Todos creados en un abrir y cerrar de ojos

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PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO I

EPIFANÍAS QUE SURGEN DE LAS TINIEBLAS: LA CÁMARA OSCURA COMO CATEGORÍA EXPLICATIVA DE LA POESÍA VARELIANA

1.1 EPIFANÍAS QUE SURGEN DE LAS TINIEBLAS

1.2 LA SENSIBILIDAD A LA LUZ EN LA MIRADA DEL YO POÉTICO

1.3 LA CONCEPCIÓN DE LA IMAGEN POÉTICA COMO ACONTECER FOTOGRÁFICO

CAPÍTULO II

LAS IMÁGENES Y EL LUGAR DE ENUNCIACIÓN EN LA OBRA POÉTICA DE BLANCA VARELA

2.1 LA PLAZA PÚBLICA

2.1.1 LA PLAZA COMO ESPACIO DEL VAGABUNDEO

2.1.2 LA PLAZA Y LA NOCHE

2.1.3 LA PLAZA DEL BARRIO

2.2 LA VENTANA

2.2.1 LA VENTANA COMO CATALIZADOR DE LA ENSOÑACIÓN

2.2.2 LA VENTANA: MARCO DE LA IMAGEN POÉTICA

2.2.3 LA VENTANA Y LA LUZ

2.3 EL VIAJE

2.3.1 EL VIAJE Y LA MUERTE

2.3.2 EL IMPOSIBLE VIAJE DE RETORNO

2.3.3 LA EVOCACIÓN DEL VIAJE

CAPÍTULO III

EL BESTIARIO, LAS ESTACIONES Y LA MÚSICA: SUS JUEGOS CROMÁTICOS

3.1 EL BESTIARIO

3.2 LAS ESTACIONES

3.3 LA MÚSICA

CAPÍTULO IV

JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Y EMILIO ADOLFO WESTPHALEN: LOS DIÁLOGOS DE VARELA

4.1 VARELA Y ARGUEDAS: LA CONCIENCIA DE LO IMPOSIBLE

4.2 VARELA Y WESTPHALEN: EL INSTANTE, LO HUMANO, EL SILENCIO

CONCLUSIONES

BIBLIOGRAFÍA



Para Felipe, que ahora es luz.

Para Laura y Alicia.

PRÓLOGO

Esta lectura de la obra poética de Blanca Varela es, en primera instancia, la tesis con la que culminé mis estudios de maestría en Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador en 2009. Esta versión ha sido revisada y corregida, pero en esencia preserva las ideas y el tono trabajados durante el año de escritura que le dediqué a partir de mediados de 2008; ideas y tono de una estudiante entusiasta y en proceso de formación. Enfrentarse a la obra de Varela significó para mí la certeza de que en adelante dedicaría mis esfuerzos al ejercicio crítico en torno a la poesía en lengua castellana, de que la potencia del mundo y del ser humano ha encontrado en el lenguaje poético una de sus expresiones mejor logradas. En términos personales, significó un esfuerzo, una lucha contra el impulso siempre latente de abandonar la escritura académica a propósito de un corpus que me superaba por todos lados. Este es el producto de esa lucha íntima.

Todo proceso de escritura es un proceso personal y colectivo a la vez. Por eso, quisiera agradecer a los lectores de la tesis, Álvaro Alemán y César Carrión, quienes en la defensa me hicieron comentarios y sugerencias que valoro profundamente. Quisiera transmitir mi especial aprecio y agradecimiento a Vicente Robalino, el director de la tesis, quien ha sido mi generoso maestro y la persona a quien le debo mi primer acercamiento vasto a Blanca Varela en el contexto de una clase de poesía hispanoamericana. También estoy muy agradecida con Rocío Silva Santisteban por facilitarme bibliografía valiosa sobre la obra de esta poeta.

A mis padres, Laura y Felipe, les agradezco el amor incondicional y el apoyo infinito. A Cristina y Ángeles, las celebro por ser ellas mismas poesía. A Alicia, le agradezco ser mi alegría de vivir. A mis hermanos, mi hermana, mis sobrinos y al clan –las voces que mejor escucho– también les dedico este libro.

INTRODUCCIÓN

Hay elementos que me avasallan,

por ejemplo, hablo de la luz, de la noche,

de la oscuridad, de la carne; cómo hay

un tipo de noche y un tipo de luz

también al mismo tiempo.

Blanca Varela

Pensar al ser humano ha llevado a las grandes mentes de Occidente a esbozar estados de naturaleza que revelan las formas y costuras de un momento histórico concreto, casi siempre, los del sujeto que enuncia. Sin embargo, partir del siglo XX, en el caso de la poesía en lengua castellana, es posible encontrar un importante número de proyectos escriturarios que recorren caminos diferentes. Esos proyectos suelen poner en entredicho los estados de naturaleza1 y revelan, más bien, una suerte de esencia contradictoria del ser humano. En una línea leibneziana, o borgiana si buscamos un referente más cercano a nosotros, el ser humano encierra en sí mismo su propia contradicción.

La violencia –bélica, política, económica, social– exhibida particularmente en el último siglo ha ido desgastando, desmoronando las bases sobre las cuales se asentaban buena parte de nuestras seguridades ontológicas (al menos las de Occidente); entre ellas, tal como mencionábamos, la de una esencia del ser humano. Las respuestas que han surgido desde Hispanoamérica ante la violencia de la modernidad capitalista han acentuado algunos de los rasgos antitéticos de nuestra identidad o de nuestro proyecto de identidad. Bolívar Echeverría se ha referido al ethos barroco como una de las cuatro formas de estar en el mundo que se puede asumir a modo de respuesta ante la realidad apabullante impuesta por el capital. Si, como sostiene el filósofo ecuatoriano, un ethos es una forma de interiorizar el capitalismo en lo espontáneo de la vida cotidiana, el ethos barroco asume la “necesidad trascendente del hecho capitalista, [pero] no lo acepta, […] ni se suma a él sino que lo mantiene siempre como inaceptable y ajeno” (39).2 Si la percepción realista, protestante de la modernidad ha implicado sacrificar el valor de uso en el presente en función de la acumulación futura que promete el valor mercantil, el comportamiento barroco se caracteriza por “decidir o tomar partido –de una manera que se antoja absurda, paradójica– por los dos contrarios a la vez […] El ser humano barroco […] se inventa ‘un sentido dentro de la ambivalencia o en medio del vacío de sentido’” (176-177). El ser barroco del hispanoamericano se muestra como una postura ante el mundo, como un lugar de enunciación, pero también como un arma en la rebelión contra el status quo. Esa esencia barroca encuentra una de sus culminaciones en el poema. Sin ser exclusivo de la poesía en lengua castellana del siglo XX, el ejercicio adquiere una nueva dimensión sobre todo en Hispanoamérica, en donde las construcciones metafóricas o alegóricas de los poemas pretenden en alguna medida darle un sentido o múltiples sentidos a la paradoja, a la ambivalencia, a lo antitético. La obra poética de la peruana Blanca Varela (1926-2009) responde a esta práctica. Lejos de acercarse a un dogma, a una verdad unívoca sobre el hombre y la mujer, nos acerca a una sola característica que pretende ir más allá de su propio lugar y tiempo, sin negar nuestras múltiples “esencias”: lo paradójico como lo substancialmente humano.

Son varias las acepciones que de lo paradójico utilizamos en este ensayo: nos remitimos a características contrarias que conviven en espacio-tiempo; o a la característica que evoca a su opuesto; a la alternancia de esos opuestos, y a los contrapuntos. La paradoja nos acerca a una tradición en poesía en lengua castellana que se inicia con los místicos y que va recorriendo un camino largo hasta revitalizarse en el siglo XX en la poesía de Cernuda y Paz, camino que, creemos y esperamos poder demostrar, ha seguido la propia Varela. No nos referimos exclusivamente a las características que conforman al ser humano, sino también a la elaboración de imágenes a partir de este símbolo primigenio. En este sentido, el objetivo central de este ensayo es leer el universo de la poesía vareliana en función de sus representaciones metafóricas: hemos escogido referirnos al claroscuro, en términos amplios, como el hilo conductor ya que es un símbolo que puede abarcar tanto el nivel de las reflexiones de esta poesía así como el de sus imágenes. En este estudio, nos hemos concentrado en el nivel semántico, y también, cuando ha sido pertinente, hemos trabajado los niveles fónico y morfosintáctico.

 

Se ha dicho que Blanca Varela pertenece a la generación de 1950 del Perú, integrada por los entonces jóvenes poetas, con Sebastián Salazar Bondy a la cabeza, quien moriría tempranamente en 1965. Durante años, la suya fue considerada poesía de culto entre los lectores de América Latina y España, lo que da cuenta de su adscripción marginal a esa generación de reconocidos poetas como Javier Sologuren y Jorge Eduardo Eielson. La primera tesis conocida que trabaja la obra de Varela data de finales de los setenta, pero es hacia la primera década de 2000 que se publican algunos estudios claves de su obra: como los de Modesta Suárez (2004), Olga Muñoz (2007) y Edgar O’Hara (2007) y la recopilación que realizan Mariela Dreyfus y Rocío Silva Santisteban (2007) de algunos importantes ensayos y entrevistas. Su obra poética publicada consta de ocho poemarios: Ese puerto existe (1959), Luz de día (1960-1963), Valses y otras falsas confesiones (1964-1971), Canto villano (1972-1978), Ejercicios materiales (1978-1993), El libro de barro (1993-1994), Concierto animal (1999) y El falso teclado (2000). En este trabajo nos vamos a referir indistintamente a poemas de todos sus libros, ya que nos interesa acercarnos a las obsesiones persistentes en este corpus, aquello que avasalla a la poeta y al lector de su poesía. Ése justamente pretende ser nuestro aporte al estudio de Varela: si bien echamos mano de las reflexiones que anteriormente se han elaborado sobre su obra, rescatando así un aparato crítico importante y en constante desarrollo, pretendemos establecer varias posibles líneas de lectura que se entrelazan entre sí, gracias al claroscuro.

Con respecto al diálogo con la teoría, hemos procurado no ceñirnos a un teórico en particular; en todo caso, hemos tomado las ideas que sobre la metáfora y el símbolo ha explicado Paul Ricoeur en función de darle un respaldo a nuestra lectura de las representaciones metafóricas. En ámbitos un tanto alejados de la teoría literaria, hemos echado mano de las reflexiones de pensadores como Mijail Bajtin, Zygmunt Bauman, Walter Benjamin, entre otros, para acercarnos a una poesía que no es ajena a las preocupaciones que surgen a partir de la modernidad, y sobre todo, para comprender cómo Varela desdice y/o recrea ciertas categorías que esa modernidad ha establecido como propias: la ciudad, el arte y sus formas de (re)producción, la familia. Asimismo, nos hemos referido a la obra de pensadores como Gaston Bachelard para adentrarnos en ciertas reflexiones ontológicas planteadas por esta poeta: sobre todo en lo relativo a su relación con el tiempo. En última instancia, la teoría es la herramienta que nos ayudará a observar cómo el ejercicio poético deviene instancia de resistencia “barroca”, en el sentido que Echeverría otorga al término, ante la violencia de la modernidad capitalista. En particular, resistencia a ciertos esquemas o construcciones socio-culturales que tradicionalmente se consideran inamovibles e intocables y que terminan siendo útiles a la perpetuación de un status quo: la idea tradicional de maternidad, el beletrismo, el amor romántico. Asimismo, damos los primeros pasos en lo que debería ser un estudio más concienzudo y profundo de las afinidades y distancias entre Varela y otros escritores peruanos del siglo XX, sus dos grandes influencias: Emilio Adolfo Westphalen y José María Arguedas.

En el primer capítulo, planteamos que la categoría explicativa de la cámara oscura nos permite hacer un acercamiento inicial a la poesía vareliana en función del claroscuro como imagen primigenia. Esta categoría nos acerca al quehacer poético de Varela así como a ciertas construcciones en torno a su poética.

En el segundo capítulo, nos referimos a las representaciones metafóricas más importantes a partir de nuestra lectura: la plaza pública, la ventana y el viaje. En este capítulo, se propone una lectura que busca adentrarse en la construcción del yo poético, atravesado por el claroscuro. Este yo poético traza su propio destino desde la palabra, tiene una conciencia clara de que su lugar en el mundo se debate entre el adentro y el afuera, entre la memoria y el olvido, entre la vida y la muerte. Para poder entender la riqueza del universo poético vareliano, hemos desentrañado tres variantes de cada una de esas representaciones metafóricas.

En el tercer capítulo, trabajamos varios motivos varelianos. Aunque no pretendemos dar cuenta de todos, hemos apuntado a los más significativos, asimismo, desde nuestra percepción marcada por el claroscuro: el bestiario, las estaciones y la música. A todos ellos, nos referimos desde el juego cromático, desde la mirada de la voz poética que privilegia ciertos colores en su afán de adjudicarle sentidos que brinden cierta coherencia a sus postulados.

En el cuarto y último capítulo nos remitimos a los diálogos de Varela con los dos escritores peruanos que mencionamos anteriormente. Si bien entendemos que una obra tan rica como ésta dialoga con la de muchos otros poetas, nos hemos limitado a ciertas obras de José María Arguedas y Emilio Adolfo Westphalen, a partir del reconocimiento que hace la propia Varela de ambos como sus maestros literarios. En este capítulo, más que referirnos a las influencias, nos centramos en ciertas correspondencias en el nivel de las poéticas de estos escritores. Como propone Baudelaire, se trata de captar “los largos ecos que de lejos se mezclan / en una tenebrosa y profunda unidad” (95). Así, las “afinidades electivas” de Varela nos permiten entenderla en el marco de un proyecto colectivo y de largo aliento; entender, sobre todo, que por más innovadora que sea la obra de una poeta –en lo que concierne a la creación de imágenes, a la experimentación con el lenguaje poético– siempre es posible dar con una suerte de genealogía de lo sensible.

Si bien sostenemos que el claroscuro atraviesa de inicio a fin la obra de Blanca Varela, creemos también que su poesía no se agota en esta interpretación. Creemos incluso que es una obra tan humana y vasta que no requiere sostenerse en un aparato crítico: se sostiene en su propia potencia. Quisiéramos, ante todo, que ésta sea una invitación a la lectura. Leer a Varela puede no ser una tarea grata, agradable, en el sentido acomodaticio de estas palabras. Es ante todo enfrentarse a las tensiones –ya no en términos diacrónicos, sino más bien sincrónicos– que, desde la perspectiva de la poeta, han constituido el mundo y la vida de los seres humanos.

1. Esto sin duda debido a la influencia de ciertas posturas existencialistas a lo largo de todo el siglo XX, en particular la sartreana en El existencialismo es un humanismo.

2. Profundiza Echeverría al respecto: “la estrategia barroca para vivir la inmediatez capitalista del mundo implica un elegir el tercero que no puede ser: consiste en vivir la contradicción bajo el modo de trascenderla y desrealizarla, llevándola a un segundo plano, imaginario, en el que pierde su sentido y se desvanece, y donde el valor de uso puede consolidar su vigencia pese a tenerla ya perdida. El calificativo ‘barroco’ puede justificarse en razón de la semejanza que hay entre su modo de tratar la naturalidad capitalista del mundo y la manera en que la estética barroca descubre el objeto artístico que puede haber en la cosa representada: la de una puesta en escena” (171).

CAPÍTULO I

EPIFANÍAS QUE SURGEN DE LAS TINIEBLAS: LA CÁMARA OSCURA COMO CATEGORÍA EXPLICATIVA DE LA POESÍA VARELIANA

Buena parte de la crítica dedicada a la obra de Varela ha relacionado su poesía con las artes visuales.3 Ella misma se ha referido en diferentes ocasiones a la importancia que la pintura ha ejercido en su vida. En una entrevista concedida a Modesta Suárez, declara lo siguiente: “Siempre he comparado al poema con un cuadro en el sentido que creo que hay texturas en la palabra” (2007, 125). La función del crítico, en alguna medida, tendría que enfocarse en determinar la naturaleza de esas texturas, de los pliegues que otorgan al poema su singularidad. También podría ser productivo dar con una categoría, con una imagen vinculada a las artes visuales a través de la cual se pueda esbozar una poética, o a la que se pueda vincular simbólica o alegóricamente este proyecto escriturario. Está claro que al hacer esto último se corre el riesgo de clausurar con la lectura crítica la obra en cuestión; por esto, el símbolo escogido tendría que asegurar de alguna forma la posibilidad de una constante regeneración, debe escapar del agotamiento. La cámara oscura es un artilugio cuya mecánica replica alegóricamente el quehacer poético vareliano, la constitución misma del poema. En este primer capítulo, observaremos detenidamente cómo trabaja la alegoría que proponemos. Hemos escogido esta imagen ya que funciona como una categoría explicativa; la poeta nunca se refiere a ella directamente o la sugiere. Ésta nos ha permitido acercarnos al universo poético vareliano: a ciertos procesos creativos, así como a ciertas convicciones vitales transmitidas a través de la voz poética.

La cámara oscura nos lleva a pensar en la fotografía analógica. Para que la imagen latente se grave en la película fotográfica, es necesario que ésta se exponga a la luz o, con más exactitud, a los objetos iluminados. El fotómetro (o, de no contar con él, el ojo del fotógrafo) debe medir la luz para poder conocer cuál es la velocidad de obturación apropiada. El resto del tiempo, la película debe encontrarse protegida de la luz, resguardada en la oscuridad de la cámara. A partir de esta imagen, relativa a la técnica fotográfica, se puede hacer una analogía con el proceso de la enunciación poética: el yo poético vareliano, en su ironía y desgarramiento, habla desde la oscuridad y deja que la luz se cuele entre los intersticios de la palabra. Así, el poema, como la cámara oscura, captura el instante efímero, aquello que ya no será más fuera del ámbito poético: “Lo que miraba no existe más” (CV, 85).4 El resultado final (foto o enunciado poético) se da en tanto hay una exposición a la luz, pero ha perdurado en el proceso de su creación o elaboración, solamente gracias al hecho de que, con celo, ha sido resguardado en la oscuridad. En el caso de la fotografía, nos referimos a hechos físicos relacionados con la luz y su ausencia; en el caso de la poesía vareliana, distinguir luz de sombra u oscuridad es imposible. El claroscuro del enunciado vareliano es irreducible a su lado luminoso o su lado oscuro exclusivamente. En los poemas de su segundo libro, Luz de día,5 las imágenes que dan cuenta de una luminosidad que puede surgir sólo de las tinieblas son imágenes que tienen su referente en objetos o seres del mundo. Así, por ejemplo, en “Máscara de algún dios” escribe:

y somos una forma que cambia con la luz

hasta ser sólo luz, sólo sombra. (CV, 101)

Esos referentes objetivos permiten un primer acercamiento a la condición paradójica, profundamente humana, sobre la cual Varela insistirá en sus posteriores libros. Así, en la reticencia del poema “Reja” de Canto Villano, el claroscuro ya no se remite a un objeto o ser del mundo, determinado y reconocible, sino que sugiere un estado del ser:

cuál es la luz

cuál la sombra. (CV, 145)

También puede hacerse una analogía entre el objeto de la foto y el objeto poético ya que sobre este último puede haber más o menos luz. Puede tratarse de objetos iluminados, como en “Epitafio”:

Brilla el césped.

 

Cae una hoja

y es como la señal esperada

para que vuelvas de la muerte

y cruces con resplandor

y silencio de estrella

mi memoria. (CV, 90)

En estas líneas, en las que se señala el resplandor del sujeto poético, se contrapone el hecho de que éste debe regresar de las tinieblas de la muerte. Sólo desde la oscuridad de la muerte, cuyo parelelo alegórico sería la oscuridad de la cámara oscura, el sujeto poético puede volver con su resplandor de estrella, que, a su vez, nos remite, en el plano alegórico al objeto iluminado y fotografiado. También puede referirse a objetos opacos, atravesados por un atisbo de luz: “abre las piernas, si puedes, y que la luz penetre tu vientre y seas una lámpara silbando en el túnel desierto” (CV, 77). El excedente de sentido, en palabras de Ricoeur, en este fragmento de “Calle Catorce”, nos remite a pensar en la unión física entre la “luz” del miembro masculino y la opacidad del vientre femenino. La unicidad inquebrantable se confirma en la última imagen en la que la voz poética se dirige al sujeto poético y le dice que será “una lámpara silbando en el túnel desierto”; esto es, el sujeto será la luz del otro y su propia oscuridad. Quien ha sido penetrado se aúna con quien penetra y el acto de unión genera el claroscuro.

1.1 EPIFANÍAS QUE SURGEN DE LAS TINIEBLAS

La expresión epifanía viene del griego y, en su sentido cristiano, evoca el milagro de la manifestación de Jesucristo y, más ampliamente, el de una revelación divina. Sin embargo, el sentido que exploramos en este ensayo sobre la poética vareliana se acerca más bien a la connotación que le adjudica Joyce a inicios del XX y que Galván reconoce como un fenómeno “conectado a la capacidad instintiva del poeta para descubrir la verdad y la belleza bajo las apariencias engañosas de la realidad; es el proceso de la revelación de lo espiritual en algo real, común y corriente, trivial, cotidiano” (24). En Varela, se da una nueva vuelta a la tuerca y, en el ejercicio epifánico, más que la revelación de lo espiritual en lo real, se da el reconocimiento del cuerpo como el único lugar en donde es posible la experiencia del ser humano, constituyéndose así en el locus donde infierno y paraíso ocurren indistintamente. Para ilustrar esta imagen, nos referimos casi exclusivamente al poema “Ejercicios materiales” —del libro homónimo—, ya que éste condensa la idea que es leitmotiv en el conjunto: el hombre caído, el hombre expulsado del paraíso, el hombre atravesado por el pecado es quien, desde las tinieblas, puede vivir la iluminación que emana de lo material, de lo humano mismo, y que puede preservar sólo en tanto no renuncie a la oscuridad:

Revelación. Soy tu hija, tu agónica niña, flamante y negra como una aguja que atraviesa un collar de ojos recién abiertos. Todos míos, todos ciegos, todos creados en un abrir y cerrar de ojos. (CV, 184)

La epifanía a la que nos remite la poesía de Varela se refiere, en la mayoría de los casos, a un reencontrarse con el único atisbo de esencia que se propone del ser humano, lo hemos mencionado, el de su condición paradójica.

Este poema, que consta de doce partes en donde los versos de arte menor alternan indistintamente con los de arte mayor, dialoga con los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola. Mientras en estos últimos, la intención es lograr la purificación del alma para alcanzar la salvación, gracias a ciertas acciones organizadas a lo largo de cuatro semanas y previendo la disciplina del ejecutor; los ejercicios varelianos, desde el título, plantean, no una purificación del espíritu, sino un reconocimiento del cuerpo y de la caída del hombre como los únicos portadores de sentido en la vida. En los materiales, no se apela ya a una disciplina en la ejecución de los ejercicios, sino a una coherencia entre la concepción del ser humano, que se propone en el enunciado central del poema, y las vivencias experimentadas. La utilización de los infinitivos, como señalan Castañón y Chirinos,6 acerca el poema, en su aspecto formal, al texto de Loyola, pero aquí nos encontramos con un cúmulo de indicaciones sobre cómo reconocer, en actos como parir y nacer, nuestra propia humanidad. Las siguientes imágenes evocan el parto:

convertir lo interior en exterior sin usar el

cuchillo. (CV, 197)7

caído de la agujereada faltriquera de dios

enfrentarse al matarife. (CV, 198)

La que sigue, de cómo el sexo de la mujer encierra todo el misterio de la vida:

así caídos para siempre

abrimos lentamente las piernas

para contemplar bizqueando

el gran ojo de la vida

lo único realmente húmedo y misterioso de

nuestra existencia

el gran pozo

el ascenso a la santidad

el lugar de los hechos. (CV, 199)

No en vano, como ha señalado Chirinos, la raíz de la palabra “materiales” es mater, madre. El hecho se consuma en el sexo de la madre, en el nacimiento, que es también el lugar donde se consuma el acto sexual. El nacimiento ha de entenderse en dos niveles: en el nivel del parto y en el nivel de nacer a la humanidad después de ser expulsados del Edén. “Ejercicios materiales” comienza rescatando un pasado remoto, mítico, para llegar al punto de partida, que es el del “paraíso irrespirable”. El adjetivo irrespirable advierte sobre lo poco humano que resulta ese paraíso prometido, al que a través de ejercicios espirituales otros pretenden acceder, porque no está constituido del elemento del hombre. El paraíso es la luz eterna y el hombre, extremadamente sensible a la luz, corre el riesgo de enceguecer, de que su cuerpo se queme. El elemento del hombre, el ambiente respirable, es su propio cuerpo:

el reptil se despoja de sus bragas de seda

y conoce la felicidad de penetrarse a sí

mismo

como la noche

como la piedra

como el océano

conocimiento

amor propio sin testigos. (CV, 197)

Como se mencionó anteriormente, este poema está constituido por versos de arte menor y arte mayor que se combinan indistintamente. Por este hecho, el ritmo está determinado, sobre todo, por las pausas al final de cada línea poética antes que por sus acentos. El silencio que deviene de dichas pausas enfatiza la idea de que la voz poética revela un espacio que le resulta verdaderamente natural al hombre y en donde puede respirar. Asimismo, el encabalgamiento, que es un recurso utilizado con mucha frecuencia en la obra de Varela, y que, desde la perspectiva de Cohen, es “una pausa grande en medio de un verso” (62), irrumpe en el devenir de la línea poética con la misma fuerza e intencionalidad de las otras pausas: para participar del espacio en el que se respira. Mientras en el nivel semántico, la serpiente que tienta simboliza al hombre que ha ofendido a dios al comer de la fruta del árbol prohibido. Ese “conocimiento / amor propio sin testigos” es el hombre en su esencia, despojado de las máscaras espirituales que le fueron impuestas, aunque no le resultaran naturales: el reptil, finalmente, se despoja de sus bragas de seda. El reptil que se penetra a sí mismo refleja ese interior oscuro, como la noche, que es el anhelado: la autoconciencia, es decir, el elemento respirable.

Barthes señala que la organización tan exigente del tiempo en los Ejercicios espirituales

permite cubrir totalmente la jornada, suprimir en ella cualquier intersticio que podría traer de vuelta la palabra exterior; para ser repulsiva, la articulación del tiempo debe ser tan perfecta que Ignacio recomienda comenzar el tiempo futuro incluso antes de que se haya agotado el tiempo presente: al dormirme, ya pienso en mi despertar, al vestirme, pienso en el ejercicio que voy a hacer: un ya incesante marca el tiempo del ejercitante y le garantiza una plenitud que aleja de él todo lenguaje ajeno […] como el novelista, el ejercitante es «alguien para quien no se desperdicia nada». (63-66)

Para alcanzar la meta, que es la ascesis, el tiempo presente se concibe como un bloque que debe ser llenado con la imagen de las futuras acciones. En los ejercicios de Loyola, todo está pensado en función de un estado futuro que aún no existe. Las acciones que se realizan en el presente sólo tienen sentido en el pasado en el que fueron visualizadas. Siguiendo esta línea, la epifanía, de ser alcanzada, no tendría sentido en su presente, sino en el pasado. En oposición a esta postura con respecto al tiempo, el poema de Varela presta especial atención a las acciones en el presente. No hay una exigencia, en la acepción ignaciana de la palabra, con respecto a ocupar el tiempo; cada acción produce sentido en su momento y su ritmo particulares –“abrimos lentamente las piernas” (CV, 199). La condición etérea del ejercitante espiritual, que se extrae de la percepción ignaciana con respecto al tiempo, se contrapone a la condición concreta del ejercitante material, que sugiere el poema de Varela –“gravedad de la gracia que es grasa perecible” (CV, 200).

Todo lo humano, concreto y material, se contrapone a lo divino, espiritual y etéreo, en Ejercicios materiales. La figura del dios de los judíos es representada aquí como “el divino con parsimonia de verdugo” (CV, 198), pero “la belleza final” (CV, 198), que “es cruenta y onerosa” (CV, 198) se impone y surge la “bala tras el humo de la zarza” (CV, 198). La zarza encendida, que es una de las pocas representaciones físicas que se da de dios en el Antiguo Testamento, se ha apagado. De ese fuego divino sólo queda el humo. La “belleza” del hombre atravesado por el pecado (no en vano es una bala la que surge tras ese divino humo) ha triunfado. Las demás referencias a lo sagrado, condición que se distancia irremediablemente del hombre, se hacen siempre desde la ironía, como en el siguiente fragmento:

y es amable el silbo de los aires

que brotan quedamente y circulan

por nuestros puros orificios terrenales

protegidos e intactos

bajo el vellón sin mácula del divino cordero. (CV, 200)

En otros poemas del mismo libro, nos encontramos con la idea de un dios que es aplastado, devorado por los hombres, como en “Ideas elevadas”

tenemos la lengua dura los devoradores de dios

de ese dios que crece cada noche

con nuestros pelos y uñas

de ese dios aplastable

perecible

digerible. (CV, 201)

Dios es la contraparte del hombre. Esta concepción se hace sentir en los versos con su tremendo peso. Esa idea de dios no se corresponde con la materialidad de la vida, a diferencia de la ternera acosada por tábanos, que en otro poema de tintes baudelairianos, del mismo libro, pasa al lado del yo poético: