Memoria del frío

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From the series: Sensibles a las Letras #74
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BIBLIOGRAFÍA

Cuevas, Tomasa. Cárcel de mujeres. Barcelona: Edicions Sirocco, 1985.

Doña, Juana. Desde la noche y la niebla (mujeres en las cárceles franquistas). Madrid: Ediciones de la Torre, 1993.

García, Consuelo. Las cárceles de Soledad Real. Madrid: Alianza Editorial, 1982.

Hirsch, Marianne. Family Frames: Photography, Narrative and Postmemory. Cambridge: Harvard UP, 1997.

—«Projected Memory: Holocaust Photograph in Personal and Public Fantasy». En Mieke Bal (Ed.). Acts of Memory: Cultural Recall in the Present. Hannover: UP of New England, 1999 (pp. 2-23).

—«Surviving Images: Holocaust Photographs and the Work of Postmemory». The Yale Journal of Criticism 14:1, 2001 (pp. 5-37).

Mangini, Shirley. Recuerdos de la resistencia: La voz de las mujeres de la guerra civil española. Barcelona: Península, 1997.

Narváez, Jorge. «El testimonio 1972-1982: transformaciones en el sistema literario». En (Eds.) Testimonio y literatura. Minneapolis: Society for the Study of Contemporary Hispanic and Lusophone Revolutionary Literatures, 1986.

Preston, Paul. «Introducción». En (Coord.) La memoria de los olvidados: Un debate sobre el silencio de la represión franquista. Valladolid: Ámbito, 2004.

Ricoeur, Paul. La memoria, la historia, el olvido. Trad. Agustín Neira. México: Fondo de Cultura Económica, 2000.

Solnit, Rebecca. La madre de todas las preguntas. Madrid: Capitán Swing, 2018.

Yúdice, George. «Testimonio and Postmodernism». Latin American Perspectives 18.3, 1991 (pp. 15-31).

«De nada somos dueños, ni siquiera de nuestro pasado».

JULIO RAMÓN RIBEYRO

NADA, 2020

Prisión de Segovia, 24 de mayo de 1950. Y cuando han pasado tantos años y cuando en realidad no hay grandes perspectivas de una mejora de vida, nos aferramos a estas pequeñas cosas, que tan grandes son para nosotros, porque nos ayudan a continuar, nos estimulan a vivir y a desear la vida con más ardor, pensando en el día que podamos resarcirnos plenamente de todos estos años de privaciones totales. No creas, querido mío, que me pesan estos años, nada más lejos de la realidad. Estoy satisfecha de ellos y una vez que lo he pasado sentiría no haberlos vivido, porque me han trasformado, me han hecho una mujer totalmente distinta, creo —y no quisiera equivocarme— que algo mejor, más real, más práctica, pero también con mayores sentimientos. Ahora bien, todas estamos cansadas, y es natural. Los años, la apatía de fuera tienen su repercusión y sin nada para estimularte cuesta mucho mantener una moral quebrantada por innumerables sufrimientos

¿Te haces una idea de cómo será nuestro encuentro? ¿Recuerdas lo que me dijiste cuando nos despedimos en el camión? «Tú y yo hemos de hacer grandes cosas». No lo olvido y mil veces me he preguntado ¿cuándo? No encuentro la respuesta justa, así que siempre confío que será pronto. Más allá de la exigua realidad. Te abraza tu Manoli.

Atravieso la estancia. Avanzo en medio de las llamas. Protegida la cara con un trapo blanco. Corro por el pasillo hacia la habitación. Con las manos por delante como si fueran un escudo. Entro en el cuarto. Apenas veo. Solo escucho el crepitar de los muebles que se queman. La cama ardiendo. Bajo la cama, las cajas de cartón que atesoran los documentos. Protegidas aún por las sábanas que arden. Por la madera que comienza a prender sobre ellas. Tiro de las dos cajas hasta colocarlas junto a mis pies. Las levanto con dificultad, me doy la vuelta. Regreso por el corredor anegado de humo oscuro hacia la salida. Hacia el fondo. Hacia la luz.

Cierro los ojos. Me dejo guiar por el ruido. Un graznido. Un chillido de pajarraco. Como si fuera un faro. Que me orienta. Avanzo con las dos cajas en las manos. Pensando en no caerme, en que el fuego que me rodea no asalte el cartón. Cuando salgo a la calle pienso que puedo abrir los ojos. Me aquieto en la acera. Deposito con cuidado las cajas en el suelo. Solo entonces miro por fin. Hacia abajo. A los cartones junto a mis pies. Están chamuscados, negros. Ataúdes. Urnas. Arcas salvadas de las llamas. Luego tanteo hacia delante. No veo nada. Solo el vacío. Un espacio hueco. Más allá de la exigua realidad.

Prisión de Málaga, 15 de mayo de 1947. Mi queridísimo Ángel. Tanto afán como tenía por escribirte una carta larga, extensa y sin ninguna persona que viole nuestros sentimientos, y aquí me tienes esta noche, sin saber ni qué decirte de tanto como tengo acumulado. […] Este compromiso común que tenemos, que parece el gran estímulo, necesita también de alicientes particulares. Las mujeres parecemos predestinadas solamente a ser esposas, a ser novias, a ser madres amantísimas del hijo, del marido. Pero ¿sabes lo peor? La falta de oportunidades, la falta de cultura que tenemos por las sociedades que nos han precedido, claro está. Voy a acostarme, son más de las doce de la noche. Terminaré mañana. Muchos besos infinitos de tu

Bajo la cabeza. Abro los cartones. Extiendo el botín frente a mi cuerpo. Los restos. Los abalorios. Los escombros. Un enjambre. Un reducto de insectos. Un hormiguero. La tela de araña. Las arañas que tejen la tela. Ahora están las arañas en el suelo. Las primeras pruebas.

Se me viene a la boca. Cuando deshago el paquete forrado con el solo aviso de su letra. Cartas. No pone otra cosa. Cartas. Llevo años durmiendo sobre este enjambre. Cojo el paquete dividido en fajos. Son cientos de cartas cada uno. En tinta negra. En tinta azul. En lápiz. Esa información cruzada entre las cárceles. Entre ellos dos. Abro por fechas, las de 1943, las de 1948, las de 1953, las de 1956. Las de después, en la primera libertad: las de 1961, las de 1968. Abro cada parte. Abro el último fajo. Veo la tinta verde con la que escribía cuando yo era niño. Veo mi letra de niño en una carta. Como si fuera la carta final.

Extiendo las cartas en el suelo vacío. Lejos del fuego que me precede. Cuento. Tardo. 5 463 cartas. Cinco mil cuatrocientas sesenta y tres. Calculo que es menos de la mitad de las que fueron. El resto no está. Se fue. Se perdió. La mayoría son las cartas oficiales. Las que pasaban la censura de cada cárcel. Apenas hay de las otras. Las clandestinas. Las que cuentan más. Leo frases sueltas. La lectura es invasiva. Me coloca fuera. Me coloca dentro. La letra de mi madre invadiéndome. Las palabras de mi padre en respuesta. Se repiten.

Las cartas son la historia de un cortejo. Cada una tiene respuesta en la otra. Son como espejos. Espejos con orificios. Con huecos. Con grietas. Por las grietas se cuela la luz. Una sucede a la otra en una maquinaria perfecta de doble vía. Parece que nada está perdido.

Buceo en las letras. Pero no me conviene. Usurpador. Como un detective impreciso.

Prisión de Alcalá de Henares, 22 de diciembre de 1959. Dentro de dos días vuelve a celebrarse Nochebuena y una más que las circunstancias nos mantienen separados, ¿será la última? Esta es mi esperanza y no puedes imaginar la cantidad de proyectos que formo, pensando que pudiera ser así.

Hace mucho tiempo. Una mujer pasó diecinueve años en la cárcel. En el franquismo. Con otras muchas. Era mi madre. Mantuvo una relación con un hombre que pasó diecinueve años en otra cárcel. Con otros muchos. Era mi padre. Luego «salieron». Y regresaron. A otra cárcel. Con otros. Esta es su historia. No. Claro que no. Esto es solo una exploración. Un viaje. Tras las palabras de unas cartas.

Prisión de Segovia, 14 de diciembre de 1950. Tengo las manos imposibles para hacer nada, y es un gran conflicto pues no se puede perder un minuto de trabajo. Aquí está nevando, hace muchísimo frío. ¿Tienes muchos sabañones? Yo tengo los suficientes para entretenerme. Pienso en el frío que tendrás y no sabes cómo me apena

Urdir la trama. Reconstruir las cenizas. Salir a buscar las cartas perdidas. Las palabras. Las manos que se deslizaron por las hojas. Las estancias en las que fueron escritas. Los pensamientos que las animaron. Las oquedades. Los agujeros. Salir a las calles. A los archivos. A las voces que quedan. A las imágenes. A las ruinas de las prisiones. A las declaraciones de los verdugos. Buscar y poner nombre. Reconstruir. Rehacer. Revivir.

Busco entre las palabras las preguntas abiertas. Las preguntas. Las respuestas. Busco las respuestas. Qué. Cómo fue. Quién estuvo ahí. Quién persiguió. Cómo te encontró. Quién delató. Quién torturó. Cómo torturó. Cómo era la celda. El tiempo que pasaba. El momento detenido. Quién te dejó esa señal en tu rostro. Cicatriz. Herida. Sangre. Sabor a sangre. Mierda.

La información del infortunio. El relato de la alegría.

Prisión provincial de Carabanchel, viernes 23 de enero de 1963. Queridísimos de mi vida, mi compañera adorada y mi hijín de mi alma. Estas líneas, mis primeras noticias desde hace unos interminables diez días en el calabozo, van llenas de mi recuerdo y amor. Sé valiente, amor de mi vida. Estoy bien, lo mejor posible. Llegué aquí hace tres días y durante siete aún permaneceré en periodo de aislamiento. En la comida no traigas pan y con dos o tres latitas y unas manzanas me arreglo muy bien. Insisto en que yo puedo resolver muy bien la situación mía aquí y no quiero que tú y mi hijo carezcáis de lo esencial. Tú eres valiente y profundamente sensible y no quiero que te dejes vencer por el dolor. Un beso infinito de tu Ángel.

Todo ocurrió. Voy a contarlo. Voy a buscar. Saber qué pasó. Más allá de estas palabras mudas apretadas en las cartas. Sí, otro condenado relato sobre la memoria histórica. Memoria. Resistencia. Oculta en la maraña de voces que se han ido. Las voces. Las risas. En un lugar. En un momento. Un momento. Un momento que parece siempre. Siempre no es para siempre. Pero para una persona sí lo es. Es su tiempo.

 

Retorno la mirada atrás. Tras de mí solo quedan los escombros. Ruinas quemadas. Me apoyo en el suelo donde las cartas descansan. Cierro los ojos para ver mejor. Aprieto los párpados. Sigo apretando los párpados. Con mucha energía. Para ahogar las pupilas. Para que se callen. Para que se calmen. Pero al apretar descubro que siguen vivas. Como insectos. Insectos que vuelan.

Eso nos queda. Comprobar si nos mata. Ver si nos libera. O solo sucede. Sucedió. Mientras tanto.

Prisión de Segovia, 12 de noviembre de 1952. ¿Será la última vez que estemos separados?

«Soy la espuma que avanza y cubre de blanco el borde superior de las rocas, soy también una muchacha, aquí, en esta habitación».

VIRGINIA WOOLF

1. RAÍLES CHIRRÍAN. 1941. 1939

No puede ser. No puede ser.

Se ha levantado muy temprano. Algo nerviosa, quizá excitada. Ha elegido un vestido sastre color granate oscuro, unos zapatos de tacón alto, un bolso de piel de tonos marrones. Después de ducharse, con mucho cuidado de no mojarse el pelo que ayer peinó en la peluquería hasta convertirse en esa melena de reflejos caobas llena de suaves ondas, se maquilla con esmero. Se mira satisfecha en el espejo de su cuarto y sale.

En la cocina ya están Cony y Valeriano tomando el desayuno. A un lado reposa el saco de viaje, un enorme bolsón de piel que se cierra por arriba con un artilugio metálico. Lo mira con aprensión. «Eso debe pesar un mundo. No voy a poder con ello». «Habrá que intentarlo, yo te lo pondré en el portaequipajes de tu departamento en el tren y en Madrid tienes que tratar de llevarlo hasta el taxi tú sola. Luego será más fácil». «¿No hubiera sido mejor que me fueran a recoger a la estación directamente?». «Resulta muy peligroso, es mejor hacerlo como hemos acordado. ¿Tienes claro la dirección del bar y todo lo demás, no?».

Lo tiene claro. Tiene perfectamente estudiado el lugar donde está esa cafetería y todo lo que tiene que hacer para llegar a ella, entregar el saco de la mejor manera, salir a salvo. Y regresar a San Sebastián. El plan que ha habido que improvisar de repente lleva pensándolo horas con Valeriano. Preciso, determinado. Si luego hay imprevistos, confía en su suerte. En su suerte y en la experiencia. En su suerte y en la sagacidad que la clandestinidad aporta.

Toma el café con avidez. No es café, es achicoria con algo de café. Y leche. Con sopas de pan, como le gusta. Revisa de nuevo su bolso con sus cosas personales, se pinta los labios, se levanta y coge el saco de viaje, para probarlo. «Puedo con él, pesa mucho pero puedo, no te preocupes, Valeriano. Vamos».

El departamento de primera que tiene asignado en el tren correo a Madrid está aún vacío. Suben, mientras la gente revolotea por el andén, y se coloca en su sitio, donde indica el billete. Afortunadamente junto a la ventana. Mientras Valeriano coloca el saco de viaje en el portaequipajes sobre el asiento, Manoli mira por la ventanilla, en una mezcla de simple curiosidad y también de comprobación, aunque está segura de que nadie está sobre sus pasos.

—Me voy. Como máximo seréis seis aquí en este departamento, que para eso esto es primera. Te queda un buen rato para descansar.

—¿Para descansar? No estoy cansada, pero en ocho horas me leeré de cabo a rabo una novela. Eso me mantendrá con la cabeza ocupada.

—No estés nerviosa. Todo irá bien.

—Sí. Lo sé. Todo irá bien. Y, no creas, me hace mucha ilusión volver a Madrid después de dos años. Ver la ciudad, aunque no pueda ver a nadie conocido. Sentir cómo huele.

—No se te ocurra salirte de lo planeado.

—Que sí, hombre, pesado, me sé muy bien todo. Para ya.

Se abre la puerta del departamento y entra una pareja. Un hombre y una mujer de unos cincuenta años. Se saludan. Él coloca su maleta también sobre el portaequipajes y se sienta a su lado. Valeriano y Manoli salen entonces al pasillo y se dirigen a la puerta del vagón. «Ve tranquilo, atiende bien a tu mujer, que está muy nerviosa con el embarazo. No te preocupes, en un par de días estoy aquí». Le da un beso en la mejilla y él la abraza. La abraza como un padre despide a una niña. Ella se ríe por dentro pensándolo. Se desase y lo mira divertida. «Yo sé lo que os cuesta creerlo, pero las mujeres podemos. Podemos solas, no sufras. Saldré viva de esto, y tú también. No pongas esa cara…».

Cuando entra de nuevo a su departamento ya está todo el mundo sentado. Avanza hasta su sitio junto a la ventanilla y se acomoda. Pone su bolso sobre las piernas, saca un pañuelo y una novela. La montaña mágica, el primer tomo. Entonces levanta la vista y lo ve. Frente a ella.

Un hombre de unos cuarenta años, quizá alguno más, vestido con su camisa azul de la Falange, con el rojo bordado en el bolsillo con el yugo y las flechas. Ese bordado que parece una alimaña, una araña venenosa. En los hombros lleva galones, debe ser un gerifalte del régimen. Él la mira e inclina la cabeza levemente, ella hace una mueca que quiere parecer una sonrisa.

«Pero no puede ser. No puede ser…».

El tren se desplaza lentamente entre los valles. Mantiene el libro en las manos mientras mira por la ventana el torpe discurrir del vagón. Mira sin ver, pensando qué va a pasar. Qué va a pasar en unas horas, cómo va a discurrir el viaje con ese hombre frente a ella y la multicopista oculta en el saco de viaje de cuero sobre su cabeza. ¿Y si se bajara en la primera estación, o en alguna otra antes del destino? ¿Pero no resultaría sospechoso que fuera en primera clase y se bajara de repente, tan rápido? ¿Y si se bajara, qué haría? Todo el dispositivo se vendría abajo, tendría que buscar hotel, esperar otro tren, avisar antes mediante telegrama y que se montara otro operativo para recoger el aparato en Madrid.

Busca alternativas mientras sigue mirando por la ventana, como si no hubiera nadie frente a ella. Como si estuviera sola, o pudiera ocultarse en medio de la multitud, un soplo de viento que no se percibe. Tan abstraída está en su propio paisaje que no se da cuenta de que el tren se para, el chirrido del frenazo la saca de sí y mira el andén lleno de gente, gente que camina para entrar en los vagones de segunda y de tercera, mujeres con cántaros y con cestones de mimbre. Tolosa. Regresa con la vista ahora hacia delante y observa cómo él la mira fijamente, y cómo distrae rápido la mirada cuando ella lo mira. Se lleva de manera automática la mano al pelo, como queriendo evitar algún incordio no previsto, o un mechón fuera de su peinado en cascada. ¿Por qué la mira, le ve algo sospechoso? ¿Qué le ve? Aprovecha que él ha vuelto su atención hacia el pasillo por donde pasan algunos viajeros nuevos para fijarse mejor. El pelo engominado hacia detrás, oscuro, sobre unas facciones sin señales: la cara de un hombre moreno, bien afeitado pero con la sombra oscura casi azul sobre sus mejillas, la nariz recta y grande, los labios finos que no están apretados, sino entreabiertos, sin tensión. Un señor vasco del barrio de Aiete, un señor con dinero. Pero no va vestido de requeté, lo mismo no es vasco, estará de viaje. Algo en su gesto la tranquiliza, quizá los labios que no se aprietan entre sí, o una sensación de cuidado algo impostada, como no natural. Tan planchado, tiene la cara tan planchada como la camisa.

De repente, él se vuelve y la descubre mirándolo. Ella no retira la mirada, algo le dice que debe fijar el campo de juego. Cuando él sonríe, ella continúa observándolo sin más. Escudriña su sonrisa y no es capaz de decidir qué hay en ella, ni en esos dientes cuidados que se intuyen. Ese hombre podría ser su padre, por edad, seguro. Más que le dobla sus veinte años. Pensando en cómo debe protegerse, en qué hacer, no escucha lo que le dice.

—Perdone… no le he oído.

—Le preguntaba si iba usted también a Madrid.

Ha sido lenta, tiene que responder ya. ¿Se baja antes, dónde, en Valladolid, en Miranda, dónde?

—Sí voy también a Madrid, a ver a mi tía.

—¿Va para muchos días?

—Apenas tres o cuatro. Luego tengo que volver. Tengo permiso en mi trabajo.

La suerte está echada. A Madrid, jugarse el todo por el todo. Tanto meditar y la pregunta ha llegado de improviso. A Madrid, a ver a su tía. A su tía que en realidad murió en el 38, en plena guerra. Ya hace casi tres años. La tía Mariana. Su anillo aún está puesto en su dedo. Lo toca con la otra mano. Como aquel día.

Se toca el anillo que no le han quitado, que pensó que desaparecería en la celda. Mira a su alrededor como si fuera una forastera. Hace un esfuerzo por recordarse, por rememorar quién es y cómo era la vida hace apenas tres semanas. Contempla de nuevo y se ve rodeada de mujeres como ella que salen todas en fila india de la cárcel de Ventas, por la calle Marqués de Mondéjar. Escrutan su camino porque les resulta otro y huelen que todo ha cambiado. Observan a sabiendas de que la ciudad está llena de quintacolumnistas. Caminan hacia Manuel Becerra para tomar el metro. Avanzan, por decir algo, lo que hacen es deambular sin saber qué está pasando. Sin creerlo. Nunca hubieran imaginado que Madrid caería en manos de las tropas franquistas, que Madrid sería capital del enemigo. Que habrían perdido la guerra.

Van tomadas del brazo, pero no pasean. Han salido en el último minuto, tras mucho presionar a Pura de la Aldea, la jefa de servicio de la cárcel de Ventas, que esperaba una orden superior para sacarlas a la calle. Pobre Pura, aún esperando que la legalidad la apoyara. Todas sabían que la junta de Casado se había rendido sin más y que las tropas franquistas avanzarían ya sobre Madrid. Avanzarían tan rápido que encontrarlas encerradas, arracimadas en la prisión, sería un gran regalo. Por eso Pura debe liberarlas, y así lo hace: para que no sea una ratonera en manos del ejército de ocupación.

Cuando llegan a la boca de metro se separan. Son un grupo grande, ¿cuántas? Cien, doscientas. Por lo menos había quinientas en la cárcel de Ventas encerradas por la gente de Casado. La mayoría comunistas, o simpatizantes, o socialistas de la tendencia de Negrín.

Hubiera querido tomar el metro en Manuel Becerra y bajarse en su estación, en Chamberí. Pero salieron de la cárcel con lo puesto, a mediodía, y mientras avanzaban torpes por la calle solo les daba para pensar que la ciudad estaba siendo ocupada. Y que tenían que empezar a escapar. Eran desde el primer momento mujeres en fuga. Tomada del brazo de Pilar Valbuena, trataba de poner en orden sus ideas, adónde ir, dónde esconderse, cómo continuar. No tiene dinero. Se toca otra vez el anillo de su tía Mariana, mira a Pilar que está a su lado y la calle abierta en ese ambiente tupido. «¿Qué día es hoy?». «27 de marzo de 1939». «Sí, pero ¿qué día?». «Yo creo que es lunes». ¿Adónde ir? Los lunes los niños no tienen escuela, debería ir a casa de su prima Angelines; su casa, la casa de sus tíos, será una encerrona. Cualquier casa es un agujero negro. Pilar va hacia Puente de Vallecas, y se separa de ella con un abrazo. Le desea suerte, les va deseando suerte a todas, ese grupo enorme de mujeres que en la plaza empiezan a diseminarse como hormigas. Hormigas sin hormiguero.

Camina por la calle Alcalá, luego por Goya hacia Colón, y sigue mirando extrañada, la ciudad vacía, sin milicianos, aunque se oyen tiros y detonaciones a lo lejos. En esa observación desordenada ve ahora algunas banderas monárquicas colgadas de las ventanas altas del barrio. Se estremece, se arrebuja en sí misma, porque de repente es consciente de que tiene frío. Que ese lunes 27 de marzo aún hace frío en esa incipiente primavera madrileña.

Al llegar a la calle Génova ya sabe que va a pasar por casa de sus amigas de la calle Orellana. De Manola y de Feli. Sigue mirando asombrada y simplemente espera pasar desapercibida. Al llegar al edificio lo encuentra apagado, silencioso. Entra decidida y sube los cinco pisos muy rápido, no quiere encontrar a nadie. Toca con los nudillos en la puerta de aquella buhardilla tan conocida, pero nadie abre. Vuelve a tocar, y le parece que escucha algún ruido dentro, algo quedo. «Feli, Feli, Manola…», sin casi alzar la voz. Y la puerta se entorna y ve detrás a la madre. «Pero niña, niña, ¿de dónde sales? Niña, niña, entra». Se mete en medio de la sala y de repente un abrazo la recoge por la espalda. «Manoli, pero ¿cuándo has salido, de dónde vienes? Manoli, ¿cómo no has avisado?».

 

Mira a Manola, sus ojos enormes que la miran y la besan, esos besos sonoros que la hacen reír. La besa y le tira del pelo, como si no se creyera que estaba delante de ella. «¿Pero de dónde vienes, de dónde vienes?». Manola la acoge en su cuerpo grande, su cara como de muñeca, su voz de eco.

Cuando acaba el plato de caldo frente a Manola y su madre, trata de expresarse: «No me explico por qué cuando aquel miliciano me pidió la documentación al entrar a la puerta de la oficina fui tan tonta. Ni por un momento se me ocurrió pensar que había algo detrás, todo me pareció una rutina. Saqué el primer carné que encontré a mano. El del Socorro Rojo, o el Mujeres Antifascistas, no me acuerdo. O el del partido. Cuando me dijo aquel hombre con el traje del ejército republicano que tenía que acompañarlos seguí pensando que todo era un error. Había escuchado tiros por la noche desde mi cama, pero como todas las noches». Nada le hizo sospechar. Nada le hizo sospechar por última vez. Luego, siempre sospecharía. De todo, sobre todo de cualquier uniforme.

Se la llevaron al Colegio de los Salesianos en la Ronda de Atocha. Cuando llegó, ya con la mañana avanzada, allí había un montón de gente. Vio desde el patio a muchos milicianos encerrados en la parte de arriba, en el patio circundante, entre los escalones. Desarmados y como desvalidos, solo gritaban. Rodeados de otros milicianos con fusiles y de ametralladoras dispuestas alrededor. A ella la llevaron a un sótano bajo la iglesia, donde se encontró con muchas caras conocidas. «Pero ¿qué está pasando?». «Los de Casado han dado un golpe de Estado a Negrín y quieren entregar la ciudad a Franco». Tan extraño, tan imposible le pareció el planteamiento que ni lo registró. «¿Qué ha pasado?».

No recuerda haber tenido nunca tanta sed. Y tanta hambre. Cientos de mujeres dormían en el suelo del sótano de la iglesia, tiradas, sin nada, y apenas les daban alimentos, ni explicación, ni agua. Cada vez que se ponían a gritar o a exigir algo, las señalaban las ametralladoras y las empujaban con las puntas de los fusiles. Arriba y a los lados, sus compañeros, la mayoría milicianos, se quejaban como ellas. Aún no se explica por qué entraron en ese estado de languidez, por qué no se sublevaron, por qué no hicieron algo. ¿Tenían miedo? ¿Era miedo? Todavía era algo parecido a la sorpresa, un asombro viendo los uniformes de los milicianos frente a los uniformes de los milicianos.

¿Iban a entregar Madrid? ¿Madrid, que había resistido casi tres años? Lo hablaban y lo hablaban entre ellas, atontadas, seguras de que más temprano que tarde llegaría el ejército de verdad, el ejército leal, y pondría a estos niñatos en situación.

Hartas de estar sucias y con tanta hambre y sed, cada vez gritaban más. Cada vez se ponían más agresivas con sus vigilantes, y estos más agresivos y más nerviosos. A los seis días, llegaron camiones y empezaron a sacar a los hombres, que estaban en los otros recintos. Subían a los camiones y se marchaban. «Pero ¿qué pasa, qué pasa?». «No sabemos, nos llevan a otro sitio, no sabemos».

«Pues así fue, chicas. A nosotras también nos llevaron. Acabamos en la cárcel de Ventas. Después de los Salesianos, aquello fue un paraíso, teníamos celdas con camas y había agua. Y comida, mala, la verdad, pero comida. Eso sí, seguíamos como lelas, sin saber qué estaba pasando. Nos fuimos dando cuenta, y también vimos las celdas que tenían retratos de vírgenes y de José Antonio, imagínate. Quería decir que habían liberado a las presas franquistas cuando llegamos a Ventas. Quería decir que estábamos perdiendo la guerra, quería decir, no sé… El caso es que ayer o antes de ayer nos dimos cuenta de que estos sinvergüenzas iban a entregar la ciudad a Franco, así, por las buenas. Desde anoche hemos presionado mucho a la dirección, ayer casi nos amotinamos, no faltaba más que los franquistas entraran en Madrid y nos encontraran a nosotras dentro, ahí colocadas, como pajarillos en jaulas. Ni hablar. Nos dio por gritar y por dar golpes, y esta mañana un grupo de nosotras, con Pilar Valbuena, ¿te acuerdas, Manola?, se ha puesto a parlamentar con la jefa de las funcionarias, Pura de la Aldea, y al final esta ha cedido y nos han puesto en la calle. Hace un rato. Pero claro, ella esperaba órdenes. ¿Qué órdenes, ya me dirás tú? Y he venido hasta aquí como una autómata, porque ir a mi casa vacía, no sé, me daba miedo. Pensaba ir a casa de mi prima Angelines, pero lo mismo está vigilada, mejor ir más tarde, creo yo. En fin, que aquí os he caído como tantas veces».

Manola vuelve a darle esos besos sonoros, esos besos que son como un refugio. «¿Dónde está Feli?». «Con mi padre, viendo cómo conseguir comida para unos días, la cosa se va a poner mal. Imagínate, ya han salido los facciosos del primero, que ya sabíamos nosotras que andaban ahí escondidos y esta mañana han insultado a mi madre. Pero tú ahora no te preocupes. Te quedas aquí, esta noche me voy yo a acercar donde tu prima Angelines, averiguo cómo está la cosa y decidimos».

—Iré contigo.

Cuando escucha de nuevo la sirena del tren, están entrando en Vitoria. Lleva alejada de ese vagón un buen rato, dando vueltas al anillo, mirando por la ventana sin ver, evitando la mirada del falangista frente a ella, sin meditar qué hacer con su viaje, cómo acabar, cómo no provocar sospechas. El tren frena con brusquedad y, de repente, un rollo de multicopista cae desde su saco de viaje. Cae con un sonido seco en medio del departamento. Envuelto en tela blanca, que ella misma había dispuesto. Lo mira como quien observa una bomba, un pájaro muerto, algo que no quiere ver. Observa con cara embobada y no es capaz ni de levantarse para cogerlo. Ahora sí, la suerte se le ha venido encima, y no es capaz de recuperar algo que le indique cómo seguir. ¿Salir corriendo del departamento hacia el pasillo, tratar de huir? Ve al falangista cómo se levanta, se agacha frente a ella y recoge el rollo, ese rollo pesado de la multicopista, que va despiezada como un animal en el matadero dentro de su saco. La imagen de la pieza animal se le hace enorme, y casi puede ver la huella ensangrentada cuando él, con toda normalidad, le tiende la mano con el rollo y le dice: «Señorita, esto ha caído de su bolso de viaje».

Por fin reacciona, se levanta y muy sonriente, lo recoge y, dándose la vuelta y poniéndose de puntillas, vuelve a poner el rollo en su sitio, dentro del saco de piel, y lo cierra con empeño. Se vuelve exhausta:

—Muchísimas gracias por molestarse.

—Las que la adornan. No es molestia. Veo que pesa…

—Son rollos de una máquina de coser, para hacer distintos tipos de costura…

—Ah. No sabía. ¿Se dedica usted a la costura?

—No, son para mi tía. Se los llevo a Madrid.

—Pero usted no es de San Sebastián.

—Pero vivo aquí hace ya tiempo. Como si lo fuera.

—¿Le gusta vivir en San Sebastián?

—Me gusta mucho. La ciudad es tan hermosa. Me gusta mucho el mar, voy mucho a pasear por la Concha, cada vez que puedo.

—¿Vive usted cerca de la playa?

—Bueno, relativamente cerca sí… ¿Y usted?

—Yo no, yo vivo más a las afueras, por Aiete.

—Un precioso barrio, Aiete.

El falangista saca un paquete de tabaco del bolsillo de su pantalón, ofrece rápidamente al señor mayor que se sienta junto a él y se enciende un cigarrillo. A ella, claro, no le ofrece ninguno. Pero ella está tan nerviosa que le encantaría poder encenderlo. Tiene la sensación de estar sometida a un interrogatorio, de que él no se fía, de que no puede imaginar qué hace con ese bolsón. Vuelve a pensar cómo escapar, cómo salir ilesa de este embrollo. El tren sigue su lento discurrir y aún queda tanto viaje.