Las muertes de Jung

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Las muertes de Jung
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Macías, Luis Fernando, 1957-

Las muertes de Jung / Luis Fernando Macías. -- Medellín: Editorial EAFIT, 2019 172 p.; 24 cm. -- (Letra x letra)

ISBN 978-958-720-588-6

1. Novela colombiana. I. Tít. II. Serie

C863 cd 23 ed.

M152

Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

Las muertes de Jung

Primera edición: agosto de 2019

© Luis Fernando Macías

© Editorial EAFIT

Carrera 49 # 7 Sur - 50, Medellín. Tel. 261 95 23

http://www.eafit.edu.co/fondo

Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co

ISBN: 978-958-720-588-6

Edición: Juan Felipe Restrepo David

Corrección: Gustavo Giraldo

Diseño y diagramación: Alina Giraldo Yepes

Imagen de carátula

Composición: Alina Giraldo Yepes, sobre una obra de Edwin Austin Abbey, 1852-1911. EE.UU. La búsqueda del Santo Grial y foto de Jung en la orilla del lago de Zúrich, en su torre de Bollingen. 1949

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad. Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions

A mis cuatro hijos

Contenido

Un guijarro del Rin

Visiones de otros mundos

El camino del misterio

El alma universal

Notas al pie

El primer hombre viene de la tierra y es terrenal,el segundo hombre viene del cielo y es espiritual

Teniendo el símbolo el tránsito es fácil

ERA EL INVIERNO DE COMIENZOS DE 1944. El doctor Carl Gustave Jung tenía sesenta y ocho años y seis meses. Ese día, como de costumbre, salió de paseo por los alrededores de su refugio de Böllingen, situado a la orilla del lago de Zúrich.

Había caminado unos cientos de metros cuando resbaló en la nieve y sufrió una doble fractura, tibia y peroné.

Fue atendido en la clínica Hirsladen. Allí, mientras se recuperaba de la fractura, sufrió una embolia cardíaca y, al parecer, otras dos pulmonares. Razón por la cual estuvo al borde de la muerte.

Según la costumbre médica de la época, fue tratado con oxígeno y alcanfor.

Quince años después, durante la preparación de su libro de memorias, al que dio el título de Erinnerungen Träume Gedanken (traducido al español como Recuerdos, sueños, pensamientos), contó que durante ese estado de tránsito entre la vida y la muerte había tenido una serie de visiones que él mismo nunca pudo precisar si se trataba de sueños o de viajes por las regiones del más allá, cuya vivencia le permitió cambiar su actitud ante la existencia y ante el conocimiento, de tal modo que, a su regreso a la vida, pudo componer sus obras más importantes y, así, alcanzar la realización de su destino. Encarnó el matrimonio místico de Malkut, el mundo, y Tiferet, la belleza; fue, él mismo, la celebración de la Pascua, vivificación de las bodas alquímicas del cielo y de la tierra, y restitución del sentido primigenio de los mitos, lo cual podría significar el retorno de nuestra cultura occidental al sendero, al sentido.

UN GUIJARRO DEL RIN

TODAVÍA DORMIDO, se dio vuelta en la cama y su rostro quedó frente a la ventana. Abrió los ojos en la oscuridad e hizo las cobijas a un lado, procurando no perturbar el sueño de Emma. Lo primero que sintió fue el contraste entre el calor íntimo que había bajo las sábanas y el intenso frío del ambiente que, afuera, se extendía sobre el lago y más allá, sobre las montañas cubiertas de nieve.

Se incorporó con movimientos muy pausados, como si toda su atención estuviera puesta en el laberinto por donde acababa de llegar a la conciencia; caminó hasta la ventana; corrió el aldabón del postigo y, al abrirlo, recibió el vaho de la madrugada. Vio cómo un copo de nieve se dispersaba en partículas al chocar contra la madera, entonces devolvió el ala del postigo hasta dejar una ranura que le permitiera inhalar la calma infinita del lago.

Mientras tornaba para buscar las sandalias y una bata, percibió las imágenes de un sueño que ahora emergía en su interior:

Estoy frente a una roca en la que hay una abertura semejante a la entrada de una caverna. Entro, atravieso el umbral y, de pronto, me encuentro en un salón. Descubro que este constituye el recinto mayor de una biblioteca. Me detengo a observar en derredor: Es muy antigua. Tanto las paredes como los anaqueles donde reposan los libros, e incluso los cientos de volúmenes, son rústicos; grandes tomos grabados en papiros, con pastas de pieles repujadas en caracteres dorados. En el momento en que me acerco a uno de ellos para leer la inscripción tallada en el lomo, que dice “Un guijarro del Rin”, veo que soy un hombrecillo, un Telésforo, y entiendo que ese libro contiene la historia de mi vida, desde antes del principio hasta muchos años después de mi fin. Sé que si empiezo a leerlo podré conocer mi biografía como un todo inscrito en el tiempo y, por supuesto, comprenderé el antes y el después de mi existencia, sin la incertidumbre del mañana desconocido. En el momento en que me dispongo a abrir las páginas, despierto...

LO PRIMERO QUE HACÍA en las mañanas era recordar o tratar de recor dar los sueños. Durante toda su vida había cultivado la costumbre de reconstruirlos, para fijarlos después en su memoria. Por eso había logrado conservar algunos de ellos desde su más remota infancia. Una parte muy importante de su trabajo consistía en interpretar los sueños de sus pacientes, disciplina que le había permitido los más grandes descubrimientos sobre sí mismo y sobre los demás.

Emma se acomodó entre las sábanas y las cobijas para seguir durmiendo. Desde afuera llegó el silbido del viento al golpear contra la torre.

“Tal vez este sea uno de esos días elegidos por el destino”, pensó; pero más que un pensamiento que se pudiera expresar en palabras, esto constituía una intuición.

El primer asunto que pudo relacionar con su sueño tenía que ver con lo último que había ocurrido durante la noche. Antes de que apagaran la luz para dormir, él había buscado un ejemplar de El secreto de la flor de oro y, al tomarlo en sus manos, había recordado a Richard Wilhelm. En esa segunda edición del libro habían incluido el texto de su conferencia sobre él, pronunciada como homenaje póstumo. Allí había usado la metáfora de un puente entre las culturas de Oriente y Occidente, trazado por el trabajo visionario de Wilhelm con su traducción del I Ching, el Libro de las mutaciones; pero al recordarlo durante la noche, le pareció que lo que unía a Oriente y Occidente, más que un puente era un túnel, cavado en la muralla de piedra que separa estos dos mundos tan aparentemente disímiles.

“Ese túnel que imaginé anoche, debe de ser el origen de la caverna en la que entré como Telésforo en el sueño”, concluyó.

EL DÍA ANTERIOR había comenzado a nevar desde muy temprano y la nieve había perseverado hasta la noche, así que pasaron casi todo el día en lo que ellos llamaban el hogar, es decir en la cocina, donde mantuvieron los dos fuegos, el de la chimenea y el del fogón, mientras a ratos conversaban y a ratos leían.

En la noche, entre ambos prepararon una sencilla cena de pan con jamón, queso y aceitunas, acompañada de vino tinto. Después fueron a la cama, todavía temprano. Emma continuaba leyendo la historia de Perceval, en la versión de Chrétien de Troyes: Li contes del Graal; pero más que leerlo, lo estudiaba con interés investigativo. Él tenía sobre la mesa de noche un arrume de libros, entre los que se podían distinguir Lo bello y lo sublime de Kant, una edición del Rosarium philosophorum de 1550, la versión alemana de El libro de las paradojas de Paracelso y una edición de bolsillo de L’inspector cadavre (El inspector cadáver) de George Simenon.

CADA UNO HABÍA TOMADO su libro y estuvieron leyendo en silencio a la luz de sus respectivas lámparas de aceite, hasta que ella hizo el libro a un lado para iniciar la conversación:

 

—Creo que debería asociarme con alguien para continuar mi estudio sobre las leyendas del Grial –dijo ella, un poco pensando en voz alta y otro poco dirigiéndose a Carl–. Tal vez este sea el símbolo que mejor reúne lo femenino y lo masculino.

Él no respondió de inmediato. Siguió leyendo hasta encontrar un punto aparte, y después pensó en lo que ella acababa de decirle. Entonces fue cuando recordó El secreto de la flor de oro.

—¡Qué curioso –dijo–, nunca antes había visto el parecido que hay entre el Grial y la flor de oro!

—¿A qué te refieres?

—Al hecho de que una copa es la estilización de la flor. La copa puede simbolizar la flor y la flor la copa.

—¿Cuál es el parecido entonces?

—Esto significa que la copa y la flor se implican mutuamente como símbolos.

—Eso lo entiendo, pero quiero que me digas lo que tú ves como relación entre el Grial y la flor de oro.

Emma, que estaba acostada en la orilla derecha de la cama, cambió el separador y después puso el libro sobre la mesa que había del lado de su cabecera. Entre los temas de preocupación de su esposo, la pregunta por lo femenino, especialmente por lo femenino interior, era lo que más le interesaba.

Él siguió:

—Por tratarse de una copa, el Grial constituye el yin, lo femenino; pero, al ser un cáliz, también representa la divinidad. El metal del labrado corresponde a la piedra filosofal. La flor, lo que se abre, simboliza lo femenino en esencia, el cáliz lo significa en tanto recipiente que espera un contenido.

En las palabras de Carl, Emma sentía que su esposo estaba llegando a un momento crucial en su búsqueda como investigador, intuición que no era capaz de verbalizar o siquiera pensar. Algo en el fondo de sí le advertía que Carl había logrado la madurez de conciencia que muy pronto le habría de permitir el paso definitivo hacia la madurez del espíritu. Pero esto era algo que sentía. No lo sabía. Solo lo intuía y, tal vez ella lo percibía con mayor nitidez que él mismo.

Carl continuó:

—Oro y luz también se identifican, oro significa luz, el principio activo que ilumina. La flor de oro es entonces la reunión de lo masculino y lo femenino como esencia constitutiva, la integridad del ser.

—¿Quieres decir que la flor de oro, un símbolo oriental, es semejante al Grial, un símbolo occidental?

—Tal vez no del todo, pero sí en parte. El Grial, el cáliz de oro, simboliza esa integridad, la plenitud del ser.

—Según eso, ¿cómo explicas tú la búsqueda del Grial?

—Como el anhelo de la integridad perdida. La vida es la pérdida de esa integridad y la muerte su restitución. La plenitud es la presencia de la vida y de la muerte en el mismo instante. La flor de oro y el cáliz son maneras de representar esa plenitud.

MIENTRAS LE HABLABA así a su esposa, por su mente pasaban las diversas imágenes de la flor de oro que había contemplado, desde la representación estilizada de un loto en el pantano, hasta el círculo cerrado por los dos peces que constituyen la pareja de opuestos. Y este hecho inspiró una nueva asociación entre la flor de oro y el crisol de los alquimistas…

“Después de todo, tal vez haya más similitudes entre Oriente y Occidente de las que nuestra ignorancia nos ha permitido comprender hasta ahora”.

Y esta conclusión había llegado sin que en ese preciso instante recordara lo que Wilhelm le había señalado en 1928:

“Tu karma, doctor Jung, consiste en vivir como europeo en esta encarnación, para poder recordar, con la debida distancia, tu pasado oriental”.

LA CONVERSACIÓN DE LA PAREJA, ya bajo las sábanas, continuó un rato más.

Después, Emma se dio vuelta para entregarse al sueño, con la firme intención de, en adelante, intensificar el estudio de las leyendas del Grial. En ese momento había sentido un fuerte impulso de llevar a cabo la investigación, pues intuía que podía seguir una línea que constituyera un verdadero aporte a los trabajos de su esposo y, al mismo tiempo, lograr sus propios descubrimientos. Pensó en Marie Lou Von Franz, discípula de Carl desde hacía unos diez años, como la persona más apropiada para este propósito. A él lo veía muy ocupado en sus estudios de alquimia, inmerso en una montaña de símbolos, en la que había ruñido durante los últimos dieciséis años, sin que todavía se pudiera decir que había llegado a una noción de lo humano o de lo inconsciente, más completa o esclarecedora de lo que ya había expresado ocho años antes en el círculo de Eranos.

No obstante, últimamente él venía preparando dos trabajos monumentales sobre Psicología y Alquimia uno, y el otro sobre el Mysterium Coniunctionis, que eran el resultado de esa búsqueda.

Y, mientras ella se dormía, él había iniciado uno de esos viajes interiores que lo conducían por laberintos y cavernas oscuras, en los que se encontraba con enanos misteriosos o cadáveres del héroe rubio, Sigfrido, flotando en un río de sangre.

Ese era el contexto en el que decidió releer su homenaje póstumo a Richard Wilhelm.

Después también se durmió y, bajo la forma de un Telésforo, entró en la biblioteca de la caverna subterránea.

Así le había llegado el sueño que ahora, despierto, empezaba a interpretar mientras se calzaba y se cubría para dirigirse al hogar, con la intención de prepararse el abrigo de una taza de té.

Esperaría a que dejara de nevar para emprender una caminata por el bosque de Böllingen.

COMO YA ESTABA listo para iniciar su paseo alrededor del lago, pero la nieve no cesaba de caer, decidió sentarse en el sillón de su cuarto de trabajo, frente a la ventana, para contemplar el paisaje todavía en sombras de las extensas aguas.

A pesar de que venía de un sueño tranquilo, su rostro lucía cansado. Había puesto la pipa entre sus dientes, y de esta salía una cortina de humo que aromatizaba el recinto y le otorgaba a su rostro un aire meditativo que lo hacía ver muy lejos de la realidad empírica de Böllingen y muy cerca de las profundidades del alma.

Su expresión era la misma del lago: una serena calma exterior, pero un espeso movimiento de corrientes profundas, como si un dragón dormido agitara las aguas bajo la superficie.

En la penumbra del campo, el viento sacudió los árboles cercanos y llegó hasta él como una ráfaga helada; dio vueltas, silbando alrededor de la torre, y tocó su rostro, en el que comenzó a juguetear con el humo de la pipa.

“Esto es lo que me describieron los Elgongi de Kenia”, pensó, y se estremeció ante el recuerdo.

La escena correspondía a su segundo viaje a África, que había realizado hacía casi veinte años.

SINTIÓ CÓMO EL VIENTO levantaba ondas en el agua serena, como si la mano de un ángel hubiera bajado a sacudir la superficie del estanque, el camino de las aguas, el que siempre desciende porque es el camino que conduce a las profundidades del alma.

“Mi destino es la compañía de las aguas”.

El instante que ahora vivía le había traído el recuerdo de su nacimiento en Kesswil a la orilla del lago Constanza, sus años de infancia en el caserón de Laufen, donde el Rin se ensancha y la cascada produce la música de las aguas que son el ritmo de fondo de la vida…

Y recordó el instante en que su madre lo llevó a Thurgau a visitar a unos amigos: ellos tenían un castillo junto al lago Constanza y, una vez allí, no podía apartarse de la orilla. El sol centelleaba en el agua. El oleaje causado por el vapor llegaba hasta sus pies y dibujaba pequeñas estrías en la arena del fondo. El lago se extendía en lejanías imposibles de divisar y esa inmensidad le producía una enorme felicidad. Entonces se apoderó de él la idea de que debía vivir junto a un lago.

“Sin agua no hay quien pueda vivir”.

Y ESTE RECUERDO le trajo también a la memoria el momento en que, al navegar por primera vez en el lago Constanza, decidió que siempre viviría junto al agua, y recordó asimismo la compra del terreno de Böllingen en 1922 y la construcción –un año más tarde– del torreón de dos pisos en el que ahora estaba.

“Esto es tierra de muertos”, le había dicho su hija Ágatha cuando la trajo emocionado a conocer el predio.

Y, efectivamente, desenterró un esqueleto al cavar las bases y supo la historia de la voladura de un puente cercano en el que había muerto un comando de soldados franceses. Recordó su pesadilla de la algarabía de los espíritus alrededor de la casa de Küsnacht y, además, su conclusión categórica de que el agua es el símbolo más corriente de lo inconsciente.

“El lago en el valle es lo inconsciente y el agua es el espíritu del valle”.

“Tal vez hoy sea un día propio para el descenso a las profundidades”.

Era el presentimiento de que a su humanidad de sesenta y ocho años le había llegado la hora de buscar en el lejano umbral el intersticio donde acaba la sombra y se inicia la luz, donde acaba la materia y se inicia el espíritu, donde la vida y la muerte se reúnen, dando ocasión a un nuevo nacimiento.

Y fue como si se hubiera dormido por un instante, como si en el breve lapso de un parpadeo le hubiera llegado esa mezcla de recuerdos y premoniciones que, de algún modo, le era ya familiar desde 1886 cuando, en un inesperado incidente, perdió el conocimiento al golpear con la cabeza el borde de la acera, tras el empujón de uno de sus compañeros de colegio…

TAL PARECE QUE la nieve ya ha empezado a ceder”.

Se incorporó para disponerse a salir. Primero caminó hasta la ventana para cerrarla y después se dirigió al portón.

Era un hombre alto y corpulento; si alguien lo hubiera mirado desde afuera, en el momento en que apareció y se detuvo bajo el arco de la puerta, tal vez hubiera pensado que ese hombrón de bigote y cabellos blancos prorrumpía del castillo sumergido, porque su semblante, enmarcado por las enredaderas que trepaban por el muro de piedra, y su mirada serena y reflexiva detrás de los anteojos redondos no parecían venir de aquí y ahora, sino que daban la impresión de haberse encumbrado a los remotos parajes del illo tempore en busca de una pequeña luz que iluminara el sentido. El pelo escaso en su cabeza, que casi daba hasta la piedra donde el arco de la puerta se convertía en el arco del muro, era casi tan blanco como la nieve que ahora había dejado de caer, pero que se había acumulado en las ramas de los árboles e irradiaba un brillo azul en la oscuridad de ese amanecer; el bigote recortado en el límite de los labios; la inmensa nariz que le hacía nicho al marco de los lentes en la parte superior del tabique quebrado; la pipa, sostenida entre los dientes, allá atrás de los delgados labios, por donde salía la columna casi imperceptible del humo del tabaco africano aromatizado; la frente amplia detrás del humo de la pipa, y los ojos, que venían desde la región de la gran pregunta, constituían su estampa esa mañana definitiva de febrero de 1944.

ANTES DE EMPRENDER la caminata, decidió devolverse para dejar la pipa y recoger el sombrero que ahora lo protegería del frío y de la nieve, así como en otras ocasiones lo había protegido del sol y el viento.

“Es en Böllingen donde me encuentro en medio de mi auténtica vida, donde soy más profundamente yo mismo”.

Y el instante de abandonar la torre para emprender el recorrido por las orillas del lago fue el pretexto para sentir como si su ser se expandiera en todo el paisaje y surgiera del interior de las cosas. Asumió que era él mismo quien vivía en cada árbol, en el salpicar de las olas del lago que orlaban desde la espesa niebla, como si el agua helada fuera una aparición silenciosa hacia la orilla, en el callado habitar de los peces bajo el agua, en el pasto que brotaba aun entre las piedras…; era por esa comunión con la naturaleza que había elegido ese lugar del mundo para, desde allí, penetrar en los secretos de la psique. Sabía que su viaje interior no era la simple aventura de un individuo, sino el viaje del hombre como especie hacia la realidad del alma.

SOLO HABÍA CAMINADO unos metros cuando decidió hacer la primera pausa. Se detuvo bajo el ciprés, todavía en el terreno perteneciente a la casa, y buscó la piedra grande que estaba al lado del peral y quedaba protegida por su sombra, en la que, a menudo, sin pensarlo, se sentaba a meditar, como cuando de muchacho tenía su propia piedra para interrogarse en las tardes solitarias de las riberas del Rin.

Levantó la cabeza para mirar hacia el fondo, mientras se llevaba las manos hasta la boca para calentarlas un poco con el aliento (las manos que eran grandes y de dedos gruesos, con el inmenso anillo negro en el anular). Y fue entonces cuando percibió cierto entumecimiento en el hombro y en el brazo izquierdo, como si un dolor se irradiara desde la parte superior de su omoplato hacia el codo.

 

EL HORIZONTE BORROSO ya se había despejado y le permitía advertir la silueta de los Alpes detrás de la niebla como un tinte de gris espeso en el largo silencio blanco.

“Alemania, el Franco Condado, el Vorarlberg y la llanura lombarda”, pensó y, como tenía la capacidad de ponerse en el lugar de los objetos, ya que era ese su ejercicio acostumbrado como científico, se dijo:

“Desde las alturas de la Selva Negra se ve, más allá del Rin, el valle que se extiende entre el Jura y los Alpes”.

Esta imagen le dio una perspectiva inusitada, y le fue revelado el hecho de que todo el paisaje constituía el caparazón de una inmensa almeja.

Siguió:

“Desde Francia se marcha por senderos que ascienden en suaves ondulaciones hasta llegar a escarpados precipicios donde se avista el valle. Desde Italia, se asciende a la elevada cresta de los Alpes que parecen la bisagra de la concha de la almeja, y al oeste cierran el óvalo el lago Constanza, los profundos valles renanos y el Landquart”.

La revelación le trajo también la inquietud por su gente y esto fue lo que pensó:

“La gente que habita esta almeja y sus bordes son los suizos. Entre ellos estoy yo. Según las comarcas se hablan lenguas distintas, pero ello poco significa frente al hecho decisivo que es la existencia de esta casa almeja”.

Y era tan bella la imagen revelada, que volvió a caminar sin darse cuenta, sin advertir que era en su humanidad donde la gran almeja iba formando la perla que muchos años después habría de arrojar al siglo XXI. Y esa perla irradiaría su influencia hombre por hombre, durante los siglos venideros, como la mayor revelación de los precedentes, concebida en el viaje del ser por los múltiples senderos de las transformaciones hasta el hallazgo de sí mismo.

DEBIDO A LA NIEVE acumulada en el piso, caminaba más despacio de lo acostumbrado. Los campos, habitualmente cubiertos por hojas y flores en descomposición, ahora se veían como si sobre ellos hubieran extendido un tapete.

El bosque parecía sumergido, tal como si alguien hubiera proyectado un jardín de árboles desnudos desde su interior. La nieve se había detenido también en las ramas de los arbustos, de modo que de todas ellas colgaban carámbanos, formados por las goteras que se habían congelado en el aire sin alcanzar a caer.

Se vio de pronto frente al roble. Esto hizo que en su rostro apareciera un gesto de involuntario extrañamiento:

“¿Por qué habré dejado atrás el olmo, sin advertir su presencia esta vez?”.

Como era el campo de su caminata habitual, conocía muy bien el orden en que estaban dispuestos los árboles en su sendero. Hallarse ahora frente al roble significaba que había pasado sin advertir el olmo.

Este hecho, que a simple vista parecería anodino, para él tenía un significado que no debía pasar por alto: el olmo –como símbolo– representaba “el Juicio”; luego, el hecho de ignorarlo en su recorrido podría expresar que en su clima espiritual algo se había pasado por alto, y ese algo correspondería a la atmósfera de una rendición de cuentas.

“Lo que se aproxima hoy se revela cada vez como algo más trascendental, mucho más de lo que creía en un principio. Por fortuna, este olvido del olmo en mi camino me advierte que no habrá un juicio, es decir, que el curso de mi vida continuará más allá de lo que ya está en marcha y de todos modos habrá de suceder”.

Este pensamiento lo había llevado a caminar aún más despacio, y hasta se hubiera detenido en el análisis, pero algo lo distrajo: al aproximarse al roble observó que, junto a la base del tronco, medio enterrado en la nieve, había un objeto.

Se apartó del camino para averiguar de qué se trataba. Era un brillo oscuro de plumas azules salpicadas de escarcha. Se acercó, lo removió con el pie:

“¡Un martín pescador!”.

AUNQUE EL MARTÍN PESCADOR, el alción, era un pájaro familiar para los suizos, no era común encontrar uno en esa zona del lago de Zúrich. Algo extraordinario tenía que haber sucedido para que este pájaro se apartara tanto de su propio territorio y viniera a morir allí, bajo el gran roble, el árbol sagrado de los celtas, el Quercus premonitorio de los druidas y de los primeros pobladores de las orillas del Rin, acaso el que sirvió de inspiración para la concepción del mítico Yggdrasill, árbol del mundo, morada de Odín.

Lo inquietaba la presencia del despojo de un pájaro bajo el roble, pero el regazo de este árbol en particular atraía la calma en su ánimo. Tal vez solo en ese instante sintió paz, quizá su intuición no pudo asociar la relación futura de la muerte y el roble en su propio destino.

Si hubiera contado con los elementos de juicio necesarios, probablemente hubiera reunido el sentido íntegro de aquella escena: el martín pescador significaba una pequeña muerte, en tanto que el roble habría de estar asociado, años más tarde, a la muerte plena. Ocurre que el azar pone los signos ante nuestros ojos, pero estos, ay, no logran ver.

Esta visión del cuerpo yerto del martín pescador, medio cubierto por la nieve, y la asociación del roble con el árbol primigenio de los cel tas le trajeron una serie de pensamientos concatenados que, aunque no le ocasionaron temor alguno, le produjeron la sensación de que estaba en presencia de un poderoso arcano: recordó su pálpito de que este sería uno de esos días elegidos por el destino para que ocurriera un gran acontecimiento.

Vino entonces a su conciencia lo que había descubierto hacía solo unos minutos cuando estaba bajo el ciprés: el valle de su vida era como la concha de una almeja. Esta idea la asoció con la imagen del arcano número trece, la parca, por el hecho de haberla concebido bajo dicho árbol:

“A lo mejor es a mí a quien va a sucederle algo definitivo”.

Lo pensó al devolverse sobre sus últimos pasos, ya que el ciprés también simbolizaba la vida que permanece después de la muerte. Y, por el hecho de no haber advertido el olmo en el momento en que cruzó junto a él, supo que no se trataba de un Juicio, sino de un cambio radical. Era el arcano de la muerte, pero no con el significado de la muerte misma, sino del cambio. Así, lo que sucedería en su vida, después de lo que tal vez sería una pequeña muerte, habría de ser fundamental. Por supuesto, no sabía él que lo sería también para la humanidad entera.

SE DETUVO PARA MIRAR el despojo y volvió al momento en que, al despertar, observó que todavía estaba nevando. Recordó de nuevo el sueño del libro de su vida. Esta vez más nítido aún. Descubrió que en el escenario de la biblioteca subterránea de su sueño sí había logrado abrir el infolio. Vino a su mente el fragmento de una frase leída en una de las páginas:

Habentibus symbolum facilis est transitus […] non sic intelligas quod reducantur metalia […] aquam elementalem simplicem…

(Teniendo el símbolo, el tránsito es fácil […] no se entienda así lo que retorna al metal […] tan simple como el agua…).

Y, aunque en ese momento no sabía que esas palabras estarían grabadas en la piedra negra ni que él mismo habría de esculpirlas en una de las caras adyacentes a la figura del Telésforo, el señalador del camino, dos asociaciones más le llegaron: su sueño de Sigfrido, el héroe rubio, nadando en un río de sangre, y su descubrimiento –la noche anterior– de la gran semejanza de la flor de oro con el Grial y con el crisol de los alquimistas.

Comprendió que el crisol que ahora estaba vislumbrando no era un instrumento para la trasmutación de los metales en oro, sino para el encuentro del oro de la vida.

“El cuerpo es el crisol en el que se cuece la transmutación del espíritu”.

La idea era muy sencilla:

“Todo no es más que una simple metáfora, el crisol es el cuerpo mismo y la trasmutación que se opera es el tránsito necesario entre los tres planos de la existencia. De lo material a lo espiritual y de lo espiritual a lo material. Mente, cuerpo y espíritu en una unidad indisoluble, dispuestos a encontrar la felicidad. Una espiral que conduce de la materia transitoria a la ilimitada gracia del espíritu”.

PERO ESTA NO ERA UNA IDEA NUEVA PARA ÉL. Hacía dieciséis años había empezado a estudiar alquimia, justo después de un sueño con escenas muy semejantes al sueño del libro de su vida y del prólogo a El secreto de la flor de oro que escribió por solicitud de su amigo Richard Wilhelm en 1928.

Había estudiado con fervor desde la incapacidad de comprender los símbolos y la rica iconografía hasta el lento descifrar de unos y de otra, y había visto que la alquimia consistía en una proyección del espíritu colectivo en doctrinas, procedimientos y simbologías que, en el fondo, se ofrecían como la representación de ciertos arquetipos.

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