Expediente Medellín

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Expediente Medellín
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SUSANA MARTÍN GIJÓN

Expediente Medellín


Somos editorial y productores de cultura
Catálogo completo en www.anantescultural.net


Primera edición digital: Noviembre de 2017

© Susana Martín Gijón

© Anantes Gestoría Cultural

www.anantescultural.net

Diseño y maqueta: Anantes Gestoría Cultural

ISBN: 978-84-947076-1-2

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático o de venta por internet, ni compartirlo con fines lucrativos en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

A mis compañeros de viaje.

En especial, a Simón.

Y a mi primer y más generoso lector,

mi hermano David.

La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla.

Gabriel García Márquez

Todo ser nuevo que encontramos viene de otro relato y es el puente que une dos leyendas y dos mundos.

William Ospina

Las modas inventan nuevos términos y temas de debate, pero no dejan de ser eso, modas. Hay una palabreja a la que se le da cada vez más bombo, que se ha colado en los discursos de los políticos, en los guiones de los periodistas y que ha acabado por filtrarse hasta los colegios: bullying. Antes no sabíamos qué carajo significaba y ahora la repetimos hasta el hartazgo, aludiendo a una realidad que se nos ha colocado delante de los ojos y ya no podemos dejar de ver. Sin embargo, nombra algo que siempre ha existido: la crueldad del ser humano.

Los adultos nos imponemos unos límites de obligado cumplimiento; no es que dejemos de ejercer esa maldad por amor al prójimo, sino simplemente porque está penalizado. Pero los niños aún no han interiorizado esos límites y pueden permitirse actuar como realmente son: le arrancan la cabeza a los saltamontes, se ensañan con los gatos callejeros y hostigan sistemáticamente al más débil del grupo. Siempre ha sido así.

Durante años yo sufrí ese maltrato con el que ahora a todos se les llena la boca. Era un crío retraído y apocado, y desde que comencé el colegio fui la diana de bromas, ofensas y vejaciones. Olían mi timidez desde la distancia y atacaban como carroñeros famélicos. Yo lo sufría como se sufren todas las humillaciones: en silencio, cargando mi cruz sin queja y permitiendo que crecieran cada día un poco más mi insociabilidad y mis complejos.

En mi décimo cumpleaños algo cambió. Me regalaron unas deportivas chulísimas; era el último modelo de la marca que se llevaba, justo el que todos los mocosos anhelaban y que ninguno en aquel colegio público de las afueras se podía permitir. Mis padres debieron privarse de muchas cosas ese mes, pero sabían cuánto las deseaba. Y qué no hacen unos padres por su único hijo. Durante unas horas me sentí una persona nueva, como si al calzármelas, aquellas zapatillas lustrosamente blancas me hubieran imbuido de la autoestima que había ido perdiendo a lo largo de los años de escolarización. Me sentía confiado y alegre. Fui al colegio pisando fuerte: cada paso era una afirmación de mí mismo. Durante la clase de matemáticas y la de lengua noté cómo mis compañeros miraban de refilón por debajo de mi mesa. Cuando salimos al recreo, el líder del grupo que tanto me había incordiado durante los últimos cursos me invitó a jugar con ellos al balón: no cabía en mí de gozo. Pletórico y estrenando unas estupendas ínfulas que me sentaban aún mejor que las zapatillas, les acompañé ceremoniosamente a las traseras del patio, y allí, estúpido de mí, fue donde se derrumbó el castillo de naipes que había levantado sobre aquellas deportivas. Allí fue también donde nació la persona que soy hoy.

Me agarraron entre todos, me pegaron y escupieron, me las quitaron y las patearon hasta que no se vio rastro de blanco en ellas. Les arrancaron los cordones y tras anudármelos a las muñecas me dejaron tirado. A unos metros yacían las zapatillas machacadas, en las que Oliver se meó antes de abandonarnos malheridos a mí, a ellas y a los últimos rastros de mi efímero orgullo.

Así canalizaron su envidia y acabaron para siempre con el chico ingenuo y pusilánime que habitaba en mí. Mientras caminaba descalzo en dirección a casa, me sorbí los mocos, limpié mis lagrimones con la manga de la camisa, y me juré a mí mismo que me vengaría.

Pasaron muchos años, pero nunca olvidé aquel juramento. Una madrugada, Oliver apareció estrangulado en un lóbrego callejón. La noticia tuvo eco durante un tiempo, pero no dieron con el culpable y acabaron achacándolo a un ajuste de cuentas por tema de drogas; aquel joven descarriado llevaba tiempo jugando a ser camello. Se había visto inmerso en alguna que otra reyerta e incluso había tenido varios escarceos con la policía: era solo cuestión de tiempo que algo así sucediera. Curiosamente, el modus operandi de su verdugo pasó desapercibido. A nadie pareció importarle que hubiera elegido darle garrote con unos viejos cordones de zapato.

I

No han dado las ocho de la mañana cuando piso por vez primera el Medellín colombiano. Como buena defensora del hedonismo y la joie de vivre, no me hace maldita gracia madrugar y no le encuentro el sentido a levantarme a las cinco para cubrir un trayecto de poco más de veinte minutos en avión. Pero quienes velan por los cuatro escritores pelagatos que estamos embarcados en esta misión así lo han decidido: el avión es más seguro que zigzaguear durante horas por la cordillera central de los Andes, así que no queda más que apechugar. Apechugar y madrugar.

Tras un viaje relámpago visionando el sobrecogedor paisaje montañoso antioqueño, aterrizamos en plena urbe merced a un avezado piloto que se infiltra con pericia entre tejados de uralita y terrazas rebosantes de macetas y ropa tendida al sol. Esto es ya de por sí aún más impresionante, y me pregunto estupefacta cómo logra tomar tierra sin llevarse consigo una hilera de bragas en el morro del avión.

Y aquí estoy. Entre las laderas del valle de Aburrá, en la capital del departamento y segunda metrópoli más habitada de Colombia. La población que hasta hace apenas quince años estaba catalogada como la más violenta del multiverso conocido y que se ha metamorfoseado hasta obtener la distinción de ciudad más innovadora.

Sin embargo, en el imaginario colectivo aún permanece el antiguo estatus, a cuya mejora no ha contribuido la fiebre por Narcos, serie protagonizada por un Wagner Moura muy entregado en el papel del temido fundador del Cartel de Medellín.

En España, éste sigue viéndose como un lugar peligroso en el que «no se nos ha perdido nada». Venir hasta aquí significa exponerse inútilmente a amenazas ajenas a nuestro mundo: las fronteras invisibles, el imperio del sicariato, y, menos terrible para según quién, el secuestro exprés de la europea blanquita de turno. Novio, madre y demás gente que me tiene en estima me han hecho prometer que me comportaría. Nada de escapadas solitarias ni de merodear por los barrios dejándome llevar por mi ánimo aventurero e imprudente. He accedido a no salir del hotel sin la compañía de mis colegas escritores, a poder ser Eduardo Moga, David Knutson o algún otro que ronde los dos metros de altura.

Confieso que ya el paso por las ciudades de Manizales y Pereira, en el eje cafetero colombiano, me ha relajado en mis confiados propósitos de enmienda. No le he visto a nadie pinta de pretender acortar mi existencia, que es en verdad lo único que podría inquietarme: carezco de pasta como para que me preocupe quedarme sin ella y de posesiones materiales de las que lamentar en exceso la pérdida. Sí me invade, en cambio, la avidez por asimilar la cultura y la historia de este país, así como por comprender la compleja y esperanzadora situación en la que se halla inmerso. Tras más de medio siglo de conflicto armado, acaba de concretarse un acuerdo de paz entre las FARC y el gobierno y se encuentra pendiente el plebiscito que podría reforzar ese anhelo o convertirlo en un sueño roto más. Mi afán de inmersión se ve ahora acentuado ante tan fascinante urbe: desmedida, anárquica, revolucionada y, por encima de todo, rebosante de contrastes. Sí, Medellín me seduce y me atrae irremediablemente, como el tipo malo de quien, mal que nos pese, siempre nos acabamos enamorando. Y ya se sabe que cuando el amor entra por la puerta, el sentido común salta por la ventana. Pero no adelantemos acontecimientos.

Prolongando la dinámica de mejora habitacional que inicié con Destino Gijón, me alojo en el lujoso hotel Poblado Alejandría, sede oficiosa de la Fiesta del Libro y la Cultura por donde desfilan la mayoría de escritores. No es que haya cambiado tanto el cuento como para poder permitírmelo, pero la organización corre con los gastos: no seré yo quien le haga ascos a una habitación de treinta metros cuadrados, y mucho menos al jacuzzi exterior de la planta decimoquinta. Sí, me baño entre burbujas al anochecer con las luces de Medellín desparramándose en cascada ante mis ojos y solo me hace falta ese chico malote de turno para que mi felicidad sea completa.

Todo va rodado los primeros días; continuando con los conversatorios y lecturas que comenzaron en la Feria del Libro de Manizales y prosiguieron en la Universidad Tecnológica de Pereira, se suceden los espacios literarios en el Jardín Botánico entre conciertos, compra e intercambio de libros, brindis con Tres Cordilleras y zampamiento de arepas y choripanes. Todo ello ante la completa indiferencia de alguna que otra tortuga centenaria y de las iguanas sin reparos en arrojar desde los árboles sus excrementos como proyectiles a esquivar. Es un riesgo incontrolado que una ha de correr para disfrutar de uno de los eventos libreros más importantes —y festivos— de América Latina.

 

Entre tanto, aprendo y aprehendo cuanto puedo. Recorro el barrio de Moravia a través de una visita institucional, la plaza Botero y el Museo de Antioquía en una escapada junto a algunos colegas, y la comuna ocho, asentada en la ladera de las montañas, gracias a una sesión fotográfica a la que soy invitada por carambolas del destino y donde la lideresa de la zona nos guía o protege —probablemente ambas cosas— mostrándonos sus conquistas, proyectos y sueños. Cuanto han logrado y también cuanto queda por hacer en este rincón históricamente relegado que, al igual que el resto de comunas de las laderas, nació como refugio de los campesinos al huir de sus hogares para salvar la vida. Me siento hechizada conociendo los entresijos de esta ciudad tan colmada de miseria como de esperanza, y disfruto con las sonrisas de los niños que se sorprenden al vernos deambular en busca de quién sabe qué. Mi espíritu aventurero se crece sin tregua y voy dejando a un lado los dictados de la prudencia más elemental. Y, sin embargo, no es aquí donde me encuentro con mi primer problema.

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