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La araña negra, t. 4

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XIX
La fuerza y la astucia

Estaba el capitán Alvarez muy lejos de figurarse que Enriqueta le abandonase, así es que, cuando recibió su carta, experimentó una sorpresa sin límites.

Tomasa, que había recibido de su señor la orden para marchar a sus posesiones de Castilla, entregó al amo de su sobrino la consabida carta y toda la correspondencia amorosa en que el capitán había depositado sus sentimientos.

Alvarez sintió mucho aquella herida mortal, y buscó con ahinco al que se la producía.

Conocía que aquella carta no podía ser obra de Enriqueta, y quería saber de quién procedía para descargar en él su furor.

Pronto encontró lo que buscaba, pues desde mucho antes conocía la gran influencia que el padre Claudio ejercía en casa de Baselga.

La mano jesuítica era la verdadera autora de aquella resolución fatal que él nunca esperaba de Enriqueta.

La creencia de que el padre Claudio había mediado en sus amores para estorbarlos poníale loco de furor, y paseándose febrilmente por su cuarto, miraba de vez en cuando su sable colgado de la pared, terror de los moros en la pasada guerra, y que ahora pensaba esgrimir contra la negra y maligna chusma.

Aquella maldita carta puso enfermo al capitán. El, que por su gran apetito era motivo de justa alarma para la patrona, mostróse inapetente hasta el punto de excitar la compasión de la interesada pupilera.

Perico, el asistente, no estaba menos preocupado por aquella situación extraña de su señor, cuyo secreto conocía por su tía, mujer incapaz de guardar ocultas las noticias por mucho tiempo.

El buen muchacho, que se mostraba triste por estarlo su señorito, con su solicitud habitual, buscó un medio para impedir que el capitán pasase el tiempo encerrado en su cuarto y huyendo de la conversación de sus compañeros cuando asistía a los actos de servicio, y un día arregló, no se sabe cómo, que el alférez Lindoro fuese a visitar al amigo Alvarez.

Aquel vizcondesillo insustancial, por pertenecer a la misma clase que Enriqueta y ser amigo de su familia, gozaba de gran prestigio con Alvarez y lograba que éste pasase el rato muy entretenido con su conversación.

El capitán estaba en estado tal de ánimo, que le era indispensable confiar sus penas a alguien, y relató al vizconde cuanto le había sucedido, enseñándole la carta.

El aristocrático alférez fué de la misma opinión que su amigo.

Aquello era obra de los jesuítas, y si el mismo padre Claudio no había dictado la carta, por lo menos se había mezclado en el asunto. Esto lo aseguraba él, que como visitante de la casa conocía la influencia que sobre toda la familia Baselga ejercía el jesuíta.

– Mira, chico, créeme – continuó el vizconde – . Mientras no pongas de tu parte a ese cura, no conseguirás nada absolutamente en tus amores. Si él te protegiera, a estas horas estarías ya casado con Enriqueta. Conozco muy bien el poder que tiene ese pájaro. Es capaz con su sonrisa y sus palabras melosas de trastornar el juicio de todas las muchachas, y a la más enamorada hacerla que olvide a su novio.

– ¿De modo que tienes seguridad de que el autor de mi desdicha es el padre Claudio?

– Completa, mi querido “Séneca”. Si no es él, ¿quién puede ser? De Quirós, gran amigo de la casa, no puedo sospechar. Es un buen muchacho que sólo piensa en hacerse célebre y únicamente se ocupa en amores fáciles. Del conde tampoco puede ser. Aunque él es quien ha dado a la tía de su asistente la tal carta, no debe de haber sabido nada de tus amores hasta el momento del rompimiento. Aquí los que han descubierto todo y han destrozado tus relaciones, son, indudablemente, el famoso jesuíta y doña Fernanda, que están empeñados, como tú sabes, en meter monja a Enriqueta, sin duda para apoderarse de sus millones.

Alvarez, después de reflexionar mucho y de fruncir las cejas, preguntó a su amigo:

– ¿Y dónde podría yo encontrar a ese padre Claudio?

– Mira, querido Esteban – se apresuró a decir el vizconde, comprendiendo la intención de la pregunta – . Te conozco bien y, por lo mismo, te advierto que no hagas ninguna tontería. El padre Claudio está hoy muy alto y no es un cualquiera a quien se le dan cuatro palos así que nos estorba.

– Sólo quiero hablar con él. No estoy loco y sé que un hombre como yo no se rinde con un enemigo de tal clase que dispone de la astucia como única fuerza. Dime dónde podré verle.

– Difícil resulta encontrarlo, pues es tal vez el hombre más atareado de Madrid. Sin embargo, hay una hora en que es fácil verlo. Casi todas las mañanas va a las diez a Palacio para visitar a la reina, y si el día es bueno, es fácil verle a pie, pues según él dice, es el único instante en que puede hacer ejercicio.

– Mañana iré.

Y efectivamente, a la mañana siguiente eran todavía las nueve y media, y ya estaba Alvarez paseando por la plaza de Oriente, frente a Palacio, aguardando la llegada del jesuíta.

La mañana era magnífica.

Brillaba en el cielo un sol esplendoroso que daba a los muros sombríos de Palacio un tinte rosado y alegre, embelleciendo al mismo tiempo el vasto círculo de estatuas de reyes que como un cinturón de piedra estrechaba el jardín.

Una nube de gorriones revoloteaba con infernal algarabía en torno de la ecuestre estatua del centro, y por los andenes correteaban los niños y niñeras de la vecindad, estorbando a media docena de retirados o viejos, sin ocupaciones, que estaban abstraídos en la lectura de los periódicos.

Pequeños cochecitos tirados por cabras hacían de vez en cuando un viaje de circunvalación en torno del jardín, siendo saludadas con sonriente algazara las cabecitas infantiles que asomaban entre las cortinillas del vehículo por los compañeros que, apoyados en el aro u oprimiendo entre sus manos la pelota multicolor, miraban con envidia a aquellos excursionistas en pequeño.

Alvarez, al entrar en la plaza, fué a mirar el reloj de Palacio. Comprendió que aún tendría que esperar por mucho tiempo, y no queriendo llamar la atención, recorrió con paso lento el espacio existente entre el arco de la Armería y las caballerizas.

Paróse a hablar un buen rato con un oficial de la guardia a quien conocía, y cuando el reloj dió las diez, volvió al jardincillo del centro de la plaza, plantándose frente al teatro Real.

Por allí le habían dicho que llegaba todos los días el padre Claudio, y él quería abordarlo lejos de Palacio, como si temiese que alguien pudiera fijarse en aquella extraña conferencia que preparaba.

Entraron en la plaza por el punto indicado dos o tres curas, e igual número de veces se sobresaltó Alvarez, disponiéndose a abordar al que esperaba; pero cuando estuvieron cerca, reconoció que ninguno de ellos era el terrible jesuíta.

Aún esperó más de media hora; pero, al fin, por la calle del Arenal vió entrar en la plaza al padre Claudio. El capitán sólo lo había visto una vez y, a pesar de esto, lo reconoció inmediatamente, pues también a él, como al conde de Baselga en otros tiempos, le había impresionado el continente de aquel jesuíta, que con su afectada modestia y humildad, no podía ocultar su aspecto de hombre enérgico acostumbrado a ser obedecido ciegamente.

Por una extraña casualidad, la mirada del jesuíta fijóse desde muy lejos en aquel militar que estaba inmóvil y erguido en la entrada del jardincillo. Parecía que adivinaba que aquel hombre estaba allí esperándole impaciente.

El padre Claudio, como si se sintiera atraído o supiera con anterioridad lo que iba a suceder, avanzó en línea recta hacia donde estaba el capitán, aunque bajando su cabeza con extremada expresión de humildad y sencillez y mirando de reojo.

Alvarez, cuando lo tuvo casi al lado, llevóse cortésmente una mano a su ros y dijo con fría urbanidad:

– Dispense usted la pregunta. ¿Es usted el padre Claudio, de la Compañía de Jesús?

El jesuíta mostróse algo sorprendido. Por una extraña atracción habíase fijado en el militar, mozo de bizarra figura y marcial aspecto, pero no esperaba que éste le conociese ni le dirigiera la palabra.

Sorprendido, dejó caer el embozo de su manteo de seda e hizo con la cabeza un signo afirmativo.

– Pues, en tal caso – continuó el capitán – , deseo hablar con usted.

– ¿Es caso de conciencia o asunto particular? – preguntó el jesuíta con la expresión resignada de un hombre que se ve forzado a ejercer su profesión extemporáneamente.

– Tengo que hablar de un asunto particular, que es para mi de gran importancia.

El padre Claudio, por toda contestación, se dirigió a un banco de piedra y tomó asiento. El capitán Alvarez le imitó, y los dos hombres permanecieron silenciosos por algunos instantes.

– Usted dirá – dijo, por fin, el jesuíta abarcando toda la figura del militar con el rápido relampagueo de su mirada.

– Yo soy el capitán Esteban Alvarez. ¿No me conoce usted?

El padre Claudio hizo un gesto negativo.

– Extraño que mi nombre le resulte desconocido; pero yo le daré detalles que refresquen su memoria. Soy el novio de la hija del conde de Baselga, o sea de la hermana de la baronesa de Carrillo. ¿Me conoce usted ahora?

Desde las primeras palabras se había ya imaginado el jesuíta que aquel militar era el adorador de Enriqueta, el ser que removía toda la bilis de doña Fernanda, y de quien ésta hablaba siempre en los peores términos; pero al saber que efectivamente era quien él se imaginaba, no pudo reprimir un instintivo movimiento de curiosidad, y se fijó "en la casta de aquel pájaro", como él se decía interiormente.

El jesuíta reflexionó antes de contestar, y, por fin, con aquella sencillez que tan notable le hacía, contestó:

– Efectivamente, señor…; ¿cómo ha dicho usted que se llamaba?

– Esteban Alvarez – contestó algo amoscado el capitán.

– ¡Ah!; sí, eso es. Pues como decía, señor Alvarez, el nombre de usted no me es desconocido; pero mentiría si dijera que antes de este momento lo había oído más de una sola vez.

 

– Según eso, ¿no me conoce usted? ¿No sabe quién soy yo?

– No digo tanto, señor capitán. Sé que usted era novio de la señorita Enriqueta Baselga; pero esto lo sé desde ayer, en que su familia tuvo a bien hacerme algunas consultas sobre tal asunto. Ya puede usted considerar que a un amigo antiguo de la casa como yo lo soy se le dispensan siempre algunas confianzas.

– Pues precisamente sobre el mismo asunto quiero hablarle yo, haciéndole algunas advertencias saludables.

El padre Claudio hizo un gesto de extrañeza ante el tonillo amenazador con que Alvarez dijo estas palabras, y contestó fríamente:

– Hable usted. Estoy dispuesto a escucharle.

Alvarez fué breve y expuso con gran claridad lo que pensaba. Enriqueta le amaba; estaba muy seguro de ello, porque la joven se lo había jurado mil veces por la memoria de su madre y era incapaz de mentir; y a pesar de esto, él había recibido una carta escrita en estilo seco y desesperante, en la que se daban por muertos los antiguos amores. ¿Era posible esto? ¿Resultaba racional? No, ¡vive Cristo!, y por esto él estaba convencido de que en el negocio andaba una mano oculta y que alguien se había encargado de dictar aquella carta que causaba su desesperación.

Alvarez no usaba anfibologías para decir quién podía ser aquel “alguien” tan fatal para su amor. Era franco hasta la rudeza, y manifestaba al padre Claudio sus vehementes sospechas de que hubiese sido él el autor de aquella trama miserable que amargaba su felicidad, y en tal caso…

Ya se encargaba el gesto sombrío de Alvarez de explicar lo que él era capaz de hacer con los que de un modo tan miserable se oponían a sus amores y pretendían robarle a Enriqueta.

El padre Claudio recibió sin pestañear aquella rociada de acusaciones y de amenazas.

Estaba acostumbrado a la explosión de las justas iras que provocaban muchas veces las intrigas jesuíticas, así es, que no se conmovió con tales acusaciones, antes al contrario, comenzó a sonreírse con la superioridad benigna del que se ve injustamente atacado y no se ofende por ello.

– ¿Es eso cuanto tenía usted que decirme? – preguntó a Alvarez cuando éste finalizó sus acusaciones.

– Sí, señor; eso es cuanto quería decirle, y por su bien le repito que si es usted quien ha obligado a Enriqueta a escribir esa carta, deshaga todo el mal que ha producido, pues de lo contrario podría usted tener más de un disgusto.

El padre Claudio seguía sonriendo, y después de reflexionar algunos minutos, dijo siempre con tono amable:

– Usted debe de tenernos a los jesuítas en muy mal concepto.

– No es muy bueno el que tengo formado de su Orden. ¿Pero a qué viene esa pregunta?

– La hago porque comprendo que únicamente uno que odie mucho a nuestra santa Compañía puede atribuirnos intervenciones oficiosas como esa que usted me achaca. No pretendo sincerarme ni tengo necesidad de ello, pues usted no tiene sobre mí derecho alguno; pero tampoco quiero que esté usted en un error tan lastimoso como ahora. Vamos a ver, ¿qué interés he de tener yo en mezclarme en los asuntos íntimos de la familia de Baselga y con qué fin he de obligar a una joven a escribir esa carta de que usted habla? El porvenir de Enriqueta no me es indiferente, pero tampoco soy su padre para inquietarme tanto por su suerte.

Entonces fué Alvarez quien sonrió con cierta expresión siniestra, y dijo maliciosamente:

– Los individuos de la Compañía de Jesús siempre tienen “interés” por las familias que visitan.

– ¿Qué quiere usted decir? Vamos – repuso fríamente el padre Claudio.

– Quiero decir que Enriqueta tiene muchos millones, es inmensamente rica y esto, en ciertas ocasiones, es una desgracia. Tal vez por esto se quiere impedir que ella ame, y su hermana la baronesa la inclina a entrar en un convento, como mil veces me lo ha dicho la misma Enriqueta.

El padre Claudio miró fijamente con aire de lástima al gallardo militar, y después, dijo por toda contestación:

– Indudablemente usted es de los que han leído "El judío errante", del impío Sué.

– Sí, señor; ¿pero a qué viene esa pregunta?

– Y del mismo modo habrá leído otros libros en que se calumnia del modo más infame a nuestra santa Compañía.

– He leído algo de lo mucho que contra ustedes se ha escrito, pero no comprendo el motivo de tales preguntas.

– Las hago, hijo mío, porque me causa compasión el ver que un militar distinguido e ilustrado, como usted parece serlo, cree en las mil paparruchas que viles escritores vendidos a los judíos y los protestantes, han propalado contra la sublime obra de nuestro santo padre San Ignacio.

Y el padre Claudio, al nombrar a su santo patrono, llevóse reverentemente una mano al ala de su sombrero de teja.

Alvarez, en vista del giro que el jesuíta daba a la conversación, no sabía qué decir, pero aquel continuó:

– Como si yo supiese leer en los corazones, adivino lo que usted piensa en estos instantes. Usted, que se ha empapado en la impía novela de Eugenio Sué, cree que los jesuítas somos gente que nos introducimos en las familias ricas para apoderarnos de su dinero, y está firmemente convencido de que yo entro en casa del conde de Baselga con el propósito de hacer monja a Enriqueta y robarle sus millones. ¿No piensa usted así?

– Sí, señor; así pienso y mentiría si dijera lo contrario. Toda persona ilustrada que conozca medianamente la historia sabe lo que ustedes han sido y de lo que hoy son capaces. Nada tendría de extraño que usted y los suyos se hubieran introducido en la familia de Baselga con tal propósito, y cualquier otro en mi lugar, viéndose víctima de una miserable intriga, pensaría de igual modo.

– Alabo la franqueza de usted; al menos no se puede dudar de que manifiesta con claridad su pensamiento. Pero, ¡ay, hijo mío! ¡En qué error tan grande está usted! Lástima me causan su ignorancia y la ceguera de su alma. ¿Sabe usted bien lo que es la Compañía de Jesús?

Alvarez estuvo a punto de contestar: "¡Una gavilla de malvados!", pero se contuvo, prefiriendo permanecer silencioso.

– La Compañía de Jesús – continuó el jesuíta en vista del silencio de su interlocutor – es una Institución alejada por completo de los fines terrenales y creada únicamente para la noble empresa de combatir al demonio y a su hijo el pecado, extirpando del mundo las infames herejías. ¡Cuán lejos estamos los hijos de San Ignacio de mezclarnos en las miserias de la vida social! ¡Cuán engañados están los que creen que únicamente buscamos el poder universal en lo que esto tiene de agradable, queriendo con este fin apoderarnos del dinero de todos! Nosotros somos únicamente los humildes soldados de la Fe, los obedientes servidores del Papa, representante de Dios en la tierra; y así como llegamos hasta el martirio cuando se trata de defender los sacrosantos intereses de la religión, permanecemos neutrales e indiferentes en los asuntos sociales, en los cuales nos mezclamos únicamente por casualidad. Nuestra misión es más alta y sublime de lo que cree ese mundo metalizado que en todas las acciones ve siempre un mezquino interés.

El capitán no parecía convencido por estas palabras, pero reconocía que aquel sacerdote era un actor inimitable, que sabía dar a sus declaraciones un hermoso tinte vehemente y dramático.

– ¡El dinero! – continuó el padre Claudio – . ¡Creer que el móvil de nuestras acciones es el dinero! ¿Para qué lo queremos? ¿Nuestra Orden no es pobre, porque así se lo mandan los sagrados Estatutos? ¿No hacemos nosotros al entrar en la Compañía un solemne voto de pobreza al que no podemos faltar, so pena de ser perjuros y castigados, por tanto, en la eternidad? ¡Oh! Mienten los que nos pintan como seres rapaces que únicamente pensamos en acaparar tesoros. Nuestro género de vida nos hace estar muy por encima de las mezquinas aficiones humanas y despreciamos el dinero, ese vil metal que a los ojos de las almas grandes no tiene ningún valor.

El padre Claudio hablaba con gran vehemencia y en aquel momento tenían sus palabras una expresión de veracidad. Efectivamente, él, como individuo, despreciaba el dinero; su alma únicamente tenía sed de poder, afán de autoridad, y quería elevarse merced a su talento. El dinero lo despreciaba como medio vil reservado únicamente a los imbéciles para abrirse paso. Pero como individuo de la Orden no apreciaba del mismo modo el asunto, pues consideraba al dinero como poderoso auxiliar. Sabía el aprecio que la Compañía hacía de los millones que entraban en su caja; conocía que una buena operación era el mejor medio de deslumbrar a sus rapaces correligionarios, y buscaba por esto aquel dinero que él despreciaba y que nunca se hubiera tomado el más mínimo trabajo de conquista para su persona.

Alvarez se sentía molestado por las palabras del jesuíta y por aquellos ademanes dramáticos que fingían veracidad asombrosamente, pues estaba firmemente convencido de lo que era la Compañía y de lo que buscaba su principal agente en casa del conde de Baselga.

– Usted, padre Claudio – dijo bruscamente el militar – , dirá lo que quiera, pero esté seguro de que yo por ello no dejaré de creer que la Compañía busca los millones de Enriqueta y para ello me quita a mí de en medio.

El jesuíta hizo un gesto de ira ante este brusco ataque. Sus facciones se colorearon, lució en sus ojos un fugaz relámpago de ira y fué a contestar en tono aún más duro, pero se detuvo, y volviendo a adoptar su actitud dulce y humilde, dijo con mansedumbre:

– Piense usted cuanto quiera de malo, que yo le perdono. Humilde siervo soy del Señor y las injurias van siempre muy bajas para que toquen en mi corazón, puesto a todas horas en Dios. No guardo rencor a los que me atacan, pues me basta con la satisfacción de mi conciencia tranquila. Ya lo he dicho antes y lo vuelvo a repetir. Yo no tengo con la familia Baselga otras relaciones que una amistad puramente espiritual. En otros tiempos confesaba a la baronesa, y ahora me limito a darla algún consejo sobre la dirección de su conciencia, siempre que me lo pide. A Enriqueta la considero como una niña, y apenas si mi amistad con ella pasa de ese cariño que tenemos siempre a las personas que hemos visto nacer. Nunca me he mezclado en el asunto de su vocación religiosa, y si sabía antes de esta conversación que tenía amores con un militar, fué porque ayer me lo dijo doña Fernanda en una conferencia que tuve sobre la creación de una nueva asociación religiosa.

– ¿Y no tiene usted arte ni parte en la tal cartita? – preguntó sarcásticamente el militar.

– No, señor. Se lo aseguro a usted con todo mi corazón.

El padre Claudio, tan acostumbrado a mentir, cuando le tocaba afirmar por casualidad una cosa cierta, sabía hacerlo con un acento que no daba lugar a dudas. Por esto Alvarez se convenció de que en la tal carta no tenía participación el jesuíta.

– Lo creo – continuó – ; pero si el rompimiento de mis relaciones no es obra de usted, la preparación sí que será debida a sus consejos. Esa idea de hacer monja a Enriqueta, la reconozco; es producto de los consejos jesuíticos. Doña Fernanda la defiende, y por tanto no es aventurado afirmar que es idea del padre Claudio.

– ¡Dios mío! Me marea usted con sus sospechas. ¿Y qué empeño he de tener yo en hacer monja a una muchacha que ha tenido novio hace pocos días?

Alvarez sonrió, y dijo con sorna:

– Vamos, padre Claudio, que el meter unos cuantos millones de pesetas en las arcas de la Orden sería un buen golpecito.

El padre Claudio perdió su aplomo. Experimentó la misma impresión de ira que poco antes, pero esta vez no se detuvo, y mirando fijamente al joven, dijo recalcando las palabras:

– ¡Ya están los millones otra vez en danza! A juzgar por lo presentes que están en su memoria, cualquiera diría que usted es quien les tiene afición y quiere hacerlos suyos casándose con Enriqueta.

El golpe era maestro; uno de aquellos golpes brutales, pero terribles, que el padre Claudio daba cuando comenzaba a perder su habitual calma. El efecto fué inmediato.

Nada lograba sublevar de un modo tan terrible el carácter caballeresco y susceptible de Alvarez como la creencia de que aquel amor que tanto le dominaba fuese una miserable especulación. Muchas veces en sus horas de reflexión sentíase conmovido al pensar que alguien pudiese confundirlo con uno de esos explotadores del amor que aprecian a las mujeres por sus fortunas. Ver a Enriqueta pobre y abandonada para entonces amarla más aún era la ilusión que muchas veces acariciaba como la suprema felicidad, y se sentía capaz de aplastar con toda la indignación de un hombre honrado al miserable que osara dudar del desinterés de su pasión.

 

Con movimiento nervioso levantóse del banco y clavó una mirada amenazadora en el padre Claudio, apretando los puños convulsivamente y próximo a dejarlos caer sobre el rostro del jesuíta. Este le miraba impasible. Estaba acostumbrado a arrostrar las consecuencias de sus ataques y además se encontraba muy alto y era muy poderoso para asustarse ante la cólera de un pobre militar. Por esto miraba a Alvarez con la impasibilidad con que contempla el ídolo gigantesco las amenazas del esclavo que rebulle furioso a sus pies.

Alvarez apreció la diferencia de posición que existía entre ambos, y sea que temiese las consecuencias o que no quisiera abusar de su fuerza con un hombre que forzosamente había de ser de costumbres pacíficas, volvió a sentarse en el banco.

La escena había sido tan rápida que no se apercibió de ella ninguno de los que estaban en los bancos cercanos.

– Dispense usted mi arranque – dijo fríamente el militar al sentarse – Creía que estaba hablando con un hombre como yo y me olvidaba que usted lleva faldas.

Tampoco fué mal dirigido el golpe que Alvarez asestó al jesuíta con tal grosería. Aquel Borgia de la Compañía, que no temía a nadie y se sentía con valor para exterminar a todo el género humano, recibió un tremendo latigazo con tan despreciativas palabras. Todos los insultos consentía él antes de que nadie le creyese débil y le recordase su estado. El, que aspiraba a la conquista del mundo y que tenía ánimos para acometer las empresas más imposibles, se avergonzaba justamente ante aquella compasión. Hubiera preferido que Alvarez le diese de bofetadas y lo patease en medio del jardin, antes de tratarle con aquella compasión de superioridad omnipotente, propia para las mujeres y los niños.

Al recibir tal insulto, en los primeros momentos, sintió tentaciones de contestar con una bofetada, pero se contuvo y todo su furor, todo su odio lo desahogó con una de aquellas miradas que en su despacho hacían temblar a todos sus subordinados.

Transcurrió algún tiempo sin que hablase ninguno de los dos hombres.

Alvarez, con la vista fija en unos niños que jugaban a pocos pasos, canturreaba batiendo el suelo con un pie, mientras el padre Claudio le contemplaba con mirada estúpida. A pesar de esto, notábase en él que estaba reflexionando.

– Oiga usted, hijo mío – dijo por fin – . Hemos sido unos locos insultándonos de este modo. Yo no acostumbro a trabar amistad con las personas de un modo tan extraño y sentiría separarme de usted en este momento quedándonos ambos con tan malos recuerdos. Usted me ha sido simpático, no quiero que sea mi enemigo; y además, le perdono los insultos que me acaba de dirigir. ¡Oh, la juventud! Yo sé bien lo que son esas cosas, pues también he sido joven y he tenido mi sangre ardiente y mis arranques de intemperancia, como cualquier otro. Pensando en esto me siento dominado por la melancolía.

Y el padre Claudio decía esto con un acento de verdad que sorprendía al capitán. Al mirar a aquel hombre que hablaba con tanta dulzura y benignidad, dudaba Alvarez que fuese cierta la escena violenta ocurrida momentos antes.

– Yo quiero que seamos amigos – continuó el padre Claudio – . Quiero que usted no tenga ninguna queja de mí. Mire usted, sería la primera vez que se habría acercado una persona a mí marchándose descontenta de mi carácter. Esto le demostrará a usted quién es este malvado, este “jesuíta”, como dicen ustedes, los impíos, con maligna entonación.

Y el poderoso clérigo reía bondadosamente al decir esto, como hombre cuya benignidad está por encima de todas las pasiones mundanales.

– Yo – continuó – tengo empeño en ser su amigo, porque presiento en usted un gran corazón, cuyo único defecto consiste en estar emponzoñado por lecturas impías propias de estos tiempos en que ruge amenazador el espíritu revolucionario. Si somos amigos, como yo espero, ya me conocerá usted más a fondo y sabrá lo que somos nosotros los jesuítas, esos monstruos horripilantes de maldad e hipocresía que con tan negros colores pintan los novelistas enemigos de la Iglesia.

Y el jesuíta seguía riendo bondadosamente, como si en la inmensidad de su risueña misericordia incluyera también a los escritores enemigos de la Compañía de Jesús.

– Conque vamos a ver – dijo interrumpiéndose en su bondadosa jocosidad – : ¿qué favor puedo yo hacer a usted? ¿De qué modo debo obrar para que usted sea mi amigo y no me odie? Tengo interés en hacerme simpático a usted, y no crea que esto es desinteresadamente. Tengo la ambición de conquistarlo a usted, arrancándole de las garras del diablo; no quiero que un joven digno de la mejor suerte siga encenagado en la impiedad y tenga sobre nuestra Compañía un concepto tan erróneo e injusto.

El capitán Alvarez sentía extrañeza ante aquella rápida mutación que había experimentado el carácter del jesuíta; pero la promesa de hacer por él cuanto pudiera le deslumbró hasta el punto de que miró ya con más simpatía al padre Claudio. Alvarez recordó lo que mil veces le había dicho su compañero el vizconde, y tenía la seguridad de que si el jesuíta le ayudaba podría llegar a ser el esposo de Enriqueta. Los jesuítas eran mala gente, y de ello estaba él bien convencido, mas no por esto desconfiaba del padre Claudio. Este podía sentir por él una repentina simpatía; tal vez le hubiese impresionado favorablemente su carácter vivo y arrebatado, y además… nada perdía solicitando su protección.

Estaba el capitán Alvarez en uno de esos instantes en que el hombre se siente predispuesto a la esperanza y en que, acariciando una risueña ilusión, cierra los ojos a la realidad. No se le ocurrió, pues, desconfiar, y contestó a las promesas del jesuíta:

– Lo que yo deseo de usted, ya que muestra interés en protegerme, es que no ponga obstáculos a mis amores. Yo sé el inmenso poder que usted tiene, conozco la gran influencia que ejerce sobre la familia de Enriqueta y estoy convencido de que como usted quisiera, sería yo muy pronto el marido de la mujer que amo. Esto nada le costaría a usted, y yo sería feliz.

El padre Claudio seguía riendo bondadosamente:

– ¡Ah, juventud, pícara juventud! Siempre lo mismo: el amor sobreponiéndose a todos los sentimientos. Haré cuanto pueda hijo mío; pero lo que usted pide es tan grande, que no sé si llegaré a realizar sus deseos.

– ¡Oh, usted puede mucho!

– No tanto como usted se figura. Si en mí consistiera que Enriqueta y usted se casasen, podía ya darlo por hecho; pero, amigo mío, está ahí el padre, el conde de Baselga, viejo como yo, y, por tanto, testarudo y loco. Es muy difícil, por no decir imposible, que un hombre como él, apegado a las rancias tradiciones, consienta en dar su hija a uno que no es noble.

– Usted tiene sobre él gran ascendiente.

– Sí, hijo mío, excepto cuando nos tiramos los trastos a la cabeza; pero, en fin, el asunto no se perderá por mi culpa, pues haré cuanto pueda.

– Si usted cree que la familia de Enriqueta no ha de hacer caso de sus consejos, al menos logre usted, por su parte, deshacer el efecto de esa carta que a mi novia la obligaron a escribir, y haga lo posible porque se reanuden nuestras relaciones. Comprendo que soy muy exigente y que usted juzgará tal vez degradante esta proposición; pero si usted fuera tan bondadoso que aceptase, le debería mi felicidad.

– Vaya, pues – dijo el jesuíta, siempre en tono jocoso – . Haré ese favor, aunque el papel que usted me encarga desempeñe no sea muy honroso. Se ha de transigir algo con la juventud, siempre exigente cuando está enamorada. Aconsejaré a Enriqueta que no se deje imponer por nadie y que cumpla lo que le dicte su voluntad. Si tiene verdadera vocación, será monja; y si aquélla es una ficción de su hermana doña Fernanda, entonces tenga usted la seguridad de que ella misma desmentirá esa carta y reanudará el interrumpido galanteo. ¿Está usted contento?