Santa María de Montesa

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From the series: Nexus #2
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Por su parte, Laura Gómez Orts lleva a cabo un estudio sistemático, caso por caso, a partir de los datos publicados por Josep Cerdà, del acceso de los magistrados de la Audiencia de Valencia –cuyas trayectorias profesionales reconstruye– a la dignidad de caballeros de la Orden durante el siglo XVII. La investigación corrobora la importancia al respecto del conocido fuero de 1626 que estableció que se concedieran hábitos de la Orden a los magistrados que actuaban como asesores del lugarteniente de Montesa en el Tribunal de la Orden, y que cambió el estado de las cosas: del hábito como posible recompensa por los servicios prestados en el largo plazo, a concesión implícita y automática una vez se alcanzaba la condición de miembro del Tribunal; una nueva vía de acceso a la milicia montesiana, muy valorada por los magistrados.

En el periodo final de esa misma centuria, Miquel Fuertes pone la lupa sobre un conflicto conocido ya, pero nunca antes con tanto detalle: el que por la posesión de un par de encomiendas de la Orden de Montesa enfrentó a Carlos II con las instituciones estamentales del Reino de Valencia, especialmente con la Junta de Contrafueros de las Cortes. En la disputa entró en juego la naturaleza de los candidatos –castellano uno (duque de Ciudad Real) y valenciano el otro (conde de Albalat)–, y, de resultas, el cuestionamiento respecto a la naturaleza de la propia Orden, limitada o no a su condición de institución del Reino y para naturales de este (aspecto fundamental sobre el que también aportan información en sus contribuciones Guinot y Andrés). El conflicto da cuenta de la relevancia de la Orden en el panorama político del Reino, pero también de las formas de autoridad, resistencia y negociación en el reinado de Carlos II. Un marco en el que no es casual el hábil planteamiento por parte de la Corona del ingreso en la Orden como segundo bautismo, que anulaba la fuerza del fuero; tampoco lo es la flexibilidad, ya a principios del reinado de Felipe V, para llegar a una solución satisfactoria para todas las partes.

Mención particular por su argumento y ámbito temporal merece el estudio que Armando Alberola Romá dedica al terremoto de 1748. Con aportación de nuevos datos, establece el estado de conocimientos sobre la catástrofe, con lo que hace –también– las veces de balance sobre el asunto. Pero el trabajo va más allá, al analizar la voluminosa información que el suceso generó y el intenso contacto que mantuvieron las autoridades locales y provinciales con el Consejo de Castilla (en la persona del marqués de la Ensenada), lo que hizo posible que desde la Corte se pudieran evaluar los daños con cierta precisión y acometer el socorro de forma razonablemente proporcionada. Pese a la impotencia frente a los «elementos enfurecidos», los diferentes niveles de la administración, renovada después de la Guerra de Sucesión, reaccionaron con relativa rapidez, desplegando numerosas acciones para paliar daños y atender a la población (lo que, muy probablemente, constituiría la base de experiencia necesaria para afrontar la nueva calamidad de 1755)... y, aunque, paralelamente –signo de los tiempos– no se dejaron de lado las devociones tradicionales como forma de conjurar el peligro.

El cuarto encuadre temático de la obra acoge, bajo el epígrafe general de «Los montesianos», diversos trabajos dedicados directamente a algunos de los miembros de la Orden, ya a sus peripecias vitales o a determinados aspectos de estas, tanto en relación con su actividad de freires como respecto de su participación política en la sociedad de sus respectivas épocas. Por ello, estos artículos proporcionan igualmente resultados de gran interés, al tratarse de personalidades no solo vinculadas a la corporación, sino también reflejo de la nobleza del Reino de Valencia.

Alguna de las aportaciones tiene un enfoque más general, caso de la aproximación que hace el profesor Vicent Pons Alós a la nobleza de la ciudad de Xàtiva como espacio social de linajes con miembros de la Orden durante los siglos XV y XVI. El autor reúne una detallada información sobre las familias nobiliarias de dicha urbe y la sistemática presencia de algunas de ellas en cargos del más alto nivel en Montesa, manteniendo estas al tiempo la alianza con otros miembros laicos del grupo familiar al servicio de la Corona.

En ese contexto de origen setabense se encuentra el protagonista del estudio realizado por José L. Ortega sobre la trayectoria vital y ascenso social al servicio de la monarquía Trastámara de uno de esos linajes: los Despuig, estrechamente ligados a Montesa durante los siglos XV y XVI. El autor presenta un nuevo balance sobre la figura del maestre frey Lluís Despuig durante la segunda mitad del Cuatrocientos. Un personaje ya objeto de estudios anteriores, en parte desde el punto de vista de su carrera diplomática y militar al servicio del rey Alfonso el Magnánimo y como mecenas cultural al final de su vida en la capital valenciana, donde llegó a ser virrey. Ortega aporta una actualización de su trayectoria personal, pero enmarcada en los procesos de ascenso social típicos del siglo XV. La relación del caballero y del linaje con el Estado y el servicio a la Corona se convirtieron en un mecanismo fructífero de ascenso social personal para personajes de la nobleza valenciana, caso del propio Alfonso de Borja, papa Calixto III, también con raíces en Xàtiva.

Precisamente, Santiago La Parra López nos ofrece una visión panorámica de la amplia y significativa presencia de la familia Borja en la Orden de Montesa. En sus propias palabras: no escribe sobre «Montesa y los Borja», sino sobre «los Borja en Montesa», lo que le lleva a situar la Orden en el horizonte de intereses de una familia que alcanzó las más altas dignidades terrenales y –casi– celestiales. Una vinculación que, por ejemplo, se tradujo en el monopolio del cargo de comendador mayor durante siglos. Pero Montesa no debía de ser la principal puerta de acceso de la familia al mundo de las órdenes –y de sus encomiendas–, condición que acabó correspondiendo a la tenida por más apetecible, la de Santiago. Y ello pese a la elevada devoción que el tercer duque tenía por «la cruz de Montesa», que, como escribió a su hijo santo en 1528, «por ninguna otra se debe dejar».

Otro de estos «montesianos» relevantes fue el lugarteniente general de Montesa don Josep de Cardona i Erill, personaje de interesante trayectoria a quien dedica su contribución Maria Salas, combinando trabajos ya publicados con algunas fuentes de archivo. Fue el último lugarteniente con los Habsburgo hispanos y, como destacado austracista, en la Guerra de Sucesión recibió el cargo de virrey de Valencia de manos del archiduque Carlos. A consecuencia de la contienda resultó despojado de hábito y encomienda, pero pudo gozar de un cómodo y reconocido exilio en la Corte de Viena, que tan bien conocía por haber desempeñado en ella diversas misiones desde temprana edad; incluso recuperó su encomienda montesiana tras la paz de 1725, poco tiempo antes de morir. Para un noble con poco más patrimonio que los lazos que en su juventud había trabado en la Corte austriaca, la carrera en Montesa fue un elemento esencial para su promoción política y social.

Cierra la relación de contribuciones sobre los montesianos una de las más novedosas. Se dedica a quien posiblemente cabe considerar como el segundo caballero montesiano más importante y reconocido de la época moderna (siendo el primero el maestre Galcerán). Nos referimos a don Cristóbal Crespí de Valldaura, vicecanciller de Aragón y asesor general de la Orden durante décadas. De su relevancia da cuenta, sin ir más lejos, que haya merecido la atención en este volumen de Jon Arrieta y de Laura Gómez. La recibe también de Josep Cerdà i Ballester. Don Cristóbal escribió, además de la obra jurídica ya mencionada, un interesante Diario de su ejecutoria como presidente del Consejo de Aragón que ha sido recientemente publicado. Pero fue autor también de un curioso texto manuscrito, de un cuaderno de anotaciones –por su estructura es también posible calificarlo como diario, segundo diario– en el que hace referencia al cumplimiento de sus obligaciones, precisamente, como caballero de Montesa, hasta ahora por completo desconocido y presentado aquí en primicia.

Finalmente, y en un último apartado, hemos reunido tres textos que podemos situar en el entorno de la Orden de Montesa durante la Edad Moderna o bien ya en su final, durante el siglo XIX. Oportuno ánimo comparativo tienen dos estudios que traen a colación el alcance europeo de las estructuras sociales, políticas e ideológicas forjadas en torno a las órdenes ibéricas en la época moderna. Así, Fernanda Olival presenta el contraste de la Orden valenciana con la Orden de Cristo, nacida en muy similares circunstancias, exactamente con la misma cronología, igualmente a iniciativa de la Corona, y también heredera del Temple. La imagen es, sin embargo, por completo diferente, siendo el distintivo de la Orden de Cristo durante la época moderna (y sobre todo entre finales del XV y finales del XVI) reivindicar la primera línea en la defensa de la Iglesia católica contra los enemigos de la fe..., si bien, al cabo, tal reivindicación fue más retórica –proclamada en los textos definitorios– que efectiva en la guerra. Lo que, por cierto, comprendía a los infieles musulmanes pero también a los piratas o protestantes que amenazaban las costas portuguesas y brasileñas.

Un objetivo distinto y referencias de comparación también diferentes (las milicias castellanas) enmarcan la contribución de Anne Brogini. Analiza, a partir de la vinculación de la Orden de San Juan de Jerusalén con la monarquía hispánica desde la enfeudación de Malta (1530), el refuerzo del carácter mediterráneo de dicha orden, el peso –económico y humano– de las «lenguas» españolas sobre el conjunto de la institución, la relación con la política militar hispánica y la difusión entre los caballeros y en el conjunto de la Orden de los valores nobiliarios y de cruzada. Y en este proceso de aristocratización queda clara la paulatina adopción por parte de las diferentes lenguas, por directa influencia de las órdenes españolas, de los estatutos de limpieza de sangre.

 

Por último –lugar que le corresponde solo por cronología–, el estudio de Hipólito Sanchiz reconstruye la deriva de las órdenes militares hispanas después del final del Antiguo Régimen y los sucesivos procesos desamortizadores, cuando, perdido todo patrimonio y jurisdicción, fueron quedando limitadas –lo siguen estando ahora– a la condición de instituciones honoríficas. La personalidad del autor, caballero de la Orden de Montesa, le ha permitido trabajar con fondos documentales de no fácil acceso normalmente, y el empeño ha sido acometido con respeto a las fuentes. Se trata, seguramente, del más completo intento de establecer lo ocurrido en esa menos alejada en el tiempo y tan distinta etapa de la historia de las cuatro órdenes –Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa– hasta el día de hoy.

Este largo recorrido por la Orden de Montesa tiene la virtud no solo de confirmar su importancia en la historia del Reino de Valencia, sino también de subrayar la necesidad de contar con ella en prácticamente cualquier investigación sobre este en la Baja Edad Media y la Edad Moderna. Las diversas promociones de historiadores que se dan cita en estos volúmenes dan fe de ello. Y anuncian el futuro que, como tema de investigación, aguarda a la Orden: historia de las instituciones; historia política y jurisdiccional; proyección de sus miembros en la sociedad valenciana, en la Corona de Aragón y en la monarquía hispánica; administración y gobierno de su patrimonio territorial; difusión de corrientes artísticas y culturales en su territorio; contribución a la forja de elementos definidores de la personalidad del Reino; sin olvidar su, por momentos precaria, supervivencia, junto a las otras órdenes militares, en el mundo contemporáneo. Montesa, la Orden de Santa María de Montesa y San Jorge de Alfama, es y seguirá siendo en el futuro un venero inagotable de arte, patrimonio y cultura, y un hito en la historia valenciana; pero también –y no menos importante– un atractivo objeto de investigación.


Enric Guinot Fernando Andrés Josep Cerdà Juan F. Pardo
Universitat de València Universidad Autónoma de Madrid Universitat de València Universitat de Valènci

I

ORÍGENES Y CONTEXTO

ALGUNOS ASPECTOS SOBRE LA EXTINCIÓN DEL TEMPLE Y LOS ORÍGENES DE MONTESA, 1294-1330

Luis García-Guijarro Ramos Universidad de Zaragoza

La supresión canónica de la Orden del Temple en el marco del concilio de Vienne el 22 de marzo de 1312, la fundación de la Orden de Montesa por bula papal de 10 de junio de 1317, su establecimiento efectivo el 22 de julio de 1319 y su subsiguiente inserción social e institucional en el Reino de Valencia durante la década de 1320 hasta la celebración del relevante capítulo general montesiano del 25 de mayo de 1330, broche que cerró la fase inicial de asentamiento y articulación, son jalones todos ellos que suscitan una serie de preguntas básicas relativas a aspectos estructurales profundos que otorgan sentido a la aparición del nuevo instituto,1 en definitiva, al por qué, cuándo, cómo y a través de quiénes tuvo lugar el conjunto de un proceso que discurrió a lo largo de poco más de dos décadas y estableció en los antiguos dominios templarios y hospitalarios valencianos una nueva orden militar de cuño monárquico que contrastaba grandemente con el universalismo de sus predecesoras.2

La acción coordinada que, durante la madrugada del viernes 13 de octubre de 1307, puso en manos de agentes reales de Felipe IV, Capeto, las distintas encomiendas templarias en el Reino de Francia y propició el apresamiento de los freires fue, sin duda, una actuación simbólica de un cambio de época marcado por la crisis de poderes universalistas, en este caso la Iglesia romana, y el afianzamiento dominante de unas monarquías que habían ido fortaleciendo su control sobre complejos haces de dependencias articuladoras de la vida política de los territorios.3 No es este el momento de centrarnos en la fulgurante intervención del monarca capeto sobre el Temple, sino de incidir en la rápida respuesta de Jaime II de Aragón en tierras ibéricas y en las razones de tan sorprendente celeridad. En efecto, el 1 de diciembre, solo mes y medio después del putsch capeto, el rey decretó desde Valencia el arresto de los templarios de dicho reino, extendiendo la medida a Aragón y Cataluña al día siguiente; las instrucciones iban acompañadas de la prohibición de prestar socorro alguno a los freires.4 Entre los días 2 y 7 del mismo mes delegados regios controlaron las encomiendas de Valencia, Burriana y Chivert; la fortaleza de Peñíscola se entregó el día 12 sin apenas lucha. Por último, Ares y la Tenencia de las Cuevas quedaron sometidos al rey el 26 de diciembre.5

Los rápidos movimientos de Jaime II precisan una explicación plausible, si tenemos sobre todo en cuenta que el monarca no parecía albergar duda alguna sobre la religiosidad templaria y sobre el positivo papel de la Orden en sus dominios. Es cierto que el papa Clemente V había escrito a los monarcas de la cristiandad, y entre ellos al rey de Aragón, el 22 de noviembre instando al arresto de los freires, pero tal comunicación no fue leída por Jaime II hasta bien entrado enero de 1308;6 luego, por tanto, su decidida intervención en el asunto templario no pudo estar propiciada por la bula. Con anterioridad, en el momento en que sus agentes estaban ocupando las encomiendas valencianas, el rey notificó al papa sus decisiones, relacionándolas con informaciones de Felipe IV y otros acerca de las primeras confesiones de los freires al otro lado de los Pirineos.7 Razones tan claras y nítidas sobre el comportamiento monárquico de diciembre parecen formar parte de un discurso elaborado para satisfacer a Clemente V y justificar las medidas unilaterales llevadas a cabo sin mandato papal; no hay que aceptarlas sin más como impulsoras de la radical acción monárquica en Valencia. Sobre todo una vez que son tenidas en consideración intervenciones reales destacadas en favor del Temple en dicho reino durante la década de 1290 y los primeros años del siglo XIV. Noticias recibidas de lo que estaba aconteciendo en Francia habrían probablemente afectado a un gobernante menos comprometido con los templarios; en el caso de Jaime II es difícil aceptar que esta fuera la razón de sus actuaciones a comienzos de diciembre de 1307.8 De hecho, en la contestación del 17 de noviembre a la misiva del monarca capeto del 16 de octubre en la que anuncia el apresamiento de los freires, el rey aragonés mostraba asombro, dados los servicios prestados por el Temple contra los sarracenos y su estricta ortodoxia en el pasado y en su época; por ello, Jaime II se negaba a actuar sin mandato pontificio o sin que aparecieran pruebas concluyentes que sostuvieran las acusaciones.9 Debía, además, ser consciente el rey aragonés de la enorme influencia de Felipe IV sobre el pontífice, ya sugerida por uno de los embajadores de Jaime II en carta de diciembre de 1305, poco después de la entronización de Clemente V.10 Por ello, noticias de todo tipo relativas al hecho consumado de octubre de 1307 recibidas por el rey aragonés a lo largo del mes de noviembre debieron de ser enmarcadas por Jaime II en ese contexto de tensión entre poderes, apostólico y capeto, y en consecuencia matizadas en cuanto a la veracidad de las supuestas herejías templarias.

Alan Forey argumentó en su estudio pionero y todavía canónico sobre los templarios en la Corona de Aragón que, a partir de Jaime I, la generosidad real con el Temple se había contenido, alarmados los reyes ante las consecuencias del acuerdo de 1143, que cerró posibles reclamaciones de la Orden derivadas del testamento de Alfonso el Batallador a cambio de cuantiosas entregas en bienes y derechos dentro de los territorios conquistados a los musulmanes.11 Ello concuerda con el precario anclaje templario en tierras valencianas tras la toma de la ciudad de Valencia y del resto de la taifa andalusí.12 Esta contención real no puede, sin embargo, extenderse sin más al reinado de Jaime II,13 pues en el tránsito del siglo XIII al XIV la Orden del Temple vio grandemente acrecentada su presencia en el norte del Reino de Valencia, una franja de especial significado estratégico al ser la zona de confluencia geográfica de los tres dominios básicos de la Corona: Aragón, Cataluña y Valencia.

La primera actuación real data de 1294. En septiembre de ese año se produjo el concambio de la ciudad de Tortosa por dominios monárquicos del norte valenciano, tradicionales unos, caso del castillo de Peñíscola, otros recientemente adquiridos para tal fin por el rey, como aconteció con la Tenencia de Cuevas, comprada en julio de 1293, o con Ares, fortaleza obtenida, también en el mismo mes, por medio de un intercambio de lugares con Artal de Alagón.14 El acuerdo entre Jaime II y el Temple ha sido habitualmente visto desde la perspectiva del ferviente deseo monárquico de controlar una ciudad de notable importancia estratégica en la desembocadura del Ebro, Tortosa. El monarca debió de ser plenamente consciente de que el intercambio establecía un fuerte poder templario en el norte del Reino de Valencia. Acontecimientos posteriores parecen avalar la idea de que el fortalecimiento del Temple en dicha zona no constituyó una simple derivación del deseo de poseer el enclave tortosino, sino que probablemente obedeció a una explícita voluntad real, quizá ligada a un equilibrio de poder de distintas órdenes militares en un territorio en el que el Hospital tenía una presencia destacada a ambos lados del río de la Cenia, es decir, en el extremo sur de Cataluña (encomienda de Ulldecona) y en el norte valenciano (Bailía de Cervera). La compra templaria de la Tenencia de Culla en 1303 refuerza la idea de un decidido interés monárquico en agrandar los dominios del Temple hasta el interior lindante con Aragón.15 La transacción fue entre dos poderes nobiliarios, la Orden y Guillem de Anglesola, pero el rey estuvo muy presente, estimulándola y favoreciéndola en todo momento; actuó de garante del vendedor y suscribió el documento de compraventa dos días después de su redacción. Resulta difícil comprender esta participación real activa desde una reticencia o recelo monárquico hacia la Orden. No es lógico que la actitud de decidido favor variara en menos de cinco años hasta el punto de propiciar una actuación insólita en contra de los dominios templarios en diciembre de 1307. No es sostenible tampoco que las informaciones sesgadas provenientes de Francia convencieran a Jaime II de la culpabilidad de unos freires que el monarca conocía bien y que gozaban de toda su confianza.

Si las comunicaciones de lo que acontecía en el reino capeto no hicieron mella sustancial en el ánimo del rey y la expresa conminación del papa era todavía desconocida, habrá que encontrar una explicación alternativa más coherente con la situación del este peninsular. Hay una primera cuestión que llama poderosamente la atención. Jaime II permaneció en la ciudad de Valencia, o en localidades del Reino, entre finales de noviembre de 1307 y comienzos de octubre del siguiente año, y así lo señala el itinerario construido al hilo de la documentación real.16 Evidentemente era una ciudad periférica dentro de los conjuntos políticos que el rey articulaba dinásticamente. No era habitual la presencia durante largo tiempo de un monarca medieval en un lugar, sobre todo si este era excéntrico. Por tanto, cabe deducir que, ya antes de tomar las decisiones drásticas de comienzos de diciembre, el rey estimaba que el centro de gravedad en el conjunto de sus reinos se situaba en Valencia tras los acontecimientos de octubre de 1307 y que no estaba dispuesto a abandonar la ciudad hasta constatar que la situación en esa zona quedaba encauzada. Por otra parte, el valle del Ebro en su totalidad, y no el norte valenciano, era la zona que agrupaba mayor número de encomiendas templarias y que probablemente aportaba también mayor valor cualitativo dentro de esta provincia de la Orden; sin embargo, fueron tierras meridionales, y no la columna vertebral de los dominios templarios, las que primero concitaron los desvelos monárquicos. Por tanto, razones relevantes retuvieron al monarca en Valencia y concentraron su atención prioritaria en el norte de dicho reino. No debían de ser estas de índole básicamente económica, como parece sugerir Malcolm Barber.17 Si el objetivo de fomentar allí poco antes el crecimiento de los dominios templarios podía obedecer a un intento de diversificación y equilibrio nobiliarios, la quiebra de esos dominios al hilo de los acontecimientos del momento podía alterar gravemente la estabilidad de los territorios más estratégicos de la Corona al confluir en ellos los límites mutuos de Aragón, Cataluña y Valencia. Jaime II debió de intuir que la crisis templaria no era puramente coyuntural, sino que aventuraba con ser definitiva, lo cual añadía el problema del futuro control de aquellas tierras y del conjunto de dominios templarios en el resto de unidades políticas de la Corona. Su actuación obedecía, pues, a una cuestión de elemental geoestrategia política feudal.

 

Determinadas encomiendas templarias en Aragón y Cataluña resistieron más que las valencianas por la firmeza de las fortalezas en que se hicieron fuertes los freires. La última, y una de las más simbólicas, Monzón, capituló finalmente el 1 de junio de 1309. Delegados regios pasaron a controlar todos los dominios de la Orden hasta que el papa decidiera su futuro. En otoño de 1311, Clemente V convocó en Vienne un concilio para dirimir todos los asuntos relativos al contencioso del Temple; la asamblea conoció el 3 de abril del siguiente año la bula clementina de 22 de marzo que decretaba la supresión canónica de la Orden, haciéndose eco de las graves acusaciones de que había sido objeto y del daño irreparable causado por ellas, pero no condenándola judicialmente; imponía, además, silencio sobre el tema en sesiones conciliares posteriores, claro signo este de ausencia de unanimidad entre los padres sinodales. Sabemos que la decisión tomada no contó con el favor de los obispos de la Tarraconense que asistían al sínodo, y en especial del prelado de Valencia, cuya discrepancia y argumentos conocemos a través de los embajadores regios aragoneses.18 Esta actitud muestra que la simpatía hacia el Temple no se limitaba al monarca, sino que se extendía entre amplios círculos eclesiales de los territorios del oriente peninsular.

En mayo de 1312 el pontífice decidió asignar los bienes del instituto extinto a la Orden del Hospital, con excepción de aquellos emplazados en los reinos ibéricos, cuya suerte se determinaría con posterioridad.19 Desde el momento en que el concilio comenzó sus sesiones en octubre de 1311, la posición de Jaime II fue defendida por embajadores, que en los años siguientes mantuvieron los principios sobre los que se sustentaba la postura regia, aunque la forma de plasmarlos en propuestas fue variando.20 Para el rey aragonés era innegociable cualquier solución que hiciera peligrar un control efectivo monárquico del norte valenciano y no asegurara un dominio más directo que el que hasta entonces había ejercido sobre templarios y hospitalarios en la zona. Evidentemente, la asignación general de bienes del Temple al Hospital decidida por el papa en mayo de 1312 era inaceptable para el monarca al consolidar un cinturón hospitalario que separaría Aragón, Cataluña y Valencia, a la par que reforzaba un instituto universalista que escapaba del radio de acción del monarca. El favor del que gozaba en Aviñón el traspaso de los dominios a los sanjuanistas hizo que Jaime II avanzara en enero de 1313 una propuesta de cesión global al Hospital de las encomiendas templarias en el oriente ibérico a cambio del paso a la Corona de diecisiete fortalezas y de las rentas anejas a ellas,21 también del juramento de fidelidad al monarca de los antiguos vasallos del Temple. Es del todo evidente que el rey quería asegurar la fidelidad de quienes serían nuevos dependientes hospitalarios y sustraer de un Hospital potencialmente agrandado los puntos fuertes más significativos, bien por su fortaleza militar bien por su carácter estratégico. Once de los escogidos se encontraban en el extremo sur de Aragón, bajo valle del Ebro y norte de Valencia; cuatro de ellos correspondían a esta última zona: Chivert, Culla, Ares y Peñíscola. El hecho de que un cuarto del total de los núcleos elegidos estuviera situado en el área de atención prioritaria en diciembre de 1307 avala las razones expuestas para la intervención real en esa fecha. Más de cinco años después, el rey seguía preocupado por la incidencia de la disolución del Temple en esa zona y en las aledañas del sur de Aragón y del bajo valle del Ebro.

Nada salió del anterior ofrecimiento y, poco a poco, fórmulas alternativas centradas en la Orden de Calatrava adquirieron relevancia. La conexión calatraveña garantizaba una vía cisterciense de mayor control sobre el nuevo instituto. Eso sí, Jaime II no deseaba injerencias castellanas, por lo que esta rama debería ser autónoma del maestre de la orden madre. Sobre este proyecto se desarrollaron las discusiones una vez que Juan XXII accedió al solio pontificio en agosto de 1316, tras un largo periodo de más de dos años de sede vacante. Jaime II perfiló el control monárquico al que aspiraba mediante confirmación del ofrecimiento de cesión del castillo real de Montesa como sede de la nueva orden; la fortaleza era presentada como punto fuerte en la frontera con los sarracenos, lo cual no era exactamente así, pero ofrecía una imagen positiva a ojos de la curia pontificia en Aviñón. Este fue el camino que finalmente dio frutos y condujo a la bula pontificia de fundación de la Orden el 10 de junio de 1317. El rey había conseguido alejar todavía más la presencia castellana al ligar el nuevo instituto al monasterio de Claraval, vía los cenobios cistercienses de Valldigna y Santes Creus, separándolo, por tanto, de la filiación respecto a la abadía de Morimond, a la que estaba sujeta la Orden de Calatrava. A su vez, aseguraba, mediante bula adicional, el homenaje del castellán de Amposta por los dominios templarios que el Hospital iba a recibir en Aragón y Cataluña.

No sorprende que el maestro calatraveño fuera extremadamente reticente al diseño escogido y que dilatara la fundación efectiva de la Orden, que precisaba de su asentimiento. Los dos años que discurrieron entre el establecimiento canónico y la implantación de hecho del instituto, que no tuvo lugar hasta el 22 de julio de 1319, estuvieron llenos de negociaciones y replanteamientos. Jaime II llegó incluso en 1318 a retomar la vieja idea de entregar los dominios valencianos a los hospitalarios, previa prestación de homenaje del castellán de Amposta, como ya lo había hecho este por los bienes templarios de Aragón y Cataluña, que habían pasado a poder de los sanjuanistas. Se añadía un pago de 100.000 libras.22 La propuesta no prosperó. Quizá la cantidad pareció inasumible al maestre Hugo de Vilareto, aunque solo era el cuádruple de la satisfecha en su día por el Temple por la compra de la Tenencia de Culla. De ser esto cierto, el hecho mostraría las debilidades de ciertas percepciones historiográficas comparativas sobre la situación financiera del Temple y el Hospital en esta época. Tampoco favorecieron el éxito de esta salida las reticencias papales respecto a esta. Un dato adicional respecto al frustrado giro hospitalario del monarca fue la afirmación real de que volvía sobre proyectos anteriores dada la dificultad de encontrar a miembros de la nueva orden que no fueran calatraveños; el recurso a estos no era considerado, ya que pondrían «su reino en grave peligro y el rey no los aceptaría de modo alguno».23 Las palabras de Jaime II dan pie a otra de las reflexiones que desarrollaré más adelante: el escaso número de freires montesianos en sus inicios y la lenta construcción de una arquitectura institucional en la década de 1320.