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Anna Karénina

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Capítulo 12

La princesita Kitty Scherbazky tenía dieciocho años. Aquella era la primera temporada en que la habían presentado en sociedad, donde obtenía más éxitos que los que lograran sus hermanas mayores y hasta más de los que su misma madre osara esperar.

No sólo todos los jóvenes que frecuentaban los bailes aristocráticos de Moscú estaban enamorados de Kitty, sino que en aquel invierno surgieron dos proposiciones serias: la de Levin y, en seguida después de su partida, la del conde Vronsky.

La aparición de Levin a principios de la temporada, sus frecuentes visitas y sus evidentes muestras de amor hacia Kitty motivaron las primeras conversaciones formales entre sus padres a propósito del porvenir de la joven, y hasta dieron lugar a discusiones.

El Príncipe era partidario de Levin y decía que no deseaba nada mejor para Kitty. Pero, con la característica costumbre de las mujeres de desviar las cuestiones, la Princesa respondía que Kitty era demasiado joven, que nada probaba que Levin llevara intenciones serias, que Kitty no sentía inclinación hacia Levin y otros argumentos análogos. Se callaba lo principal: que esperaba un partido mejor para su hija, que Levin no le era simpático y que no comprendía su modo de ser.

Así, cuando Levin se marchó inesperadamente, la Princesa se alegró y dijo, con aire de triunfo, a su marido:

–¿Ves como yo tenía razón?

Cuando Vronsky hizo su aparición, se alegró más aún, y se afirmo en su opinión de que Kitty debía hacer, no ya un matrimonio bueno, sino brillante.

Para la madre, no existía punto de comparación entre Levin y Vronsky. No le agradaba Levin por sus opiniones violentas y raras, por su torpeza para desenvolverse en sociedad, motivada, a juicio de ella, por el orgullo. Le disgustaba la vida salvaje, según ella, que el joven llevaba en el pueblo, donde no trataba más que con animales y campesinos.

La contrariaba, sobre todo, que, enamorado de su hija, hubiese estado un mes y medio frecuentando la casa, con el aspecto de un hombre que vacilara, observara y se preguntara si, declarándose, el honor que les haría no sería demasiado grande. ¿No comprendía, acaso, que, puesto que visitaba a una familia donde había una joven casadera, era preciso aclarar las cosas? Y, luego, aquella marcha repentina, sin explicaciones… «Menos mal ––comentaba la madre– que es muy poco atractivo y Kitty –¡claro!– no se enamoró de él.»

Vronsky, en cambio, poseía cuanto pudiera desear la Princesa: era muy rico, inteligente, noble, con la posibilidad de hacer una brillante carrera militar y cortesana. Y además era un hombre delicioso. No, no podía desear nada mejor.

Vronsky, en los bailes, hacía la corte francamente a Kitty, danzaba con ella, visitaba la casa… No era posible, pues, dudar de la formalidad de sus intenciones. No obstante, la Princesa pasó todo el invierno llena de anhelo y zozobra.

Ella misma se había casado, treinta años atrás, gracias a una boda arreglada por una tía suya. El novio, de quien todo se sabía de antemano, llegó, conoció a la novia y le conocieron a él; la tía casamentera informó a ambas partes del efecto que se habían producido mutuamente, y como era favorable, a pocos días y en una fecha señalada, se formuló y aceptó la petición de mano.

Todo fue muy sencillo y sin complicaciones, o así al menos le pareció a la Princesa.

Pero, al casar a sus hijas, vio por experiencia que la cosa no era tan sencilla ni fácil. Fueron muchas las caras que se vieron, los pensamientos que se tuvieron, los dineros que se gastaron y las discusiones que mantuvo con su marido antes de casar a Daria y a Natalia.

Al presentarse en sociedad su hija menor, se reproducían las mismas dudas, los mismos temores y, además, más frecuentes discusiones con su marido. Como todos los padres, el viejo Príncipe era muy celoso del honor y pureza de sus hijas, y sobre todo de Kitty, su predilecta, y a cada momento armaba escándalos a la Princesa, acusándola de comprometer a la joven.

La Princesa estaba acostumbrada ya a aquello con las otras hijas, pero ahora comprendía que la sensibilidad del padre se excitaba con más fundamento. Reconocía que en los últimos tiempos las costumbres de la alta sociedad habían cambiado y sus deberes de madre se habían hecho más complejos.

Veía a las amigas de Kitty formar sociedades, asistir a no se sabía qué cursos, tratar a los hombres con libertad, ir en coche solas, prescindir muchas de ellas, en sus saludos, de hacer reverencias y, lo que era peor, estar todas persuadidas de que la elección de marido era cosa suya y no de sus madres.

«Hoy día las jóvenes no se casan ya como antes», decían y pensaban todas aquellas muchachas; y lo malo era que lo pensaban también muchas personas de edad. Sin embargo, cómo se casaban «hoy día» las jóvenes nadie se lo había dicho a la Princesa. La costumbre francesa de que los padres de las muchachas decidieran su porvenir era rechazada y criticada. La costumbre inglesa de dejar en plena libertad a las chicas tampoco estaba aceptada ni se consideraba posible en la sociedad rusa. La costumbre rusa de organizar las bodas a través de casamenteras era considerada como grotesca y todos se reían de ella, incluso la propia Princesa.

Pero cómo habían de casarse sus hijas, eso no lo sabía nadie. Aquellos con quienes la Princesa tenía ocasión de hablar no salían de lo mismo:

–En nuestro tiempo no se pueden seguir esos métodos anticuados. Quienes se casan son las jóvenes, no los padres. Hay que dejarlas, pues, en libertad de que se arreglen; ellas saben mejor que nadie lo que han de hacer.

Para los que no tenían hijas era muy fácil hablar así, pero la Princesa comprendía que si su hija trataba a los hombres con libertad, podía muy bien enamorarse de alguno que no la amara o que no le conviniera como marido. Tampoco podía aceptar que las jóvenes arreglasen su destino por sí mismas. No podía admitirlo, como no podía admitir que se dejase jugar a niños de cinco años con pistolas cargadas. Por todo ello, la Princesa estaba más inquieta por Kitty que lo estuviera en otro tiempo por sus hijas mayores.

Al presente, temía que Vronsky no quisiera ir más allá, limitándose a hacer la corte a su hija. Notaba que Kitty estaba ya enamorada de él, pero se consolaba con la idea de que Vronsky era un hombre honorable.

Reconocía, no obstante, cuán fácil era trastornar la cabeza a una joven cuando existen relaciones tan libres como las de hoy día, teniendo en cuenta la poca importancia que los hombres conceden a faltas de este género.

La semana anterior, Kitty había contado a su madre una conversación que tuviera con Vronsky mientras bailaban una mazurca, y aunque tal conversación calmó a la Princesa, no se sentía tranquila del todo.

Vronsky había dicho a Kitty que su hermano y él estaban tan acostumbrados a obedecer a su madre que jamás hacían nada sin pedir su consejo.

–Y ahora espero que mi madre llegue de San Petersburgo como una gran felicidad –añadió.

Kitty lo relató sin dar importancia a tales palabras. Pero su madre las veía de diferente manera. Sabía que él esperaba a la anciana de un momento a otro, suponiendo que ella estaría contenta de la elección de su hijo, y comprendía que el hijo no pedía la mano de Kitty por temor a ofender a su madre si no la consultaba previamente. La Princesa deseaba vivamente aquel matrimonio, pero deseaba más aún recobrar la tranquilidad que le robaban aquellas preocupaciones.

Mucho era el dolor que le producía la desdicha de Dolly, que quería separarse de su esposo, pero, de todos modos, la inquietud que le causaba la suerte de su hija menor la absorbía completamente.

La llegada de Levin añadió una preocupación más a las que ya sentía. Temía que su hija, en quien apreciara tiempo atrás cierta simpatía hacia Levin, rechazara a Vronsky en virtud de escrúpulos exagerados.

En resumen: consideraba posible que, de un modo a otro, la presencia de Levin pudiese estropear un asunto a punto de resolverse.

–¿Hace mucho que ha llegado? –preguntó la Princesa a su hija, refiriéndose a Levin, cuando volvieron a casa.

–Hoy, mamá.

–Quisiera decirte una cosa… ––empezó la Princesa.

Por el rostro grave de su madre, Kitty adivinó de lo que se trataba.

–Mamá ––dijo, volviéndose rápidamente hacia ella–. Le pido, por favor, que no me hable nada de eso. Lo sé; lo sé todo…

Anhelaba lo mismo que su madre, pero los motivos que inspiraban los deseos de ésta le disgustaban.

–Sólo quería decirte que si das esperanzas al uno…

–Querida mamá, no me diga nada, por Dios. Me asusta hablar de eso…

–Me callaré –dijo la Princesa, viendo asomar las lágrimas a los ojos de su hija–. Sólo quiero que me prometas una cosa, vidita mía: que nunca tendrás secretos para mí. ¿Me lo prometes?

–Nunca, mamá –repuso Kitty, ruborizándose y mirando a su madre a la cara–. Pero hoy por hoy no tengo nada que decirte… Yo… Yo… Aunque quisiera decirte algo, no sé qué… No, no se que, ni como…

«No, con esos ojos no puede mentir», pensó su madre, sonriendo de emoción y de contento. La Princesa sonreía, además, ante aquello que a la pobre muchacha le parecía tan inmenso y trascendental: las emociones que agitaban ahora su alma.

Capítulo 13

Después de comer y hasta que empezó la noche, Kitty experimentó un sentimiento parecido al que puede sentir un joven soldado antes de la batalla. Su corazón palpitaba con fuerza y le era imposible concentrar sus pensamientos en nada. Sabía que esta noche en que iban a encontrarse los dos se decidiría su suerte, y los imaginaba ya a cada uno por separado ya a los dos a la vez.

 

Al evocar el pasado, se detenía en los recuerdos de sus relaciones con Levin, que le producían un dulce placer. Aquellos recuerdos de la infancia, la memoria de Levin unida a la del hermano difunto, nimbaba de poéticos colores sus relaciones con él. El amor que experimentaba por ella, y del cual estaba segura, la halagaba y la llenaba de contento. Conservaba, pues, un recuerdo bastante grato de Levin.

En cambio, el recuerdo de Vronsky le producía siempre un cierto malestar y le parecía que en sus relaciones con él había algo de falso, de lo que no podía culpar a Vronsky, que se mostraba siempre sencillo y agradable, sino a sí misma, mientras que con Levin se sentía serena y confiada. Mas, cuando imaginaba el porvenir con Vronsky a su lado, se le antojaba brillante y feliz, en tanto que el porvenir con Levin se le aparecía nebuloso.

Al subir a su cuarto para vestirse, Kitty, contemplándose al espejo, comprobó con alegría que estaba en uno de sus mejores días. Se sentía tranquila, con pleno dominio de sí misma, y sus movimientos eran desenvueltos y graciosos.

A las siete y media, apenas había bajado al salón, el lacayo anunció:–Constantino Dmitrievich Levin.

La Princesa se hallaba aún en su cuarto y el Príncipe no había bajado tampoco. «Ahora… », pensó Kitty, sintiendo que la sangre le afluía al corazón. Se miró al espejo y se asustó de su propia palidez.

Ahora comprendía claramente que si él había llegado tan pronto era para encontrarla sola y pedir su mano. Y el asunto se le presentó de repente bajo un nuevo aspecto. No se trataba ya de ella sola, ni de saber con quién podría ser feliz y a quién daría su preferencia; comprendía ahora que era forzoso herir cruelmente a un hombre a quien amaba. Y ¿por qué? ¡Porque él, tan agradable, estaba enamorado de ella! Pero ella nada podía hacer: las cosas tenían que ser así. «¡Dios mío! ¡Que yo misma tenga que decírselo! –pensó–. ¿Tendré que decirle que no le quiero? ¡Pero esto no sería verdad! ¿Que amo a otro? ¡Eso es imposible! Me voy, me voy… »

Ya iba a salir cuando sintió los pasos de él.

«No, no es correcto que me vaya. ¿Y por qué temer? ¿Qué he hecho de malo? Le diré la verdad y no me sentiré cohibida ante él. Sí, es mejor que pase… Ya está aquí», se dijo al distinguir la pesada y tímida figura que la contemplaba con ojos ardientes.

Kitty le miró a la cara como si implorase su clemencia, y le dio la mano.

–Veo que he llegado demasiado pronto ––dijo Levin, examinando el salón vacío. Y cuando comprobó que, como esperara, nada dificultaría sus explicaciones, su rostro se ensombreció.

–¡Oh, no! –contestó Kitty, sentándose junto a una mesa.

–En realidad, deseaba encontrarla sola –explicó él, sin sentarse y sin mirarla, para no perder el valor.

–Mamá vendrá en seguida. Ayer se cansó mucho… Ayer…

Hablaba sin saber lo que decía y sin separar de Levin su mirada suplicante y acariciadora.

Él volvió a contemplarla. Kitty se ruborizó y guardó silencio.

–Le dije ya que no sé cuánto tiempo permaneceré en Moscú, que la cosa dependía de usted.

Ella inclinó más aún la cabeza no sabiendo cómo habría de contestar a la pregunta que presentía.

–Depende de usted porque quería… quería decirle que… desearía que fuese usted mi esposa.

Había hablado casi inconscientemente. Al darse cuenta de que lo más grave había sido dicho, calló y miró a la joven.

Ella respiraba con dificultad, apartando la vista. En el fondo se sentía alegre y su alma rebosaba felicidad. Nunca había creído que tal declaración pudiera producirle una impresión tan profunda.

Pero aquello duró un solo instante. Recordó a Vronsky y, dirigiendo a Levin la mirada de sus ojos límpidos y francos y viendo la expresión desesperada de su rostro, dijo precipitadamente.

–Dispénseme… No es posible…

¡Qué próxima estaba ella a él un momento antes y cuán necesaria era para su vida! Y ahora, ¡qué lejana, qué distante de él!

–No podía ser de otro modo –dijo Levin, sin mirarla. Saludó y se dispuso a marchar.

Capítulo 14

Pero en aquel instante entró la Princesa. El horror se pintó en sus facciones al ver que los dos jóvenes estaban solos y que en sus semblantes se retrataba una profunda turbación. Levin saludó en silencio a la Princesa. Kitty callaba y mantenía bajos los ojos.

«Gracias a Dios, le ha dicho que no», pensó su madre.

Y en su rostro se pintó la habitual sonrisa con que recibía a sus invitados cada jueves.

Se sentó y empezó a hacer a Levin preguntas sobre su vida en el pueblo. El se sentó también, esperando que llegasen otros invitados para poder irse sin llamar la atención.

Cinco minutos después entró una amiga de Kitty, casada el invierno pasado: la condesa Nordston.

Era una mujer seca, amarillenta, de brillantes ojos negros, nerviosa y enfermiza. Quería a Kitty y, como siempre sucede cuando una casada siente cariño por una soltera, su afecto se manifestaba en su deseo de casar a la joven con un hombre que respondía a su ideal de felicidad, y este hombre era Vronsky.

La Condesa había solido hallar a Levin en casa de los Scherbazky a principios del invierno. No simpatizaba con él. Su mayor placer cuando le encontraba consistía en divertirse a su costa.

–Me agrada mucho –decía– observar cómo me mira desde la altura de su superioridad, bien cuando interrumpe su culta conversación conmigo considerándome una necia o bien cuando condesciende en soportar mi inferioridad. Esa condescendencia me encanta. Me satisface mucho saber que no puede tolerarme.

Tenía razón: Levin la despreciaba y la encontraba inaguantable en virtud de lo que ella tenía por sus mejores cualidades: el nerviosismo y el refinado desprecio a indiferencia hacia todo lo sencillo y corriente.

Entre ambos se habían establecido, pues, aquellas relaciones tan frecuentes en sociedad, caracterizadas por el hecho de que dos personas mantengan en apariencia relaciones de amistad sin que por eso dejen de experimentar tanto desprecio el uno por el otro que no puedan ni siquiera ofenderse.

La condesa Nordston atacó inmediatamente a Levin.

–¡Caramba, Constantino Dmitrievich! ¡Ya le tenemos otra vez en nuestra corrompida Babilonia! –dijo, tendiéndole su manecita amarillenta y recordando que Levin meses antes había llamado Babilonia a Moscú–. ¿Qué? ¿Se ha regenerado Babilonia o se ha encenagado usted? –preguntó, mirando a Kitty con cierta ironía.

–Me honra mucho, Condesa, que recuerde usted mis palabras –dijo Levin, quien, repuesto ya, se amoldaba maquinalmente al tono habitual, entre burlesco y hostil, con que trataba a la Condesa–. ¡Debieron de impresionarla mucho!

–¡Figúrese! ¡Hasta me las apunté! ¿Has patinado hoy, Kitty?

Y comenzó a hablar con la joven. Aunque marcharse entonces era una inconveniencia, Levin prefirió cometerla a permanecer toda la noche viendo a Kitty mirarle de vez en cuando y rehuir su mirada en otras ocasiones.

Ya iba a levantarse cuando la Princesa, reparando en su silencio, le preguntó:

–¿Estará mucho tiempo aquí? Seguramente no podrá ser mucho, pues, según tengo entendido, pertenece usted al zemstvo.

–Ya no me ocupo del zemstvo, Princesa –repuso él–. He venido por unos días.

«Algo le pasa» , pensó la condesa Nordston notando su rostro serio y concentrado. «Es extraño que no empiece a desarrollar sus tesis… Pero yo le llevaré al terreno que me interesa. ¡Me gusta tanto ponerle en ridículo ante Kitty!»

–Explíqueme esto, por favor –le dijo en voz alta–, usted, que elogia tanto a los campesinos. En nuestra aldea de la provincia de Kaluga los aldeanos y las aldeanas se han bebido cuanto tenían y ahora no nos pagan. ¿Qué me dice usted de esto, que elogia siempre a los campesinos?

Una señora entraba en aquel momento. Levin se levantó.

–Perdone, Condesa; pero le aseguro que no entiendo nada ni nada puedo decirle –repuso él, dirigiendo su mirada a la puerta, por donde, detrás de la dama, acababa de entrar un militar.

«Debe de ser Vronsky» , pensó Levin.

Y, para asegurarse de ello, miró a Kitty, que, habiendo tenido tiempo ya de contemplar a Vronsky, fijaba ahora su mirada en Levin. Y Levin comprendió en aquella mirada que ella amaba a aquel hombre, y lo comprendió tan claramente como si ella misma le hubiese hecho la confesión. Pero, ¿qué clase de persona era?

Ahora ya no se podía ir. Debía quedarse para saber a qué género de hombre amaba Kitty.

Hay personas que cuando encuentran a un rival afortunado sólo ven sus defectos, negándose a reconocer sus cualidades. Otras, en cambio, sólo ven, aunque con el dolor en el corazón, las cualidades de su rival, los méritos con los cuales les ha vencido. Levin pertenecía a esta clase de personas.

Y en Vronsky no era difícil encontrar atractivos. Era un hombre moreno, no muy alto, de recia complexión, de rostro hermoso y simpático. Todo en su semblante y figura era sencillo y distinguido, desde sus negros cabellos, muy cortos, y sus mejillas bien afeitadas hasta su uniforme flamante, que no entorpecía en nada la soltura de sus ademanes.

Vronsky, dejando pasar a la señora, se acercó a la Princesa y luego a Kitty.

Al aproximarse a la joven, sus bellos ojos brillaron de un modo peculiar, con una casi imperceptible sonrisa de triunfador que no abusa de su victoria (así le pareció a Levin). La saludó con respetuosa amabilidad, tendiéndole su mano, no muy grande, pero vigorosa.

Tras saludar a todas y murmurar algunas palabras, se sentó sin mirar a Levin, que no apartaba la vista de él.

–Permítanme presentarles –dijo la Princesa–. Constantino Dmitrievich Levin; el conde Alexis Constantinovich Vronsky.

Vronsky se levantó y estrechó la mano de Levin, mirándole amistosamente.

–Creo que este invierno teníamos que haber coincidido en una comida –dijo con su risa franca y espontánea–, pero usted se fue inesperadamente a sus propiedades.

–Constantino Dmitrievich desprecia y odia la ciudad y a los ciudadanos –dijo la condesa Nordston.

–Se ve que mis palabras le producen a usted gran efecto, puesto que tan bien las recuerda –contestó Levin.

Y enrojeció al darse cuenta de que había dicho lo mismo poco antes.

Vronsky miró a Levin y a la condesa Nordston y sonrió.

–¿Vive siempre en el pueblo? –preguntó–. En invierno debe usted de aburrirse mucho.

–Vivir allí no tiene nada de aburrido si se tienen ocupaciones. Y, además, uno nunca se aburre si sabe vivir consigo mismo –respondió bruscamente Levin.

–También a mí me gusta vivir en el pueblo –indicó Vronsky, fingiendo no haber reparado en el tono de su interlocutor.

–Pero supongo que usted, Conde, no habría sido capaz de vivir siempre en una aldea –comentó la condesa de Nordston.

–No sé; nunca he probado a estar en ellas mucho tiempo. Pero me pasa una cosa muy rara. Jamás he sentido tanta nostalgia por mi aldea de Rusia, con sus campesinos calzados con lapti , como después de pasar una temporada en Niza un invierno con mi madre. Como ustedes saben, Niza es muy aburrida. Nápoles y Sorrento son atractivos, mas para poco tiempo. Y nunca se recuerda tanto a nuestra Rusia como allí. Parece como si…

Vronsky se dirigía a Kitty y a Levin a la vez, mirando alternativamente al uno y al otro, con mirada afectuosa y tranquila. Se notaba que estaba diciendo lo primero que se le ocurría.

Al observar que la condesa Nordston iba a hablar, dejó sin terminar la frase.

La conversación no languidecía. La Princesa no necesitó, por lo tanto, apelar a las dos piezas de artillería pesada que reservaba para tales casos: la enseñanza clásica de la juventud y el servicio militar obligatorio.

Por su parte, a la condesa Nordston no se le presentó ocasión de mortificar a Levin.

Éste quiso intervenir varias veces en la charla, pero no se le ofreció oportunidad; a cada momento se decía «ahora me puedo marchar», pero no se iba y continuaba allí como si esperase algo.

Se habló de espiritismo, de veladores que giraban, y la condesa Nordston, que creía en los espíritus, comenzó a relatar los prodigios que había presenciado.

–¡Por Dios, Condesa: lléveme a donde pueda ver algo de eso! –dijo, sonriendo, Vronsky–. Jamás he encontrado nada de extraordinario, a pesar de lo mucho que siempre lo busqué.

 

–El próximo sábado, pues. Y usted, Constantino Dmitrievich, ¿cree en ello?

–¿Para qué me lo pregunta? De sobra sabe lo que le he de contestar.

–Deseo conocer su opinión.

–Mi opinión es que todo eso de los veladores acredita que la sociedad culta no está a mucha más altura que los aldeanos, que creen en el mal de ojo, en brujerías y hechizos, mientras que nosotros…

–Entonces ¿usted no cree?

–No puedo creer, Condesa.

–¡Pero si yo misma lo he visto!

–También las campesinas cuentan que han visto ellas mismas fantasmas.

–¿Es decir, que lo que digo no es verdad?

Y sonrió forzadamente.

–No es eso, Macha –intervino Kitty, ruborizándose–. Lo que dice Levin es que él no puede creer.

Levin, más irritado aún, quiso replicar, pero Vronsky, con su jovial y franca sonrisa, acudió para desviar la conversación, que amenazaba con tomar un cariz desagradable.

–¿No admite la posibilidad? –dijo–. ¿Por qué no? Así como admitimos la existencia de la electricidad y no la conocemos, ¿por qué no ha de existir una fuerza nueva y desconocida, la cual… ?

–Cuando se descubrió la electricidad –respondió Levin inmediatamente– se comprobó el fenómeno y no su causa, y transcurrieron siglos antes de llegar a una aplicación práctica. En cambio, los espiritistas parten de la base de que los veladores les transmiten comunicaciones y los espíritus les visitan, y es después cuando agregan que se trata de una fuerza desconocida.

Vronsky, como hasta entonces, escuchaba con atención a Levin, visiblemente interesado por sus palabras.

–Bien; pero los espiritistas dicen que la fuerza existe, aunque no saben cuál es, y añaden que actúa en determinadas circunstancias. A los sabios corresponde descubrir el origen de esa energía. No veo por qué no ha de existir una nueva fuerza que…

–Porque –interrumpió de nuevo Levin– en la electricidad se da el fenómeno de que siempre que usted frote resina con lana se produce cierta reacción, mientras que en el espiritismo, en iguales circunstancias, no se dan los mismos efectos, lo que quiere decir que no se trata de un fenómeno natural.

La charla se hacía demasiado grave para el ambiente del salón y Vronsky, comprendiéndolo, en vez de replicar, trató de cambiar de tema. Sonrió, pues, alegremente, y se dirigió a las señoras.

–Podíamos probar ahora, Princesa –dijo.

Pero Levin no quiso dejar de completar su pensamiento.

–Opino que el intento de los espiritistas de explicar sus prodigios por la existencia de una fuerza desconocida es muy desacertado. El caso es que hablan de una fuerza espiritual y quieren someterla a ensayos materiales.

Todos esperaban que completase su pensamiento y él lo comprendió.

–Pues, a mi entender, sería usted un excelente médium –dijo la condesa Nordston–. Hay en usted algo de… extático…

Levin abrió la boca para replicar; pero se puso rojo y no dijo nada.

–Ea, probemos, probemos lo de las mesas –insistió Vronsky. Y dirigiéndose a la madre de Kitty, preguntó–: ¿Nos lo permite? –mientras miraba a su alrededor, buscando un velador.

Kitty se levantó para ir a buscarlo. Al pasar ante Levin, se cruzaron sus miradas. Ella le compadecía con toda su alma. Le compadecía por la pena que le causaba.

«Perdóneme, si puede», le dijo con los ojos. «¡Soy tan feliz!»

«Odio a todos, incluso a usted y a mí mismo» , contestó la mirada de él.

Y cogió el sombrero. Pero la suerte le fue también contraria esta vez. En el instante en que todos se sentaban en torno al velador y Levin se disponía a salir, entró el anciano Príncipe y, tras saludar a las señoras, dijo alegremente a Levin:

–¡Caramba! ¿Desde cuándo está usted aquí? ¡No lo sabía! Me alegro mucho de verle.

El Príncipe le hablaba a veces de usted, a veces de tú. Le abrazó y se puso a hablar con él. No había reparado en Vronsky, que se había puesto en pie y esperaba el momento en que el Príncipe se dirigiese a él.

Kitty comprendía que, después de lo ocurrido, la amabilidad de su padre debía resultar muy dolorosa para Levin. Notó también la frialdad con que el Príncipe saludó por fin a Vronsky y cómo éste le contemplaba con amistoso asombro, sin duda preguntándose por qué se sentiría tan mal dispuesto hacia él.

Kitty se ruborizó.

–Príncipe: déjenos a Constantino Dmitrievich. Queremos hacer unos experimentos ––dijo la condesa Nordston.

–¿Qué experimentos? ¿Con los veladores? Perdóneme, pero, en mi opinión, casi es más divertido el juego de prendas –opinó el Príncipe mirando a Vronsky y adivinando que era él quien había sugerido el entretenimiento–. Por lo menos, jugar a prendas tiene algún sentido.

Vronsky, más extrañado aún, contempló al Príncipe con sus ojos tranquilos. Luego empezó a hablar con la condesa Nordston del baile que debía celebrarse la semana siguiente.

–Asistirá usted, ¿verdad? –preguntó a Kitty.

En cuanto el viejo Príncipe dejó de hablarle, Levin salió procurando no llamar la atención.

La última impresión que retuvo de aquella noche fue la expresión feliz y sonriente del rostro de Kitty al contestar a Vronsky a su pregunta sobre el baile que se había de celebrar.