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Anna Karénina

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Capítulo 16

Experto en dialéctica, Sergio Ivanovich, sin replicar a la última objeción de Levin, llevó la conversación a otro punto de vista.

–Si quieres averiguar –dijo– por un medio aritmético el espíritu del pueblo, es claro que será muy difícil que llegues a conocerlo. En nuestro país no está aún implantado el sufragio, y no puede ser introducido, porque no expresaría la voluntad popular; pero para saber cuál es ésta existen otros caminos: se percibe en el ambiente, se siente en el corazón. Ya no hablo de aquellas corrientes bajo el agua que se mueven en el mar muerto del pueblo y que son claras para toda persona que no tenga prevención, miras particulares en el estricto sentido de la palabra. Todos los partidos del mundo intelectual, antes enemigos irreconciliables, ahora se han fundido en una sola idea, las discordias se han terminado. Toda la prensa dice lo mismo; todos han sentido una fuerza titánica que les empuja en la misma dirección.

–Sí, lo dicen todos los periódicos –repuso el Príncipe–. Esto es verdad. Pero de tal modo dicen todos lo mismo, que semejan las ranas en el pantano antes de la tempestad. Hacen tanto ruido, que no se oye ningún otro…

–Si son ranas o no lo son, no lo discuto. Yo no edito periódicos y no quiero defenderlos. Pero sí he de señalar la unidad de opiniones en el mundo intelectual –digo Sergio Ivanovich, dirigiéndose a su hermano.

Levin iba a contestar, pero el viejo Príncipe se le adelantó.

–En cuanto a esa unidad de opiniones se puede decir otra cosa –dijo–. Tengo un yerno –Esteban Arkadievich, ustedes ya le conocen–. Ahora se le nombra miembro de no sé qué comisión y algo más que ahora no recuerdo. En este puesto no hay nada que hacer, pero Dolly –esto no es un secreto– percibirá un sueldo de ocho mil rublos. Vayan ustedes a preguntarle si ese cargo tiene alguna utilidad; él les demostrará que no hay otro más necesario. Y no es un hombre embustero; pero le es imposible no creer en la utilidad de los ocho mil rublos.

–Sí, es verdad, Stiva me ha pedido que diga a Daria Alejandrovna que obtuvo el puesto –dijo Sergio Ivanovich, con visible desagrado, producido por las palabras del Príncipe.

–Pues así es también la unanimidad en las opiniones de los periódicos. Me han explicado que cuando hay guerra, duplican la tirada. Entonces, ¿cómo pueden dejar de considerar trascendentales la suerte del pueblo, la situación de los eslavos, etcétera, etcétera, etcétera?

–Confieso que no tengo demasiada afición a los periódicos, pero hablar así me parece injusto –, dijo Sergio Ivanovich.

–Yo les pondría una sola condición –continuó el Príncipe. Alfonso Karr lo dijo muy bien antes de la guerra con Prusia: « ¿Usted piensa que la guerra es necesaria? Muy bien. Quien predica la guerra, que vaya en una legión especial, delante de todos en los ataques, en los asaltos».

–¡Estarían muy bien los redactores de los periódicos en esa posición!,–comentó Katavasov, riéndose a carcajadas porque se imaginaba a los periodistas conocidos suyos en aquella legión escogida.

–Como que huirían al primer disparo, no servirían más que de estorbo –dijo Dolly.

–Si trataran de huir –completó el Príncipe– se les colocarían detrás las ametralladoras o los cosacos con látigos.

–Eso es una broma, y una broma de dudoso gusto, perdonadme que os lo diga, Príncipe –dijo Sergio Ivanovich con acritud.

–No veo que sea una broma… –empezó Levin. Pero Sergio Ivanovich le interrumpió:

–Cada miembro de la sociedad está llamado a cumplir la obra que le corresponde y los intelectuales cumplen la suya orientando a la opinión pública, y la unánime y completa expresión de la opinión pública es lo que honra a la prensa y al mismo tiempo es un hecho que ha de llenamos de alegría. Hace veinte años habríamos callado; pero ahora se oye la voz del pueblo ruso, que está pronto a levantarse como un hombre y a sacrificarse por sus hermanos oprimidos. Es un gran paso y una patente demostración de la fuerza de…

–Pero es que no se trata de sacrificarse, sino también de matar turcos –insinuó tímidamente Levin–. El pueblo está presto a sacrificarse por su alma, pero no a matar –añadió con firmeza, relacionando esta conversación con los pensamientos que le preocupaban.

–¿Cómo por su alma? Explíqueme esto. Comprenda que para un especialista en ciencias naturales esta expresión ofrece algunas dificultades ––dijo Katavasov con sonrisa irónica.

–Ya sabe usted muy bien lo que quiero decir.

–Pues le juro que no tengo ni la más mínima idea –contestó con risa sonora Katavasov.

–«No traigo la paz, sino la espada», dijo Cristo –replicó por su parte, Sergio Ivanovich, citando, como cosa clara, aquella parte del Evangelio que más confundía a Levin.

–Eso es… Sí, señor ––dijo el viejo criado Mijailich, contestando a la mirada que casualmente le había dirigido Sergio.

Levin se ruborizó de enojo, no porque se sintiera vencido, sino porque no había podido contenerse y evitar la discusión.

«No, no debo discutir con ellos», pensó. « Ellos están protegidos por una coraza impenetrable, y yo estoy desnudo. Habría debido callarme.»

Comprendía que le era imposible persuadir a su hermano y a Katavasov, y aún menos veía la posibilidad de estar de acuerdo con ellos. Lo que ellos predicaban era aquel orgullo de espíritu que casi le había hecho perecer a él. No podía estar conforme con que ellos, tomando en consideración lo que decían los charlatanes voluntarios que venían de las capitales, dijeran que éstos, junto con los periódicos, expresaban la voluntad y el pensamiento populares, pensamiento y voluntad que se basaban en la venganza y en la muerte. No podía estar conforme con esto porque no veía la expresión de tales pensamientos en el pueblo, entre el cual vivía, ni tampoco encontraba estos pensamientos en sí mismo (y no podía considerarse de otro modo sino como uno más entre los miembros que constituían el pueblo ruso) y, sobre todo, porque, junto con el pueblo, no podía comprender en qué consiste el bien general; pero sí creía firmemente que alcanzar este bien general era posible solamente cumpliendo severamente la ley del Bien. Y por ello, no podía desear la guerra ni hablar en su favor. Levin veía su opinión junto a la de Mijailich y el verdadero pueblo, cuyo pensamiento había quedado plasmado en la leyenda de la llamada a los Varegos : « Venid sobre nosotros y gobernadnos. En cambio os prometemos obediencia. Todo el trabajo, todas las humillaciones, todos los sacrificios, los tomamos sobre nosotros; vosotros juzgad y decidid».

Y ahora, según Sergio Ivanovich, el pueblo renunciaba a este derecho comprado a un precio tan elevado.

Levin habría querido decir también que si la opinión pública es un juez impecable, ¿por qué la revolución no era igualmente tan legal como el movimiento en pro de los eslavos?

Pero todo esto no eran más que pensamientos que no podían decidir nada. Una sola cosa se veía palpable: que la discusión sobre este punto irritaba a Sergio Ivanovich y que era mejor, por lo tanto, no discutir.

Y Levin calló y atrajo la atención de sus huéspedes hacia las oscuras nubes que habían acabado de cubrir amenazadoramente todo el cielo. Y comprendiendo que la lluvia no iba a tardar, se dirigieron todos a la casa.

Capítulo 17

El Príncipe y Sergio Ivanovich subieron al cochecillo, mientras que los otros, apresurando el paso, emprendían a pie el regreso hacia la casa.

Pero las nubes, unas claras, otras oscuras, se acercaban con acelerada rapidez, y deberían correr mucho más si querían llegar a casa antes de que descargarse la lluvia.

Las nubes delanteras, bajas y negras como humo de hollín, avanzaban por el cielo con enorme velocidad.

Ahora sólo distaban de la casa unos doscientos pasos, pero el viento se había levantado ya y el aguacero podía sobrevenir de un momento a otro.

Los niños, entre asustados y alegres, corrían delante chillando. Dolly, luchando con las faldas que se le enredaban a las piernas, ya no andaba, sino que corría, sin quitar la vista de sus hijos.

Los hombres avanzaban a grandes pasos, sujetándose los sombreros. Cerca ya de la escalera de la entrada, una gruesa gota golpeó y se rompió en el canalón de metal. Niños y mayores, charlando jovialmente, se guarecieron bajo techado.

–¿Dónde está Catalina Alejandrovna? –preguntó Levin al ama de llaves, que salió a su encuentro en el recibidor con pañuelos y mantas de viaje.

–Creíamos que estaba con usted.

–¿Y Mitia?

–En el bosque, en Kolok. El aya debe de estar con él.

Levin, cogiendo las mantas, se precipitó al bosque.

Entre tanto, en aquel breve espacio de tiempo, las nubes habían cubierto de tal modo el sol que había oscurecido como en un eclipse. El viento soplaba con violencia como con un propósito tenaz, rechazaba a Levin, arrancaba las hojas y flores de los tilos, desnudaba las ramas de los blancos abedules y lo inclinaba todo en la misma dirección: acacias; arbustos, flores, hierbas y las copas de los árboles.

Las muchachas que trabajaban en el jardín corrían, gritando, hacia el pabellón de la servidumbre. La blanca cortina del aguacero cubrió el bosque lejano y la mitad del campo más próximo acercándose rápidamente a Kolok. Se distinguía en el aire la humedad de la lluvia, quebrándose en múltiples y minúsculas gotas.

Inclinando la cabeza hacia adelante y luchando con el viento que amenazaba arrebatarle las mantas, Levin se acercaba al bosque a la carrera.

Ya distinguía algo que blanqueaba tras un roble, cuando de pronto todo se inflamó, ardió la tierra entera, y pareció que el cielo se abría encima de él.

 

Al abrir los ojos, momentáneamente cegados, Levin, a través del espeso velo de lluvia que ahora le separaba de Kolok, vio inmediatamente, y con horror, la copa del conocido roble del centro del bosque que parecía haber cambiado extrañamente de posición.

«¿Es posible que le haya alcanzado?», pudo pensar Levin aun antes de que la copa del árbol, con movimiento más acelerado cada vez, desapareciera tras los otros árboles, produciendo un violento ruido al desplomarse su gran mole sobre los demás.

El brillo del relámpago, el fragor del trueno y la impresión de frío que sintió repentinamente se unieron contribuyendo a producirle una sensación de horror.

–¡Oh, Dios mío, Dios mío! Haz que no haya caído el roble sobre ellos –pronunció.

Y aunque pensó en seguida en la inutilidad del ruego de que no cayera sobre ellos el árbol que ya había caído, él repitió su súplica, comprendiendo que no le cabía hacer nada mejor que elevar aquella plegaria sin sentido.

Al llegar al sitio donde ellos solían estar, Levin no halló a nadie.

Estaban en otro lugar del bosque, bajo un viejo tilo, y le llamaban. Dos figuras vestidas de oscuro –antes vestían de claro– se inclinaban hacia el suelo.

Eran Kitty y el aya. La lluvia ahora cesó casi del todo. Comenzaba a aclarar cuando Levin corrió hacia ellas. El aya tenía seco el borde del vestido, pero el de Kitty estaba todo mojado y se le pegaba al cuerpo. Aunque no llovía, continuaban en la misma postura que durante la tempestad: inclinadas sobre el cochecito, sosteniendo la sombrilla verde.

–¡Están vivos! ¡Gracias a Dios! –exclamó Levin, corriendo sobre el suelo mojado con sus zapatos llenos de agua.

Kitty, con el rostro mojado y enrojecido, se volvía hacia él, sonriendo tímidamente bajo el sombrero, que había cambiado de forma.

–¿No te da vergüenza? ¡No comprendo que seas tan imprudente!

–Te juro que no tuve la culpa. En el momento en que nos disponíamos a regresar, tuvimos que mudar al pequeño. Cuando terminamos, la tempestad ya… –se disculpó Kitty.

Mitia estaba sano y salvo, bien seco y dormido.

–¡Loado sea Dios! No sé lo que me digo…

Recogieron los pañales mojados, el aya sacó al niño del cochecillo y le llevó en brazos. Levin caminaba junto a su mujer reprochándose la irritación con que le hablara y, a escondidas del aya, apretaba su brazo contra el propio.

Capítulo 18

Durante todo el día, mientras se desarrollaban las más diversas conversaciones, en las que intervenía como si sólo participara en ellas lo externo de su inteligencia, Levin, no obstante al desengaño del cambio que debía pesar sobre él, sentía incesantemente, con placer, la plenitud de su corazón.

Después de la lluvia la excesiva humedad impedía salir de paseo. Además, las nubes de tormenta no desaparecían del horizonte y pasaban unas veces por un sitio, otras por otro, ennegrecido el cielo, acompañadas a intervalos por el fragor de los truenos. El resto del día lo pasaron, pues, todos en la casa.

No se discutió más, y después de la comida se encontraban todos de excelente humor.

Katavasov, al principio, hizo reír mucho a las señoras con sus bromas originales, que siempre gustaban cuando se le empezaba a conocer; pero luego, interpelado por Kosnichev, suspendió sus interesantísimas observaciones sobre la diferencia de vida, caracteres y hasta de fisonomías entre los machos y hembras de las moscas caseras.

Sergio Ivanovich, también de buen humor, explicó a petición de su hermano, durante el té, su punto de vista sobre el porvenir de la cuestión de Oriente, de modo tan sencillo y agradable que todos le escucharon con placer.

Kitty fue la única que no pudo atenderle hasta el final, porque la llamaron para bañar a Mitia.

Algunos momentos después, llamaron también a Levin al cuarto del niño.

Dejando el té, y, lamentando interrumpir una charla interesante, se inquieto a la vez al ver que le llamaban, ya que sólo lo hacían en ocasiones importantes, Levin se dirigió a la alcoba de Mitia.

A pesar de lo interesante del plan –que Levin no oyera hasta el fin– expuesto por Sergio Ivanovich respecto a que los cuarenta millones de eslavos liberados debían, en unión de Rusia, abrir una nueva era en la historia del mundo; a pesar de su inquietud a interés por el hecho de que le llamaran, en cuanto se encontró solo, al salir del salón recordó sus pensamientos de por la mañana.

Y todo aquello de la importancia del elemento eslavo en la historia universal le pareció tan insignificante en comparación con lo que sucedía en su alma que por el momento lo olvidó todo y se sumió en el mismo estado de espíritu en que estuviera durante la mañana.

Ahora no recordaba el proceso de sus ideas, como lo hacía antes, ni tampoco lo necesitaba. Se hundía en seguida en el sentimiento que le guiaba, en relación con estas ideas, y hallaba que aquel sentimiento era más fuerte y definido en su alma que antes.

Ya no le sucedía ahora como anteriormente, cuando en los momentos en que encontraba un consuelo imaginario, le era forzoso restablecer todo el proceso de sus ideas para hallar el sentimiento. Al contrario, a la sazón, la sensación de alegría y serenidad era más viva que antes, y el pensamiento no alcanzaba hasta la altura del sentimiento.

Levin, caminando por la terraza y mirando las estrellas que aparecían en el cielo ya oscurecido, recordó de repente y se dijo: «Sí, mirando al cielo, pensaba que la bóveda que veo no es una ilusión; pero no llevé mis pensamientos hasta el final, algo no quedó bien meditado. Pero, sea como sea, no puede haber objeción. Hay que reflexionar sobre ello y entonces todo quedará claro … ».

Y al penetrar en la alcoba del niño, se acordó de lo que se había ocultado a sí mismo. Y era que si la principal demostración de la Divinidad consistía en su revelación de lo que es el bien, en ese caso, ¿por qué la revelación se limita sólo a la Iglesia cristiana? ¿Qué relación tienen con esta revelación las doctrinas budistas y mahometanas que también profesan y hacen el bien?

Parecíale encontrar ya la contestación a tal pregunta cuando, antes de contestarse, entró en el cuarto del niño.

Kitty, con los brazos remangados, se inclinaba sobre la bañera donde estaba el pequeño jugando con el agua, y al oír los pasos de su marido volvió el rostro hacia él y le llamó con una sonrisa.

Sostenía con una mano la cabeza del niño, que estaba tendido de espalda en el agua, agitando los piececillos, y con la otra, contrayéndola rítmicamente, Kitty oprimía la esponja contra el cuerpo regordete del pequeño.

–¡Mírale, mírale! –dijo cuando su esposo se acercó a ella–. Agafia Mijailovna tiene razón: ya nos conoce…

Era evidente que, desde aquel día, Mitia reconocía a todos los que le rodeaban.

En cuanto Levin se acercó a la bañera le hicieron asistir a un experimento que tuvo un éxito completo.

La cocinera, llamada expresamente, se inclinó hacia el niño, quien frunció las cejas y movió la cabeza negativamente. Luego se inclinó Kitty y el niño sonrió con júbilo, apoyó las manitas en la esponja y produjo con los labios un extraño sonido de contento.

No sólo la madre y el aya, sino hasta el mismo Levin, se entusiasmaron.

Con una mano sacaron al niño de la bañera, le vertieron más agua por encima, le envolvieron en la sábana, le secaron y después, cuando comenzó a emitir su prolongado grito habitual, se lo entregaron a su madre.

–Me alegro mucho de que empieces a quererle –dijo Kitty a su marido después de que con el niño al pecho, se sentó en su lugar acostumbrado–. Estoy muy contenta. Ya empezaba a disgustarme. Decías que no experimentabas nada hacia él…

–¿He dicho que no sentía nada? Sólo decía que me había decepcionado.

–¿Te había decepcionado el niño, quizá?

–No él, sino yo con respecto a mi sentimiento por él. Esperaba más. Esperaba una especie de sorpresa, de sentimiento nuevo y agradable que florecería en mi alma. Y de pronto, en lugar de eso, sentí repugnancia, compasión…

Kitty le escuchaba atentamente, teniendo al niño entre ambos y ajustándose a los finos dedos las sortijas que se quitara para bañar a Mitia.

–Y lo principal es que sentía mucho más temor y compasión por él que placer. Hoy, después del momento de temor que pasé durante la tormenta, comprendí cuánto le quiero.

Kitty mostraba una radiante sonrisa.

–¿Te asustaste mucho? –preguntó–. Yo también. Pero ahora que todo ha pasado tengo más miedo aún… Iré a ver el roble. ¡Qué simpático es Katavasov! Todo el día se ha mostrado muy amable. ¡Y tú eres tan bueno con tu hermano, y te portas tan bien con él cuando quieres! Anda, ve con ellos. Aquí, después del baño, hace siempre demasiado calor…

Capítulo 19

Al salir del cuarto del niño y quedarse solo, Levin recordó otra vez aquel pensamiento en el cual había algo que no estaba claro.

En vez de ir al salón, desde el cual llegaban las voces de los demás, se detuvo en la terraza y apoyándose en la balaustrada contempló el cielo.

Había anochecido por completo. Al sur, hacia donde miraba, no se veían nubes. Al lado opuesto se extendía el nublado y allí brillaban los relámpagos y se oían lejanos truenos.

Levin escuchaba el lento caer de las gotas de agua desde los tilos en el jardín, contemplaba el conocido triángulo de estrellas que tanto conocía, y la difusa Vía Láctea, que cruzaba a aquel triángulo por el centro.

Cada vez que brillaba un relámpago, no sólo la Vía Láctea sino las brillantes estrellas desaparecían, pero cuando el relámpago cesaba, las estrellas, como lanzadas por una mano certera, reaparecían en el mismo sitio.

«¿Y qué es lo que me hace todavía dudar?» , preguntó Levin, presintiendo que, aunque la ignoraba aún, la solución de sus dudas estaba ya preparada en su alma.

«Sí, la única, evidente a indudable manifestación de la Divinidad son las leyes del bien, expuestas al mundo por la revelación, y las cuales siento en mí y a cuyo reconocimiento no me incorporo, sino que estoy unido forzosamente con una comunidad de creyentes que se llama Iglesia. Pero los hebreos, los mahometanos, confucianos y budistas, ¿qué son? Y aquella era la pregunta que resultaba peligrosa. ¿Es posible que centenares de millones de seres humanos estén privados del mayor bien de la vida, sin el que la vida misma no tiene sentido?»

Permaneció pensativo; pero en seguida se corrigió.

«¿Qué pregunto? Pregunto sobre la relación con la Divinidad de diversas doctrinas religiosas de la Humanidad toda. Pregunto sobre la manifestación general de Dios a todo el mundo, incluso a las nebulosas del firmamento… ¿Qué hago? A mí, personalmente, a mi corazón, se me abre un conocimiento indudable, incomprensible para la razón, y he aquí que me obstino en explicar con razones y palabras ese conocimiento.

»¿Acaso no sé que las estrellas no se mueven?», se preguntó, mirando el brillante astro que había cambiado de posición sobre las altas ramas del álamo.

« Sin embargo, mirando el movimiento de las estrellas no puedo apreciar el de rotación de la Tierra y por tanto acierto al decir que las estrellas se mueven.

»¿Habrían los astrónomos podido comprender y calcular algo sólo teniendo en cuenta los diversos y complicados movimientos de la Tierra? Todas sus extraordinarias conclusiones de los cuerpos celestes se basan sólo en el movimiento aparente de los astros en torno a la Tierra inmóvil, en ese movimiento que contemplo ahora y que, tal como es para mí, fue para millones de hombres durante siglos, y ha sido y será siempre igual, y por eso puede ser comprobado directamente.

»Y así como habrían sido superfluas y discutibles las conclusiones de los astrónomos no basadas en la observación del cielo visible, en relación con un meridiano y un horizonte, igualmente superfluas y discutibles habrían sido mis conclusiones de no bastarse en la comprensión del bien, que ha sido, es y será igual para todos, y que me es revelado por el cristianismo, y en el cual puede siempre confiar mi espíritu. No tengo, pues, derecho a resolver la cuestión de las relaciones de otras doctrinas con la Divinidad.»

–Pero, ¿estás todavía aquí? –preguntó de repente la voz de Kitty, que se dirigía al salón por aquel mismo camino–. ¿Estás disgustado por algo? –agregó, mirando su rostro a la luz de las estrellas.

 

Mas no habría podido distinguirlo a no ser por el fulgor de un relámpago que ocultó en aquel momento la claridad de las estrellas a iluminó la faz de su marido. A aquel resplandor fugaz, Kitty lo examinó y, al verlo jubiloso y sereno, floreció en sus labios una sonrisa.

«Ella me comprende» , pensó Levin. « Ella sabe en lo que estoy pensando. ¿Se lo digo o no? Sí, voy a decírselo.»

Pero en el momento en que iba a empezar a hablar, Kitty habló también.

–Oye, Kostia, ¿quieres hacerme un favor? Ve a la habitación del rincón a ver si la han arreglado bien para Sergio Ivanovich. A mí me da cierta vergüenza… ¿Le habrán puesto el lavabo nuevo?

–Bien; voy a ver –dijo Levin, incorporándose y besándola.

«No, no debo hablarle» , pensó, cuando Kitty pasó delante de él. « Se trata de un misterio que sólo yo debo conocer y que no puede explicarse con palabras.

» Este nuevo sentimiento no me ha modificado, no me ha deslumbrado ni me ha hecho feliz como esperaba; como en el amor paternal no ha habido sorpresa ni arrebatamiento… No sé si esto es fe o no es fe. No sé lo que es. Pero sí sé que este sentimiento, de un modo imperceptible, ha penetrado en mi alma con el sufrimiento y ha arraigado en ella firmemente.

»Me sentiré irritado como antes contra Iván, el cochero, seguiré discutiendo lo mismo, expresaré inadecuadamente mis pensamientos, continuará levantándose un muro entre el santuario de mi alma y los demás, incluso entre mi espíritu y el de mi mujer. Seguiré culpándola de mis sobresaltos para luego arrepentirme de ello; mi razón no comprenderá por qué rezo y sin embargo seguiré rezando… Todo como antes…

» Pero a partir de hoy mi vida, toda mi vida, independientemente de lo que pueda pasar, no será ya irrazonable, no carecerá de sentido como hasta ahora, sino que en todos y en cada uno de sus momentos poseerá el sentido indudable del bien, que yo soy dueño de infundir en ella.»