Obras Completas de Platón

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Teeteto o de la naturaleza del saber o del conocimiento

EUCLIDES DE MEGARA — TERPSIÓN DE MEGARA

EUCLIDES. —¿Acabas de llegar del campo, Terpsión, o hace tiempo que viniste?

TERPSIÓN. —Ya hace tiempo. He ido a buscarte a la plaza pública y extrañé no haberte encontrado.

EUCLIDES. —No estaba en la ciudad.

TERPSIÓN. —¿Pues dónde estabas?

EUCLIDES. —Había bajado al puerto, donde me encontré con Teeteto, al que llevaban desde el campamento de Corinto a Atenas.

TERPSIÓN. —¿Vivo o muerto?

EUCLIDES. —Vivía, aunque con dificultad. Sufría mucho a causa de sus heridas; pero lo que más le molestaba era la enfermedad reinante en el ejército.

TERPSIÓN. —¿La disentería?

EUCLIDES. —Sí.

TERPSIÓN. —¡Qué hombre nos va a arrancar la muerte!

EUCLIDES. —En efecto, es una excelente persona, Terpsión. Acabo de oír a muchos hacer grandes elogios de la manera en que se ha portado en el combate.

TERPSIÓN. —No me sorprende, y lo extraño sería que no fuera así. Pero ¿cómo se detuvo aquí, en Megara?

EUCLIDES. —Tenía empeño en volver a su casa. Le supliqué y aconsejé que se detuviera, pero no quiso. Después de acompañarle, y estando de vuelta, recordé con admiración cuán verídicas han sido las predicciones de Sócrates sobre muchos puntos, y particularmente sobre Teeteto. Pero parece que, habiéndole encontrado poco tiempo antes de su muerte, cuando apenas había salido de la infancia, tuvo con él una conversación, y quedó enamorado de la bondad de su carácter y de sus condiciones naturales. Más tarde fui yo a Atenas, me refirió lo que habían hablado, y que bien merecía ser escuchado, y añadió que este joven se distinguiría algún día, si llegaba a la edad madura.

TERPSIÓN. —El resultado, a mi parecer, prueba que dijo verdad. ¿No podrías referirme esa conversación?

EUCLIDES. —A viva voz no, ¡por Zeus!, pero cuando volví a mi casa anoté los rasgos principales, los redacté despacio a medida que me venían a la memoria, y todas las veces que iba a Atenas, preguntaba a Sócrates sobre los puntos que no recordaba, y con esto a la vuelta corregía lo que tenía necesidad de corrección, de manera que tengo por escrito esta conversación, como quien dice, por entero.

TERPSIÓN. —Es cierto; ya te lo había oído decir, y tuve siempre la intención de suplicarte que me la enseñaras, pero dilaté el decírtelo hasta ahora. ¿No podríamos verla en este momento? Como vengo del campo, tengo absolutamente necesidad de descanso.

EUCLIDES. —Como he acompañado a Teeteto hasta el Erineón, también lo necesito. Vamos, pues, y un esclavo leerá mientras que nosotros descansamos.

TERPSIÓN. —Tienes razón.

(Entran en casa de Euclides).

EUCLIDES. —He aquí el libro, Terpsión. En cuanto a la conversación, está escrita, no como si Sócrates me la refiriera, sino como si hablase directamente con los que tomaron parte en ella, que, según me dijo, fueron Teodoro y Teeteto. Para no entorpecer el discurso, he suprimido las frases: «he dicho, yo decía, conviene, lo negó» y otras semejantes, que no hacen más que interrumpir, y he creído preferible que Sócrates hable directamente con ellos.

TERPSIÓN. —Me parece lo que has hecho muy racionalmente, Euclides.

EUCLIDES. —Vamos, toma este libro, tú, esclavo, y lee.

SÓCRATES — TEODORO — TEETETO.

SÓCRATES. —Si tuviese un interés particular, Teodoro, por los de Cirene, te preguntaría lo que allí pasa, y me informaría del estado en que se hallan los jóvenes que se aplican a la geometría y a los demás ramos de la filosofía. Pero como quiero con preferencia a los nuestros, estoy más ansioso de conocer quiénes, entre nuestros jóvenes, ofrecen mayores esperanzas. Hago esta indagación por mí mismo, en cuanto me es posible, y además me dirijo a aquellos cerca de los cuales veo que la juventud se apresura a concurrir. No son pocos los que acuden a ti, y tienen razón, porque lo mereces por muchos conceptos, y sobre todo por tu saber en geometría. Me darías mucho gusto si me dieras cuenta de algún joven notable.

TEODORO. —Con el mayor gusto, Sócrates, y para informarte creo conveniente decir cuál es el joven que más me ha llamado la atención. Si fuese hermoso temería hablar de él, no fueras a imaginarte que me dejaba arrastrar por la pasión, pero, sea dicho sin ofenderte, lejos de ser hermoso se parece a ti, y tiene, como tú, la nariz roma y unos ojos que se salen de las órbitas, si bien no tanto como los tuyos. En este concepto puedo hablar de él con confianza. Sabrás, pues, que de todos los jóvenes con quienes he estado en relación y que son muchos, no he visto uno solo que tenga mejores condiciones. En efecto, a una penetración de espíritu poco común, une la dulzura singular de su carácter, y por encima de todo es valiente como ninguno, cosa que no creía posible, y que no encuentro en otro alguno. Porque los que tienen como él mucha vivacidad, penetración y memoria, son de ordinario inclinados a la cólera, se dejan llevar acá y allá, semejantes a un buque sin lastre, y son naturalmente más fogosos que valientes. Por el contrario, los que tienen más consistencia en el carácter, llevan al estudio de las ciencias un espíritu entorpecido, y no tienen nada. Pero Teeteto marcha en la carrera de las ciencias y del estudio con paso tan fácil, tan firme y tan rápido, y con una dulzura comparable al aceite, que corre sin ruido, que no me canso de admirarle y estoy asombrado de que en su edad haya hecho tan grandes progresos.

SÓCRATES. —Verdaderamente me das una buena noticia. ¿Pero de quién es hijo?

TEODORO. —Muchas veces he oído nombrar a su padre, mas no puedo recordarle. Pero en su lugar he aquí al mismo Teeteto en medio de ese grupo que viene hacia nosotros. Algunos de sus camaradas y él han ido a untarse con aceite al estadio, que está fuera de la ciudad, y me parece que después de este ejercicio vienen a nuestro lado. A ver si le conoces.

SÓCRATES. —Le conozco; es el hijo de Eufronio de Sunión; ha nacido de un padre, mi querido amigo, que es tal como acabas de pintar al hijo mismo; que ha gozado por otra parte de una gran consideración, y ha dejado a su muerte una cuantiosa herencia. Pero no sé el nombre de este joven.

TEODORO. —Se llama Teeteto, Sócrates. Sus tutores, por lo que parece, han mermado algún tanto su patrimonio, pero él se ha conducido con un desinterés admirable.

SÓCRATES. —Me presentas un joven de alma noble; dile que venga a sentarse cerca de nosotros.

TEODORO. —Lo deseo. Teeteto, ven aquí cerca de Sócrates.

SÓCRATES. —Sí, ven Teeteto, para que al mirarte vea mi figura, que según dice Teodoro, se parece a la tuya. Pero si uno y otro tuviésemos una lira, y aquel nos dijese que estaban unísonas, ¿le creeríamos al punto, o examinaríamos antes si era músico?

TEETETO. —Lo examinaríamos antes.

SÓCRATES. —Si llegáramos a descubrir que es músico daríamos fe a su discurso; pero si no sabe la música no le creeríamos.

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Ahora, si queremos asegurarnos del parecido de nuestras fisonomías, me parece que es preciso averiguar si Teodoro está versado o no en la pintura.

TEETETO. —Así lo creo.

SÓCRATES. —Bien, dime, ¿entiende Teodoro de pintura?

TEETETO. —No, que yo sepa.

SÓCRATES. —¿Tampoco entiende de geometría?

TEETETO. —Al contrario; entiende mucho, Sócrates.

SÓCRATES. —¿Posee igualmente la astronomía, el cálculo, la música y las demás ciencias?

TEETETO. —Me parece que sí.

SÓCRATES. —No hay que hacer mucho aprecio de sus palabras, cuando dice que hay entre nosotros, por fortuna o por desgracia, alguna semejanza respecto a nuestros cuerpos.

TEETETO. —Quizá no.

SÓCRATES. —Pero si Teodoro alabase el alma de uno de nosotros por su virtud y sabiduría, el que oyera este elogio ¿no debería apurarse a examinar el hombre por él elogiado, y descubrir sin titubear el fondo de su alma?

TEETETO. —Ciertamente, Sócrates.

SÓCRATES. —A ti corresponde, mi querido Teeteto, manifestarte en este momento tal cual eres, y a mí examinarte. Porque debes saber que Teodoro, que me ha hablado bien de tantos extranjeros y atenienses, de ninguno me ha hecho el elogio que acaba de hacerme de ti.

TEETETO. —Quisiera merecerlo, Sócrates, pero mira bien, no sea que lo haya dicho de broma.

SÓCRATES. —No acostumbra a hacerlo Teodoro. Así pues, no te retractes de lo que acabas de concederme, con el pretexto de haber sido una pura broma lo que dijo; porque en este caso sería necesario obligarlo a venir aquí a prestar una declaración en regla, que no sería ciertamente por nadie rehusada. Así pues, atente a lo que me has prometido.

TEETETO. —Puesto que así lo quieres, es preciso consentir en ello.

SÓCRATES. —Dime; ¿estudias la geometría con Teodoro?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —¿También la astronomía, la armonía y el cálculo?

TEETETO. —Hago todos mis esfuerzos para cultivar estas ciencias.

SÓCRATES. —Yo también, hijo mío, aprendo de Teodoro y de cuantos creo hábiles en estas materias. En verdad conozco bastante los demás puntos de estas ciencias, pero tengo una pequeña dificultad, sobre la cual estoy perplejo, y que deseo examinar contigo y con los que están aquí presentes. Respóndeme, pues: aprender, ¿no es hacerse más sabio en lo que se aprende?

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿Los sabios no lo son a causa del saber?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —¿Qué diferencia hay entre este y la ciencia?

TEETETO. —¿Qué quieres decir con «este»?

 

SÓCRATES. —El saber. ¿No es uno sabio en las cosas que se saben?

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Por consiguiente, ¿el saber y la ciencia son una misma cosa?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Aquí están justamente mis dudas, y no puedo formarme por mí mismo una idea clara de lo que es la ciencia. ¿Podremos explicar en qué consiste? ¿Qué pensáis de esto, y quién de vosotros lo dirá el primero? El que se engañe, hará el burro, como dicen los niños cuando juegan a la pelota, y el que sobrepuje a los demás sin cometer ninguna falta, será nuestro rey, y nos obligará a responder a todo lo que quiera. ¿Por qué guardáis silencio? ¿Os seré importuno, Teodoro, a causa de mi afición a la polémica, y del deseo que tengo de empeñaros en una conversación que puede haceros amigos y hacer que nos conozcamos los unos a los otros?

TEODORO. —Nada de eso, Sócrates. Invita a alguno de estos jóvenes, porque yo no tengo ninguna práctica en esta manera de conversar, ni estoy ya en edad de poder acostumbrarme, mientras que es conveniente a ellos, que sacarán mucho más provecho que yo. La juventud es susceptible de progreso en todas direcciones. Pero no dejes a Teeteto, ya que has comenzado por él, y pregúntale.

SÓCRATES. —Teeteto, ¿entiendes lo que dice Teodoro? Supongo que no querrás desobedecerle, ni en esta clase de cosas es permitido a un joven resistir a lo que le prescribe un sabio. Dime, pues, decidida y francamente lo que piensas de la ciencia.

TEETETO. —Hay que responder, puesto que ambos me lo ordenáis. Pero también, si me equivoco, vosotros me corregiréis.

SÓCRATES. —Sí; si somos capaces de eso.

TEETETO. —Me parece, pues, que lo que se puede aprender con Teodoro, como la geometría y las otras artes de que has hecho mención, son otras tantas ciencias; y hasta todas las artes, sea la del zapatero o de cualquier otro oficio, no son otra cosa que ciencias.

SÓCRATES. —Te pido una cosa, mi querido amigo, y tú me das liberalmente muchas; te pido un objeto simple y me das objetos muy diversos.

TEETETO. —¿Cómo? ¿Qué quieres decir, Sócrates?

SÓCRATES. —Nada quizá. Sin embargo, voy a explicarte lo que yo pienso. Cuando nombran el arte de zapatero, ¿quieres decir otra cosa que el arte de hacer zapatos?

TEETETO. —No.

SÓCRATES. —Por el arte del carpintero, ¿quieres decir otra cosa que la ciencia de hacer obras de madera?

TEETETO. —No.

SÓCRATES. —Tú especificas, con relación a estas dos artes, el objeto a que se dirige cada una de estas ciencias.

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Pero el objeto de mi pregunta, Teeteto, no es saber cuáles son los objetos de las ciencias, porque no nos proponemos contarlas, sino conocer lo que es la ciencia en sí misma. ¿No es cierto lo que digo?

TEETETO. —Tienes razón.

SÓCRATES. —Considera lo que te voy a decir. Si se nos preguntase qué son ciertas cosas, bajas y comunes, por ejemplo, el barro, y respondiéramos que hay barro de olleros, barro de muñecas, barro de tejeros, ¿no nos pondríamos en ridículo?

TEETETO. —Probablemente.

SÓCRATES. —En primer lugar, porque creíamos con nuestra respuesta dar lecciones al que nos interroga, repitiendo el barro y añadiendo los obreros que en él se emplean. ¿Crees tú que cuando se ignora la naturaleza de una cosa se sabe lo que su nombre significa?

TEETETO. —De ninguna manera.

SÓCRATES. —Así pues, el que no tiene idea alguna de la ciencia, no comprende lo que es la ciencia de los zapateros.

TEETETO. —No; sin duda.

SÓCRATES. —La ignorancia de la ciencia lleva consigo la ignorancia del arte del zapatero y de cualquier otro arte.

TEETETO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Por consiguiente, cuando se pregunta lo que es la ciencia, es ponerse en ridículo el dar por respuesta el nombre de una ciencia, puesto que es responder sobre el objeto de la ciencia, y no sobre la ciencia misma que es a la que se refiere la pregunta.

TEETETO. —Así parece.

SÓCRATES. —Eso es tomar un largo rodeo, cuando puede responderse sencillamente y en pocas palabras. Por ejemplo, a la pregunta: ¿qué es el barro? Es muy fácil y sencillo responder, que es tierra mezclada con agua, sin acordarse de los diferentes obreros que se sirven de él.

TEETETO. —La cosa me parece ahora fácil, Sócrates. La cuestión es de la misma naturaleza que la que nos ocurrió hace algunos días a tu tocayo Sócrates y a mí en una conversación que tuvimos.

SÓCRATES. —¿Qué cuestión, Teeteto?

TEETETO. —Teodoro nos enseñaba algún cálculo sobre las raíces de los números, demostrándonos que las de tres y de cinco no son conmensurables en longitud con la de uno, y en seguida continuó así hasta la de diecisiete, en la que se detuvo. Juzgando, pues, que las raíces eran infinitas en número, nos vino al pensamiento intentar incluirlas bajo un solo nombre que conviniese a todas.

SÓCRATES. —¿Habéis hecho ese descubrimiento?

TEETETO. —Me parece que sí; juzga por ti mismo.

SÓCRATES. —Veamos.

TEETETO. —Dividimos todos los números en dos clases: los que pueden colocarse en filas iguales, de tal manera que el número de las filas sea igual al de unidades de que cada una consta, los hemos llamado cuadrados y equiláteros, asimilándolos a las superficies cuadradas.

SÓCRATES. —Bien.

TEETETO. —En cuanto a los números intermedios, tales como el tres, el cinco y los demás, que no pueden dividirse en filas iguales de números iguales, según acabamos de decir, y que se componen de un número de filas menor o mayor que el de las unidades de cada una de ellas, de donde resulta que la superficie que la representa está siempre comprendida entre lados desiguales, a estos números los hemos llamado oblongos, asimilándolos a superficies oblongas.

SÓCRATES. —Perfectamente. ¿Qué habéis hecho después de esto?

TEETETO. —Hemos comprendido, bajo el nombre de longitud,[1] las líneas que cuadran el número plano y equilátero, y bajo el nombre de raíz[2] las que cuadran el número oblongo, que no son conmensurables por sí mismas en longitud con relación a las primeras, sino solo por las superficies que producen. La misma operación hemos hecho respecto a los sólidos.

SÓCRATES. —Perfectamente, hijos míos; y veo claramente que Teodoro no es culpable de falso testimonio.

TEETETO. —Pero, Sócrates, no me considero con fuerzas para responder a lo que me preguntas sobre la ciencia, como he podido hacerlo sobre la longitud y la raíz, aunque tu pregunta me parece de la misma naturaleza que aquella. Así pues, es posible que Teodoro se haya equivocado al hablar de mí.

SÓCRATES. —¿Cómo? Si alabando tu agilidad en la carrera, hubiese dicho que nunca había visto joven que mejor corriese, y en seguida fueses vencido por otro corredor que estuviese en la fuerza de la edad y dotado de una ligereza extraordinaria, ¿crees tú que sería por esto menos verdadero el elogio de Teodoro?

TEETETO. —No.

SÓCRATES. —¿Y crees, que, como antes manifesté, puede ser cosa de poca importancia el descubrir la naturaleza de la ciencia, o por el contrario, crees que es una de las cuestiones más arduas?

TEETETO. —La tengo ciertamente por una de las más difíciles.

SÓCRATES. —Así, pues, no desesperes de ti mismo, persuádete de que Teodoro ha dicho verdad, y fija toda tu atención en comprender la naturaleza y esencia de las demás cosas y en particular de la ciencia.

TEETETO. —Si solo dependiera de esfuerzos, Sócrates, es seguro qué yo llegaría a conseguirlo.

SÓCRATES. —Pues adelante, y puesto que tú mismo te pones en el camino, toma como ejemplo la preciosa respuesta de las raíces, y así como las has abarcado todas bajo una idea general, trata de incluir en igual forma todas las ciencias en una sola definición.

TEETETO. —Sabrás, Sócrates, que he ensayado más de una vez aclarar este punto, cuando oía hablar de ciertas cuestiones que se decía que procedían de ti, y hasta ahora no puedo persuadirme de haber encontrado una solución satisfactoria, ni he hallado a nadie que responda a esta cuestión como deseas. A pesar de eso, no renuncio a la esperanza de resolverla.

SÓCRATES. —Esto consiste en que experimentas los dolores de parto, mi querido Teeteto, porque tu alma no está vacía, sino preñada.

TEETETO. —Yo no lo sé, Sócrates, y solo puedo decir lo que pasa en mí.

SÓCRATES. —Pues bien, pobre inocente, ¿no has oído decir que yo soy hijo de Fenarete, partera muy hábil y de mucha nombradía?

TEETETO. —Sí, lo he oído.

SÓCRATES. —¿Y no has oído también que yo ejerzo la misma profesión?

TEETETO. —No.

SÓCRATES. —Pues has de saber que es muy cierto. No vayas a descubrir este secreto a los demás. Ignoran, querido mío, que yo poseo este arte, y como lo ignoran, mal pueden publicarlo; pero dicen que soy un hombre extravagante, y que no tengo otro talento que el de sumir a todo el mundo en toda clase de dudas. ¿No has oído decirlo?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —¿Quieres saber la causa?

TEETETO. —Con mucho gusto.

SÓCRATES. —Fíjate en lo que concierne a las parteras, y comprenderás mejor lo que quiero decir. Ya sabes que ninguna de ellas, mientras puede concebir y tener hijos, se ocupa en partear a las demás mujeres, y que no ejercen este oficio, sino cuando ya no son susceptibles de preñez.

TEETETO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Se dice que Artemis ha dispuesto así las cosas porque preside los alumbramientos, aunque ella no pare. No ha querido dar a las mujeres estériles el empleo de parteras, porque la naturaleza humana es demasiado débil para ejercer un arte del que no se tiene ninguna experiencia, y ha encomendado este cuidado a las que han pasado ya la edad de concebir, para honrar de esta manera la semejanza que tienen con ella.

TEETETO. —Es probable.

SÓCRATES. —¿No es igualmente probable y aun necesario, que las parteras conozcan mejor que nadie, si una mujer está o no encinta?

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Además, por medio de ciertos brebajes y encantamientos saben apresurar el momento del parto y amortiguar los dolores, cuando ellas quieren; hacen parir a las que tienen dificultad en librarse, y facilitan el aborto, si se le juzga necesario, cuando el feto es prematuro.

TEETETO. —Es cierto.

SÓCRATES. —¿No has observado otra de sus habilidades, que consiste en ser muy entendidas en arreglar matrimonios, porque distinguen perfectamente qué hombre y qué mujer deben unirse, para tener hijos robustos?

TEETETO. —Eso no lo sabía.

SÓCRATES. —Pues bien, ten por cierto que están ellas más orgullosas de esta última cualidad, que de su destreza para cortar el ombligo. En efecto, medítalo un poco. ¿Crees tú que el arte de cultivar y recoger los frutos de la tierra puede ser el mismo que el de saber en qué tierra es preciso poner tal planta o tal semilla, o piensas que son estas dos artes diferentes?

TEETETO. —No, creo que es el mismo arte.

SÓCRATES. —Con relación a la mujer, querido mío, ¿crees que este doble objeto depende de dos artes diferentes?

TEETETO. —No hay trazas de eso.

SÓCRATES. —No, pero a causa de los enlaces mal hechos de los que se encargan ciertos medianeros, las parteras, celosas de su reputación, no quieren tomar parte en tales misiones por temor de que se las acuse de hacer un mal oficio, si se mezclan en ellas. Porque por lo demás solo a las parteras verdaderamente dignas de este nombre corresponde el arreglo de matrimonios.

TEETETO. —Así debe ser.

SÓCRATES. —Tal es, pues, el oficio de parteras o matronas, que es muy inferior al mío. En efecto, estas mujeres no tienen que partear tan pronto quimeras o cosas imaginarias como seres verdaderos, lo cual no es tan fácil distinguir, y si las matronas tuviesen en esta materia el discernimiento de lo verdadero y de lo falso, sería la parte más bella e importante de su arte. ¿No lo crees así?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —El oficio de partear, tal como yo lo desempeño, se parece en todo lo demás al de las matronas, pero difiere en que yo lo ejerzo sobre los hombres y no sobre las mujeres, y en que asisten al alumbramiento no los cuerpos, sino las almas. La gran ventaja es que me pone en estado de discernir con seguridad si lo que el alma de un joven siente es un fantasma, una quimera o un fruto real. Por otra parte, yo tengo de común con las parteras que soy estéril en punto a sabiduría, y en cuanto a lo que muchos me han echado en cara diciendo que interrogo a los demás, y que no respondo a ninguna de las cuestiones que se me proponen, porque yo nada sé, este cargo no carece de fundamento. Pero he aquí por qué obro de esta manera. El Dios me impone el deber de ayudar a los demás a parir, y al mismo tiempo no permite que yo mismo produzca nada. Ésta es la causa de que no esté versado en la sabiduría, y de que no pueda alabarme de ningún descubrimiento que sea una producción de mi alma. En compensación, los que conversan conmigo, si bien algunos de ellos se muestran muy ignorantes al principio, hacen maravillosos progresos a medida que me tratan, y todos se sorprenden de este resultado, y es porque el Dios quiere fecundarlos. Y se ve claramente que ellos nada han aprendido de mí, y que han encontrado en sí mismos los numerosos y bellos conocimientos que han adquirido, y yo no he hecho otra cosa que contribuir con el Dios a hacerles concebir.

 

La prueba es que muchos que ignoraban este misterio y se atribuían a sí mismos tal aprovechamiento, al haberme abandonado antes de lo que convenía, ya por desprecio a mi persona, ya por instigación de otro, desde aquel momento han abortado en todas sus producciones, a causa de las malas amistades que han contraído, y han perdido por una educación viciosa lo que habían ganado bajo mi dirección. Han hecho más caso de quimeras y fantasmas que de la verdad, y han concluido por parecer ignorantes a sus propios ojos y a los de los demás. De este número es Arístides, hijo de Lisímaco[3] y muchos otros. Cuando vienen a renovar su amistad conmigo, haciendo los mayores esfuerzos para obtenerla, mi genio familiar me impide conversar con algunos, si bien me lo permite con otros, y estos aprovechan como la primera vez. A los que se unen a mí les sucede lo mismo que a las mujeres embarazadas; día y noche experimentan dolores de parto e inquietudes más vivas que las ordinarias que sienten las mujeres. Estos dolores son los que yo puedo despertar o apaciguar, cuando quiero, en virtud de mi arte. Todo esto es respecto a los que me tratan. Alguna vez también, Teeteto, cuando veo alguno cuya alma no me parece preñada, convencido de que no tiene ninguna necesidad de mí, trabajo con el mayor cariño en proporcionarle un acomodamiento, y puedo decir que con el socorro del Dios conjeturo felizmente respecto a la persona a cuyo lado y bajo cuya dirección debe ponerse. Por esta razón he colocado a muchos con Pródico y otros sabios y divinos personajes.

La razón que he tenido para extenderme sobre este punto, mi querido amigo, es que sospecho, así como tú lo dudas, que tu alma esta preñada y a punto de parir. Condúcete, pues, conmigo, teniendo presente que soy el hijo de una partera, experto en este oficio; esfuérzate en responder, en cuanto te sea posible, a lo que te propongo; y si después de haber examinado tu respuesta creo que es un fantasma y no un fruto verdadero, y si en tal caso te lo arranco y te lo desecho, no te enfades conmigo, como hacen las que son madres por primera vez. Muchos, en efecto, querido mío, se han irritado de tal manera cuando les combatía alguna opinión extravagante, que de buena gana me hubieran despedazado con sus dientes. No pueden persuadirse de que yo nada hago que no sea por cariño hacia ellos, y están muy distantes de saber que ninguna divinidad quiere mal a los hombres, y que yo no obro así porque les tenga mala voluntad, sino porque no me es permitido en manera alguna conceder como verdadero lo que es falso, ni tener la verdad oculta. Intenta, pues, de nuevo, Teeteto, decirme en qué consiste la ciencia. No me alegues que esto supera tus fuerzas, porque, si Dios quiere, y si para ello haces un esfuerzo, llegarás a conseguirlo.

TEETETO. —Después de tales excitaciones de tu parte, Sócrates, sería vergonzoso no hacer los mayores esfuerzos para decirte lo que uno tiene en el espíritu. Me parece que el que sabe una cosa, siente aquello que él sabe, y en cuanto puedo juzgar en este momento, la ciencia no se diferencia en nada de la sensación.

SÓCRATES. —Has respondido bien y con decisión, hijo mío; es preciso decir siempre las cosas como se piensan. Se trata ahora de examinar en conjunto si esta concepción de tu alma es sólida o frívola. ¿La ciencia es la sensación, según dices?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Esta definición que das de la ciencia no es nada despreciable; es la misma que ha dado Protágoras, aunque se haya expresado de otra manera. El hombre, dice, es la medida de todas las cosas, de la existencia de las que existen, y de la no-existencia de las que no existen. Tú has leído sin duda su obra.

TEETETO. —Sí, y más de una vez.

SÓCRATES. —¿No es su opinión que las cosas son, con relación a mí, tales como a mí me parecen, y con relación a ti, tales como a ti te parecen? Porque somos hombres tú y yo.

TEETETO. —Eso es lo que dice efectivamente.

SÓCRATES. —Es natural pensar que un hombre tan sabio no hablase al aire. Sigamos, pues, el hilo de sus razonamientos. ¿No es cierto, que algunas veces, cuando corre un mismo viento, uno de nosotros siente frío y otro no lo siente, este poco y aquel mucho?

TEETETO. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Diremos entonces, que el viento tomado en sí mismo es frío o no es frío? ¿O bien tendremos fe en Protágoras, que quiere que sea frío para aquel que lo siente, y que no lo sea para el otro?

TEETETO. —Es probable.

SÓCRATES. —El viento, ¿no parece tal al uno y al otro?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Parecer ¿no es, respecto a nosotros mismos, la misma cosa que sentir?

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —La apariencia y la sensación son lo mismo con relación al calor y a las demás cualidades sensibles, puesto que parecen ser para cada uno tales como las siente.

TEETETO. —Probablemente.

SÓCRATES. —Luego la sensación, en tanto que ciencia, tiene siempre un objeto real y no es susceptible de error.

TEETETO. —Así parece.

SÓCRATES. —¡En nombre de las Gracias! Protágoras no era muy sabio, cuando ha mostrado enigmáticamente su pensamiento a nosotros, que pertenecemos al vulgo, mientras que ha descubierto a sus discípulos la cosa tal cual es.

TEETETO. —¿Qué quieres decir con esto, Sócrates?

SÓCRATES. —Voy a decírtelo. Se trata de una opinión que no es de pequeña importancia. Pretende que ninguna cosa es una, tomada en sí misma, y que a ninguna cosa, sea la que sea, se le puede atribuir con razón denominación, ni cualidad alguna; que si se llama grande a una cosa, ella parecerá pequeña; si pesada, parecerá ligera y así de lo demás; porque nada es uno, ni igual, ni de una cualidad determinada, sino que de la traslación, del movimiento, y de su mezcla recíproca se forma todo lo que decimos que existe, sirviéndonos en esto de una expresión impropia, porque nada existe sino que todo deviene. Los sabios todos, a excepción de Parménides, convienen en este punto, como Protágoras, Heráclito, Empédocles; los más excelentes poetas en uno y otro género de poesía, Epicarmo en la comedia, Homero en la tragedia, cuando dice:

El Océano, padre de los dioses y Tetis su madre,

con lo que da a entender, que todas las cosas son producidas por el flujo y el movimiento. ¿No juzgas que es esto lo que ha querido decir?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —¿Quién podrá en lo sucesivo sin ponerse en ridículo hacer frente a un ejército semejante, que tiene a Homero a la cabeza?

TEETETO. —No es fácil, Sócrates.

SÓCRATES. —No, sin duda, Teeteto, tanto más cuanto que apoyan en pruebas fuertes su opinión de que el movimiento es el principio de lo que nos parece existir y de la generación, y el reposo el del no ser y el de la corrupción. En efecto, el fuego y el calor, que engendra y entretiene todo lo demás, son producidos por la traslación y el roce que no son más que movimiento. ¿No es esto lo que da origen al fuego?

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —La especie de los animales ¿debe igualmente su producción a los mismos principios?

TEETETO. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Pero entonces, ¿nuestro cuerpo no se corrompe por el reposo y la inacción, y no se conserva principalmente por el ejercicio y el movimiento?