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El Reino de los Dragones

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From the series: La Era de los Hechiceros #1
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CAPÍTULO VEINTICINCO

Entrenar con los Caballeros de la Espuela era una de las cosas más difíciles que había hecho Erin. Su hoja se estrelló contra el escudo de su actual oponente, un caballero llamado Persh, y él la aporreó con el hombro. Apenas giró a un lado por el golpe, y volvió con su lanza lista para el siguiente ataque.

Fue entonces que el comandante Harr la golpeó desde un costado, atacándola con la parte plana de su espada. Erin giró hacia él con más furia, pero él ya la estaba enfundando.

–No tengo que preocuparme de los ataques de alguien que ya ha muerto —dijo él .

–Pero eso no es…

–Si dices ‘justo’, haré que corras unas vueltas a los muros —le advirtió el comandante.

Erin casi lo dijo de todos modos, solo por desafiarlo. Aunque de alguna manera refrenó el impulso. Tomó la funda de su lanza para volver a usarla como vara.

–Entonces se supone que debo estar atenta por si ancianos me atacan fortuitamente —replicó.

Una parte de ella deseaba provocarlo, solo para tener la oportunidad de volver a pelear contra él. No había discutido con ella desde su llegada, y era claramente el mejor de ellos. Era… frustrante.

El comandante Harr no reaccionaba a las pullas de sus palabras. En cambio, la trataba con compostura.

–Deberías saber que le envié un mensaje a tu padre, explicándole que estás aquí.

–Pero… —Erin no sabía qué decir a eso.

Debió haberlo anticipado; estos eran los caballeros de su padre, después de todo.

También le expliqué que debes pasar una prueba, y por tanto estás aquí para que te entrenemos —dijo el comandante—. Francamente, si deseas quedarte aquí, tendrás que hacerlo mucho mejor.

–¿Cómo se supone que lo haga mejor? —reclamó Erin.

–Tus maestros de la espada obviamente te enseñaron bien, pero aquí en la Espuela no entrenamos para batirse a duelo. Entrenamos para la batalla, en donde todo es justo.

–¿Como esto? —preguntó Erin , y embistió al comandante.

Por un momento, pensó que su arremetida era lo suficientemente rápida para alcanzarlo, pero el comandante Harr se giró a un lado, dejando que el golpe le raspara la armadura. Él la empujó, haciendo que tropezara.

–Un buen intento —dijo él—, pero aún ignoras lo obvio. La destreza te llevará hasta cierto punto, el poder es importante, la armadura es importante, la sorpresa es importante. Hay mil cosas involucradas en una pelea real, y no importa si es justo que las tengas o no. todo lo que importa es si tú eres quien prevalece al final.

–¿Y cómo se supone que sea la de mayor tamaño y poder? —preguntó Erin .

Parecía la forma en que el comandante la hacía sentir indeseada. Quizás intentaba convencerla de que no estaba destinada a estar aquí, que se suponía que tenía que irse a su casa y ser la princesa que sus padres querían.

–No se supone que lo seas —dijo el comandante Harr—. Debes encontrar tu propia ventaja. Cada uno de nuestros caballeros hace algo que es único. Sé más rápida que la otra persona, sé más furtiva, más lista que tus enemigos. Ah, y nunca asumas que una batalla ha terminado hasta que tu enemigo no haya sido derribado.

Erin vio algo borroso que se movía con el rabillo del ojo y levantó la empuñadura de su lanza a tiempo para rebatir el golpe de Persh. Dio un paso al costado y contraatacó, pateándole los pies. Luego acercó su lanza dejándola a un milímetro de su garganta.

–Mejor —dijo el comandante Harr—. Pero la única forma de que aprendas realmente es saliendo al mundo. Dos de mi hombres están por salir a patrullar. Ve con ellos, escucha y aprende.

–¿De verdad? —preguntó Erin .

No podía pensar en nada que quisiera más que eso. Su padre nunca la hubiese dejado ponerse en peligro, mientras que el comandante la estaba enviando activamente. Sintió que brillaba de júbilo al pensarlo.

–Til y Fenir ya deben estar en la puerta —dijo el comandante Harr—. Tendrás que apresurarte para alcanzarlos. Tu caballo está ensillado. Diles que yo te envié.

–Lo haré —dijo Erin, volteándose para correr hasta allí.

En el último momento, recordó volverse a saludarlo.

–¡Gracias!

Corrió hasta donde estaba esperando su caballo, agarrado por un mozo de cuadra. Erin casi saltó sobre la montura y cabalgó hasta donde esperaban los dos caballeros con media armadura sobre sus caballos de batalla. En su cota de malla y cueros, Erin se sintió inesperadamente vulnerable en comparación.

–El comandante dice que debo patrullar con ustedes —dijo ella, disfrutando lo fácil que se sentí decir esas palabras.

Sentía como si perteneciera a este lugar de una manera en que nunca lo había hecho en otro lugar.

–Como digas —dijo uno de los caballeros—. Soy Til. Él es Fenir. No habla mucho.

El otro caballero asintió en su dirección.

–Debemos partir por el Camino del Este —dijo Til—. Hay denuncias de pobladores desaparecidos cerca de un grupo de chozas de viejos granjeros.

–Entonces marchemos —dijo Erin—. Estoy lista.

¿Lista? Prácticamente estallaba por la necesidad de hacerlo. Había esperado algo así toda su vida, y ahora… ahora tenía la oportunidad de demostrar su valor.

***

—¿Siempre es aburrido salir en patrulla? —preguntó Erin .

¿Cuánto tiempo habían estado cabalgando? Como mínimo unas horas, con nada para mostrar excepto por el dolor de pasar tanto tiempo sobre la montura.

–No ver nada es bueno —dijo Til—. Significa que todo está como tiene que estar.

A su lado, Fenir coincidió con un gruñido.

Cabalgaron por un camino cruzando un espacio abierto entre campos tan vacíos como hermosos. Era el tipo de lugar que Erin sabía que a Nerra le habría gustado, y durante un breve instante, echó de menos a su hermana, pero sabía que tenía que estar allí, haciendo esto. De lo contrario, su padre nunca la tomaría en serio.

Siguieron cabalgando, y más adelante Erin vio un pueblo, poco más que una aldea en realidad, con gente deambulando por las calles. Había espantapájaros en los campos más allá del pueblo, aunque no hacía bien su trabajo y los cuervos se posaban sobre ellos, picoteando la carne que…

Erin casi hizo arcadas cuando se dio cuenta de lo que realmente ocurría: eran personas que habían atado allí afuera, las habían degollado, y habían dejado los cuerpos allí como una exposición cruel. Miró a su alrededor y vio que Til y Fenir se habían detenido a observar el pueblo.

–¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó Erin .

–Difícil de decir —respondió Til—. Excepto que esos no son pobladores de la aldea.

–Sí —dijo Fenir .

Casi era la primera palabra que Erin le escuchaba decir.

Sentía miedo e incertidumbre.

–Si no son pobladores, ¿quiénes son?

–Silencio —dijo Fenir , y por un momento, Erin pensó que le estaba dando una orden.

Pero Til asintió.

–Los hombres del silencio parece lo correcto.

–¿Hombres del silencio?

Erin había oído de ellos. Su hermano Vars había intentado contarle historias de ellos, pero desistió cuando le resultó obvio que no iba a lograr que ella gritara de miedo al hacerlo.

–¿Qué hacen sureños aquí?

–Difícil de decir —dijo Til, mirando alrededor y asintiendo a uno de los espantapájaros—. Debemos marcharnos, antes de que terminemos como ellos.

–¿Marcharnos? —preguntó Erin.

Apenas podía creer lo que escuchaba. Sentía que su furia crecía, empujando al miedo de la misma forma en que lo había hecho con los bandidos.

–¿Marcharnos para que se salgan con la suya con lo que hicieron?

–Necesitamos ir a informarle esto al comandante —dijo Til—. No sabemos cuántos son, ni cómo están armados. Es demasiado peligroso entrar en el pueblo.

–¡Se supone que somos caballeros! —insistió Erin.

–Y una parte de eso es saber cumplir con las órdenes —replicó Til—. Nuestro trabajo en las patrullas es lidiar con amenazas menores e informar del resto. Tenemos que hacerlo ahora. ¿Crees que ellos no nos están observando? ¿Que no nos derribarían si estuviésemos al alcance de una flecha?

Erin sabía que todo lo que sugería el caballero era sensato. Probablemente hasta era lo correcto, pero en ese momento, mirando a los espantapájaros que habían hecho con hombres y mujeres, sabía que no podía simplemente darse la vuelta y marcharse. No podía hacerlo, como tampoco antes había podido largarse cuando se enteró de los bandidos que habían atacado a los pobladores. Se supone que era de la realeza, y si eso no quería decir que estaba allí para proteger a la gente, ¿qué otra cosa quería decir?

–Fenir —dijo Til—. Vuelve a la Espuela con la princesa. Regresa con al menos una docena. Yo me quedaré a vigilar.

Fenir asintió en respuesta, como si fuese lo más obvio que había que hacer.

–¿Te vas a quedar aquí? —Dijo Erin— ¿Vas a esperar? Hasta donde sabemos, podrían estar a punto de marcharse.

–¿Qué más quieres que haga? —le exigió Til, con la voz resonando desde el interior de su  yelmo.

Erin aún podía sentir el miedo latiendo en su interior, urgiéndole que regresara, urgiéndole a hacer lo que los caballeros habían sugerido. Ella lo ignoró, sujetando fuerte su lanza. Este no era el momento de rendirse ante el miedo, o la duda o la precaución. Sería la guerrera que sabía que era, no una niñita asustada ni una princesa.

–Quiero que hagas esto —dijo ella, y espoloneó a su caballo hacia adelante en dirección al pueblo, cualquiera fuese el peligro que albergaba.

CAPÍTULO VEINTISÉIS

Greave nunca había conocido a nadie como Aurelle. Ella lo guió por el castillo a los lugares en donde se estaba desarrollando el largo período de banquetes y celebraciones de la boda. Estos eran espacios abiertos para todos quienes desearan asistir, permitiendo la entrada tanto a plebeyos como a nobles para celebrar la boda de  Lenore. Greave se puso tenso al entrar en el salón principal del banquete, luego sintió que Aurelle le tocaba el brazo suavemente.

 

–¿Está todo bien, mi príncipe? —preguntó ella.

–Habitualmente evito a tanta gente —dijo él—. Me miran como si supieran todo lo que está mal en mí.

Aurelle se rió como si él hubiese hecho una broma, aunque no lo era.

–Te miran porque eres el hombre más hermoso aquí.

Esto hizo que Greave volviera a encogerse, porque sus hermanos, e incluso su padre, habían utilizado su apariencia como un arma en su contra. Vars y Rodry siempre decían que parecía muy femenino, mientras que su padre … él se parecía demasiado a su madre para su gusto.

–No es como me siento yo —dijo Greave .

Aurelle se volvió hacia él.

–Greave, te prometo que te considero el hombre más apuesto del salón, y además, eres más que eso. Por lo que he oído, eres instruido, atento y amable.

Greave no sabía qué responder. Él se esforzaba por ser todas esas cosas, porque no podía resignarse a aumentar la crueldad o la estupidez del mundo. Cuando Aurelle le tocó el brazo, por un breve instante se sintió como si realmente fuera lo que ella pensaba de él.

–Ahora —dijo Aurelle—, ¿ya has visto los entretenimientos?

–Escribí unas notas sobre las técnicas de los laudistas, y escuché a los dramaturgos repasar sus…

–No —dijo Aurelle—, no me refiero a eso. ¿Has estado allí, has sido parte de eso?

Greave sacudió la cabeza. Él no había querido estar allí en el medio de la multitud, siendo el único que aún se sentía solo. También había adivinado lo que diría su padre si demostraba demasiado interés en los actores. Lo hubiese desestimado como algo frívolo o poco varonil, o ambos.

–Siempre estoy más a los costados —dijo Greave .

–Hoy no —manifestó Aurelle.

Pasó de tocarle el brazo a sujetarle la muñeca, llevándolo entre la multitud de gente que estaba allí. Muchos se voltearon e hicieron una reverencia. Algunos incluso sonrieron, y eso no era algo a lo que Greave estuviese acostumbrado.

Lo condujo a una mesa llena de los más livianos pasteles y del vino más fino. Le ofreció un pastel a Greave, y mientras lo hacía él se dio cuenta que tenía que morderlo. Lo hizo, porque la alternativa parecía ser embadurnarse la cara. Tragó, y estuvo a punto de quejarse por la humillación, cuando sintió el sabor. Era glorioso, intenso y dulce, y para variar, Greave no sentía como si la comida fuese a transformarse en ceniza en su boca.

–Es… —Greave no sabía qué decir—. Increíble.

–Te has negado demasiados placeres —adivinó Aurelle—. O quizás no has tenido a alguien que realmente los disfrute contigo.

Le alcanzó vino, y Greave sorbió delicadamente. No iba a empinar la copa como haría Vars, no se iba a convertir en alguien tan depravado como él. Pero tal vez, solo tal vez, había un punto medio. ¿No fue el filósofo van Greten quien escribió: “Podemos disfrutar del mundo con moderación, sin convertirnos en algo que debe evitarse”?

Parecía que Aurelle no había terminado con él, porque lo guió a un lugar en donde los actores  hacían una  ruidosa actuación, en la que parecía que un explorador de las tierras del sur se tropezaba con circunstancias cada vez más ridículas . Ahora, parecía que el personaje de un campesino intentaba venderle un burro y convencerlo de que era un caballo pura sangre de carreras.

En otro momento, Greave se hubiese parado allí a examinar todas las formas en que el dramaturgo trabajaba en su arte, todos los trucos sutiles para hacer que fluyeran los diálogos y unas escenas contrastaran con otras. Se hubiese sentido como un hombre separado, que entendía pero no disfrutaba nada de ello.

Aquí, ahora, con Aurelle allí, él se reía. Él realmente se reía de bromas estúpidas acerca de un hombre que no podía ver la verdad enfrente de él.

–¿Y puede saltar? —Preguntó el noble al campesino—. Estoy pensando en hacerlo correr sobre setos y cercas.

–Ah sí, puede pasar todo eso —dijo el campesino, y luego susurró a la audiencia—, si le abres las puertas.

Greave se rió junto con el resto, y echó un vistazo a Aurelle, que lo miraba con clara alegría al verlo así. Parecía estar disfrutando tanto de su presencia como él de la de ella, y eso parecía casi un milagro. Greave estuvo a punto decir que parecía increíble que alguien tan perfecto apareciera en su vida de forma tan repentina, pero no tuvo oportunidad de hacerlo, porque Aurelle ya estaba mirando en otra dirección.

–¿Escuchas eso? —preguntó ella—. Están comenzando una danza. Vamos.

Tiró de Greave y él fue con ella, porque no quería  romper el contacto con ella, no quería romper esa delgada conexión con todo lo que parecía bueno, apropiado y real. Observó a Aurelle mientras caminaban, y era la perfección misma en cada movimiento, por lo que era difícil imaginarse en cualquier otro lugar que no fuera aquí con ella.

¿Así era el amor? Greave no tenía punto de comparación excepto las cosas escritas en obras de teatro y en libros. Sus hermanos siempre lo habían tratado como una especie de hermano fracasado, que no hacía las cosas que hacían ellos. Sus hermanas posiblemente lo amaban, pero la reina Aethe siempre le había recalcado la separación y las diferencias que tenían con él. Su padre… no, mientras que la muerte de su madre le había quitado incluso ese amor.

Esto era diferente. Era repentino e intenso, como un relámpago por su cuerpo.

–¿Bailarás conmigo? —preguntó Aurelle .

–Yo no bailo —dijo Greave .

–Lo encuentro difícil de creer. Debes ser la belleza misma cuando te mueves. ¿Por favor, para mí?

Greave podía haber argumentado cualquier otra razón. Podía haberle ofrecido una decena de objeciones a bailar, basado en todo desde las obras de los maestros de la espada hasta las de los filósofos, desde las de los escritores religiosos hasta las de los poetas. Pero simplemente no podía decirle que no a Aurelle, en esto ni en cualquier otra cosa.

–No sé qué debo hacer —puntualizó él.

–Está bien —dijo ella—. Yo te mostraré. Ven, sujétame así.

Se acercó a él, tan cerca que no había espacio entre ellos, y Greave estaba seguro de que podía sentir los latidos de su corazón contra él. O quizás eran sus latidos, golpeteando con la excitación de estar allí de esa forma.

–Ahora nos movemos juntos. Siente la música. Muévete a su ritmo —dijo ella.

Greave hizo lo mejor que pudo, escuchando la música esta vez no por sus componentes técnicos de métrica y escala, sino solo por su fluidez. Se sintió cayendo en esa fluidez, y la presencia de Aurelle lo hizo fácil. Sentía como si pudiera adivinar cada movimiento que ella iba a hacer y responder automáticamente, como si ella le hubiese prestado su gracia de una manera indefinible.

En el momento en que ella lo besó, lo sintió como la cosa más natural del mundo. Sus labios se encontraron con los de él, y en ese momento, Greave no pudo descifrar quién de ellos guiaba el beso, quién de ellos estaba besando al otro.

–Yo… nunca hice eso antes —susurró Greave cuando se apartaron.

–¿No has besado a nadie? —preguntó Aurelle .

Greave sacudió la cabeza.

–Entonces aprendes muy rápido  —dijo ella con una sonrisa.

En ese momento, a Greave no lo quedaba duda; estaba enamorado. No tenía sentido que estuviese enamorado tan rápidamente, pero él sabía que lo estaba.

–Hace que me pregunte qué más puedo enseñarte —dijo Aurelle .

Enganchó la camisa de Greave con el dedo, llevándolo suavemente con ella.

–¿A dónde vamos? —preguntó Greave .

–A mi habitación —dijo Aurelle .

Ella vaciló por un momento, y de pronto parecía tan tímida como Greave.

–Eso es… si tú quieres.

Ese indicio de timidez fue lo que afianzó a Greave. Eso le decía que esta era una experiencia tan extraña para ella como para él, y que una parte de ella sentía todas las cosas extrañas e increíbles que él sentía. Greave la observó y vio otro lado de ella: esa necesidad dulce y vulnerable de ser amada que el también tenía. Lenta y cautelosamente, Greave asintió.

–Quiero eso más que cualquier otra cosa —dijo él .

CAPÍTULO VEINTISIETE

Renard observaba el castillo en donde vivía lord Carrick como hubiera observado una partitura musical , o quizás a Yselle cuando estaba en uno de sus humores más indescifrables: buscando entender y encontrar un hilo  de luz que le mostrara la entrada. Lo observaba desde los campos más allá, vestido con un traje de campesino para que nadie pensara dos veces acercas de su presencia allí, memorizando todo lo posible los movimientos de los guardias y los lugares escondidos en los muros.

–Paciencia —se dijo a sí mismo, y a decir verdad, esta era la única cosa en la vida para la que tenía paciencia.

Si le decían de trabajar haciendo las tareas de un granjero, se marchaba después del primer día. Si trabajaba como candelero o como mensajero de un comerciante… lo había intentado una vez, y había durado una semana entera hasta que volvió a sentir el ansia, la sensación opresiva y pesada de que esto no era todo lo que existía, que tenía que haber más. Le había robado al hombre la mitad de sus ingresos y se había tomado la mayoría en la semana siguiente para intentar olvidarse del aburrimiento.

Sin embargo, si le daban un lugar cerrado para observar, podía esperar todo el día. Había estado esperando todo el día, solo para asegurarse de que todo lo que él había obtenido del antiguo guardia era correcto. Renard sonrió para sí; lord Carrick debería pagarles más a sus guardias si no quería que lo traicionaran. Aparentemente, había gastado suficiente en cerraduras para compensarlo.

Detrás de él, su caballo relinchó en donde lo había dejado, atado a un árbol. Obviamente estaba tan impaciente como él, pero por otro lado, era un caballo caprichoso . Después de todo, el hombre a quien se lo había robado había jurado que era un excelente purasangre del sur.

–Ahora —decidió Renard cuando la luz empezó a apagarse.

Se cambió rápidamente en una hilera de arbustos y se puso ropa más oscura, junto con una capucha para esconder sus facciones y pieles que al menos lo protegerían si todo salía mal. Avanzó apresurado, en dirección a un lugar que el guardia le había recomendado, y que ahora que sabía que estaba allí, a Renard  le resultaba obvio.

En ese lugar, el muro se estaba derrumbando levemente por los años y el abandono; aparentemente, lord Carrick no veía el sentido de gastar dinero en piedras cuando podía gastarlo en oro y plata para el interior. Eso era bueno, porque quería decir que un hombre como Renard podía treparse sin la necesidad de colgar un ancla, confiando en que las manos y los pies lo levantaran un poquito cada vez. Arrojaría una cuerda cuando regresara, pero por ahora era mejor evitar el ruido.

–No es más difícil que trepar un árbol —se dijo Renard, aunque en realidad era mucho más difícil.

Aún con los asideros, el muro estaba hecho casi de piedra pura, y Renard tenía que aferrarse a él como a una amante, una extremidad y luego la siguiente buscando el camino hacia arriba. Estaba casi en la cima cuando escuchó unos pasos que se acercaban.

Se paralizó en el lugar, animándose a ser tan solo otra parte del muro, una sombra tan natural como cualquier proyección de luz nocturna. Los músculos se quejaron por el esfuerzo de estar colgado de esa forma, pero él les ordenó que se callaran. ¿Qué querían que hiciera? ¿Que se soltara para ver si podía volar?

La sombra de un guardia pasó por encima de él, y se quedó allí demasiado tiempo para su gusto. Cada segundo que pasaba era una agonía  por la inmovilidad, pero Renard se obligó a tener paciencia hasta que el hombre pasara. Era mejor no atraer atención aún.

Dio un salto hacia las almenas, rápidamente asimiló los puestos de los guardias que patrullaban y sonrió para sí. Todo era exactamente como él lo había pensado. Por supuesto que si se quedaba allí felicitándose por su genialidad, probablemente lo descubrirían, así que lo mejor era seguir adelante. Ahora solo tenía que recordar el ritmo, tan perfecto como cualquier canción. ¿Había decidido que esto funcionaba mejor con “Los siete lirios” o con “La carreta del hojalatero”? Las notas de “El lamento de un arpista” le vinieron a la mente. Ah, esa era…

A tiempo con el ritmo, Renard se bajó del muro, rodó, se levantó y corrió como una ráfaga hacia el muro de la fortaleza. Se detuvo allí, contando los tiempos y esperando a que pasaran otras pisadas. Silencioso como una sombra, Renard volvió a trepar en busca de la ventana que quería.

Atravesar una ventana sin hacer ruido era todo un arte. Silencioso como la creciente oscuridad que lo rodeaba, Renard comenzó a quitar los pedazos de vidrio, colocándolos en un pequeño costal que había para atraparlos. Habiendo quitado el vidrio, era relativamente fácil cortar el plomo y doblarlo hacia atrás, dejando espacio suficiente para que su figura musculosa pudiera atravesarlo. No importaba qué tipo de cerraduras había puesto lord Carrick en sus puertas cuando en la habitación había una ventana. Renard dio un paso adelante, y luego se detuvo justo a tiempo al ver que habían colocado una trampa con una cuerda.

 

Encendió una lámpara de ladrón, que tenía una pantalla que proyectaba un pequeño círculo de luz hacia abajo por lo que no iluminaba toda la habitación. Se inclinó para observar a lo largo de la cuerda y vio que estaba conectada una ballesta. Con mucho, mucho cuidado, desconectó la cuerda. Aunque estaba seguro de haberlo hecho bien, suspiró de alivio cuando la ballesta no disparó.

Renard levantó la vista y los ojos se le encendieron casi tanto como la lámpara al ver lo que había en la habitación. El marinero con el que había hablado en la Escama Rota no había mentido acerca de lo que habían cargado. Había cofres allí que, al abrirlos, resplandecían con el brillo del oro. Había suficiente allí para que durara toda una vida, quizás, si lograba llevárselo todo.

–¿Y cómo haría eso? —Murmuró para sí— ¿Reclutando guardias?

Mejor ceñirse al plan. Renard sacó una bolsa del hombro y la abrió, intentando decidir qué sería más fácil de cargar y de desechar. Monedas, definitivamente. Se arrodilló junto a los cofres, recogiéndolas en su costal como lo haría un granjero con sus papas. Él continuó, quería llevarse todo con lo que pudiera escaparse, porque una oportunidad como esta solo ocurría una vez.

Ahí fue, aproximadamente, cuando todo salió mal.

Renard escuchó el clic de las cerraduras que se abrían, pero no había en donde esconderse en una habitación de ese tamaño, y no tenía tiempo de salir por la ventana. Ató el costal de monedas robadas, pero para entonces la puerta ya se estaba abriendo.

Dos guardias entraron, acompañando a un hombre que debió ser una especie de clérigo. Los guardias lo miraron una vez y agarraron sus espadas, mientras el clérigo abría la boca y soltaba un grito que probablemente podía escucharse a la distancia de dos pueblos.

–¡Ladrón!

Sin tiempo para huir, Renard sabía que tenía que ir en otra dirección. Corrió a toda velocidad hacia el primer guardia y lo golpeó con el hombro haciéndolo retroceder hacia el marco de la puerta. Para entonces el segundo había sacado su espada, pero en una habitación tan estrecha no había espacio para blandir el arma. Renard agarró al guardia del brazo y lo torció hacia atrás mientras el hombre intentaba encontrar un ángulo para intentar pegarle. Él sabía que en cualquier momento, el segundo guardia estaría detrás de él, listo para matarlo.  Hizo lo único que podía en ese momento: sacó su daga y apuñaló al hombre en el costado de su coraza, en los pulmones.

Mientras el guardia se desmoronaba, Renard giró justo a tiempo para intentar bloquear el golpe de una espada. Solo lo logró en parte, y sintió que la hoja atravesaba las capas de sus cueros y hería la carne debajo. Renard respondió cortándole la garganta. Se detuvo, intentando encontrarle sentido al caos, y luego se maldijo por hacerlo. No se puede encontrar el sentido a un caos como este; solo se puede seguirlo y esperar lo mejor.

Agarró el costal que había llenado, se lo echó al hombro y saltó por la ventana que había entrado. Aterrizó rodando, pero aún así era doloroso, el tintineo de las  monedas contra las costillas le bajó los humos. Se forzó a pararse, vio que había gente mirándolo, pero ya estaba corriendo.

Una flecha de ballesta le pasó por al lado y él se agachó instintivamente, ¿pero qué sentido tenía agacharse cuando la flecha ya había pasado? Corría en zigzag hacia el lugar del muro por donde había venido.

–No hay tiempo —se dijo a sí mismo.

En su lugar, corrió hacia los establos del castillo. Otra flecha le pasó rápidamente por al lado, pero Renard la esquivó y se escondió detrás de una puerta, luego se escabulló agachado detrás de unas pacas de heno. El guardia que le había disparado entró, apuntando una nueva flecha, y en la mente de Renard se creó el origen de un plan al ver que nadie más lo seguía.

–No pienses —se recordó a sí mismo—. Sigue el caos.

Esperó hasta que el hombre le diera la espalda, se lanzó y le rodeó la garganta con un brazo rollizo. Renard lo apretó y siguió apretando hasta que el guardia se aflojó. Luego lo arrastró hacia atrás del heno y empezó a cambiarse.

El disfraz que resultó estaba lejos de ser perfecto. Renard se puso la sobrevesta del hombre con la insignia de lord Carrick, y un yelmo que ocultaría algunos de sus rasgos, pero tenían una complexión muy diferente para que Renard le robara la armadura. Tendría que esperar que la confianza fuese suficiente.

Revisando el establo, eligió una montura y la ensilló, guardando sus ganancias ilícitas en las bolsas de la montura. Renard montó el caballo, intentando no pensar en todas las formas en que esto podía salir mal, y luego, muy intencionadamente, cabalgó hacia el centro del castillo.

Alrededor veía guardias dando vueltas, claramente intentando encontrarlo. ¿Cuánto tiempo tendría ahora? ¿Minutos? ¿Segundos? En la voz que habitualmente reservaba para calmar al público alborotado cuando tocaba, Renard les gritó.

–¡Rápido, está encima de muro! ¡Debemos ir tras él! ¡Abran la compuerta!

Por un segundo, pensó que no iba a funcionar. No debía haber funcionado, porque él sabía que su disfraz era poco creíble,  y que era estúpido abrir la compuertas cuando había un ladrón adentro. Sin embargo, parece que estos hombres tenían demasiado miedo de perder parte del botín de lord Carrick como para pensar claramente, y la compuerta se abrió.

Renard salió a la carga, rugiendo más tonterías acerca de ir tras el ladrón. Los hombres salieron con él a pie, pero Renard se disparó hacia adelante, dejándolos rezagados con lo que él esperaba que pareciera su entusiasmo por la persecución. Cabalgó por lo que debió haber sido medio kilómetro, hasta que tomó las bolsas de la montura y se bajó de un salto, golpeando al caballo para enviarlo en una nueva dirección por si los guardias ya habían deducido su trampa.

Renard marchó en dirección contraria, al lugar en donde había dejado su propio caballo. Podía sentir el dolor por el golpe de espada que había recibido, y en las costillas por la caída, pero mientras montaba su caballo parecía que había valido la pena. Lo había logrado; realmente le había robado a lord Carrick. Con los sonidos de la cacería de él a la distancia, sería fácil marcharse.

Ahora, era solo cuestión de celebrar.