Retiro

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From the series: La principal #2
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Título original: Заповедник—Zapovednik

© 1983 Serguéi Dovlátov

All rights reserved

© 2017 Tania Mikhelson y Alfonso Martínez Galilea

por la traducción y las notas

© 2016 Lino González Veiguela por la nota biográfica del autor

© 2017 José Jajaja por las ilustraciones de cubierta

© 1980 Nina Alovert por el retrato del autor

© 2017 Fulgencio Pimentel por la presente edición

www.fulgenciopimentel.com

Primera edición: febrero de 2017

Editor: César Sánchez

Editores adjuntos: Joana Carro y Alberto Gª Marcos

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

ISBN de la edición impresa: 978-84-16167-59-3

ISBN de la edición digital: 978-84-17617-62-2

El editor desea expresar su agradecimiento a Alexandr Florenski, Katherine Dovlátov, Elena Dovlátova, Marta Ramoneda, Luis Solano, Nacho García y Tania Terror.

Índice

Retiro

Nota biográfica

Nota a la traducción

A mi mujer, que tenía razón.

A mediodía llegamos a Luga. Nos detuvimos en la plaza de la estación. La guía cambió su tono sublime por uno algo más terrenal:

—Ahí, a la izquierda, está el área de servicios…

Mi vecino se levantó interesado:

—¿A qué se refiere? ¿Al retrete?

El individuo había venido torturándome durante todo el viaje: «¿Agente blanqueador de tres letras?… ¿Artirodáctilo al borde de la extinción?… ¿Esquiador de origen austriaco?…».

Los turistas salieron a la plaza inundada de luz. El conductor cerró la puerta y se puso en cuclillas junto al radiador.

La estación… Un edificio amarillento y sucio, con columnas, un reloj, unas letras parpadeantes de neón descoloridas por el sol…

Crucé el vestíbulo, donde había un puesto de periódicos y unos macizos contenedores de cemento. Descubrí la cantina por pura intuición.

—Persónense ante el camarero —indicó la cajera con desinterés.

Un sacacorchos se balanceaba sobre su busto abatido.

Me senté junto a la puerta. Un camarero con enormes patillas de fieltro apareció algo después.

—¿Qué desea?

—Deseo —le dije— que todo el mundo sea bondadoso, modesto y amable.

El camarero, seguramente harto de la inagotable diversidad de la vida, guardó silencio.

—Deseo cien gramos de vodka, una cerveza y dos bocadillos.

—¿De qué?

—De mortadela, mismamente.

Saqué los cigarrillos y me puse a fumar. Las manos me temblaban de manera indecente. «A ver si no se me cae el vaso…». Para acabar de arreglarlo se instalaron a mi lado dos damas de aspecto distinguido. Parecían de nuestro mismo autobús.

El camarero trajo una garrafita, una botella y dos bombones.

—Los bocadillos se han acabado —dijo en un tono impostadamente trágico.

Pagué la cuenta. Tomé el vaso y volví a dejarlo en la mesa al instante. Las manos me temblaban como a un epiléptico. Las viejas me examinaron con aprensión. Traté de esbozar una sonrisa:

—Mírenme con cariño…

Las viejas se estremecieron y cambiaron de mesa. Oí algunas observaciones críticas poco articuladas.

«Qué se jodan», pensé. Apuré el vaso, sujetándolo con ambas manos. Luego desenvolví aparatosamente uno de los bombones.

Empecé a sentirme mejor. Una engañosa sensación de bienestar pareció brotar en mi interior. Me guardé la botella de cerveza en el bolsillo. Luego me levanté casi tirando la silla. O para ser más precisos, el taburete de aluminio. Las viejas seguían examinándome, cada vez más asustadas.

Salí a la plaza. La verja del jardín estaba cubierta con unas planchas de tableros combados. Los diagramas auguraban una excelente provisión de carne, lana, huevos y demás artículos íntimos en un futuro no muy lejano.

Los hombres fumaban cerca del autobús. Las mujeres se acomodaban, alborotadas. La guía saboreaba un helado a la sombra. Me dirigí a ella:

—¿Qué le parece si nos presentamos?…

—Aurora —dijo, tendiéndome una mano pringosa.

—Como el acorazado. Qué asombrosa coincidencia —dije—. Yo me llamo Crepúsculo. Como el submarino nuclear.

La muchacha no pareció molestarse.

—Todo el mundo hace chistes con mi nombre, estoy acostumbrada… ¿Le pasa algo? Está rojo.

—Le aseguro que lo estoy solo por fuera. Por dentro soy demócrata constitucional.

—En serio, ¿se encuentra mal?

—Bebo en exceso… ¿Le apetece una cerveza?

—¿Por qué bebe? — preguntó.

¿Qué le iba a decir?

—Es un secreto —balbuceé—. Una especie de enigma.

—¿Ha decidido trabajar una temporada en la reserva?

—Así es.

—Me di cuenta enseguida.

—¿No me irá a decir que tengo pinta de filólogo?

—Iba acompañado por Mitrofánov, un especialista en Pushkin, un erudito. ¿Lo conoce usted bien?

—Mantengo ciertas relaciones… —respondí— con su lado oscuro.

—¿Cómo?

—Nada, no tiene importancia.

—Lea a Gordin, Shchiógolev, Tsiavlóvskaya… Las memorias de Kern1… Y algún folleto divulgativo sobre los perniciosos efectos del alcohol.

—Verá usted, he leído muchísimo sobre los perniciosos efectos del alcohol… Así que he decidido dejarlo. Para siempre. Dejar de leer, quiero decir…

—No se puede hablar con usted.

El chófer miró en nuestra dirección. Los excursionistas ocuparon sus asientos.

Aurora acabó con el helado y se limpió los dedos.

—En verano —dijo ella— la paga es buena. ­Mitrofánov gana cerca de doscientos rublos.

—Que son doscientos rublos más de lo que se merece…

—¡Ah, encima es usted malo!

—Y cómo no serlo…

El chófer tocó el claxon dos veces.

—Vamos —dijo Aurora.

El autobús, un confortable modelo salido de las factorías de Lvov, estaba abarrotado. Los asientos de calicó abrasaban. Los visillos amarillentos hacían más intensa la sensación de bochorno.

Me dediqué a hojear los diarios de Alekséi Vulf2. Se hablaba de Pushkin en tono amistoso, a veces condescendiente. Siempre ocurre lo mismo: la excesiva cercanía impide valorar adecuadamente las cosas. A todos nos parece evidente que los genios deben tener amigos, pero ¿quién va a pensar que su amigo es un genio?

Me adormilé. En la duermevela me pareció oír algunos chismorreos sobre la madre de Ryléyev3…

Me despertaron al entrar en Pskov. Los muros recién estucados del kremlin solo me produjeron fastidio. Sobre el arco central los diseñadores habían colocado un emblema de forja, feo, de aspecto báltico. El kremlin parecía una maqueta de tamaño desproporcionado.

Había una agencia de viajes local en uno de los laterales. Aurora consiguió certificar algunos papeles y nos llevaron al Hera, el restaurante más elegante del pueblo.

Me encontraba dubitativo: ¿seguir dándole o parar? Si seguía, al día siguiente estaría deshecho. Tampoco tenía ganas de comer… Dirigí mis pasos hacia la avenida. Los tilos susurraban oscura y pesadamente. Hace tiempo que tengo esta convicción: no hay más que quedarse pensativo un instante para recordar algo triste. La última conversación con la mujer de uno, por ejemplo…

—Hasta tu amor por las palabras, ese amor loco, enfermizo, patológico, es falso. Es solo un intento de justificar la vida que llevas. Y llevas una vida de literato famoso sin reunir las más elementales condiciones para llevarla… Con tus vicios, tendrías que ser Hemingway por lo menos…

—¿Eso te parece un buen escritor? ¿No te parecerá Jack London también un buen escritor?

—¡Dios mío! ¡Qué pinta aquí Jack London! Las únicas botas que tengo están empeñadas… Puedo perdonarlo todo. La pobreza no me asusta… ¡Todo, menos la traición!…

—¿A qué te refieres?

—A tu perpetua borrachera, a tu… ni siquiera tengo ganas de decirlo… No se puede ser artista viviendo a costa de otra persona. ¡Es infame! ¡Hablas tanto de nobleza!… Y eres un hombre frío, cruel, astuto…

—No olvides que llevo veinte años escribiendo relatos.

—¿Quieres escribir un gran libro? De cien millones de autores que lo intentan, solo uno lo consigue.

—¿Y qué más da?… Espiritualmente, un intento fallido como ese equivale al más valioso de los libros. Y moralmente, para que te enteres, es incluso más elevado. Porque excluye la remuneración…

—Palabras… Bellas palabras, sin fin… Estoy harta. Tengo una hija de la que soy responsable.

—También yo tengo una hija.

—A la que llevas meses sin hacer caso. Solo somos unas extrañas para ti.

(Existe un momento doloroso en la conversación con una mujer. Estás aportando hechos, razones, exponiendo argumentos. Apelas a la lógica y al sentido común. Y súbitamente descubres que a ella le repugna hasta el sonido mismo de tu voz…).

—No lo hice a propósito… —dije.

 

Me dejé caer en un banco inclinado. Saqué el bolígrafo y el cuaderno. Al cabo de un rato apunté:

Querida, en los Cerros de Pushkin me hallo.

Sin ti, por aquí todo es fastidio y tristeza.

Vago por estos pagos como perra sin amo

y un miedo horrible el alma me atormenta…

Etcétera.

Mis versos se anticipaban un poco a la realidad. Hasta Púshinskie Gory faltaban todavía unos cien kilómetros.

Entré en una tienda de artículos domésticos. Adquirí un sobre con una efigie de Magallanes. No sé bien por qué, pregunté:

—¿Se puede saber qué ha hecho ahora ese Magallanes?

El vendedor respondió pensativo:

—Puede ser que se haya muerto… O que lo hayan condecorado… Vaya usted a saber.

Pegué el sello, cerré el sobre, lo eché al buzón…

A las seis llegamos a la oficina de turismo, situada en la zona residencial. Dejamos atrás unas colinas, un río, un horizonte vasto recortado por la irrupción del bosque. Resumiendo, un paisaje ruso sin complicaciones. Con esos rasgos peculiares que despiertan en el espectador un sentimiento de inexpresable amargura.

Ese tipo de sentimientos siempre me han resultado sospechosos. En general, la pasión por objetos inanimados me fastidia… (Abrí, mentalmente, mi cuaderno de notas). Hay algo morboso en los numismáticos, en los filatelistas, en los viajeros empedernidos, en los apasionados por los cactos y por los peces de acuario. Me resultan ajenas la infinita paciencia soñolienta del pescador, la infructuosa e infundada valentía del alpinista, la pretenciosa arrogancia del dueño de un caniche real…

Dicen que los judíos miran la naturaleza con indiferencia. En eso consiste uno de los reproches que suele hacerse al pueblo judío. Que carecen, se dice, de una naturaleza propia y que la de los demás les deja ­indiferentes. Podría ser. Por lo visto, en eso se manifiesta el componente judío que llevo en la sangre…

En resumen: que me gustan poco los contemplativos entusiastas. Y que no me fío mucho de sus raptos. Creo que el amor por los abedules está sustituyendo al amor por el ser humano. Y también que funciona como un sucedáneo del patriotismo…

A una madre que está enferma, paralizada, la compadeces y la quieres más, de acuerdo. Pero cantar sus sufrimientos, expresarlos estéticamente, es ruin…

Bueno, dejémoslo.

Llegamos a la zona residencial. Algún idiota había construido los albergues a cuatro kilómetros de la corriente de agua más cercana. Estanques, lagos, un río famoso… y el complejo residencial en el sequero. Las habitaciones disponían de ducha, eso sí. Y —en alguna rara ocasión— de agua caliente…

Entramos en la oficina de turismo. La mujer que nos atendió parecía el sueño de cualquier militar en la reserva. Aurora le pasó la hoja con el recorrido. Firmó y recibió a cambio los vales de comida del grupo. Susurró algo a la exuberante rubia, que me examinó de inmediato. En su mirada se podía advertir una sutil aunque expresiva curiosidad, cierto interés profesional y un indisimulado nerviosismo. Incluso tuve la impresión de que se enderezaba. Los papeles empezaron a moverse de un lado a otro de la mesa a gran velocidad.

—¿No se conocen? —preguntó Aurora. Me acerqué un poco.

—Deseo trabajar en la reserva.

—Hace falta gente, sí… —dijo la rubia.

Se percibían unos puntos suspensivos al final de la réplica. O sea, que lo que se necesitaba eran expertos cualificados y de cierto nivel. Y que no hacía ninguna falta personal eventual…

—¿Ha realizado alguna visita guiada? —preguntó la rubia que, a renglón seguido, se presentó—: Galina Aleksándrovna.

—He estado por aquí tres veces.

—No son muchas.

—Estoy de acuerdo. Por eso precisamente he vuelto a venir…

—Hay que prepararse como está mandado… Estúdiese bien el manual. En la vida de Pushkin queda mucho por investigar aún… Hay cosas que han cambiado desde el año pasado…

—¿En la vida de Pushkin? —pregunté, sorprendido.

—Disculpen —nos interrumpió Aurora—, me esperan los turistas. Buena suerte…

Y desapareció, joven, rebosante de vida, rotunda. Al día siguiente podría escuchar su límpida voz de doncella en una de las salas del museo: «… ¡Piensen en ello, camaradas!… ¡La amaba tan sincera, tan tiernamente!… Al mundo de las relaciones de servidumbre contrapuso Aleksandr Serguéyevich este inspirado himno a la entrega…».

—No me refería a la vida de Pushkin —respondió, molesta, la rubia—, sino a la exposición. Por ejemplo, el retrato de Abram Petróvich Gannibal4, el bisabuelo africano del poeta, ha sido retirado.

—¿Por qué?

—Algún lumbreras asegura que no es Gannibal. Que los galones, imagínese, no son los que le corresponden. Que son los del general Zakomelsky5.

—Pero ¿quién es realmente?

—Parece que, realmente, es Zakomelsky.

—Y entonces ¿cómo es que es tan… oscuro?

—Combatió contra los asiáticos, en el sur. Y allí hace un calor horrible. Puede que tomase demasiado el sol… ¡Además, el tinte oscurece con el tiempo!…

—¿De modo que hicieron bien quitándolo?

—¡Qué más da! Gannibal, Zakomelsky… Los turistas quieren ver a Gannibal. Pagan por eso. ¿Quién demonios necesita a Zakomelsky? Pues bien, el director colgó a Gannibal… O sea, a Zakomelsky, haciéndolo pasar por Gannibal. Pero a alguien eso no le hizo gracia… Disculpe, ¿está usted casado?

Galina Aleksándrovna pronunció esta frase al descuido y yo diría que con cierta timidez.

—Divorciado —dije—. ¿Por qué?

—Por si las chicas se interesan.

—¿Qué chicas?

—Ahora no están por aquí. La contable, la coordinadora, las guías…

—¿Y a santo de qué podrían interesarse por mí?

—Por usted, en particular, no. Se interesan por todos. Aquí hay muchas solteras. Todos los chicos han emigrado. ¿A quiénes ven nuestras pobres muchachas? ¿A los turistas? ¿Y a qué turistas? Ocho días suelen estar, en el mejor de los casos. De Leningrado vienen a veces a pasar un día nada más. Tres, a veces… ¿Se va a quedar usted mucho tiempo?

—Hasta el otoño. Si todo va bien.

—¿Dónde se ha alojado? ¿Quiere que le busque hotel? Tenemos dos, uno bueno y otro malo. ¿Cuál prefiere usted?

—Eso —dije— tengo que pensármelo un poco.

—El bueno es más caro —explicó Galia.

—Perfecto —dije—, de todos modos no tengo dinero…

Rápidamente llamó a alguna parte. Se pasó un rato tratando de persuadir a alguien. Finalmente el asunto quedó solucionado. En algún sitio apuntaron mi apellido.

—Le acompaño.

Hacía mucho tiempo que ninguna mujer manifestaba tanto interés por mi persona. Más tarde, ese interés se expresaría con intensidad mayor aún. Rozaría el acoso.

Al principio lo atribuí a mi desdibujada personalidad. Luego me convencí de que en efecto tenía mucho que ver con la enorme escasez de varones en la zona. El tractorista patizambo del pueblo, con sus bucles de putón verbenero, aparecía siempre rodeado de admiradoras, tan pelmas como lozanas.

—Me muero… cerveza… —diría en un susurro.

Y varias muchachas saldrían corriendo a por cerveza para el tractorista…

Galia cerró la puerta de la oficina. Nos dirigimos hacia el pueblo atravesando el bosque.

—¿Ama usted a Pushkin? —preguntó de pronto.

Por un segundo me quedé perplejo, pero atiné a contestar:

—Sí… Me gusta… El jinete de bronce6. La prosa…

—¿Y sus poemas?

—Sus poemas tardíos me gustan mucho.

—¿Y los primerizos?

—Los primerizos también. —Me di por vencido.

—Aquí todo vive y respira al compás de Pushkin, literalmente —dijo Galia—; cada ramita, cada hierbecilla. Es como si uno esperara verlo salir en cualquier momento, al doblar una esquina… El sombrero de copa, la esclavina, ese perfil suyo, tan familiar…

Y en eso, al doblar la esquina, apareció Lénia ­Guriánov, el viejo chivato de la universidad.

—¡Borka, polla de morsa! —aulló con ferocidad—. Pero ¿¡eres tú realmente!?

Respondí con asombrosa cordialidad. Otro cabrón que me pilla desprevenido, pensé. Nunca los veo venir…

—Sabía que estabas al caer —añadió, incómodo, Guriánov.

Más tarde me contaron lo siguiente. A principios de temporada hubo una juerga. Una boda, el cumpleaños de alguien, qué sé yo. Asistía a ella un oficial local de la Seguridad del Estado. Mi nombre surgió en la conversación. Algún conocido observó:

—Está en Tallin.

—No, hace por lo menos un año que está en Leningrado —le replicaron.

—Yo he oído que está en Riga, en casa de Krasílnikov…

Se sucedieron más y más versiones. El chequista estaba liquidando su pato estofado con enorme concentración. Luego levantó un poco la cabeza y dijo sucintamente:

—Nos consta que va a venir al parque Pushkin…

—Tengo prisa, me esperan —dijo de pronto Guriánov, como si fuese yo quien lo retenía…

Se dirigió a Galia:

—Te veo más guapa. Te has arreglado los dientes, ¿verdad?

Sus bolsillos parecían a punto de reventar.

—Gilipollas… —dijo Galina con displicencia. Y después:— Si Pushkin levantara la cabeza…

Tres establecimientos ocupaban la planta baja del hotel Amistad: una tienda de alimentación, una peluquería y un restaurante, el Ensenada. «Debería convidar a Galina para agradecerle sus atenciones», pensé. Pero apenas llevaba encima unos miserables rublos. El menor gesto podía desencadenar la peor catástrofe.

No dije nada.

Nos acercamos al mostrador, tras el que se agazapaba la gobernanta. Galia nos presentó. La mujer me alargó una llave maciza con el número 231.

—Mañana se buscará una habitación —dijo ­Galina—. Puede que en el pueblo, puede que en Vorónich, aunque es caro… Quizá en alguna de las aldeas cercanas, en Sávkino o Gayki…

—Gracias por su ayuda —dije.

—Bien, pues… me voy.

La frase terminaba con un signo de interrogación apenas perceptible, algo así como: «Bien, pues… ¿me voy?».

—¿La acompaño?

—Vivo en las afueras —respondió la mujer en tono enigmático.

Y luego —clara y persuasivamente, quizás demasiado clara y demasiado persuasivamente:

—No es necesario que me acompañe… Y que no se le pase por la cabeza que soy una de esas…

Se retiró, irguiendo la cabeza con orgullo ante la gobernanta. Subí a la primera planta y abrí la puerta. La cama estaba cuidadosamente arreglada. El altavoz emitía un murmullo entrecortado. Algunas perchas se balanceaban en la barra del armario.

En esa habitación, en esa estrecha barquilla, zarpaba yo hacia las ignotas costas de la independencia y de la soltería.

Me duché, quitándome de encima el sedimento embarazoso de los desvelos de Galia, el poso de la húmeda estrechez del autobús, las costras de un festín que se había prolongado demasiados días.

Mi humor mejoró sensiblemente. La ducha fría actuó como una llamada de alerta.

Me sequé, me puse los pantalones de gimnasia y comencé a fumar.

En el pasillo se podía sentir un ir y venir de pasos. De alguna parte llegaba una musiquilla. Bajo las ventanas se escuchaba un continuo circular de ciclomotores y camiones.

Me tendí sobre la manta y abrí un tomito gris de Víktor Lijonósov7. Determiné informarme de una vez para siempre acerca de la «prosa campesina», de la que tanto se hablaba entonces. Utilizar ese libro como una especie de guía…

Me quedé dormido leyendo, sin darme cuenta. Me desperté a las dos de la madrugada. La luz mortecina del anochecer veraniego inundaba la habitación. Todavía se podían contar las hojas del ficus en la ventana.

Decidí reflexionar con calma. Tratar de que se desvaneciera aquella sensación de catástrofe, de callejón sin salida.

La vida se extendía a mi alrededor como un inmenso campo minado. Y yo estaba en el centro. Había que parcelar ese campo y era hora ya de poner manos a la obra. Romper la cadena de circunstancias dramáticas. Analizar la sensación de fiasco. Estudiar cada factor… por separado.

Llevas veinte años escribiendo relatos. Estás convencido de que te has servido de la pluma con cierto fundamento. Personas en cuyo juicio confías están dispuestas a testimoniarlo.

Pero nunca te aceptan nada, no te publican. No te admiten en su compañía, en su partida de bandoleros. ¿No era eso con lo que soñabas cuando susurrabas tus primeros versos?

¿Estás pidiendo justicia? Ya puedes esperar sentado: esa fruta no crece por estas latitudes. Un puñado de deslumbrantes verdades deberían haber cambiado el mundo para mejor. ¿Y qué ha sucedido en realidad?…

 

Tienes una docena de lectores. Ojalá fueran menos…

Además, no te pagan: eso es lo malo. El dinero es libertad, espacio, son caprichos… Hasta la miseria se hace más llevadera cuando tienes dinero…

Aprende a ganarlo sin convertirte en un hipócrita. Trabaja de estibador, escribe por las noches. La gente conservará de ti lo que deba conservar, como decía Mandelshtam8. Así que ponte a ello…

Tienes facultades para eso, facultades de las que hubieras podido carecer. Escribe, crea una obra maestra. Provócale al lector una conmoción mental. Aunque solo sea a uno, con eso basta… Y es tarea para toda una vida.

¿Y si no lo lograses? Tú mismo has dicho que, en un sentido moral, un intento fracasado es mucho más noble que uno exitoso. Porque excluye la remuneración, creo que decías…

Escribe, ya que te has puesto a hacerlo, arrastra esa carga. Cuanto más pesada te parezca, más ligera acabará resultándote…

¿Te agobian las deudas? ¡¿Quién no las ha tenido?! No te amargues con eso. Es lo único que de verdad te vincula con la gente…

¿Al mirar atrás ves ruinas? Era lo esperable. El que vive en su mundo de palabras no se lleva bien con las cosas.

Envidias a todo aquel que se presenta como escritor. Al que puede justificarlo documentalmente exhibiendo un certificado.

Pero ¿qué escriben tus coetáneos? En Volin9 te has encontrado con frases como esta:

«… Se me hizo comprensiblemente claro…».

Y en la misma página: «… Con una incomprensible claridad, Kim sintió…».

La palabra está volcada patas arriba. El contenido se ha derramado. O, siendo más precisos, resulta que no había contenido alguno. Palabras intangibles, como sombras de botellas vacías…

¡Pero no es eso! ¡No es eso de lo que se trata!… ¡Me tienes harto con tus subterfugios!…

Vivir es imposible. O se vive, o se escribe. O la palabra, o la acción. Pero en tu caso la acción es la palabra. Y cada acción, cada Tarea con mayúscula te produce rechazo. A su alrededor hay una zona de espacio muerto. Allí se extravía todo lo que estorbe a la Tarea. Allí se pierden las esperanzas, las ilusiones, los recuerdos. Reina allí un ruin, indiscutible, inequívoco materialismo…

¡Una vez más: no es esto, no es esto!…

¿En qué has convertido a tu mujer? Era sencilla, coqueta, le gustaba divertirse. Tú la has vuelto celosa, desconfiada, neurótica. Su constante «¿qué quieres decir con eso?» es un himno a tu hipocresía…

Tus desmanes llegaban al ridículo. Acuérdate de esa vez que llegaste a casa a las cuatro de la mañana y comenzaste a desatarte los zapatos. Tu mujer se despertó y gimió:

—¡Santo cielo! ¿A dónde vas a estas horas?

—Tienes razón, qué temprano es. Es tempranísimo… —balbuceaste tú, te quitaste la ropa a toda prisa y te acostaste…

En fin, que no hay mucho más que añadir

La mañana. El sonido de pasos amortiguados sobre la alfombra roja del pasillo. Un farfulleo intermitente que suena de pronto por el altavoz. El goteo del agua tras la pared. Los camiones bajo las ventanas. El repentino y lejano cantar de un gallo…

En tu infancia, los pitidos de las locomotoras ponían banda sonora al verano. Las casas de campo… El olor a quemado de las estaciones y la arena caliente… El tenis de mesa bajo las ramas… El ruido turgente y sonoro de la pelota… Los bailes en la veranda (tu primo el mayor te confiaba a ti el gramófono)… Gleb Románov… Ruzhena Sikora… «È una semplice canzone da due soldi…», «Yo te soñaba despierta en Bucarest…»10.

La playa quemada por el sol, los rígidos juncos… Los calzoncillos largos y las huellas de los elásticos en las pantorrillas… Arena en las sandalias…

Llamaron a la puerta.

—¡Teléfono!

—Debe tratarse de un error —farfullé.

—¿No es usted Alijánov?

Me llevaron a la habitación de la encargada del guardarropa. Tomé el auricular.

—¿Estaba usted dormido? —preguntó Galina.

Negué con determinación.

Siempre me ha parecido que la gente reacciona a esta pregunta con excesiva vehemencia. Pregunta a cualquiera: «¿Tú le das a la botella?», y te responderá delicadamente que no. O lo reconocerá de buena gana, que también puede ser. La pregunta «¿Estabas dormido?», en cambio, es tomada por la mayor parte de la gente casi por un insulto. Un intento de pillarle a uno cometiendo una villanía…

—He arreglado lo de la habitación.

—No sabe cómo se lo agradezco.

—En la aldea de Sosnovo. Está a cinco minutos de los edificios principales. Tiene una entrada aparte, para usted solo.

—Fundamental, desde luego.

—Aunque el dueño bebe.

—Otra ventaja.

—Memorice el apellido: Sorokin. Mijaíl Iványch… Puede dirigirse allí atravesando el campamento por el barranco. Desde la montaña se alcanza a ver la aldea. La cuarta casa. Quizá la quinta. Ya la encontrará. Por allí cerca hay un basurero…

—Gracias, querida.

El tono cambió bruscamente.

—¿Pero qué querida, ni qué narices? Ay, que me da algo… Querida… Anda ya… ¡Qué voy a ser yo su querida!…

Más de una vez me admiraría después con estas súbitas transfiguraciones de Galia. El más vivo interés, la cordialidad y la candidez eran reemplazadas de súbito por las histéricas protestas de un agraviado pudor. El habla normal, por un estridente deje provinciano…

—¡Y que no se le pase por la cabeza nada de eso!

—Eso… nunca. Y gracias otra vez…

Me dirigí al complejo. Aquel día había mucha gente. Por todos lados se podían ver automóviles de colores vistosos. Los turistas, con sus gorritas de domingueros, merodeaban en grupo o en solitario. Ante el quiosco de periódicos se montó una cola. De las ventanas de la cafetería, abiertas de par en par, llegaba un tintineo de vajilla y los esporádicos chirridos de los taburetes ­metálicos. Por allí, en medio de toda la escena, retozaban algunos perros pastores bien cebados.

A cada paso me encontraba con efigies de Pushkin. Incluso junto a una misteriosa cabinita de ladrillo con la inscripción «¡Inflamable!». Que evocasen al poeta era tarea encomendada a las patillas, cuyo tamaño variaba arbitrariamente de una imagen a otra. Me di cuenta hace tiempo de que nuestros artistas tienen sus objetos predilectos, aquellos que no presentan restricciones ni en su escala ni en la imaginación. Los más destacados son, sin duda, la barba de Karl Marx y la despejada frente de Vladímir Ilich…

El altavoz bramaba:

—¡Atención! ¡Al habla la radiodifusión del complejo turístico de la reserva Pushkin! Procedemos a dar lectura al programa de hoy…

Entré en la oficina. Vi a Galina rodeada de turistas. Me hizo señas para que esperase.

Cogí del estante un folleto, La perla de Crimea. Saqué los cigarrillos.

Tras recoger unos papeles, los guías se retiraban. Los turistas los seguían hacia los autobuses. Algunas familias venidas por su cuenta trataban de unirse a uno de los grupos. A su cargo estaba una muchacha alta y esbelta.

Un hombre con sombrero tirolés se me acercó discretamente:

—Disculpe, ¿puedo preguntarle algo?

—Dígame.

—Eso de ahí… ¿son «alrededores»?

—¿Perdón?

—Le pregunto que si son «alrededores»… —El tirolés me arrastró a la ventana abierta de par en par.

—¿En qué sentido?

—¿En qué sentido va a ser? Quisiera saber si son o no son «alrededores». Si no lo son, dígamelo.

—No le entiendo.

El hombre enrojeció y comenzó a explicarse a toda prisa:

—Tengo una postal… Soy filocartista…

—¿Qué?

—Filocartista. Colecciono postales… «Filos», amor, y «cartos»…

—Ya, ya…

—Tengo una postal en color: «Alrededores de Pskov». Y ahora me encuentro aquí. Y querría confirmar que «eso» de ahí son «alrededores»…

—Visto así, en general, lo son.

—¿Típicos de Pskov?

—Desde luego.

El hombre se alejó satisfecho.

Pasó la hora punta. La oficina quedó desierta.

—La afluencia de turistas aumenta cada año —aclaró Galina.

Y luego, elevando un poco la voz:

—Se ha cumplido la profecía: «No ha de tornarse agreste el camino sagrado»11.

«¡Agreste!», pensé. «Como para volverse agreste, el pobre, si es hollado a diario por escuadrones de turistas».

—Esto es un puto desmadre cada mañana —dijo Galina.

Volvió a asombrarme la inagotable variedad de su léxico.

Galia me presentó a la instructora de la oficina, Liudmila. Sería secreto admirador de sus tersas piernas hasta el final de la temporada. Liuda era sencilla y amable. Una posible explicación es que tenía novio. No le agriaba el gesto esa permanente disposición al rebufo ante cualquier insinuación, tan frecuente entre las otras. De momento, el novio estaba en la cárcel…

Apareció después una mujer poco agraciada, de unos treinta años: la coordinadora. Se llamaba Mariana Petrovna. Mariana tenía una cara descuidada pero sin defectos apreciables y una figura indefiniblemente mal resuelta.

Le expliqué el objeto de mi venida. Me invitó a su despacho particular con una sonrisa escéptica.