy afanado estaba, temiendo que la carta hubiese caído en manos indiscretas, cuando le conté a mi ama lo que me pasaba, preguntándole si había encontrado por el suelo la malhadada epístola. Entonces la pícara, lanzando una carcajada de alegría, me contestó con la mayor desvergüenza:

 

– No la he encontrado, Gabrielillo, sino que anoche, luego que te dormiste, entré en tu cuarto de puntillas y saqué la carta del bolsillo de tu chaqueta. Aquí la tengo, la he leído, y no la soltaré por nada.

Aquello me indignó sobremanera. Pedile la carta, diciéndole que mi honor me exigía devolverla a su dueña sin que nadie la leyera; mas ella me repuso que yo no tenía honor que conservar, y que en cuanto a la carta no la devolvería, aunque le diesen tantos azotes como letras estaban escritas en ella. Acto continuo me la leyó, y decía así si mal no recuerdo:

«Amado Juan: te perdono la ofensa y los desaires que me has hecho; pero si quieres que crea en tu arrepentimiento, pruébamelo viniendo a cenar conmigo esta noche en mi cuarto, donde acabaré de disipar tus infundados celos, haciéndote comprender que no he amado nunca, ni puedo amar a Isidoro, ese salvaje, presumido comiquillo, a quien sólo he hablado alguna vez con objeto de divertirme con su necia pasión. No faltes si no quieres enfadar a tu – Lesbia. – P. D. No temas que te prendan. Primero prenderán al Rey.»

Leída la carta, la González se la guardó en el pecho, diciendo entre risas y chistes, que ni por diez mil duros la devolvería. Todas mis súplicas fueron inútiles, y al fin, cansado de desgañitarme, salí de la casa, muy apesadumbrado con aquel incidente; mas esperando desvanecer mi mal humor con la vista de la infeliz Inés. Dirigime allá muy conmovido, y al entrar por la calle, mirando a los balcones de su casa, decía: «¡Cuán lejos estará de que yo acabo de doblar la esquina y estoy en la calle! Estará sentada detrás de la cortinilla, y aunque no tendría más que asomarse un poco para verme, no me verá hasta que no entre en la casa.»

Llegué, por fin, y desde que me abrió la puerta comprendí que algo grave allí pasaba, porque Inés no corrió a mi encuentro, a pesar de las fuertes voces que di al poner el pie dentro de la casa. Quien primero me recibió fue el padre Celestino, con rostro tan extremadamente compungido, que atribuirse no podía su escualidez a la sola causa del hambre.

– Hijo mío, en mal hora vienes – me dijo. – Aquí tenemos una gran desgracia. Mi hermana, la pobre Juana se nos muere sin remedio.

– ¿Pero Inés?

– Buena: pero figúrate cómo estará la pobrecita con el ajetreo de estos días. No se separa del lado de su madre, y si esto siguiera mucho tiempo creo que también se llevaría Dios al pobre angelito de mi sobrina.

– Bien le decíamos a la señora doña Juana que no trabajase tanto.

– Y ¿qué quieres, hijo mío? – respondió. – Ella mantenía la casa; porque ya ves, todavía no me han dado el curato, ni la capellanía, ni la coadjutoría, ni la ración, ni la beca, ni la congrua que me han prometido, aunque tengo la seguridad de que a más tardar la semana que entra se cumplirán mis deseos. Además mi poema latino no hay librero que lo quiera imprimir aunque le dieran dinero encima, y aquí tienes la situación. No sé qué va a ser de nosotros si mi hermana se muere.

Al decir esto, las quijadas del pobre viejo se descoyuntaron en un bostezo descomunal que me probó la magnitud de su hambre. Semejante espectáculo me oprimía el corazón; pero afortunadamente yo tenía algún dinero de mis ahorros y además el doblón de Mañara, lo cual me permitía hacer una hombrada. Echándome la mano al bolsillo, dije:

– Señor cura, en celebración de la congrua que ha de recibir su paternidad la semana que entra, le convido a chuletas.

– No tengo gana – respondió haciendo alarde de aquella gentil delicadeza que le caracterizaba, – y además no quiero que gastes tus ahorros; pero si quieres tú comerlas, que las traigan y aquí te las aderezaremos.

Al instante mandé a una vecina por la carne, y mientras venía, no pudiendo contener mi impaciencia, me interné en busca de Inés. Hallela en la habitación principal, no lejos de la cama de su madre, que dormía profundamente.

– Inesilla, Inesilla de mi corazón – dije corriendo a ella y dándole media docena de abrazos.

Por única respuesta Inés me señaló a la enferma, indicándome que no hiciera ruido.

– Tu madre se pondrá buena – le contesté en voz baja. – ¡Ay, Inesita, cuánto deseaba verte! Vengo a confesarte que soy un bruto, y que tú tienes más talento que el mismo Salomón.

Inés me miró sonriendo con serena tranquilidad, como si de antemano hubiera sabido que yo vendría a hacer tales confesiones. Mi discreta y pobre amiga estaba muy pálida por los insomnios y el trabajo; pero ¡cuánto más hermosa me pareció que la terrible Amaranta! Todo había cambiado, y el equilibrio de mis facultades estaba restablecido.

– Mira, Inesilla – dije besándole las manos, – acertaste en todas tus profecías. Estoy arrepentido de mi gran necedad, y he tenido la suerte de encontrar pronto el desengaño. Bien dicen que los jóvenes nos dejamos alucinar por sueños y fantasmas. Pero, ¡ay!, no todos tienen un buen ángel como tú que les enseñe lo que han de hacer.

– ¿De modo que ya no le tendremos a usía de capitán general ni de virrey? – me dijo burlándose de mis locuras.

– No, niñita; no estoy ya por los palacios ni por los uniformes. Si vieras tú qué feas son ciertas cosas cuando se las ve de cerca. El que quiere medrar en los palacios, tiene que cometer mil bajezas, contrarias al honor, porque yo tengo también mi honor, sí señora… Nada, nada: dejémonos de virreinatos y de bambollas. He sido un alma de cántaro; pero bien dice el señor cura, tu tío, que la experiencia es una llama que no alumbra sino quemando. Yo me he quemado vivo; pero ¡ay!, hija, ¡si vieras cuánto he aprendido! Ya te contaré.

– ¿Y ya no vuelves allá?

– No, señora; aquí me quedo, porque tengo un proyecto…

– ¿Otro proyecto?

– Sí, pero este te ha de gustar, picarona. Voy a aprender un oficio. A ver cuál te parece mejor. ¿Platero, ebanista, comerciante? Lo que tú quieras. Todo menos el de criado.

– Eso no está mal discurrido.

– Pero detrás de este proyecto, está otro mejor – dije gozando de un modo indecible con aquel diálogo. – Sí, hijita, tengo el proyecto de casarme con usted.

La enferma hizo un movimiento, y entonces Inés, atendiendo a su madre, no pudo dar contestación a mis vehementes palabras.

– Yo tengo diez y seis años – continué, – tú quince; de modo que no hay más que hablar. Aprenderé un oficio, en el cual pienso ganar pronto muchísimo dinero, que tú irás guardando para nuestra boda. Verás, verás qué bien vamos a estar. ¿Quieres, sí o no?

– Gabriel – repuso en voz muy baja, – ahora somos muy pobres. Si me quedo huérfana, lo seremos mucho más. A mi tío no le darán nunca lo que está esperando hace catorce años. ¿Qué va a ser de nosotros? Tú no ganarás nada hasta que no pase algún tiempo: no pienses, pues, en locuras.

– Pero, tonta, dentro de cuatro años habré yo ganado más de lo que peso. Entonces, para entonces… Mientras tanto, ya nos arreglaremos. Para algo te ha dado Dios ese talento de doctora de la Iglesia que tienes. Ahora conozco que sin ti no valgo nada, ni sirvo para nada.

Eso después que te reías de mí, cuando te decía: «Gabriel, vas por mal camino».

– Tenías razón, cordera. ¡Si vieras qué raro es el hombre por dentro, y cómo se equivoca, y cómo ignora hasta lo mismo que le pasa! Cuando salí de aquí creí que no te quería, y como aquella señora me tenía deslumbrado, apenas me acordaba de ti. Pero no: te quería y te quiero más que a mi vida, sólo que a veces parece que se le ponen a uno telarañas en los ojos que tenemos por dentro, y no vemos lo mismo que nos pasa en… pues… por dentro. Y al mismo tiempo, querida, tu carita se me venia a la memoria, cuando, decidido a no ceder a los caprichos de aquella dama endemoniada, pensaba que el hombre debe buscarse una fortuna por medios honrosos. La enferma llamó a su hija, y nuestro dulce coloquio quedó interrumpido. Pero tras el placer que había experimentado conferenciando con Inés, Dios me deparó el no menos grato de ver comer las chuletas al padre Celestino, quien a pesar de la gran necesidad que padecía, no las cató sin hacer mil remilgos, para poner a salvo su dignidad y pundonor.

– He almorzado hace un rato, Gabriel – dijo; pero si te empeñas…

Mientras comía recayó la conversación sobre los asuntos del Escorial, y él que no ocultaba su afición a Godoy, se expresó así:

– Harán bien en extirpar de raíz la conjuración. Pues no es nada la que tenían armada contra nuestros queridos Reyes y ese dignísimo Príncipe de la Paz, mi paisano y amigo protector de los menesterosos.

– Pues la opinión general aquí, como en el real Sitio – le contesté, – es favorable al Príncipe Fernando, y todos acusan a Godoy de haber fraguado esto para desacreditarle.

– ¡Pícaros, embusteros, rufianes! – exclamó furioso el clérigo. – ¿Qué saben ellos de eso? Si conocieran, como yo conozco, las intrigas del partido fernandista… Descuiden, que ya le contaré todo al señor Príncipe de la Paz cuando vaya a darle las gracias por mi curato, lo cual, según me ha dicho el oficial de la secretaría, no puede pasar de la semana que entra. ¡Ah! Si tú conocieras al canónigo don Juan de Escóiquiz como le conozco yo… Aquí le tienen por un corderito pascual, y es el bribón mayor que ha vestido sotana en el mundo. ¿Quién sino él se ha opuesto a que me den el curato? Y todo porque en las oposiciones que hicimos en Zaragoza hace treinta y dos años, sobre el tema Utrum helemosinam… no recuerdo lo demás… le dejé bastante corrido. Desde entonces me ha tomado grande ojeriza. Cuando estemos más despacio, Gabrielillo, te contaré las mil infames tretas que ha empleado el arcediano de Alcaraz, para conquistar la voluntad de su discípulo. ¡Ah!, yo sé cosas muy gordas. Él es el alma de este negocio; él ha urdido tan indigna trama; él ha estado en tratos con el embajador de Francia, monsieur Beauharnais, para entregar a Napoleón la mitad de España, con tal que ponga en el trono al príncipe heredero, sí señor.

– Pues oiga usted a todo el mundo – respondí, – y verá cómo al Sr. Escóiquiz le ponen por esas nubes, mientras dicen mil picardías del primer ministro.

– Envidia, chico, envidia. Es que todos le piden colocaciones, destinos y prebendas y como no los puede dar sino a las personas decentes como yo, de aquí que la mayoría se queja, murmura y ya ves. ¿Y podrán negar que se le deben multitud de cosas buenas, como la protección a la enseñanza, la creación del seminario de caballeros pajes, el fomento de la botánica, las escuelas de agricultura, los jardines de aclimatación, la prohibición de enterrar en los templos, y otras muchas reformas útiles, que aunque criticadas por los ignorantes, ello es que son laudables y así ha de reconocerlo la posteridad? Cuando estemos despacio te contaré otras cosas que te harán variar de opinión, y si no, al tiempo. Yo bien sé que me arrastrarán los madrileños si salgo por ahí diciendo estas cosas; pero amigo… super omnia veritas.

– Pues hablando de otra cosa – le dije, – aquí donde usted me ve, puede que le haya conseguido un servidor el destinillo que pretendía.

– ¿Tú? ¿Qué puedes tú? Godoy quiere servirme, sí, él lo hará sin necesidad de recomendaciones. Y a fe, hijo mío, que si no me colocan pronto, y se muere Juana, lo vamos a pasar mal; pero muy mal.

– Pero doña Juana tiene parientes ricos.

– Sí, Manso Requejo y su hermana Restituta, comerciantes de telas en la calle de la Sal. Ya sabes que son avaros de aquellos de hártate comilón con pasa y media. Jamás han hecho nada por sus parientes. La pobre Inés no tiene que agradecerles ni un pañuelo.

– ¡Qué miserables!

– Además, cuando yo me establecí en Madrid, hace catorce años, conocí a ese Requejo. Juana estaba ya viuda, Inés era tamañita así, y tan lindilla y tan amable como ahora. Pues bien: el primo de Juana, a quien yo insté en cierta ocasión para que favoreciera a esa familia, me dijo: «No puedo hacer nada por ellas, porque Juana ha renegado de sus parientes; en cuanto a Inesilla estoy casi seguro de que no es de mi sangre. Me han dicho que es una inclusera, a quien Juana ha recogido haciéndola pasar por hija suya». Pretexto, nada más que pretexto, para disculpar su avaricia. No me fue posible convencer a aquel bárbaro, y desde entonces no le he vuelto a ver.

 

– ¿De modo que no hay que contar con esa gente?

– Como si no existieran.

Estas palabras me llevaron a reflexionar sobre la suerte de aquella infeliz familia. Hubiera deseado tener los tesoros de Creso para ponérselos a Inés en el cestillo de la costura. Como nunca, sentí entonces imperiosa y viva la primera necesidad del hombre honrado, que está resuelto a no vender su conciencia. No tenía dinero… ¿Cómo adquirirlo?

Fui otra vez al lado de Inés, a quien no podía menos de mostrar a cada instante mi afecto vehemente; y después que conferenciamos otro poco, salí de casa, pensando en el ardid que emplearía para que el padre Celestino recibiese, sin menoscabo de su dignidad, el doblón que me dio Mañara, y diciendo entre mí a cada paso: – ¡Maldito dinero! ¿Dónde estás?