Destino Gijón

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Destino Gijón
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SUSANA MARTÍN GIJÓN

Destino Gijón


Somos editorial y productores de cultura

Catálogo completo en www.anantescultural.net


Primera edición digital: Diciembre de 2016

© Susana Martín Gijón

© Anantes Gestoría Cultural

www.anantescultural.net

Diseño y maqueta: Anantes Gestoría Cultural

ISBN: 978-84-122441-0-6

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático o de venta por internet, ni compartirlo con fines lucrativos en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Admiro a quien defiende la verdad y se sacrifica por sus ideas, pero no a quienes sacrifican a otros por sus ideas.

Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811)

I don’t mind a reasonable amount of trouble.

Dashiell Hammett (1894-1961)

Sabía que ponerle los cuernos a mi mujer, tarde o temprano, me acabaría metiendo en un buen lío. Sin embargo, la consciencia de que estaba jugando con fuego no había bastado para contenerme, o al menos para ponerle freno a aquello antes de que se me fuera de las manos.

Y, definitivamente, se me ha ido de las manos. Porque lo que jamás alcancé a imaginar es que me vería en este tipo de lío.

Como en una pesadilla, las imágenes de lo que acabo de vivir se proyectan con macabra insistencia una y otra vez. Y al hacerlo, las piernas me fallan, el cuerpo entero me tiembla de forma incontrolable y mi respiración se entrecorta de nuevo.

Me santiguo de forma involuntaria, no sé ni por qué: hace años que no piso una iglesia y muchos más que dejé de creer, si es que alguna vez lo hice. Noto la taquicardia en aumento; llevo la mano al pecho y la dejo ahí, sosteniéndolo, como si con ello pudiera ralentizar mi corazón enloquecido. Me hablo a mí mismo en un susurro, despacio. Lo hago siempre que una situación me supera. Y esta se lleva la palma.

Rafa, tienes que tranquilizarte. Inspira. Espira. Infla el estómago, así, como te enseñó el profesor de yoga. Otra vez, despacio. Inspira… joder. No puedo. Joder, joder, joder. ¿Cómo ha podido pasar? Estoy acabado. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué voy a hacer?

I

A Gijón no fui en Blablacar. No porque no lo pensara, que lo pensé, sino porque acordé con Eva tomar el tren y me pareció mejor idea viajar juntas que aventurarme en un vehículo lleno de ocupantes desconocidos. Es experta en novela negra y siempre me descubre nuevas obras, así que pasar las cinco horas del trayecto departiendo sobre la Betibú de Claudia Piñeiro o el Forcano de Empar Fernández se me antojó un plan bastante más halagüeño.

Lo planifiqué todo. Compré mi billete con antelación, estudié cómo llegar a Atocha y hasta apunté los horarios del transporte público para ir con tiempo suficiente. Solo se me escapó un pequeño detalle: que mi tren salía de Chamartín.

Un supersticioso podría haber pensado que aquello era el preludio de algo, tal vez una advertencia, de que las cosas no iban a salir exactamente como pensaba. Pero yo, además de no ser supersticiosa —no demasiado—, me conozco un poquito a estas alturas y sé que tengo una tendencia natural a pensar en pájaros pintos en el momento menos indicado: el de revisar la información del billete, naturalmente. Así que cuando aparecí en Atocha y me llevé la sorpresa, no me quedó otra que apechugar.

Afortunadamente hay personas por ahí sueltas, en nuestro propio mundo, que están siempre dispuestas a ayudar al prójimo como si la cosa fuera con ellas mismas. Sí, hay pocas, pero las hay, y por suerte esto no es ficción.

Cuando le pregunté al chico tras el mostrador si ese tren no pasaría también por Atocha, negó mirando alternativamente el billete y el reloj con cara de susto, y debí parecerle tan perdida que cruzó su mostrador de un salto y se embarcó en una misión imposible para tratar de ayudarme.

«¡Sígueme!», gritó, saliendo en busca de un expendedor de billetes y haciendo uso de su código personal para seleccionar uno de cercanías.

«Joder, no funciona, probemos con otro. ¡Malditos cacharros!».

Acto seguido echó a correr otra vez; traté de seguirlo de nuevo pero me frenó en un gesto seco: «¡No, tú espera a que se imprima el billete y recógelo!». Regresó unos segundos después para darme su última instrucción: «¡Andén 2! ¡Sale en 3 minutos! ¡¡¡Correeeeee!!!». Ante un despliegue de energía y altruismo de ese calibre solo resta obedecer: corrí como si me persiguiera el diablo y subí a tiempo a aquel cercanías rumbo a Chamartín. Eché un vistazo a la pantalla del móvil: catorce cuarenta y uno. ¿He dicho ya que el tren salía a las catorce cincuenta? Que no cunda el pánico. ¡Eva, coge el teléfono!

—¿En que andén estáis?

—Veintiuno, hay cola, tranquila.

¿Tranquila? ¡Mi jodido benefactor me había puesto cardíaca!

Catorce cuarenta y cinco. Detenidos en Nuevos Ministerios. Seguía con la vista puesta en el reloj del teléfono móvil y todo el cuerpo en tensión, como si el hecho de estar de pie con cara de aprensiva y la maleta inclinada a punto de salir rodando tras de mí fuera a hacer que llegáramos antes.

Cuando al fin nos acercábamos otro buen hombre me salió al paso, esta vez enfundado en un anodino traje de ejecutivo gris.

—El andén veintiuno está al final del todo, es el último —me indicó con cara de circunstancias y una sonrisa poco convincente que me hizo temer lo peor.

Catorce cincuenta. De nuevo corrí, vaya si corrí. No me reía entonces de los runners que pierden el culo, haga frío o calor, sin motivo aparente. Ya me habría gustado a mí estar tan en forma como ellos en ese momento, que parecía que iba a echar el hígado en mitad de la estación.

Finalmente llegué, jadeando como una condenada a galeras, pero llegué. Solo que para entonces… el tren se alejaba en la distancia.

* * *

Para qué aburrirte con los pormenores: algunas horas más tarde tomaba el siguiente tren y para cuando llegué a Gijón eran cerca de las once. No parecía momento de llamar a nadie; solté los trastos en el hotel y me fui directa a dar una vuelta por la Semana Negra. Me moría de ganas de conocerla.

II

La Semana Negra de Gijón era un festival atípico con la insólita cualidad de poner en acción todos los sentidos a un tiempo. Uno podía hojear una novela en las casetas de las librerías o llenarse las manos de la grasa de un churro de chocolate a apenas unos metros de distancia, mientras el estridente ruido del reguetón de los cacharritos de feria lesionaba los tímpanos apenas difuminado entre los acordes con tintes folk procedentes del concierto que se celebraba en el escenario central. El aroma del chorizo criollo penetraba en el olfato y el del humo de las parrillas se prendía al cabello. Las luces de la noria recordaban el carácter lúdico del festival mientras una velada poética en una de las carpas reivindicaba su condición cultural. Las terrazas exhalando la fragancia de la hierbabuena que prometía la dosis de felicidad contenida en un vaso de mojito, o en dos, quién sabe, la noche es larga, las pulperías, gufrerías y los food trucks con viandas feriantas varias, el oscuro mar de fondo que no se veía en la noche pero de alguna forma se hacía presente, quizá en la indefinible mezcla de olores, quizá en el saberle ahí, a unos metros, rugiendo suave, aportando magia a la ya de por sí fascinante mescolanza. Todo, en definitiva, invitaba a dejarse llevar por los sentidos y por la joie de vivre; comer, beber, divertirse, pero también regresar a casa con un par de libros bajo el brazo y la sensación de haber aprendido algo nuevo, de haber invertido bien el tiempo y el dinero y ser un poquito más culto que el día anterior. El resultado funcionaba, porque se veía abarrotado desde cualquiera de sus rincones.

Yo caminaba embriagada, dejándome mecer por el gentío inmersa en estos y otros pensamientos cuando distinguí a una chica que paseaba unos metros por delante. Tenía la piel muy oscura y, aún de espaldas, se la veía embarazadísima. No pude evitar acordarme de Annika. ¿Cómo estaría? ¿Qué andaría haciendo? ¿Habría dado ya a luz? Calculé que no debía quedarle mucho, aunque admito que me hago un lío con las cuarenta semanas que no son nueve meses y siempre pierdo la cuenta de amigas y familiares. «Menos mal que no puede verme aquí», sonreí al recordar sus consejos de última hora en Pensión Salamanca:

«Susana, creo que deberías dedicarte a otra cosa, esto no va contigo, aquí hay gente muy loca (…) Yo que tú me volvía a dedicar al Derecho…».

Con la que se lió durante aquel congreso, Annika lo había tenido fácil para reafirmarse en sus prejuicios sobre los escritores de novela negra. «Ella nunca vendría a un sitio así», pensé comparando el Congreso de Salamanca con la Semana Negra de Gijón. Si al primero podía dársele cabida en dos o tres aulas de la Facultad de Filología y no llegábamos a las doscientas personas entre académicos, escritores o estudiantes en busca de algún que otro crédito, esta ocupaba un recinto con varias calles creadas para la ocasión en los terrenos de los antiguos astilleros a rebosar durante toda la semana.

 

Estaba sumida en estas reflexiones mientras paseaba entre las casetas de las librerías, identificando libros de colegas y amigos, cuando llegué a la de La buena letra, la que hospedaba los míos propios. Los busqué con la mirada. Tan concentrada estaba que no vi venir a una niña correteando que se empotró literalmente contra mí. Tendría unos cinco o seis años. Alzó la cabeza y se me quedó mirando desde unos vivaces ojos castaños orlados por larguísimas pestañas. Un fino cabello ondulado y rebelde enmarcaba su ovalado rostro. Me recordaba a alguien pero soy muy mala para los rostros, no digamos ya si son de niños. En ese momento una voz femenina la llamó por su nombre y fue entonces cuando lo conecté todo. ¿Cómo podía no haberme dado cuenta? Valiente solucionadora de misterios. Estaba claro que no me ganaría la vida como detective privada.

—¡Celia!

Sí, la niña era Celia y la mujer que la llamaba no era otra que su madre adoptiva, la misma que había visto de espaldas minutos antes sin llegar a identificarla. Aquella voz volvió a gritar un nombre, pero esta vez fue el mío:

—¡Susana!

La miré como pillada en falta y las comisuras de mis labios se alzaron en un tímido gesto.

—Hola, Annika —dije como una pava.

—¿Qué haces aquí? —en su pregunta no había indignación sino sorpresa y sin embargo no logró diluir del todo la sensación de que me habían pescado in fraganti.

—Yo, yo… espera un momento —ahí ya reaccioné, y menos mal porque empezaba a parecer tonta de verdad—. ¿Cómo que qué hago aquí? Soy una escritora de novela negra, ¿recuerdas? Creo que la pregunta es ¿qué haces TÚ aquí, rodeada de frikis por los cuatro costados?

Ahora fue ella la que se quedó cortada. Sí, sin duda recordaba la paliza que me había dado con el temita.

—Estamos de vacaciones en Gijón, vimos la noria y Celia quiso acercarse hasta la feria.

—Fue idea tuya, mami. Me dijiste que así podría montarme en los cacharritos.

Eso es algo que adoro de los niños: la encantadora costumbre de poner en situaciones comprometidas a sus progenitores. Con una facilidad pasmosa, además.

Annika carraspeó.

—No está mal la que tienen aquí montada —reconoció trabajosamente.

Sonreí con la satisfacción que proporciona que le den la razón a una, pero después ninguna de las dos supo cómo continuar.

Personalmente, me picaba la curiosidad de saber qué hacía allí, y sobre todo, si había tenido noticias de Bruno, pero me contuve. Era un tema espinoso y nos habría llevado a un nivel de confianza que prefería evitar. Quiero mucho a Annika, pero por motivos obvios rehúyo cualquier conversación que alcance la esfera personal. Tendría que explicarle muchas cosas y, sinceramente, no creo que se las tomara demasiado bien. Una no suele apreciar esa clase de afirmaciones: «Eres un personaje de novela, solo existes en los libros. Ah, y por cierto, todas las putadas que te han pasado en la vida se me han ocurrido a mí. Lo de tu infancia, lo de Violeta, lo del gilipollas de Daniel, lo de B… (¡alto, peligro de spoiler!). En fin, que lo siento, Annika. O no, ni siquiera eso, porque, ¿sabes? No eres real».

Ante una declaración de ese tipo, no es de extrañar que te respondan con un buen derechazo. Y yo no soy un personaje —bueno, un poco sí, pero también soy una personita de carne y hueso— y me dolería un montón.

El caso es que ahí estábamos las dos, mirándonos como dos bobas y todavía sin saber qué más decir.

—Y… ¿hasta cuándo te quedas? —Annika fue la primera en romper el silencio.

—Hasta el sábado, el viernes por la tarde presento mi último libro —se me escapó. Estaba tan orgullosa de estar en la programación oficial de la Semana Negra que ni me lo pensé.

—Vaya, qué pena. Nosotras nos vamos justo ese día de vuelta a Mérida. Hemos venido con una amiga, Lourdes, que tiene casa aquí. Me habría gustado verte en acción.

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