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La araña negra, t. 4

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Enriqueta parecía convencida.

Allá dentro, en lo más profundo de su cerebro, le escarabajeaba cierta duda sobre la bondad y la lógica de las doctrinas del padre Claudio; pero esto en una joven ignorante e impresionable, como era ella, no pasaba de ser un fugaz chispazo, y, arrastrada por su fe, atribuía la ligera duda a una pérfida sugestión del demonio, que todavía intentaba poseerla.

– No; tu padre no se opondrá – continuó el jesuíta – . Y si se opusiera, el cielo se encargaría de defenderte y de barrer tales obstáculos. ¡Quién sabe lo que Dios habrá dispuesto contra tu padre, en vista de su impía obstinación!

El jesuíta dijo estas palabras con tono tal, que Enriqueta se estremeció, presintiendo en ellas una amenaza.

Por algunos momentos permanecieron silenciosos confesor y penitente, y, al fin, el padre Claudio, como arrancándose de una grave meditación, dijo a Enriqueta:

– Es preciso, hija mía, que te decidas; que tomes una resolución y sepas sostenerla con energía. Ahora es tiempo para escoger el porvenir. Estás en el cruce de dos caminos: el del cielo y el del infierno. Si eres débil, si te sientes seducida por las míseras pompas terrenales, si ocultas tu escasa fe, diciendo que quieres obedecer a un padre que tiene tendencia a la impiedad, entonces toma el camino del infierno; pero si quieres ir al cielo, sacrifica el mísero cuerpo, renuncia para siempre a los goces de la materia, guarda un alma virgen en un cuerpo intacto, huye de la maldita sociedad y enciérrate en un convento, lugar seguro, donde se alcanza la vida eterna. ¿Por quién te decides? ¿Por Dios o por el demonio?

– Por Dios, padre mío; yo amo a Dios sobre todas las cosas, como manda el catecismo.

– Muy bien, hija mía. Ama al Señor, que él te recompensará con creces. ¿No olvidarás esta resolución? ¿No sentirás flaqueza de ánimo?

– No, padre mío. Estoy resuelta.

– Por si algún día te tienta el diablo con los esplendores del mundo, pretendiendo apartarte de la buena senda, piensa que esta existencia que arrastramos es cosa débil y efímera, que a los ojos de la eternidad tiene tanta duración como el fugaz relámpago ante nuestros ojos. ¿Qué es la vida? Unas cuantas docenas de años, que la criatura humana malgasta en satisfacer su ambición o en apagar su sed de placeres, sin pensar en ponerse bien con Dios, ni menos en que más allá de la tumba está la verdadera vida, la que no acaba nunca, la existencia eterna, y que lo que aquí hacemos sirve para estar por los siglos de los siglos nadando en un piélago de felicidad celeste o sumido en un infierno de horrores. Mira a esas mismas mujeres que te rodean en los salones y que se llaman tus amigas. Son honradas, no lo dudo: cumplen sus deberes de esposas, hermanas e hijas: no hacen mal, al menos con deliberada intención: pero viven totalmente olvidadas de Dios, y no piensan un solo instante en poner bien su alma para el día en que les sorprenda la muerte. No piensan más que en el presente, no lanzan una sola mirada al porvenir: su dios es la moda: su devoción, el amor: sus oraciones, estúpidos y dulzones galanteos, e ignoran, ¡oh, desgraciadas!, que llegará el día de la ira, el día de la desolación, en que el Señor juzgará a los buenos y a los malos, a los que le han amado y a los que le han desconocido, y entonces esas carnes, ahora tan cuidadas y frescas, chirriarán al contacto del infernal fuego: sus blondos cabellos se convertirán en ondulante corona de azuladas llamas: sentirán en el pecho una angustia enloquecedora, y para apagar su inmensa sed sólo tendrán sus amargas lágrimas. Ya los alegres violines del baile o del teatro no las arrullarán con sus gratos sonidos: gritos de agonía, espantosas maldiciones, rugidos de dolor, llegarán a sus oídos, como horrísono concierto de los desesperados réprobos; y danzarán sin tregua ni descanso, pero no será como ahora, por puro placer, sino para librar sus pies de las enrojecidas brasas, de los viscosos monstruos, de los agudos puñales que forman el pavimento del infierno. ¡Ah, infelices los que ahora se divierten unos cuantos años, para vivir agonizando durante una eternidad!

Conocía perfectamente el jesuíta el carácter de la joven, y sabía manejar a su placer aquella viva imaginación, por la que pasaban las ideas atropelladamente, aunque detallándose y tomando el relieve de los hechos reales.

Aquella peroración de tonos apocalípticos era para Enriqueta una especie de linterna mágica, cuyos cuadros la aterraban. Ella, con los ojos de la imaginación, veía a Dios iracundo, ofendido y deseoso de venganza, arrojando las almas en el infierno, y sobre el suelo, tapizado de monstruos y brasas, por entre las crepitantes y azules llamas, distinguía a todas sus compañeras, las flores de la aristocracia madrileña, desnudas y chamuscadas, apestando a grasa quemada y arrojando raudales de lágrimas por los ojos, implorando en vano la misericordia divina y lanzando lamentos de loca desesperación.

No, ella no quería verse así; no quería ir al infierno; deseaba ser esposa de Jesús, y llevada del religioso egoísmo, propio de las visionarias, se prometía no dejarse tentar más tiempo por las seducciones mundanas, renunciar al amor y desobedecer a su padre, si es que éste se oponía a que entrara en un convento, impidiéndola que salvara su alma.

Pero, ¿qué era aquello que con tono tan agradable resonaba en su oído? ¿De dónde procedía una armonía tan deliciosa? Era el padre Claudio, que seguía hablando; pero su acento enérgico y aterrador había tomado una entonación dulce y meliflua.

– ¡Cuán distinta es la suerte de la mujer que dedica su existencia a Dios! Ella ve claramente lo que es el mundo, y con la vista fija en el porvenir sabe despreciar el presente por lo futuro. Renuncia a las pompas y las dulzuras humanas, pero, en cambio, goza la eterna felicidad, y cuando su alma queda libre de la terrena envoltura, paséase por las celestes salas, conversa con los bienaventurados, oye el arrobador concierto de los angelicales coros, y se sumerge en el esplendor de sublime luz que circunda la persona de Dios, estremeciéndose con los arrebatadores espasmos del más sublime placer. La lengua humana es pobre para describir la inmensidad de dichas que se gozan en la mansión de los justos, pero bástate, para imaginar cuán grande será la celestial felicidad, pensar que es Dios el que todo lo puede y todo lo sabe, quien dispone y prepara los goces de los bienaventurados. Cuando se considera lo poco que cuesta ganar tanta dicha, es cuando mejor se comprende la inmensa bondad del Señor. ¿Qué sacrificios exige? Nada. Renunciar a los engañosos placeres que proporciona el demonio durante el poco tiempo que dura la vida de la humana criatura. Y a más de esto, ¡cuán llena de dichas está la existencia de la feliz esposa de Jesucristo! Vive alejada de las miserias del mundo y los dolores sociales; las penas que engendra la familia, la maldad y la murmuración de los hombres, vienen a estrellarse contra los muros del convento. Dentro de él, la mística esposa es libre, independiente, se ha despojado del peso de las preocupaciones mundanales, no tiene que luchar ni que preocuparse en defender su honor, ni tiene marido que la aflija, ni hijos que la apenen con sus dolencias. Le basta con amar a Dios, su esposo, y vive en íntimo y dulce consorcio con sus compañeras, seres llenos de dulzura y de benignidad. Habla amorosamente con Jesús crucificado, que le sonríe amoroso y besa con estremecimientos de pasión sus abiertas llagas, sus raudales de sangre; aspira el místico y tranquilizador ambiente de los claustros, que elevan en el espacio su filigrana de piedra de un modo tan aéreo como la oración del creyente; no tiene que preocuparse ni aún de reflexionar; todo muere dulcemente dentro de su cerebro, y un poder superior y maternal se encarga de pensar por ella. De día, a la luz del sol, mira las florecillas que abren sus cálices salpicados de rocío, como mudas bocas que entonan su invisible himno a la divinidad; conversa con el sencillo pajarito; de noche, para ir al coro, atraviesa las silenciosas crujías bañadas por la misteriosa luz de la luna, y siente tras sus pasos los del invisible Angel de la Guarda, que con la ígnea espada desenvainada, la defiende del demonio; junta el oro con el terciopelo y la seda para hacer un traje a la Madre de Jesús, y se extasía a todas horas en la contemplación de su alma, pura y limpia de malos pensamientos, por lo mismo que no piensa, y hasta puede esperar que el Omnipotente la favorezca, haciéndola obrar milagros y destinándola a que por el tiempo figure en los altares. ¿No es esto la mayor de las felicidades?

¡Ah, padre Claudio! ¡Bendito padre Claudio! Buena mano derecha os había dado Dios para trastornar cabezas juveniles y para hacer hervir, hasta derramarse, a las imaginaciones fogosas. Por algo la Compañía le tenía, ya que no por uno de sus mejores predicadores, por el más eminente confesor de cuantos enloquecen cabezas juveniles de aristocráticas herederas, para arrojar sobre ellas las blancas tocas y limpiarlas después los bolsillos.

Enriqueta estaba trastornada. Aquella descripción de las dulzuras monásticas, que el jesuíta aún recargó con detalles más conmovedores, hizo más que todas las exhortaciones de la baronesa, dichas con lenguaje imperativo.

Al terminar el jesuíta su discurso, Enriqueta, con la impetuosidad de aquel carácter que tenía dos diversas fases, exclamó:

– ¡Oh, padre Claudio! ¡Yo quiero ser monja! ¡Obedeceré cuanto usted me mande y entraré en un convento, aunque se oponga el mundo entero!

El jesuíta sonrió en la sombra, con la dulce expresión de un artista que se siente satisfecho ante su obra.

– ¡Bien, muy bien! – dijo – . Serás monja, te lo asegura el padre Claudio, que te mira como una hija y te protegerá en todas ocasiones. Ahora di el "Señor mío, Jesucristo…", y acabemos, que tu hermana está impaciente.

 

Rezó la joven, con la cabeza baja, mientras dentro del confesonario sonaba un confuso masculleo de latín.

Acabó el rezo, y sobre la portezuela del sacro cajón apareció la blanca mano del jesuíta, que trazó en el espacio la bendición absolutoria.

Con aquello bajaba del cielo a la cabeza de Enriqueta la divina clemencia, y el padre Claudio comenzaba a tentar los millones de la familia de Baselga, tan apetecidos por la Orden.

Otro golpecito como aquella confesión, y el hermoso jesuíta andaba de un solo salto la mitad del camino que conducía al generalato.

XXII
De cómo el padre Claudio tendió la tela de araña

El doctor don Pedro Peláez era el médico de Madrid más reputado entre la clase aristocrática.

Una fama, si no de excesiva brillantez, sólida e inalterable, acompañaba su nombre, y no se sentía enfermo un individuo de la alta sociedad sin que al momento parientes y amigos dijesen con la expresión propia del que ha encontrado una solución salvadora:

– ¡Que busquen al doctor Peláez! ¡Que venga inmediatamente!

Su reputación científica estaba al abrigo de todo ataque, y a pesar de que era un médico vulgar que no se distinguía en ninguna especialidad, nadie se atrevía a dudar de su sabiduría, que entre las gentes del gran mundo era casi artículo de fe.

En los salones hubiera sido considerado de mal tono hablar de dolencias sufridas, sin unir a ellas el nombre del doctor de moda, que parecía protegido por un oculto poder, encargado de acrecentar su fama.

La consigna era general. Enfermaba alguna aristocrática señora, y no faltaba un amigo oficioso que dijera inmediatamente:

– Eso no es nada. Llame usted a Peláez, y en cuatro días, buena. Le gustará a usted mucho el doctor. Es un hombre de mundo, un carácter franco y agradable.

Se sentía indispuesta alguna beata opulenta, y entonces su mismo director espiritual era el encargado de decirla:

– Llame usted al señor Peláez. Es un gran médico, y, además, un buen católico; un hombre virtuoso que fía más en Dios que en su ciencia, y que no incurre en las herejías de esos doctores materialistas que hoy tanto abundan.

Podía dormir tranquilo el doctor Peláez, pues su fama no corría peligro. Se le morían los enfermos con aterradora frecuencia; los compañeros de Facultad sonreían desdeñosamente al hablar de él, y le aplicaban, como saetas de desprecio, los más denigrantes calificativos; pero allí estaba, para defenderle, toda la alta sociedad, los pollos tísicos, las niñas cloróticas, los padres martirizados por la gota, y, sobre todo, la gente de Iglesia, y más especialmente los individuos de la Compañía de Jesús, que hablaban de la piedad y las virtudes del médico con preferencia a sus conocimientos científicos.

El padre Claudio era la más sólida base de aquella reputación médica, y no visitaba una sola casa en la que no introdujera a su buen amigo don Pedro Peláez, asombroso portento, que era capaz de obrar milagros, como los antiguos santos.

Nada tenía el doctor en su aspecto que justificase tan buena y general aceptación. Conocíase su origen campesino por cierta rudeza en sus maneras y aun en su lenguaje, que él pugnaba por ocultar; su rostro, curtido y cetrino, era vulgarote, teniendo, como detalles distintivos, unos ojos verdosos, que rebosaban malicia, unas patillejas recortadas con poco arte y una gran boca que sonreía con graciosa bondad, y a esto había que añadir que vestía con cierta afectación, procurando ostentar un lujo recargado y ridículo.

Pero, en cambio, tenía una conversación entretenida, era francote e ingenuo, hasta el punto de que, según la expresión de sus bellas clientas, llevaba el corazón en la mano, y tanta facilidad tenía para la narración, que se sentía capaz de pasar un día entero sin repetirse ni cansar a su aristocrático auditorio.

Cuando entraba en una casa, aunque el enfermo estuviera muriéndose, todos desarrugaban el ceño, y hasta algunos sonreían acariciados por la confianza que el médico infundía con su presencia. Pulsaba a los enfermos diciendo un chiste, entretenía a la familia con un alegre cuento, y cuando se le moría el infeliz que él cuidaba (lo que ocurría las más de las veces), aun llegaba a alcanzar con sus palabras que se mitigara bastante el dolor de parientes y allegados.

No se llegaba a determinar en él quién alcanzaba tal éxito y era motivo de tan gran fama, si el médico o el elegante bufón. Joaquinito Quirós, gran aficionado a las imágenes clásicas, aun cuando las sacase por los cabellos, decía de él que era Momo embozado en el manto de Esculapio.

Este don Pedro Peláez era el patriota de quien el padre Claudio habló a Baselga en su conferencia con O’Conell, y pocos días después de que ésta se verificase, lo presentó al conde en aquel despacho, estancia misteriosa donde se incubaba, al calor de una exaltada imaginación, la gran empresa de Gibraltar.

El jesuíta debía ya haber puesto a Peláez al corriente de lo que se trataba, pues el médico habló al conde de la importante conquista con gran entusiasmo, jurando repetidas veces hacer los mayores sacrificios para devolver Gibraltar a la patria española.

A Baselga no le fué muy simpático el doctor Peláez al primer golpe de vista. Conocía de nombre a aquel médico, del que se hacía lenguas la buena sociedad, y al verlo lo encontró un tipo de rústico, malicioso y vulgar, incapaz de acometer ninguna empresa grande.

Pero aquél, exaltado por el patriotismo, tenía la condición de apreciar a sus amigos con arreglo al grado de entusiasmo que mostraban por su grandiosa empresa, y como el famoso Peláez no anduvo parco en punto a elogios y exageraciones, tratándose de la idea concebida por Baselga, éste le reputó inmediatamente por hombre de gran valía, que bajo un exterior vulgar encerraba un corazón de oro.

Tratándose de un carácter tan franco y amigo de entrometerse en todo, como era el del reputado médico, fácil es adivinar lo poco que le costaría captarse la confianza de aquel Don Quijote del patriotismo, nombre que el padre Claudio daba a Baselga en sus conversaciones con su secretario.

Peláez visitó todos los días a su amigo, y con él permanecía horas enteras, discutiendo calurosamente los últimos detalles del famoso plan y lo que debía hacerse después del triunfo.

El conde estaba contento y satisfecho del carácter de su auxiliar, y, sobre todo, lo que más le agradaba en él, es que nunca le hacía la oposición y acataba siempre todas sus órdenes.

Aquello marchaba, según la expresión del conde, que muchas veces no podía contener su alegría, y en la mesa hablaba a sus hijas con fruición y chispeándole los ojos, del gran plan que él cuidaba de no revelar, pero que las honraría a ellas como hijas del más grande hombre de España.

A Enriqueta producíale alguna inquietud la exaltación que notaba en su padre, y que aumentaba de un modo poco tranquilizador.

Fernanda, por el contrario, permanecía tranquila, y únicamente examinaba a su padre con curiosidad. Sabía que el padre Claudio tenía algo que ver con aquella exaltación, y no se inquietaba, pues tenía absoluta confianza en aquel grande hombre, del que era ferviente admiradora.

Además, en ella existía un gran fondo de odio contra el hombre que sabía no era su padre, y que la trataba siempre con desdeñosa indiferencia, haciéndola sentir muchas veces el peso de su autoridad. El conde era un obstáculo para los planes del padre Claudio, y ella, por su amor a éste, deseaba que le hiciera desaparecer.

Un día comenzó a alarmarse, no sólo la familia, sino toda la servidumbre de casa de Baselga.

Eran las ocho de la mañana, y en el patio sonaron voces coléricas, disputando con gran furor, y se vió subir precipitadamente al obeso portero con una mejilla enrojecida por la marca que deja un tremendo bofetón.

El ayuda de cámara del conde, que acababa de ponerse en actitud de servir, pues su señor se levantaba siempre a dicha hora, acudió presuroso al encuentro del atribulado portero, que con aire azorado exclamó:

– Yo no sé lo que es eso; pero abajo hay muchos hombres, una tropa de palurdos, que parecen del Norte, y que son salvajes como unos indios. No les quería dejar pasar, y mira cómo me han puesto. Ese viejo que va al frente me ha dado dos bofetadas.

Y el gordo sirviente se llevaba la mano a la mejilla con una expresión de dolor que resultaba grotesca.

– Pero, ¿qué quieren esos bárbaros? – preguntó el ayuda de cámara.

– Buscan al señor conde, y dicen que son amigos de él, y que si vienen es porque él los ha llamado. Véase si esto puede ser. ¡Como si el señor conde fuera a buscar sus amigos en los corrales de ganado!

En esto ya sonaba en la anchurosa escalera el pesado trote de muchos pies torpes, pero seguros en el pisar, y poco después desembocaba en la antesala un rebaño de hombres vestidos de lana parda, la boina azul sobre la oreja y en la mano groseros y robustos bastones.

Eran como unos veinte, y los había de todas clases. Unos membrudos, de estatura gigantesca y rostro ingenuo como el del niño; otros pequeños, angulosos e inquietos, con cara de rusticidad maliciosa; algunos, viejos y curtidos; las más, jóvenes, con la tez respirando esa frescura que presta la vida de las montañas, y todos de gesto enérgico y apostura resuelta, como hombres seguros de su fuerza, que ni buscan ni rehuyen el peligro.

Al frente de ellos iba un viejo enjuto y pequeño, de airecillo socarrón y ojos menudos, azules y penetrantes, el cual tenía sobre sus compañeros cierto aire de superioridad y miraba a todas partes con confianza, como hombre que no se cree capaz de que le asombre cosa alguna.

Al ver al ayuda de cámara, le dijo con tono imperativo:

– ¡Eh, muchacho! Tú sabrás darnos mejor razón que ese gordote. Dile a tu amo, el señor conde, que aquí está el tío Fermín, el de Zumárraga. ¡Anda vivo!, que él ya nos estará esperando hace días.

Luego continuó dirigiéndose a los suyos, que le miraban con satisfecho amor propio al verle mandar en aquella casa:

– ¡Vaya, chiquillos! Sentaos sin vergüenza. El conde es muy campechano, y aquí estáis como en vuestra propia casa.

El rebaño, obedeciendo la orden del pastor, se esparció por la antecámara, moviendo gran estruendo con sus fuertes patadas y colocándose ruidosamente en las sillas de madera tallada, algunas de las cuales chocaron violentamente contra la pared.

Aquella horda, con su ruidosa invasión, su vocerío en el patio y los gritos del tío Fermín, puso en conmoción toda la casa, y a los pocos instantes, el resto de la servidumbre asomaba sus curiosas caras tras los portiers del recibidor, asombrándose ante aquellas feroces cataduras y la rusticidad de trajes que desentonaban del lujo de la habitación.

Doña Fernanda, avisada por su curiosa doncella, supo inmediatamente la irrupción bárbara de que era objeto la casa, y vistiéndose apresuradamente, fué a asomar sus ojos por las rendijas de un cortinaje de la antecámara.

Su instinto aristocrático se sublevó al ver aquella manada de hombres toscos que miraban con asombro los detalles lujosos de la habitación, al mismo tiempo que dejaban impresas en la alfombra las sucias huellas de sus zapatos cubiertos de barro. Iba la baronesa ya a salir para arrojar a la calle a la plebeya turba, cuando vió entrar por la puerta de enfrente, envuelto en su bata, al conde de Baselga, erguido y sonriente, como si experimentase inmensa satisfacción.

Todos se levantaron, moviendo tanto estrépito como al sentarse.

– ¡A sus órdenes, mi coronel! – gritó el tío Fermín, llevándose una mano a la boina para saludar militarmente, al mismo tiempo que con la otra estrechaba con gran respeto la que le tendía el conde.

– ¡Aquí están los chicos! – continuó con expresión gozosa – . Usted, mi coronel, de seguro que habrá dicho en vista de mi tardanza: "Ese Fermín no se acuerda ya de mí ni me quiere obedecer"; pero el tío Fermín no es ingrato, ¡qué ha de ser! Lo único que le ha sucedido es que le ha sido difícil buscar y reunir la gente; pero lo importante es que ya está aquí dispuesta a obedecerle como en otros tiempos; ¡je, je! ¡Qué tiempos aquéllos, mi coronel!

Y el fuerte viejo se reía abriendo su boca desdentada, y oprimiendo con entusiasmo la mano del conde.

– ¿Y es ésta la gente, tío Fermín? – dijo Baselga, paseando su penetrante mirada por el confuso grupo que le contemplaba con respetuosa admiración.

– Esta es; sí, señor. Es decir, quedan aún treinta más, que vendrán dentro de dos días. Les quedaba algo que hacer por allá, y además no convenía que viniéramos todos juntos. Algunos sirvieron en las filas cuando la guerra, y todos estos jovenzuelos son hijos de antiguos soldados de nuestro regimiento y le conocen a usted por lo mucho que hablaban sus padres del valiente coronel Baselga. ¿Verdad, hijos míos?

 

Aquellos mocetones contestaron muda y afirmativamente con tal energía, que parecía iba a salírseles la cabeza de los hombros.

– Ya veo que es gente que promete – dijo el conde – , y de seguro que con ellos pueden hacerse muy buenas cosas.

Veinte sonrisas estúpidas acogieron agradecidas el cumplido.

– Póngalos usted a prueba y verá. Son fieras, y más cuando se trata de reñir por el rey legítimo. Conque, señor conde, ¿cuándo daremos el grito? Porque yo supongo que no nos habrá usted llamado, gastando tanto dinero, por el solo placer de vernos.

– Ya hablaremos de eso. Ven solo esta tarde y te diré lo que hemos de hacer. ¿Necesitas dinero?

– ¡Quiá!, no, señor. Con los tres mil duros que usted envió he tenido de sobra para dejar algo a las familias y traer esta gente y la que ha de venir, y aún queda para mantenerse muchos días aquí.

– Así que necesites más dinero, avísamelo. Ahora marchaos y procurad ir por Madrid en pequeños grupos, sin llamar la atención. Hasta la vista, muchachos; y tú, Fermín, te espero esta tarde.

Salió la horda con el mismo estrépito, saludando con sus boinas al conde y llevando al frente, como cuidadoso pastor, al tío Fermín, que había tomado ojeriza al portero, pues al verle en la escalera blandía su garrote de un modo poco tranquilizador.

Perdiéronse escalera abajo los trotes de aquella tribu, arrancada de lo más abrupto de las montañas navarras y llevada a Madrid por la voluntad del conde. En la antecámara no quedaron como recuerdos de la invasión más que las manchas de barro en la alfombra y un nauseabundo olor a salud.

La baronesa experimentó gran alarma con aquel acontecimiento inesperado.

Por más que esforzaba su imaginación no podía adivinar cuáles eran aquellos propósitos que su padre ocultaba con tanto misterio, y por qué había hecho venir tanta gente desde Navarra.

Comprendía que el padre Claudio sabía más que ella en aquel asunto; pero por no merecer de él una reprimenda, ni oir que su curiosidad se mezclaba en todo, no avisó al jesuíta de lo ocurrido, como en el primer momento lo pensó.

Quiso aquella tarde sorprender algo de la conversación del conde con el viejo navarro, pero no pudo lograr su intento, pues Baselga, como de costumbre, cuando tenía que tratar algo en secreto, había cerrado la puerta de una habitación anterior a su despacho.

La baronesa hubo de contener forzosamente su curiosidad, que se excitó dos días después con motivo de otra visita que hizo el tío Fermín, con más numeroso acompañamiento y con el mismo estruendo, aunque sin tener choques con el obeso portero.

Eran treinta mozos los que el viejo navarro presentaba al conde, diciéndole que acababan de llegar en el tren de la mañana, y que estaban tan deseosos de ver a su noble jefe, que no había podido disuadirlos de tal visita.

La baronesa, que oculta tras el mismo cortinaje de la antesala presenciaba la escena, se alarmó más aún y pensó con terror si su padre haría desfilar por aquella casa a todo su antiguo regimiento.

No creía ya que en aquello pudiera tomar parte el padre Claudio, y se propuso revelarle lo que ocurría aunque el jesuíta le reprochara su curiosidad.

Envió al portero a la casa residencia de los jesuítas, con una esquela en que rogaba al padre Claudio pasase a verla cuanto antes, y a su director espiritual, el padre Felipe, le comunicó cuanto ocurría en aquella misma tarde, pues no podía contener más tiempo la extrañeza producida por tan inesperados sucesos.

Estaba la baronesa muy ocupada en comentar con su director espiritual aquellas misteriosas maquinaciones de su padre, cuando entró la doncella, a quien doña Fernanda había encargado que espiara todos los actos del conde.

– ¡Señora, señora! – dijo apresuradamente la joven – . El señor ha bajado hace un rato a las cuadras y ha hecho desocupar el cuarto del forraje.

– ¡Bien! ¿Y qué? – contestó la baronesa, no comprendiendo que tal noticia pudiera causar tanto azoramiento.

– Que acaban de llegar dos carros con unos cajones muy pesados, y a fuerza de muchos brazos acaban de colocarlos en el depósito del forraje.

– ¿Y qué contienen los cajones?

– Agustín el cochero, que ha ayudado a colocarlos y ha hablado con los mozos, acaba de decirme que tienen dentro carabinas.

– Será una broma – dijo la baronesa palideciendo.

– No, señora. Yo he oído el ruido de los cajones al descargarlos, y aseguro a la señora que contienen objetos de hierro. Indudablemente son armas.

La baronesa y su amigo se miraron asombrados, haciéndose mudamente la misma pregunta. ¿Para qué serían aquellas armas?

– ¿Y dónde está el señor? – preguntó doña Fernanda.

– Vigilando y dirigiendo la colocación de los cajones. Uno de éstos, dice Agustín que lo han descargado con precaución, pues contiene cartuchos que pueden dispararse con facilidad.

A la baronesa le pareció que ya se bamboleaba la casa, movida por una explosión, y con acento algo angustiado, dijo a la doncella:

– Vuelve a ver lo que hace el señor, y Dios quiera que no nos suceda una desgracia.

Doña Fernanda y su director espiritual se entregaron a los más aventurados comentarios, creyendo, cuando menos, que el conde trataba de verificar un alzamiento carlista en el mismo Madrid.

Era preciso poner aquello en conocimiento del padre Claudio, y su subordinado, el robusto y potente confesor, se comprometía a manifestarle la urgencia con que la baronesa solicitaba su presencia.

A la mañana siguiente, el padre Claudio, antes de la hora en que acostumbraba a ir a Palacio, entró en el salón de doña Fernanda.

Esta, que le aguardaba hacía ya mucho tiempo y que, como de costumbre, se había vestido y acicalado con elegancia para recibir dignamente al poderoso jesuíta, se abalanzó a él, exclamando con doloroso acento:

– ¡Oh, padre mío! ¿Qué va a suceder aquí? ¡Con qué impaciencia le aguardaba! Creo que ya sabrá usted lo que ha hecho mi padre.

– Sí, hija mía. Este suceso lo aguardaba yo hace algún tiempo; pero siéntate y hablemos con calma, pues el asunto lo merece.

Sentáronse los dos en un sofá, y el jesuíta dijo, adoptando un aire paternal:

– Vamos, hija mía. Cuéntame todo lo sucedido ayer. El padre Felipe me ha dicho algo, pero deseo que seas tú quien me diga lo ocurrido, con todos los detalles.

La baronesa hizo la relación de todo lo sucedido. La llegada de los navarros, el almacenaje de las armas, el gran susto de los criados, que sabían todo lo que ocurría, y el no menor que experimentaba ella, pues comprendía que de todo aquello nada bueno podía salir.

– Y tú – dijo el jesuíta – , ¿qué intenciones le supones a tu padre? ¿Por qué crees que hace todas esas cosas que resultan extrañas?

– Yo, padre mío, la verdad, no sé cuál pueden ser sus ideas. Ahora, afortunadamente, estamos en una época tranquila, el partido carlista no piensa en conspiraciones, y al ver yo estos preparativos guerreros de mi padre, casi llego a sospechar si estará loco.

El padre Claudio sonrió, como halagado por estas últimas palabras, y dijo a su admiradora:

– ¿Recuerdas que un día vine aquí con un sabio irlandés, el doctor O’Conell? Tú estabas en una Junta de Cofradía, y encargué al ayuda de cámara de tu padre que te participase la visita. ¿Lo recuerdas?

– ¡Oh, sí, perfectamente! Vino vuestra paternidad con un sabio que estaba de paso en Madrid y que se marchaba aquella misma noche. El doctor O’Conell, según usted me dijo después, es un sabio de gran reputación, y, además, un buen católico y amigo de la Orden. Ya ve usted que me acuerdo.

– Pues bien; aquella visita, que parecía insignificante, tenía gran importancia. Yo traje aquí a O’Conell con toda intención.