Obras Completas de Platón

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TEODORO. —Lo que dices, Sócrates, se ve todos los días.

SÓCRATES. —Pero, querido mío, cuando el filósofo puede a su vez atraer a alguno de estos hombres hacia la región superior, y el atraído se aviene a prescindir de estas cuestiones: ¿qué mal te hago yo?, ¿qué mal me haces tú?, para pasar a la consideración de la justicia y de la injusticia, de su naturaleza y de lo que distingue la una de la otra y de todo lo demás; o prescindir de la cuestión de si un rey o tal hombre, que tiene grandes tesoros, son dichosos, y pasa al examen de la institución real, y en general a lo que constituye la felicidad o la desgracia del hombre, para ver en qué consisten la una y la otra y de qué manera nos conviene aspirar a aquella y huir de esta; cuando es preciso que este hombre de alma pequeña, rudo y ejercitado en la cizaña, se explique sobre todo esto, entonces rinde las armas al filósofo, y suspendido en el aire y poco acostumbrado a contemplar de tan alto los objetos, se le va la cabeza, se aturde, pierde el sentido, no sabe lo que dice, y se ríen de él, no las sirvientas de Tracia, ni los ignorantes (porque no se aperciben de nada), sino aquellos cuya educación no ha sido la de los esclavos.

Tal es, Teodoro, el carácter de uno y otro. El primero, que tú llamas filósofo, educado en el seno de la libertad y del ocio, no tiene a deshonra pasar por un hombre cándido e inútil para todo, cuando se trata de llenar ciertos ministerios serviles, por ejemplo, arreglar una maleta, sazonar viandas o hacer discursos. El otro, por el contrario, desempeña perfectamente todas estas comisiones con destreza y prontitud, pero no sabe llevar su capa como conviene a una persona libre, no tiene ninguna idea de la armonía del discurso, y es incapaz de ser el cantor de la verdadera vida de los dioses y de los hombres bienaventurados.

TEODORO. —Si llegases a convencer a todos los demás, como a mí, de la verdad de lo que dices, Sócrates, habría más paz y menos males entre los hombres.

SÓCRATES. —Sí, pero no es posible, Teodoro, que el mal desaparezca por entero, porque es preciso que siempre haya alguna cosa contraria al bien, y como no es posible colocarlo entre los dioses, es de necesidad que circule sobre esta tierra y alrededor de nuestra naturaleza mortal. Ésta es la razón por la que debemos procurar huir lo más pronto posible desde esta estancia a la de los dioses. Al huir nos asemejamos a Dios en cuanto depende de nosotros, y nos asemejamos a él por la sabiduría, la justicia y la santidad. Pero, amigo mío, no es cosa fácil el persuadir de que no se debe seguir la virtud y huir del vicio por el motivo que mueve al común de los hombres, que es evitar la reputación de malo y pasar por virtuoso. La verdadera razón es la siguiente: Dios no es injusto en ninguna circunstancia ni de ninguna manera; por el contrario, es perfectamente justo, y nada se le asemeja tanto como aquel de nosotros que ha llegado a la cima de la justicia. De esto depende el verdadero mérito del hombre o su bajeza y su nada. El que conoce a Dios es verdaderamente sabio y virtuoso; el que no lo conoce es verdaderamente ignorante y malo. En cuanto a las demás cualidades, que el vulgo llama talento y sabiduría, si se despliegan en el gobierno político, no producen sino tiranos; y si en las artes, mercenarios. Lo mejor que debe hacerse es negar el título de hábil al hombre injusto, que ofende a la piedad en sus discursos y acciones. Porque aunque sea esta una censura, se complacen en oírla y se persuaden de que se les quiere decir con esto, no que son gentes despreciables, carga inútil sobre la tierra, sino hombres tales como deben serlo, para hacer papel en un estado. Y es preciso, decirles lo que es verdad; que cuanto menos crean ser lo que son, tanto más lo son en realidad, porque ignoran cuál es el castigo de la injusticia, que es lo que menos debe ignorarse. Estos castigos no son, como se imaginan, los suplicios ni la muerte que algunas veces saben evitar, aun obrando mal, no; es un castigo al cual es imposible que se sustraigan.

TEODORO. —¿Cuál es?

SÓCRATES. —Hay en la naturaleza de las cosas dos modelos, mi querido amigo, uno divino y muy dichoso, y el otro enemigo de Dios y muy desgraciado. Pero ellos no ven así las cosas; su estupidez y su excesiva locura les impide conocer que su conducta, llena de injusticia, los aproxima al segundo y los aleja del primero; así sufren la pena, llevando una vida conforme al modelo que se han propuesto imitar. En vano les diremos que si no renuncian a esa pretendida habilidad, serán excluidos, después de su muerte, de la estancia donde no se admite a los malos, y que durante esta vida no tendrán otra compañía que la de hombres tan malos como ellos, que es la que conviene a sus costumbres; considerarán estos discursos como extravagancias, y no por eso se creerán menos personajes hábiles.

TEODORO. —Nada más cierto, Sócrates.

SÓCRATES. —Lo sé bien, querido mío. Pero he aquí lo que hay para ellos de terrible, y es que cuando se les apura en una conversación particular para que den razón del desprecio que hacen de ciertos objetos, y para que escuchen las razones de un competidor, por poco que quieran sostener con entereza la conversación durante algún tiempo y no abandonar cobardemente el campo, se encuentran al fin, amigo mío, en el mayor apuro; nada de lo que dicen les satisface, toda su elocuencia se desvanece hasta el punto de podérseles tomar por chiquillos. Pero dejemos esto, que no es más que una digresión, porque, si no, de unas en otras perderemos de vista el primer objeto de nuestra conversación. Volvamos atrás, si consientes en ello.

TEODORO. —Esta digresión, Sócrates, no es la que con menos gusto te he oído. A mi edad tienen buena acogida reflexiones de esta naturaleza. Sin embargo, respetando tu parecer, volvamos a nuestro primer asunto.

SÓCRATES. —El punto en que quedamos es, a mi parecer, aquel en que decíamos, que los que pretenden que todo está en movimiento, y que toda cosa es siempre para cada uno tal como le parece, están resueltos a sostener en todo lo demás, y sobre todo con relación a la justicia, que lo que una ciudad erige en ley, por parecerle justa, es tal para ella, mientras subsiste la ley; pero que respecto de lo útil, nadie es bastante atrevido para poder asegurar que toda institución adoptada por una ciudad que la ha juzgado ventajosa, lo sea en efecto durante el tiempo que esté en vigor; a no ser que se diga que lo es en el nombre, lo cual sería una burla tratándose de este asunto. ¿No es así?

TEODORO. —Sí.

SÓCRATES. —No hablemos del nombre, sino de la cosa que él significa.

TEODORO. —En efecto, no se trata del nombre.

SÓCRATES. —No es el nombre, sino lo que él significa, lo que se propone toda ciudad al darse leyes y al hacer que sean ventajosas según su pensamiento y en cuanto está en su poder. ¿Crees tú que se propone otro objeto en su legislación?

TEODORO. —Ningún otro.

SÓCRATES. —¿Consigue siempre toda ciudad este objeto, o no lo consigue en algunos puntos?

TEODORO. —Me parece lo segundo.

SÓCRATES. —Todo el mundo convendrá fácilmente en ello, si la cuestión se propone con relación a la especie entera a que pertenece lo útil. Lo útil mira al porvenir, porque cuando hacemos leyes es con la esperanza de que serán provechosas para el tiempo que seguirá, es decir, para lo futuro.

TEODORO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Interroguemos ahora a Protágoras o a cualquiera de sus partidarios. El hombre, dices tú, Protágoras, es la medida de todas las cosas blancas, negras, pesadas, ligeras y otras semejantes; porque teniendo en sí la regla para juzgarlas, y representándosele tales como las siente, su opinión es siempre verdadera y real con relación a sí mismo. ¿No es así?

TEODORO. —Sí.

SÓCRATES. —¿Diremos nosotros igualmente, Protágoras, que el hombre tiene en sí mismo la regla propia para juzgar las cosas del porvenir, y que ellas se hacen para cada uno tales como se figura que serán? En punto a calor, por ejemplo, cuando un hombre piensa que le sobrevendrá una fiebre y que habrá de experimentar esta especie de calor, si un médico piensa lo contrario, ¿a cuál de estas dos opiniones nos atendremos para decir lo que sucederá? ¿O bien sucederán ambas cosas, de manera que para el médico este hombre no tendrá calor ni fiebre, y para este habrá ambas cosas?

TEODORO. —Eso sería un absurdo.

SÓCRATES. —Respecto a la dulzura y aspereza que habrá de tener el vino, es a mi parecer preciso referirse a la opinión del cosechero y no a la de un tocador de lira.

TEODORO. —Sin duda.

SÓCRATES. —El maestro de gimnasia tampoco puede ser mejor juez que el músico acerca de la armonía, y entonces, ¿es posible que ambos estén de acuerdo en este punto?

TEODORO. —No, ciertamente.

SÓCRATES. —El parecer del que ofrece una comida, y no entiende de cocina, sobre el gusto que tendrán los convidados, es menos seguro que el del cocinero. Porque no disfrutamos sobre el placer que cada uno siente actualmente o ha sentido, sino sobre el que ha de sentir, y preguntamos si cada cual es en este punto el mejor juez con relación a sí mismo. Tú mismo, Protágoras, ¿no juzgarás de antemano mejor que un cualquiera de lo que convendrá decir para triunfar ante un tribunal?

TEODORO. —Es muy cierto, Sócrates, y precisamente de esto se alababa Protágoras en primer término, suponiéndose superior a todos los demás.

SÓCRATES. —¡Por Zeus!, así era preciso que sucediera, amigo mío, y ciertamente nadie le hubiera dado gruesas sumas por asistir a sus lecciones si hubiera convencido a sus discípulos de que ningún hombre ni adivino alguno estaba en estado de juzgar de lo que deberá suceder más de lo que está cada uno por sí mismo.

TEODORO. —Es muy cierto.

 

SÓCRATES. —Pero la legislación y lo útil, ¿no miran al porvenir? ¿Y no confesará todo el mundo, que es imposible que una ciudad, al darse leyes, deje de faltar muchas veces a lo que es más ventajoso?

TEODORO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Tenemos, pues, razón para decir a tu maestro, que no puede dispensarse de confesar que un hombre es más sabio que otro; que esta es la verdadera medida, y que siendo yo un ignorante, no se me puede obligar a ser tal medida, aunque el discurso que he pronunciado en su defensa parecía precisarme a pesar mío a parecerlo.

TEODORO. —Me parece, Sócrates, que esta opinión es falsa en este punto, y también en aquel en que Protágoras garantiza la certidumbre de las opiniones de los demás, aunque estas, como hemos visto, no tienen por verdadero lo que él ha establecido.

SÓCRATES. —Es fácil, Teodoro, demostrar con otras muchas pruebas, que todas las opiniones de un hombre no son verdaderas. Pero con relación a estas impresiones, de las que cada uno se ve actualmente afectado, y de donde nacen las sensaciones y opiniones que se siguen, es más difícil probar que ellas no lo son. Quizá es absolutamente imposible; quizá los que pretenden que son verdaderas y que constituyen la ciencia, dicen la verdad, y quizá Teeteto no ha hablado fuera de propósito cuando ha dicho que la sensación y la ciencia son una misma cosa. Es preciso estrechar el terreno a este sistema, como lo exigía antes el discurso en favor de Protágoras, y examinar esta esencia siempre en movimiento, tocándola como se toca a un vaso para ver si está roto o entero. Sobre esta esencia ha habido una disputa, que ni carece de interés ni ha tenido lugar entre pocas personas.

TEODORO. —Está muy distante de ser pequeña; se agranda constantemente en la Jonia, porque los partidarios de Heráclito defienden esta opinión con mucho vigor.

SÓCRATES. —Es una razón más, mi querido Teodoro, para examinar de nuevo cómo la apoyan.

TEODORO. —Es cierto. En efecto, Sócrates, entre estos sectarios de Heráclito, o como tú dices, de Homero o de algún autor más antiguo, los de Éfeso, que se tienen por sabios, son tales, que disputar con ellos es disputar con furiosos. Nada hay fijo en sus doctrinas. Detenerse sobre una materia, sobre una cuestión, responder e interrogar a su vez pacíficamente, es una cosa que les es imposible, absolutamente imposible; tan poca formalidad tienen. Si les interrogas, sacan al momento, como de una aljaba, unas cuantas palabras enigmáticas que te arrojan al rostro, y si quieres que te den la razón de lo que acaban de decir, te verás sobre la marcha atacado con otra palabra equívoca. En fin, nunca concluirás nada con ninguno de ellos. Tampoco adelantan más entre sí mismos, pero, sobre todo, tienen cuidado de no dejar nada fijo en sus discursos, ni en sus pensamientos, persuadidos, a mi parecer, de que esta estabilidad es a la que hacen la guerra, y la excluyen por todos rumbos cuanto les es posible.

SÓCRATES. —Quizá, Teodoro, has visto esos hombres en el calor del combate, y no te has encontrado con ellos, cuando conversaban en paz, y se ve que no son tus amigos; por más despacio que explican su sistema a aquellos de sus discípulos que quieren atraer a su partido.

TEODORO. —¿De qué discípulos hablas, mi querido Sócrates? Entre ellos ninguno es discípulo de otro; cada uno se forma a sí mismo, desde el momento en que el entusiasmo se ha apoderado de él, y se tienen los unos a los otros por ignorantes. No obtendrás nunca de ellos, como antes te decía, por fuerza ni por voluntad, que te den razón de nada; pero debemos considerar como un problema lo que dicen y examinarlo.

SÓCRATES. —Muy bien; ¿pero es otro problema que el que nos propusieron al principio los antiguos, cubriéndolo con el velo de la poesía para el vulgo, a saber: que el Océano y Tetis, principios de todo lo demás, son emanaciones y que nada es estable? Después los modernos, como más sabios, lo han presentado al descubierto, a fin de que todos, hasta los zapateros, aprendiesen la sabiduría solo con oírles una sola vez, y cesasen de creer neciamente que una parte de los seres está en reposo y otra en movimiento, y que aprendiendo que todo se mueve, se sintiesen por esta enseñanza llenos de respeto hacia sus maestros. Casi he olvidado, Teodoro, que otros han sostenido el sistema opuesto, diciendo que el nombre del universo es lo inmóvil.[13] Los Melisos y los Parménides, abrazando esta opinión contraria, tienen por cierto, por ejemplo, que todo es uno y que este uno es estable en sí mismo, al no tener espacio donde moverse. ¿Qué partido tomaremos, mi querido amigo, en frente de todos estos? Avanzando poco a poco, henos aquí cogidos en medio de los unos y de los otros, sin apercibirnos. Si nos sacudimos de ellos por medio de una vigorosa defensa, se vengarán de nosotros, y nos sucederá lo que a aquellos, que peleando en la lid sin salir de la línea que separa los partidos, son cogidos por ambos y arrojados a uno y otro lado. Me parece que es mejor comenzar por los que han sido para nosotros objeto de examen, y que dicen que todo pasa. Si creemos que tienen razón, nos uniremos a ellos y procuraremos librarnos de los otros.

Si, por el contrario, nos parece que la verdad está de parte de aquellos que sostienen que todo está en reposo en el universo, nos pondremos de su lado, huyendo de los que suponen en movimiento hasta las cosas inmóviles. En fin, si nos parece que ni los unos, ni los otros, sostienen nada razonable, nos pondremos en ridículo, si pequeños como somos creyéramos estar en posesión de la verdad después de haber desechado la antigua doctrina, sostenida por hombres respetables por su antigüedad y su sabiduría. Mira, Teodoro, si es prudente exponernos a tan gran peligro.

TEODORO. —No sería perdonable, Sócrates, el dejar de discutir lo que dicen los unos y los otros.

SÓCRATES. —Puesto que manifiestas tanto deseo, es preciso entrar en esta discusión. Es natural comenzar por el movimiento y ver cómo lo definen los que sostienen que todo se mueve; lo que deseo saber es, si no admiten más que una especie de movimiento o si admiten dos, como a mi juicio debe hacerse. Pero no basta que yo solo lo crea así; es preciso que te pongas de mi parte, a fin de que, suceda lo que quiera, lo experimentemos en común. Dime: cuando una cosa pasa de un lugar a otro o gira sobre sí misma sin mudar de lugar, ¿llamas a esto movimiento?

TEODORO. —Sí.

SÓCRATES. —Sea, pues, esta una especie de movimiento. Y cuando, permaneciendo la cosa en el mismo lugar, envejece, o de blanca se hace negra, o de blanda dura, o experimenta cualquier otra alteración, ¿no debe decirse que esta es una segunda especie de movimiento?

TEODORO. —Me parece que sí.

SÓCRATES. —No es posible desconocerlo. Cuento, pues, con dos clases de movimiento; el uno de alteración, el otro de traslación.

TEODORO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Hecha esta distinción, dirijamos ahora la palabra a los que sostienen que todo se mueve, y hagámosles esta pregunta: ¿decís que todas las cosas se mueven con este doble movimiento de traslación y de alteración o que algunas se mueven de estas dos maneras y otras solo de una de ellas?

TEODORO. —En verdad no sé qué responder; me parece, sin embargo, que dirán que todo está sujeto a este doble movimiento.

SÓCRATES. —Si no lo dijesen, mi querido amigo, tendrían que reconocer precisamente, que las mismas cosas están en movimiento y en reposo, y que no es más cierto decir que todo se mueve, que decir que todo está en reposo.

TEODORO. —Nada más exacto.

SÓCRATES. —Puesto que es preciso que todo se mueva, al no encontrarse la negación del movimiento en ninguna parte, todas las cosas están siempre moviéndose en todos conceptos.

TEODORO. —Necesariamente.

SÓCRATES. —Fíjate, te suplico, en lo que te voy a decir. ¿No decimos que ellos explican la generación del calor, de la blancura y de las demás cualidades, diciendo, a saber, que cada una de estas se mueve con la sensación en el espacio que media entre la causa activa y la pasiva; que la causa pasiva se hace sensible y no sensación; y la activa o el agente es afectado por tal o cual cualidad, sin llegar a su cualidad en sí? Quizá esta palabra cualidad te parecerá extraña, y no concibes la cosa bajo esta expresión general. Te la diré al pormenor. La causa activa no se hace calor, ni blancura, sino caliente, blanca, y así de lo demás. Porque te acordarás, sin duda, de lo que se dijo antes, esto es que nada es uno, tomado en sí, ni lo que obra, ni lo que padece, sino que de su contacto mutuo nacen las sensaciones y las cualidades sensibles, de donde resulta, de un lado, lo que tiene tal o cual cualidad, y de otro, lo que experimenta tal o cual sensación.

TEODORO. —¿Cómo podía no acordarme?

SÓCRATES. —Dejemos todo lo demás de su sistema sin tomarnos el trabajo de saber de qué manera lo explican; atengámonos solo al punto de que hablamos y preguntémosles: todo se mueve, decís, todo pasa; ¿no es así?

TEODORO. —Sí.

SÓCRATES. —Mediante el doble movimiento de traslación y de alteración que hemos distinguido.

TEODORO. —Sin duda, si se pretende que todo se mueve plena y completamente.

SÓCRATES. —Si las cosas fuesen simplemente trasportadas de un punto a otro y no se alterasen, podría decirse cuál es la naturaleza de lo que se mueve y muda de lugar. ¿No es cierto?

TEODORO. —Sí.

SÓCRATES. —Pero como esto no es una cosa estable, ni lo que aparece blanco subsiste blanco, sino que, por el contrario, un continuo cambio en este concepto, de suerte que la blancura misma pasa y se hace otro color, temerosa de que se la sorprenda en un estado fijo, ¿es posible dar nunca a color alguno un nombre conveniente, de modo que no sea posible el engaño?

TEODORO. —¿Qué medio hay, Sócrates, para determinar el color ni ninguna otra cualidad semejante, puesto que pasando sin cesar, escapa a la palabra con que se la quiere coger y precisar?

SÓCRATES. —¿Y qué diremos de las sensaciones, por ejemplo, las de la vista y la del oído? ¿Aseguraremos que subsisten en el estado de visión y de audición?

TEODORO. —De ninguna manera, si es cierto que todo se mueve.

SÓCRATES. —Por consiguiente, estando todo en un movimiento absoluto, no debe decirse, cualquiera que sea el objeto de que se trate, que se ve o que no se ve, que se tiene tal sensación o que no se tiene.

TEODORO. —No, sin duda.

SÓCRATES. —Pero la sensación es la ciencia, hemos dicho Teeteto y yo.

TEODORO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Cuando se nos ha preguntado qué es la ciencia, hemos respondido que es una cosa que no es ciencia, ni deja de serlo.

TEODORO. —Así parece.

SÓCRATES. —Aquí tienes nuestra respuesta perfectamente justificada, cuando para demostrar su exactitud nos hemos esforzado en probar que todo se mueve, puesto que si en efecto todo está en movimiento, resulta que las respuestas sobre cualquier cosa son igualmente exactas, ya se diga que es así, o ya que no es así, o si quieres, y para no presentar a nuestros adversarios como existente nada estable, que ella se hace o no se hace, deviene o no deviene tal.

TEODORO. —Dices bien.

SÓCRATES. —Sí, Teodoro; salvo que me he servido de las expresiones así y no así. No es preciso usar de la palabra así, porque así lo mismo que no así (ita et non ita),[14] como representan hasta cierto punto una cosa fija, no expresan el movimiento. Los partidarios de este sistema deben emplear otro término, y verdaderamente en su hipótesis no tienen expresión de que valerse, como no sea esta: de ninguna manera. Esta expresión indefinida es la más conforme con su opinión.

TEODORO. —Es, en efecto, una manera de hablar que les conviene perfectamente.

SÓCRATES. —Henos aquí, Teodoro, libres de tu amigo; no le concedemos que todo hombre sea la medida de todas las cosas, a no ser que sea hombre hábil; y nunca confesaremos que la sensación sea la ciencia, si partimos del supuesto de que todo está en movimiento, siempre que Teeteto no sea de otro dictamen.

TEODORO. —Está bien dicho, Sócrates. Terminada esta cuestión, estoy también libre de la obligación de responderte, como habíamos convenido, una vez que se encuentra terminado el examen del sistema de Protágoras.

TEETETO. —Nada de eso, Teodoro; seguid hasta que Sócrates y tú hayáis discutido la opinión de los que dicen que todo está en reposo, según os propusisteis antes.

 

TEODORO. —¡Cómo, Teeteto!, ¡tú, tan joven, das lecciones de injusticia a los ancianos, enseñándoles a violar sus compromisos! Prepárate a responder a Sócrates sobre lo que resta por decir.

TEETETO. —Con mucho gusto, si Sócrates lo consiente. Hubiera oído, sin embargo, con el mayor placer lo que pensáis sobre esta materia.

TEODORO. —Invitar a Sócrates a la discusión es invitar a buenos jinetes a correr en la llanura. Interrógale y quedarás satisfecho.

SÓCRATES. —No pienses, Teodoro, que voy a aceptar la invitación de Teeteto.

TEODORO. —¿Por qué no?

SÓCRATES. —Aunque temo criticar con alguna dureza a Meliso y a los demás que sostienen que todo es uno e inmóvil, lo siento menos respecto de estos que con relación a Parménides. Parménides me parece a la vez respetable y temible, sirviéndome de las palabras de Homero. Le traté siendo yo joven y cuando él era muy anciano, y me pareció que había en sus discursos una profundidad poco común. Temo que no comprendamos sus palabras y que no penetremos bien su pensamiento; y más que todo, temo que las digresiones que nos vengan encima, si no las evitamos, nos hagan perder de vista el objeto principal de esta discusión, que es conocer la naturaleza de la ciencia. Por otra parte, el objeto de que nos ocupamos aquí, es de una extensión inmensa, y sería falta de consideración el examinarlo de pasada; y si no le damos toda la amplitud que merece, acabaron nuestras indagaciones sobre la ciencia. Así, es preciso que no suceda lo uno ni lo otro, y vale más que, apelando a mi arte de comadrón, auxilie a Teeteto a parir sus concepciones sobre la ciencia.

TEETETO. —Sea como quieres, puesto que tú eres el que mandas.

SÓCRATES. —Haz, Teeteto, la observación siguiente sobre lo que se ha dicho. Has respondido que la sensación y la ciencia son una misma cosa; ¿no es así?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Si te preguntaran con qué ve el hombre lo blanco y lo negro y con qué oye los sonidos agudos y graves, probablemente dirías que con los ojos y con los oídos.

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Generalmente no es estrechez de espíritu el emplear los nombres y los verbos en su acepción vulgar, y no tomarlos en todo su rigor; por el contrario, indica pequeñez de alma el usar de este recurso. Sin embargo, alguna vez es necesario; y así, por ejemplo, no puedo dispensarme en este momento de descubrir en tu respuesta lo que tiene de defectuosa. Mira, en efecto, cuál es la mejor de estas dos contestaciones: el ojo es aquello con lo que vemos o es por lo que vemos; el oído es aquello con lo que oímos o más bien es por lo que oímos.

TEETETO. —Me parece, Sócrates, que es mejor decir los órganos por los que sentimos que no con los que sentimos.

SÓCRATES. —Efectivamente, sería extraño, querido mío, que en nosotros hubiese muchos sentidos como en los caballos de palo[15] y que ellos no se refiriesen todos a una sola esencia, llámesela alma o de cualquier otro modo, con la que, valiéndonos de los sentidos como de otros tantos órganos, sentimos lo que es sensible.

TEETETO. —Me parece que debe ser así.

SÓCRATES. —La razón por la que procuro aquí la exactitud de las palabras, es porque quiero saber si en nosotros hay un solo y mismo principio, por el que sabemos, por medio de los ojos, lo que es blanco o negro, y los demás objetos por medio de los demás sentidos; y si tú achacas cada una de estas sensaciones a los órganos del cuerpo… Pero quizá vale más que seas tú mismo el que diga todo esto, en lugar de tomarme yo este trabajo por ti. Respóndeme, pues. ¿Atribuyes al cuerpo o a otra sustancia los órganos por los que sientes lo que es caliente, seco, ligero, dulce?

TEETETO. —Los atribuyo al cuerpo solamente.

SÓCRATES. —¿Consentirías en concederme que lo que sientes por un órgano te es imposible sentirlo por ningún otro, por ejemplo, por la vista lo que sientes por el oído, o por el oído lo que sientes por la vista?

TEETETO. —¿Cómo no lo he de consentir?

SÓCRATES. —Luego, si tienes alguna idea sobre los objetos de estos dos sentidos, tomados en junto, no puede venirte esta idea colectiva de uno ni de otro órgano.

TEETETO. —No, sin duda.

SÓCRATES. —La primera idea que tú tienes respecto al sonido y al color, tomados en conjunto, es que los dos existen.

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Y que el uno es diferente del otro y semejante a sí mismo.

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Y que, tomados juntos, ellos son dos, y que, tomado cada uno aparte, cada cual es uno.

TEETETO. —Así lo entiendo.

SÓCRATES. —¿No te consideras en estado de examinar si son semejantes o desemejantes entre sí?

TEETETO. —Quizá.

SÓCRATES. —¿Con el auxilio de qué órgano concibes todo esto respecto de estos dos objetos? Porque no es por el oído ni por la vista por donde puedes saber lo que tienen de común. He aquí una nueva prueba de lo que decíamos. Si fuera posible examinar si uno u otro de estos dos objetos son o no salados, te sería fácil decirme de qué órgano te servirías para ello. No sería la vista, ni el oído, sino algún otro órgano.

TEETETO. —Sin duda sería el órgano del gusto.

SÓCRATES. —Tienes razón. ¿Pero qué facultad te da a conocer las cualidades comunes a todos estos objetos, que llamas ser y no ser, y sobre las que te pregunté antes? ¿Qué órganos destinarás a estas percepciones, y por dónde lo que siente en nosotros percibe el sentimiento de todas estas cosas?

TEETETO. —Hablas sin duda del ser y del no ser, de la semejanza y de la desemejanza, de la identidad y de la diferencia, y también de la unidad y de los demás números. Y es evidente que tú me preguntas por qué órganos del cuerpo siente nuestra alma todo esto, así como lo par, lo impar y todo lo que depende de ellos.

SÓCRATES. —Perfectamente, Teeteto; eso es lo que yo quiero saber.

TEETETO. —En verdad, Sócrates, no sé qué decirte, sino que desde el principio me ha parecido que no tenemos un órgano particular para esta clase de cosas como para las otras, pero que nuestra alma examina inmediatamente por sí misma lo que los objetos tienen de común entre sí.

SÓCRATES. —Tú eres hermoso, Teeteto, y no feo como decía Teodoro, porque el que responde bien es bello y bueno. Además me has hecho un servicio, dispensándome de una larga discusión, si juzgas que hay objetos que el alma conoce por sí misma, y otros que conoce por los órganos del cuerpo. Esto, en efecto, ya lo esperaba yo de ti, y deseaba que fuese esta tu opinión.

TEETETO. —Pues bien, yo pienso como tú.

SÓCRATES. —¿En cuál de estas dos clases de objetos colocas el ser? Porque es lo más común a todas las cosas.

TEETETO. —Lo coloco en la clase de los objetos con los que el alma se pone en relación por sí misma.

SÓCRATES. —¿Y sucede lo mismo con la semejanza y la desemejanza, con la identidad y con la diferencia?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —¿Con lo bello, lo feo, lo bueno y lo malo?

TEETETO. —Me parece que estos objetos, sobre todo, son del número de aquellos cuya esencia examina el alma, comparando y combinando en sí misma el pasado y el presente con el porvenir.

SÓCRATES. —Detente. ¿El alma no sentirá por el tacto la dureza de lo que es duro y la blandura de lo que es blando?

TEETETO. —Sí.

SÓCRATES. —Pero, por lo que hace a su esencia, a su naturaleza, a su oposición y a la naturaleza de esta oposición, ¿ensaya el alma juzgarlas por sí mismas, después de repetidos esfuerzos y de confrontar las unas con las otras?

TEETETO. —Sin duda.

SÓCRATES. —La naturaleza ha dado a los hombres y a las bestias, desde el acto de nacer, el sentimiento de ciertas afecciones que pasan al alma por los órganos del cuerpo; mientras que las reflexiones sobre estas afecciones, su esencia y su utilidad, no vienen o no se presentan sino a la larga y con mucho trabajo mediante los cuidados y estudio de las personas en cuya alma se forman.

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