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Anna Karénina

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Capítulo 13

El proverbio de los cazadores que dice que si se mata la primera pieza, la caza será feliz, resultó cierto.

Levin tuvo una cacería afortunada.

A las diez de la mañana regresó a la casa, fatigado y hambriento, pero feliz, después de haber andado unas treinta verstas, con diecinueve piezas y un grueso pato que llevaba atado a la cintura porque no cabía ya en el morral.

Sus compañeros se habían levantado ya y hasta habían comido.

Levin entró gritando alegre y jactanciosamente:

–¡Eh! ¡Mirad! ¡Diecinueve piezas! ¡Traigo diecinueve!

Y se puso a contarlas ante ellos, gozando con la admiracion, y gozando también con la envidia de Esteban Arkadievich. Las aves no tenían el hermoso aspecto de cuando iban volando o se movían graciosamente sobre el suelo, sino que estaban ya con las plumas lacias y muchas apelmazadas y cubiertas de negruzca sangre; pero representaban, efectivamente, una buena caza.

Levin se sintió todavía más feliz al recibir una carta de su esposa, que le había traído un hombre.

Kitty le decía:

Estoy completamente bien y alegre. No te preocupes por mí; puedes estar más tranquilo que antes, pues tengo otro ángel guardián. Vlasievna (era la comadrona, un nuevo a importante personaje en la vida de Levin) vino a verme y la hemos hecho quedarse aquí hasta que vuelvas. Me encontró completamente bien. Todos los demás están también contentos y sanos. No te apresures por volver y, si la caza es buena, quédate un día más.

Las dos alegrías que había recibido –la buena caza y la carta de Kitty– eran tan grandes, que le pasaron casi inadvertidos dos contratiempos. Uno era que el caballo rojo, que al parecer había trabajado demasiado el día antes, no comía y tenía un aspecto abatido. El cochero decía que estaba reventado.

–Ayer le fatigaron demasiado, Constantino Dmitrievich. Recuerde usted que le hicieron correr durante diez verstas sin ningún miramiento.

Otra circunstancia le produjo de momento un disgusto: de las provisiones que Kitty había preparado, con tal abundancia que creían que habían de tener víveres para una semana, no quedaba nada ya. Levin regresaba de la caza, como antes dijimos, con intenso apetito y, recordando con tal precisión las ricas empanadillas que les había cocinado su mujer, que, al acercarse a la casa, percibía ya el olor y el gusto en la boca, de igual modo que su perra percibía el olfato de la caza. En cuanto se hubo despojado de sus arreos, gritó, pues, a Filip:

–¡Eh! A ver esas empanadillas, que tengo un hambre canina.

La decepción fue grande cuando le dijeron que no sólo no quedaban empanadillas, sino que tampoco quedaban pollos.

–¡Vaya un apetito! ––comentó Esteban Arkadievich, riéndose a indicando a Vaseñka–. Yo no sufro por falta de apetito, pero lo que es ése… Parece imposible lo que come.

–¡Qué le vamos a hacer! –exclamó Levin, mirando sombríamente a Veselovsky. Y pidió:

–Filip, tráeme carne, pues.

–La carne se la han comido y los huesos los han echado a los perros –contestó Filip.

–¡Hubieran podido, al menos, dejarme algo! –lamentó, casi llorando, el hambriento, Levin–. Entonces, prepara un ave –añadió– y pide para mí aunque sea sólo un poco de leche.

Cuando se hubo bebido la leche, en buena cantidad, se le pasó el enojo y hasta se sintió avergonzado de haberlo mostrado ante un extraño y rió el trance.

Por la tarde, salieron de nuevo al campo a cazar y hasta Veselovsky mató algunas piezas.

Ya de noche, regresaron a la casa.

Tanto la ida como la vuelta la pasaron divertidísimos. Veselovsky cantaba alegremente; refería su estancia entre los campesinos que le ofrecieron vodka y constantemente le imploraban « que no ofendiese»; el fracaso que tuvo al querer coger avellanas; su plática picaresca con la chica de la propiedad vecina y la sentencia de otro labriego, que le preguntó si era casado y, al contestarle que no, le dijo: «pues más que mirar a las mujeres de otros, debías procurarte una propia». Todo lo cual le divertía de tal modo que, recordándolo, no cesaba de reír.

–En general, estoy muy contento con nuestro viaje –decía–. ¿Y usted, Levin? –preguntó.

–Yo lo estoy también mucho –contestó Levin sinceramente, pues ya no sentía animosidad contra Vaseñka, sino que, por el contrario, comenzaba a cobrarle afecto.

Capítulo 14

Al día siguiente, a las diez de la mañana, habiendo ya recorrido toda su finca, Levin llamó a la habitación donde dormía Vaseñka.

–Entrez! –gritó aquél.

Levin entró y le halló en paños menores.

–Perdóneme –se disculpó Veselovsky–, estaba acabando mis ablutions.

–No se apresure –contestó Levin, sentándose en el alféizar de la ventana. ¿Ha dormido usted bien?

–Como un leño. No me he despertado ni una sola vez.

–¿Qué toma usted, té o café?

–Ni una cosa ni otra: almuerzo sólido. Créame que estoy avergonzado de esto, pero es mi costumbre. También desearía dar antes un paseíto. Ha de enseñarme usted los caballos.

Habiendo Levin y su huésped paseado por el jardín y hasta hecho gimnasia en el trapecio, volvieron a la casa y entraron en el salón, donde estaban ya las señoras.

–¡Qué magnífica cacería! ¡Cuántas y qué agradables impresiones! –dijo Veselovsky al saludar a Kitty, que se hallaba sentada ante el samovar–. ¡Qué lástima que las señoras estén privadas de estos placeres!

Otra vez le pareció a Levin ver algo humillante en la sonrisa, en la expresión de triunfo con que Veselovsky se dirigió a su mujer.

La Princesa, que estaba sentada al extremo opuesto de la mesa, junto a María Vlasievna y Esteban Arkadievich, hablaba de la necesidad de trasladar a Kitty a Moscú para la época del parto, y Oblonsky llamó cerca de sí a Levin para hablarle de la cuestión. A Levin, que en los días que precedieron a su casamiento le disgustaban los preparativos, que, por su insignificancia, ofendían la grandeza de lo que se iba a realizar, le disgustaban todavía más los que se hacían para el parto que se acercaba, cuya llegada contaban todos con los dedos. Hacía cuanto podía para no oír las conversaciones sobre la manera de envolver al niño, volvía el rostro para no ver las vendas infinitas y misteriosas, los pedazos triangulares de tela, a los que Dolly daba gran importancia, y otras cosas semejantes.

El acontecimiento del nacimiento del hijo (pues no le cabía duda de que sería niño), que se le había prometido, pero en el cual, a pesar de todo, no podía creer –tan extraordinario le parecía–, se le presentaba de un lado como una inmensa felicidad, tan inmensa, que le parecía imposible; y, del otro, como un suceso tan misterioso, que aquel supuesto conocimiento de lo que había de venir, y, como consecuencia, los preparativos que se hacían, como si se tratara de un acontecimiento ordinario producido por los hombres, despertaba en él un sentimiento de ira y de humillación.

La Princesa no comprendía, sin embargo, estos sentimientos y atribuía a ligereza y a indiferencia los escasos deseos que mostraba su yerno de pensar en las cosas que a ella tanto le interesaban, y de hablar de ellas. Así no le dejaba tranquilo. Insistía continuamente en sus consultas, en explicarle lo que había hecho, que había encargado a Esteban Arkadievich buscar el piso, cómo pensaba arreglarlo…

Levin rehuía:

–No sé nada de eso, Princesa… Hagan lo que quieran…

–Pues hay que decidir. Si no, ¿cuándo se va a hacer la mudanza?

–No sé… No sé… Sólo sé que nacen millones de niños sin ser llevados a Moscú, hasta sin médicos… Pero hagan como quiera Kitty.

–Con Kitty es imposible hablar de esto. ¿Quieres que la asustemos? Esta primavera, Natalia Galizina murió a consecuencia de un mal parto.

–Bien, bien. Como usted diga, así se hará.

Y mostraba un gesto sombrío.

Pero lo que le tenía así no era la conversación con la Princesa, por mucho que le desagradara, sino la que sostenían Vaseñka y Kitty.

Veselovsky estaba inclinado hacia su mujer, hablándole casi al oído con su sonrisa sarcástica, de dominador, y ella le escuchaba ruborizada y con emoción bien visible. Había algo impuro en la actitud de ambos.

«No, esto no es posible», se decía Levin.

Y de nuevo se le oscurecieron los ojos; de nuevo, sin la más leve transición, descendió de la altura de su felicidad, de la calma y la dignidad, y se hundió en el abismo de la desesperación, la humillación y la ira, y sintió asco de todo y de todos.

–Obren ustedes como quieran, Princesa –dijo, volviendo a mirar hacia su mujer.

–¡Qué pesada eres, corona de Monomaj! –le dijo Esteban Arkadievich, en tono de broma y aludiendo, no sólo a la conversación con la Princesa, sino a la actitud que tenía Levin y que aquél había advertido bien.

Entró Daria Alejandrovna y todos se levantaron para saludarla.

Vaseñka se levantó sólo un instante, y, con la falta de cortesía propia de los jóvenes modernos, se limitó a hacer una leve inclinación de cabeza y volvió junto a Kitty, continuando su conversación con ella sin dejar de reír.

–¡Qué tarde te has levantado hoy, Dolly! –dijo Levin.

–Macha me ha dado muy mala noche. Ha dormido muy mal y hoy está de un pésimo humor –explicó Dolly.

Vaseñka hablaba con Kitty de lo mismo que el día anterior: de Ana. Afirmaba que el amor debe ser puesto por encima de las conveniencias sociales.

Esta conversación era desagradable a Kitty por su fondo y por el tono en que era llevada y, sobre todo, porque sabía que el verla así con Veselovsky molestaba a su marido.

 

Habría querido cortarla. Pero Kitty era demasiado sencilla e inocente para saber lo que había de hacer a fin de conseguirlo y hasta para ocultar el pequeño a inocente placer que le causaban –mujer al fin– las atenciones de Veselovsky. Pensaba, incluso, que acaso lo que hiciera con tal fin sería mal interpretado. Efectivamente, cuando preguntó a Dolly «qué tenía Macha» y Vaseñka, al ser cortada su conversación, se puso a mirar a Dolly con indiferencia, a Levin la pregunta le pareció una astucia falta de naturalidad y repugnante.

–¿Qué, pues? ¿Iremos hoy a buscar setas? –preguntó Dolly.

–Vamos… Yo también iré –dijo Kitty.

Kitty habría preguntado a Vaseñka si él iba también. No hizo la pregunta, pero sólo con pensarlo se ruborizó.

En aquel momento Levin pasó a su lado con andar decidido.

–¿Adónde vas, Kostia? –le preguntó, intranquila, a su marido.

La expresión culpable de Kitty confirmó a Levin sus sospechas.

Contestó desabridamente, sin mirar siquiera a su esposa.

–En mi ausencia llegó el mecánico alemán y todavía no le he visto.

Bajó al piso inferior y aun no había salido de su gabinete, cuando oyó los pasos, tan conocidos por él, de Kitty, que iba rápidamente a su encuentro.

–¿Qué quieres? –preguntó Levin–. Este señor y yo estamos ocupados.

–Perdone usted –dijo ella al mecánico–, necesito decir algunas palabras a mi marido.

El alemán quiso salir, pero Levin le contuvo:

–No se moleste.

–El tren sale a las tres –objetó el otro–. Temo no poder llegar a tiempo.

Levin no le contestó y salió de la estancia en unión de Kitty.

–¿Qué tienes que decirme? –preguntó a ésta en francés y sin mirarla.

Kitty sentía un temblor irresistible en todo su cuerpo; tenía lívido el semblante; y en general, un aspecto lamentable de abatimiento.

Levin lo presentía y no quería verlo.

–Quiero decir… quiero decirte –balbuceó ella–. Quiero decir que así… así es imposible… imposible vivir. Que esto es un martirio…

–No hagas escenas aquí –le atajó Levin con irritación–. Puede venir gente…

Estaban, efectivamente, en una habitación de paso. Kitty quiso entrar en la contigua, pero allí estaba la inglesa dando lección a Tania.

–Salgamos al jardín –propuso, en vista de ello.

En el jardín hallaron al campesino que cuidaba de él y que estaba limpiando el sendero. Sin tener en cuenta ya que el jardinero le veía, que ella lloraba y él estaba conmovido y los dos tenían aspecto de sufrir una gran desgracia, siguieron adelante, rápidos. Sólo pensaban en que necesitaban darse explicaciones, de disuadirse mutuamente y de este modo librarse del martirio que ambos experimentaban.

–Así es imposible vivir. Yo sufro, tú sufres… ¿Y por qué? ––dijo Kitty cuando, al fin, se hubieron sentado en un banco solitario, en un rincón del paseo de los tilos.

–Dime una cosa –replicó Levin, poniéndose delante de ella en la misma forma que la noche anterior: los puños crispados, apretados contra el pecho, las piernas abiertas, erguidos el torso y la cabeza, la mirada muy fija en los ojos de su mujer–. ¿No había en su postura, en su tono, algo inconveniente, impuro, humillante para mí? Dime la verdad.

–Había –confesó Kitty, con voz temblorosa–. Pero Kostia –se disculpó–, ¿qué puedo hacer yo? Esta mañana quise tomar otro tono; pero ese hombre… ¿Para qué habrá venido? –añadió entre sollozos que sacudían todo su cuerpo, que ya iba abultándose por el embarazo–. ¡Tan felices que éramos!

El jardinero pudo observar, con sorpresa, cómo primero iban los dos presurosos, aunque nadie los perseguía, y cariacontecidos y que, luego, cuando nada particularmente alegre podían haber encontrado en aquel banco, volvían con rostros tranquilos y hasta radiantes.

Capítulo 15

Una vez que hubo acompañado a su mujer al piso de arriba, Levin entró en la parte de la casa habitada por Dolly. Ésta estaba también muy disgustada aquel día. Daria Alejandrovna se paseaba por la habitación y decía airada y enérgicamente, hasta con saña, a la niña, que permanecía acurrucada en un rincón y sollozando.

–Y te quedarás aquí, en este mismo sitio, todo el día. Y comerás sola. Y no verás ninguna muñeca. Y no te haré ningún vestido nuevo. ¡Ah! Es una niña muy perversa –explicó a Levin–. ¿De dónde sacará estas malas inclinaciones?

Levin se sintió contrariado. Quería consultar a Dolly su asunto y vio que llegaba en mala ocasión.

–Pero, ¿qué es lo que ha hecho? –preguntó con indiferencia.

–Ella, con Gricha, han ido a donde crece la frambuesa y allí… ni te puedo decir lo que estaban haciendo. Mil veces echo de menos a miss Elliot. Esta otra inglesa no vigila nada, es una máquina. Figurez–vous que la petite …

Y Daria Alejandrovna contó lo que ella llamaba el «crimen de Macha».

–Eso no demuestra nada, no demuestra ninguna mala inclinación; es una travesura de niños y nada más –la calmó Levin.

–Pero veo que tú también estás disgustado –advirtió Dolly–. ¿Por qué has venido? –le preguntó–. ¿Qué pasa en el salón?

Por el tono de las preguntas comprendió Levin que le sería fácil decir a Dolly lo que quería.

–No estuve allí, en el salón –explicó–. He estado en el jardín, hablando a solas con Kitty… Hemos reñido otra vez, ya la segunda desde que vino Stiva.

Dolly le miró con sus ojos inteligentes y comprensivos.

–Y dime, con la mano puesta en el corazón –continuó Levin–, ¿no había… no en Kitty, no, pero sí en este señor… un tono que puede ser desagradable y hasta ofensivo para el marido?

–¿Cómo te diré… ? –dudó Daria Alejandrovna–. Quédate en el rincón –ordenó a Macha, la cual, al observar una sonrisa en el rostro de su madre, se había vuelto–. En el ambiente del gran mundo –siguió Dolly diciendo a Levin– es así como se comporta toda la juventud; a una mujer joven y linda hay que hacerle la corte, y el marido mundano debe, además, estar contento del éxito de su mujer.

–Sí, sí –comentó Levin sombrío–. Pero, ¿tú lo has observado?

–No sólo yo, sino también Stiva lo observó. En seguida, después del té, me dijo: Je crois que Veselovsky fait un petit brin de cour à Kitty .

–Está bien, ya estoy tranquilo. Voy a echarle en seguida de casa.

–¿Qué dices? ¿Estás loco? –clamó Dolly, horrorizada–. Vamos, Kostia, serénate –le suplicó. Luego, dirigiéndose a la chiquilla, riéndose, le dijo–: Ahora puedes ir con Fanny. –Y añadió a Levin–: No. Si quieres, voy a hablar con Stiva. Él se lo llevará de aquí. Le puedo decir que estás esperando invitados… que no conviene para nuestra casa…

–No, no. Quiero decírselo yo.

–Pero, ¿vas a reñir con él?

–No será nada trágico; al contrario, me divertiré. De verdad. Sí, sí, será muy divertido –aseguró, los ojos brillantes entre alegres y amenazadores.

–Ahora –defendió a la chiquilla– has de perdonar a la pequeña criminal.

La culpable les miró y quedó indecisa, baja la cabeza, mirando de reojo a su madre, buscando su mirada.

Daria Alejandrovna miró, en efecto, a la chiquilla y ésta, llorando, vino a refugiarse en el regazo de su madre. Dolly le puso su mano, delgada y fina, suavemente, cariñosamente, sobre la cabeza y la acarició con dulzura.

Levin salió pensando: «¿Qué tenemos en común con él?». Y se dirigió resuelto, derechamente, a buscar a Veselovsky.

Al llegar al vestíbulo, dio orden de enganchar el landolé para ir a la estación.

–Ayer se rompió el muelle ––contestó el lacayo.

–Entonces, otro coche corriente. Pero, pronto… ¿Dónde está el invitado?

Levin encontró a Vaseñka en el momento en que éste, habiendo sacado de su baúl las cosas, se probaba las polainas de montar.

Ya fuera que en el rostro de Levin hubiera algo especial o bien que el mismo Vaseñka hubiese comprendido que ce petit brin de cour que había emprendido resultaba inoportuno en aquella familia, lo cierto es que la entrada de Levin en la habitación le conturbó, tanto como es posible en un hombre del gran mundo.

–¿Usted monta con polainas? –le preguntó Levin.

–Sí, es mucho más limpio ––contestó Vaseñka, poniendo su gruesa pierna sobre una silla y abrochando el último corchete de la polaina. Y sonreía a la vez, aparentando estar alegre y tranquilo.

Indudablemente Vaseñka era un buen mozo, y en aquel momento tenía una mirada de bondad y hasta de timidez.

Levin sintió compasión de él y vergüenza de sí, del paso que iba a dar siendo el dueño de la casa.

Sobre la mesa estaba el bastón que ellos habían roto por la mañana, al querer levantar algunas pesas. Levin tomó en la mano aquel resto del bastón y, sin decir palabra, se puso a romper más la punta.

Tras un largo silencio, muy embarazoso para los dos, Levin continuó:

–Quería…

Calló otra vez.

De repente, recordó a Kitty y todo lo que había pasado, y mirando fijamente a los ojos a Veselovsky, le dijo:

–He ordenado enganchar los caballos para usted.

–¿Qué quiere decir eso? –preguntó Vaseñka–. ¿Adónde debo ir?

–A la estación del ferrocarril –contestó Levin, sombrío y arrancando pedacitos de madera al bastón.

–¿Se marcha usted? ¿Ha pasado algo?

–Resulta que estoy esperando a unos invitados –pronunció Levin con energía. Y rápidamente, a la vez que arrancaba más pedacitos de madera del bastón con las puntas de sus fuertes dedos, siguió –: No, no espero invitado alguno ni ha pasado nada; pero le pido que se marche de aquí sin tardanza… Usted puede explicarse como quiera mi escasa cortesía.

Vaseñka se irguió, altivo, habiendo comprendido al fin.

–Pero yo le pido a usted una explicación –dijo, con acento fume.

–No puedo explicarle nada –replicó Levin tranquila y lentamente, reprimiendo el temblor de sus pómulos–. Mejor será para usted no preguntarme.

Y como había acabado de desgajar los pedazos de bastón que ya estaban tronchados, Levin agarró los extremos del trozo que quedaba y, aunque resistente, lo rompió también en pedacitos. Por último, cogió al vuelo una astilla que caía al suelo.

Seguramente el aspecto de aquellos fornidos brazos, de los músculos en fuerte tensión, la decisión que denotaban los ojos brillantes, la tranquilidad y seguridad de la voz, pausada y serena, convencieron a Vaseñka más que las palabras. Así, se encogió de hombros, sonrió con desdén y sólo dijo:

–¿Podré ver a Oblonsky?

–Le mandaré aquí ahora mismo.

–¡Qué idiotas! –comentó Esteban Arkadievich al contarle su amigo que le echaban de la casa; y, habiendo encontrado a Levin en el jardín, donde aquél se paseaba en espera de ver la salida de su huésped, le dijo: –Mais c'est ridicule ! ¿Qué mosca te ha picado? Mais c'est du demier ridicule ! Qué tiene de particular que un joven…

Pero el punto en el cual la mosca había picado a Levin todavía dolía, sin duda, porque éste palideció de nuevo y replicó rápidamente:

–Por favor, no me digas nada. No puedo hacer otra cosa. Siento mucha vergüenza ante ti y ante él. Pero pienso que para él no será una gran pena marcharse y, en cambio, su presencia nos es desagradable a mi mujer y a mí.

–Pero esto es ofensivo para él. Et puis c'est ridicule .

–Su estancia aquí es para mí, ofensiva y penosa (y no por culpa mía). Yo no sé por qué deba sufrir…

–Pues yo no esperaba esto de tu parte. On peut être jaloux, mais à ce point c'est du dernier ridicule!

Levin dio rápidamente media vuelta y se marchó al fondo del jardín, donde continuó, solo, sus paseos.

No tardó en oír el ruido de la tartana, y, entre los árboles, vio cómo Vaseñka, sentado sobre un montón de heno (por desgracia la tartana no tenía el asiento bien arreglado) con su gorra escocesa encasquetada, bamboleándose por el traqueteo del coche al cruzar los baches o salvar piedras, se alejaba por la avenida.

Luego vio que el lacayo salía corriendo de la casa y paraba el carruaje.

–¿Qué sucederá?, pensó Levin.

Se trataba del mecánico alemán, del cual él se había olvidado por completo.

El mecánico, tras muchos saludos, dijo algo a Veselovsky, subió a la tartana y ésta siguió con los dos viajeros.

Esteban Arkadievich y la Princesa estaban indignados por la conducta de Levin. Él mismo se sentía no sólo ridículo en cierta manera, sino hasta culpable y avergonzado. Pero recordando lo que él y su mujer habían sufrido, al preguntarse si habría hecho lo mismo otra vez, Levin se contestaba que en ocasión análoga procedería de la misma manera.

 

Pero, al final del día, y a despecho del incidente, todos, excepto la Princesa, que no perdonaba a su yerno aquella descortesía, estaban extraordinariamente animados y alegres, como suele ocurrir con los niños finalizando su castigo, o con los mayores que asisten a una recepción oficial al terminar las ceremonias.

Así que por la noche, en ausencia de la Princesa, hablaban de la salida forzosa de Vaseñka como de una cosa ocurrida hacía mucho tiempo. Y Dolly, que heredara de su padre el don de contar las cosas con gracia, les hacía estallar de risa cuando, por enésima vez, y siempre con nuevas invenciones humorísticas, contaba que ella estaba a punto de ponerse lacitos para lucirse ante el huésped y salir así al salón, cuando oyó el ruido del carruaje.

–¿Y quién iba en él? –decía–. ¡El propio Vaseñka! Con su gorrita escocesa y las polainas, sentado sobre el heno. ¡Si al menos hubiesen ordenado prepararle el landolé!… Y luego oigo: « Esperen, esperen». Pensé: han tenido compasión de él. Pero veo que sientan a un grueso alemán y a él le levantan, le hacen que vaya de pie. ¡Y adiós mis lacitos! –terminaba simulando hallarse muy contrariada–. Mi fracaso era cierto.