Los irreductibles III

Text
Author:
From the series: Los irreductibles #3
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
Los irreductibles III
Font:Smaller АаLarger Aa

LOS IRREDUCTIBLES III

© del texto: Julio Rilo

© diseño de cubierta: Lois Moreno Graña

© corrección del texto: Equipo Mirahadas

© de esta edición:

Editorial Mirahadas, 2021

Avda. San Francisco Javier, 9, P 6ª, 24 Edificio SEVILLA 2,

41018, Sevilla

Tlfns: 912.665.684

info@mirahadas.com

www.mirahadas.com

Producción del ePub: booqlab

Primera edición: diciembre, 2021

ISBN: 978-84-18996-75-7

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»

LOS IRREDUCTIBLES III

Julio Rilo


Índice

Angustia

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

Arrepentimiento

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

Aceptación

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

Despedida

ANGUSTIA


III

El jueves por la noche fue la segunda vez que Rebe se quedó a dormir en casa de Kino aquella semana. Cosa inaudita hasta entonces. Al principio, aún seguía usando la excusa de que quería cuidar a Kino, aunque en el momento en el que este la ató a la cama y le vendó los ojos, decidieron abandonar la farsa.

Kino no solo estaba recuperado del catarro, sino que también estaba muy preparado para tener a Rebe tan dispuesta. Esa noche se ayudó no solo de aceites aromáticos, fresas y nata para jugar con los sentidos de Rebe y excitarla a más no poder antes de abalanzarse sobre ella sin quitarle la venda de los ojos, sino que también la sorprendió mucho cuando sacó algún juguete que tenía guardado para alguna ocasión especial. Como aquella.

Era verdad que Kino ansiaba oportunidades de crear «ocasiones especiales», y se esforzó porque aquellas experiencias quedasen grabadas en la memoria de Rebe para siempre, y en que quisiera repetir. Pero algo diferente era el resto del tiempo que pasaban ocupados en cosas que no tenían nada que ver con el sexo.

El miércoles se había quedado todo el día con él, lo que resultó ser un auténtico e inesperado ejercicio de paciencia. A Kino le sorprendió ver que Rebe, aunque era una chica graciosa e inteligente, la mayor parte del tiempo era una persona aburrida que pasaba más tiempo mirando la pantalla de su HSB que lo que tenía delante de sus narices. Aquello preocupaba a Kino, pero no le llegaba a molestar.

Lo que a Kino sí le molestaba de Rebe eran sus incesantes quejas sobre la música que él ponía en su piso (aunque él nunca dijo nada de la música que ponía ella cuando estaban en su casa). No le gustaba ninguna canción de las que Kino tenía en sus listas de reproducción, y para ella todas eran «viejas», «sin ritmo» y, básicamente, «una puta mierda anticuada».

Y aquello sí que no. Kino hizo la prueba de dejarle a ella escoger la música el viernes por la tarde, experimento que duró poco cuando ella optó por el treggaetón, único género que poblaba sus gustos musicales y listas de reproducción. Algo que Kino desconocía hasta el momento y que le produjo un gran desasosiego.

El treggaetón había sido el siguiente e inevitable paso a la hora de crear música de consumo fácil para las masas. Una mezcla relativamente reciente de los dos géneros musicales más denostados por Kino: el trap y el reggaetón.

Rebe se burlaba de Kino diciendo que la música que escuchaba él no tenía nada de ritmo, a diferencia de «autores» como Lil’-Twat o Moonskank. Kino, por otra parte, intentó convencerla de que una canción, además de ritmo, se suponía que también debía tener melodía y armonía, por no hablar de que se agradecía una letra con más de cuatro estrofas. Pero cuando vio lo infructuosos que sus argumentos resultaban en Rebe, decidió arrojar la toalla. Pero, aun así, no fue capaz de callarse su opinión particular, y era que si el mismo ritmo base se repetía en todas las canciones había que ir hasta el culo de python para aguantar más de dos seguidas.

—Bueno, mejor python que esa mierda que fumas tú. Que no sé cómo puedes meterte eso en los pulmones.

—Claro, es infinitamente mejor echarse ácido en los ojos.

Y aquel fue el inicio de una nueva discusión. Porque si ya a Kino le molestaba que la gente le recriminase que siguiera fumando porros, le molestaba mucho más cuando lo hacía alguien que tomaba algo mucho más perjudicial para la salud que el cannabis. Como era el caso.

Por suerte, aquel día no tuvieron demasiado tiempo de discutir porque Kino tenía que empezar a prepararse para ir a Industrias Lázaro para la próxima sesión. Y aunque la perspectiva de volver a meterse en aquella endemoniada máquina no le hacía ninguna gracia después de sufrir un shock como el de la semana pasada, en ese momento en particular agradeció la coartada para poder echar a Rebe del piso.

IV

—Al final no pudo ser —dijo Álex.

—Pues no —respondió Ricardo—. Pero bueno, por lo menos este año «quedó en casa». Me alegro de que se lo lleve Alejandro. Ojalá el año pasado te lo hubieses llevado tú —concluyó poniéndole una mano en el hombro a Álex.

Álex agradeció el gesto, pues el año pasado había estado a punto de ganar el Goya a la Mejor Dirección por La comunidad, pero al final no hubo suerte. En aquellos momentos observaban desde atrás a Alejandro Amenábar respondiendo diplomáticamente a todos los periodistas con el busto del pintor en su mano, en un tono correcto y apocado. Y lo cierto era que no le molestaba lo más mínimo haber perdido frente a un antiguo protegido suyo. Si había que ser sinceros, Los otros le gustaba mucho más que el Cementerio de piratas.

 

—Las fiestas de Alejandro se hicieron famosas dentro del mundillo. Había de todo, eran un auténtico desmadre —decía distraído el fantasma de Ricardo.

—Con lo tranquilito que parece —dijo Kino.

—Tú lo has dicho: parece.

—No parecía que estuvieras muy convencido de ganar.

—No tenía ni la más mínima duda de que yo no me iba a llevar el Goya. Tú piensa que Cementerio de piratas fue la primera vez que me nominaron a la dirección. Y ni de coña fue mi mejor trabajo. Pero bueno, es lo que hay. Agradecí la publicidad, eso sí.

—Te da rabia, ¿eh?

—Pues claro que me daba rabia, Kino. Es muy frustrante que no te reconozcan tu trabajo. Pero también te concedo que, a estas alturas, esto era ya puro ego. Yo tenía mi reconocimiento en el público. Un reconocimiento constante y más que suficiente que me permitió siempre hacer lo que yo quería. O casi. Pero bueno. Sí que admito que por esta época ya no hice tanto.

—¿Cómo que no? Si aún no habías creado Industrias Lázaro ni las mind-mallows.

—Precisamente por eso. Los avances que hice en otros campos fueron motivados por las pocas ganas que tenía de seguir dedicándome al cine, la verdad.

—¿Te desilusionaste?

—No exactamente.

Mientras Ricardo hablaba, el recuerdo de su padre con cuarenta y cuatro años se despedía disimuladamente de sus amistades más cercanas, procurando no llamar la atención de ninguna cámara ni periodistas.

—¿Te vas ya? —le preguntó Javier Fesser—. Si ahora viene lo mejor.

—Qué va, Javier —contestó Ricardo sonriendo amablemente—. Me voy para casa. Que tengo a Teresa esperándome con el peque.

—Ah, ya decía yo que no la veía por ningún lado. Pues dale recuerdos de mi parte. Y cuídala, que es una auténtica Joya.

Ricardo se despidió de Javier riéndole el chascarrillo. Y se dirigió caminando hacia el Campo de las Naciones, donde contaba con encontrar un taxi, ya que el chófer que había contratado para llegar hasta allí en limusina ya había terminado su jornada y se había ido.

—No fue que me desilusionase —continuó el fantasma de Ricardo—. Pero sí que cambiaron las cosas. Aquella noche no contaba con que me diesen ningún premio ni a mí ni a mi película, pero no era aquello a lo que había ido a la Ceremonia de los Goya. Aquella noche había presente un productor de la Warner que venía de Estados Unidos, y yo me había intentado aproximar a él en varias ocasiones. Pero en todas hubo alguien que se metía en medio y se lo llevaba aparte. Aquello me frustró mucho, ya que uno de mis sueños siempre fue irme a Hollywood y hacer una película de Batman. Y la Warner era la que tenía los derechos de DC, pero no solo eso, sino que habían llegado hasta mí rumores de que se encontraban en procesos de planificación de un reboot de la serie y buscaban a un nuevo director que contrastase con Joel Schumacher.

—Y tú querías aprovechar la ocasión para hacerle un pitch al productor.

—Exacto.

—Yo pensaba que a ti te gustaba más Superman.

—Claro, pero quería empezar con Batman y seguir con Superman. La idea era hacer películas dentro del mismo universo, como haría Marvel años más tarde. Pero no pude. Y después, esa misma noche me enteraría de por qué fue que no pude. Hubo alguien que se metió por medio.

Ricardo aún no se había alejado del Palacio de Congresos, y rebuscaba en los bolsillos interiores de su frac el mechero, mientras maldecía entre dientes con un Ducados en los labios.

—¿Necesita fuego?

Ricardo se giró para ver quién le hablaba, y se encontró ante él con un tipo unos diez años más joven que él y algo bajito, de piel morena y curtida, que le alcanzaba un mechero. Respiraba entrecortadamente y unas gotas de sudor asomaban por su frente, por lo que se deducía que se había acercado a Ricardo corriendo cuando lo vio marcharse a lo lejos. Ricardo posó su vista en una tripa que, aunque no era demasiado grande, sí que explicaba que a aquel hombre le hubiese supuesto un esfuerzo el alcanzarle. Iba vestido con un traje muy caro, una corbata púrpura y rosa, a juego con la camisa adornada con gemelos dorados que tenían el mismo grabado que el broche que sujetaba la corbata. Un broche que parecía un escudo de armas que Ricardo no reconoció.

—Muchas gracias —dijo Ricardo inclinándose para encender el cigarro—. Muy amable.

Ricardo se estaba girando dispuesto a irse, pero aquel individuo le agarró suavemente del brazo.

—Señor Lázaro, estaba esperando tener una oportunidad para hablar con usted.

—Lo siento, pero es que ya es un poco tarde y me estaba yendo para casa.

—No tardaré mucho, se lo prometo. Me hubiese acercado durante la Ceremonia, pero tenía que atender a unos invitados americanos. Además, no me parecía lo suficientemente discreto.

—Anda. ¿Necesita discreción para hablar conmigo? Lo siento, pero no tengo el placer de conocerle.

—Eso tiene fácil solución —contestó el hombre con una sonrisa de vendedor profesional mientras le tendía la mano afablemente—. Marcelino Sampere. A su servicio.

Kino sintió un nudo en el estómago y tragó saliva. Aquel individuo le había resultado familiar, pero no había caído en la cuenta hasta aquel instante en el pequeño detalle de que el Jefazo también había sido alguien joven.

—Ricardo Lázaro. Aunque evidentemente usted ya me conocía. Y dígame, señor Sampere, ¿está usted con alguna productora?

—Podría decirse así, pero de una manera muy general. Digamos que tenemos amigos en común.

—Ya —dijo Ricardo mirándolo con desconfianza mientras le daba una calada al cigarrillo—. Es algo probable, ya que parece usted una persona muy amigable.

—Bueno, es un rasgo que ambos compartimos —respondió Sampere henchido de orgullo—. Digamos que represento los intereses de nuestros… patrocinadores.

Hubo algo en la forma en que Sampere dijo eso que hizo que Ricardo se pusiera muy serio súbitamente, y volvió a mirar a su interlocutor de arriba abajo, evaluándolo.

—¿Y qué patrocinadores serían esos?

—Vamos, señor Lázaro, usted ya sabe muy bien cómo funciona esto. No se supone que debamos decir quiénes son, nunca se sabe quién podría estar escuchando. Es como si no tuvieran nombre. Pero sí que les interesa recordarle que usted tiene un contrato pendiente. Y que ya ha pasado suficiente tiempo como para que empiece a considerar el comenzar a aportar su parte.

Ahora Ricardo miraba con dureza a Sampere, y había estirado la espalda para alzarse en toda su estatura mientras fumaba exudando altanería por los poros, pero sin llegar a echarle el humo a la cara. Tampoco hacía falta. Su forma de mirar era más que elocuente.

—¿A qué se dedica usted, señor Sampere?

—¿Yo? Bueno… un poco de todo. Me gusta considerarme como un emprendedor.

—Ya… —repitió Ricardo mirando una vez más la ostentosa indumentaria de quien tenía delante—. Lo decía porque va vestido como un agente inmobiliario.

La expresión de Sampere se crispó durante un instante, pero en menos de un segundo ya había recuperado la sonrisa de vendedor y se reía como si lo que Ricardo acababa de decir hubiese sido el mejor chiste de la Historia.

—Qué cosas tiene, señor Lázaro, qué cosas tiene. Aunque no creo yo que en España haya muchos agentes inmobiliarios de mi talla. Pero no, no me dedico a ese sector. Al menos profesionalmente, porque invertir en suelo siempre es la mejor opción de futuro, ¿no le parece?

—¿A día de hoy? Solo si se apuesta en contra de la Burbuja Inmobiliaria.

—¿Burbuja? Por favor, señor Lázaro —respondió Sampere apartando el comentario de Ricardo con una mano, mientras reía con suficiencia—. Eso son fantasías. No se crea las mentiras de los derrotistas, alarmistas y demás falsos profetas. De ser por ellos, jamás habríamos entrado en la Unión Europea. Pero bueno, a lo que íbamos, que nos desviamos del tema. Parece que nuestros patrocinadores tienen una gran fe depositada en usted, señor Lázaro. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—Por favor —dijo Ricardo sin ganas y con poca convicción.

—¿Qué es lo que les ha prometido?

—¿No se lo han dicho? —preguntó Ricardo con sorna.

—No. La verdad es que no. Simplemente me dijeron que ya se habían dedicado a sentar las bases. ¿Cómo fue exactamente…? Ah, sí. Controlar las variables —remató Sampere encogiéndose de hombros—. No sé qué puede significar eso, pero también me dijeron otra cosa.

—¿El qué?

—Que era probable que, a día de hoy, ni siquiera usted supiera exactamente qué es lo que va a aportar.

Kino pudo oír una voz en su cabeza que decía «¡Mierda!», y al instante la identificó como la de Ricardo. Miró hacia el fantasma de su padre, quien observaba distante desarrollarse la escena. No era él quien había hablado, sino que Kino había oído por un brevísimo instante los pensamientos de su padre. El fantasma le devolvió la mirada a su hijo, pero no dijo nada, y volvió a mirar hacia su versión más joven como para indicarle a Kino que prestase atención. Kino hizo caso.

—Alguna que otra idea ya tengo.

—Ah, ¿sí? Pues es un alivio, señor Lázaro, porque ya se estaban empezando a preocupar. De hecho, y estas son sus propias palabras no las mías, «aunque todavía queda la mitad de la partida y puede parecer mucho tiempo, se necesita bastante para preparar algo que nos pueda ayudar». ¿Qué puedo decir? Son gente difícil de contentar, ¿no le parece?

—Me parece que hay gente que no está contenta con nada —soltó Ricardo despectivamente.

—Bueno, eso no es del todo así. Es solo que algunos necesitamos más para contentarnos.

A Kino le hizo gracia que, por su forma de hablar, Sampere se considerase a la misma altura que aquellos que lo estaban usando a él para lo mismo que él usaba a Agustín Ortega. Pero también le agradó ver que su padre le trataba con la misma educación distante llena de desprecio que él había mostrado cuando le conoció en su casa.

—Dígales que no se preocupen. Lo tengo todo planeado y cumpliré con mi parte —dijo Ricardo apesadumbrado.

—Lo siento, señor Lázaro, pero me temo que no es suficiente. Quieren algo.

—¿El qué, un avance?

—Por así decirlo.

—Pues lo siento mucho, señor Sampere, pero me temo que no es posible.

—¿Y eso por qué?

—Porque si se supone que yo tuviese que contarle algo a usted, ellos ya le habrían hecho un avance de qué es lo que yo les prometí conseguir. Buenas noches. —Y sin más, Ricardo se dio la vuelta dejando a Sampere allí plantado, dispuesto a irse. Pero no pudo, ya que sintió cómo el futuro ministro le agarraba por el brazo, impidiéndole que se alejase.

—Mira, artistilla, no me vaciles. —Ricardo alzó las cejas fingiendo sorpresa al mirar la mano que le sujetaba del codo. La fuerza con la que Sampere presionaba en su articulación y el repentino tono macarra con el que hablaba le indicó que había conseguido molestarlo al recordarle que no estaba a la misma altura que sus superiores—. Puede que yo no sepa todo, pero sé lo suficiente. Control poblacional. ¿Qué tienes preparado? Te recomiendo que me digas algo satisfactorio, ya que depende de lo que yo les cuente para tenerlos contentos, ¿está claro?

—No está nada claro. —Rio Ricardo haciéndole frente, y zafándose del agarre con un movimiento brusco del brazo—. Lo que usted les diga me trae sin cuidado, porque esta gente ya tiene toda la información que necesita para saber qué está pasando, independientemente del recado que usted les lleve. Porque pongamos las cartas sobre la mesa, lo importante no era lo que yo le diga a usted, sino hacerme llegar un mensaje a través de usted. Un recordatorio de que va siendo hora de que me ponga las pilas. No me intente convencer de otra cosa, señor Sampere, cuando ni siquiera sabe en qué consiste mi proyecto. Y ahora es mi turno de preguntarle a usted a qué coño se dedica para darse tantos humos.

 

Sampere lo miraba con furia, pero parecía que su respiración había vuelto a calmarse, y recuperó el trato de usted a la hora de dirigirse a Ricardo.

—Mire, amigo, puede que yo no sea tan famoso como usted ni salga tanto por la tele. Pero precisamente por eso es por lo que yo llegaré mucho más lejos. Está usted hablando con el futuro dueño de este país.

—¿Eso es lo que le prometieron? —preguntó Ricardo volviendo a reír, incapaz de reprimir la carcajada.

—Su promesa fue que me ayudarían a conseguir mis metas. Y ellos saben perfectamente cuáles son mis metas —dijo Sampere muy serio.

—Ya entiendo —contestó Ricardo volviendo a mirarlo de arriba abajo con una mueca depredadora en sus labios—. La sonrisa de vendedor, el traje anticuado y unos zapatos que son cuatro veces el salario mínimo. Tú lo que quieres es meterte en política, ¿no es así, Marcelino? Y por tu pelo engominado y el innecesario escudo de armas que luces, creo que adivino el partido en el que debes militar…

Sampere se acercó amenazante, estirando el cuello para intentar poner su cara a la altura de la de Ricardo, mas sin éxito. Pero no hacía falta, porque su aspecto en aquel momento era ciertamente intimidante a pesar de su corta estatura, como Joe Pesci en Uno de los nuestros. Parecía capaz de cualquier cosa con alguien que tuviese la osadía de no tomárselo en serio. Pero Ricardo no se achantaba, y le sostuvo la posición sin intimidarse ni dejar de fumar.

—Así es, Ricardito, así es. De hecho, ya estoy metido. En política y en todo aquello que me permita llegar a ser la persona más importante de España. Así que puede que el día en que yo les sea de más utilidad que tú no esté tan lejos como tú te crees.

—¿Y qué me recomiendas que haga?

—Darme algo útil.

—Ya lo he hecho. Diles que vale, que las piezas están en movimiento.

—No es suficiente.

—No, no lo es. Nunca lo es para los inútiles sin imaginación como tú —estalló Ricardo repentinamente—. Y por supuesto, vuestra falta de imaginación la compensáis con una ambición casi caricaturesca. Es increíble que con lo fácil que tenéis las cosas no seáis capaces de controlarlas mejor, joder. Tenéis el juego amañado a vuestro favor y, aun así, os cuesta ganar. A mí me daría vergüenza, pero claro... Cadenas de televisión.

—¿Qué? —preguntó confundido Sampere.

—Cadenas de televisión. Tú lo que quieres es que yo te dé alguna idea que te ayude a ti, ¿no es eso?

—¿Tu plan final consiste en montar cadenas de televisión?

—¡Qué va! Eso está muy por debajo de mi proyecto, es una idea superficial, pero que puede ser suficiente para un político sin imaginación. Porque tú lo que quieres es que yo te dé alguna de mis ideas de la que puedas sacar provecho, ¿no es así? Tú eres capaz de presentarte voluntario para rebajarte y hacer de mensajero para un artistilla como yo solo para ver si mis ideas valen tanto como a ti te han dicho. Y con suerte apuntarte algún tanto como si se te hubiera ocurrido a ti. ¿O no?

Por la expresión de sorpresa tan exagerada, casi cómica, que puso Sampere sustituyendo su previa mueca furibunda, Kino dedujo que su padre acababa de dar en el clavo.

—Bueno, a ver… ¿Pero para qué queremos más canales de televisión?

—¿Que para qué…? ¡Ves cómo no tenéis ni una gota de imaginación! Mira, vuestro partido ya controla un grupo mediático que cuenta con sus propios canales. ¿Cierto?

—Cierto… —contestó Marcelino con cierta reticencia.

—Y mal, lo que se dice mal, no os van las cosas en ese apartado. Que yo estoy metido por ahí y sé cuáles son las cuotas de audiencia. Que nosotros también controlamos producciones televisivas.

—Vale, vale, ¿a dónde quiere llegar?

—Crear otra cadena. Pero que esta sea con tendencia a la izquierda.

—¿Y eso en qué iba a beneficiarnos? —preguntó Sampere con cara de no entender nada.

El partido en el que Marcelino Sampere había comenzado a militar hacía pocos años, y que actualmente ostentaba el Gobierno del Estado, era de una tendencia conservadora muy marcada, sirviendo de refugio al amplio espectro reaccionario del país. Motivo por el que habían ganado por mayoría absoluta en las anteriores elecciones.

—Pues que la tendencia hacia la izquierda sería puramente aparente. Ponéis a algún famosillo y a algún periodista que diga cosas así muy rojas. De las que vuestro electorado no quiere oír. Ponéis mucho énfasis en temas sociales, y en general habláis de las cosas de las que habla la oposición. Sería la primera cadena abiertamente de izquierdas, así que llamaría mucho la atención y atraería a todo el público que echa de menos ese tipo de mensaje. Pero en realidad seríais vosotros los que controlaríais el mensaje. Piénsalo por un segundo. —Kino, que estaba anonadado al ver la facilidad con la que su padre se desenvolvía en una situación tan surrealista como aquella, vio que Sampere ponía expresión pensativa al oír las palabras de Ricardo. Sus argumentos estaban empezando a adquirir sentido en su mente—. Tendríais control sobre la línea editorial. Y luego ya, la guinda: hacéis programas de debate a los que invitáis a los «expertos» más ineptos de la izquierda, por un lado, gente que no es capaz de improvisar un argumento de peso en el calor de una discusión y ante la que sea fácil no quedar mal. Y por el otro, a la auténtica gente a la que vosotros queréis dar visibilidad. Y es así cómo hacéis llegar vuestro mensaje reaccionario a más gente. ¿Entiendes?

Sampere asentía lentamente.

—Entiendo, entiendo. Tiene bastante sentido, la verdad. Y tengo que reconocer una cosa: es una idea muy buena, cojonuda. Muy retorcida.

—Pues te dejo que te la quedes y que te apuntes el tanto, campeón. Ahora, ¿puedo irme?

Sampere volvió a asentir lentamente, asimilando aún las palabras de Ricardo. Pero cuando este volvió a darse la vuelta, arrojando la colilla de su cigarro al suelo, Sampere recuperó la compostura y se volvió a dirigir a él:

—Volveremos a vernos, señor Lázaro. Ha sido un auténtico placer.

Ricardo se quedó plantado en seco, y permaneció pensativo de espaldas al Jefazo durante un par de segundos hasta que giró sobre sí mismo para dirigirse de nuevo hacia su interlocutor mientras sacaba otro cigarro del interior de su chaqueta.

—Mira, tronco, si te hago otro favor, ¿prometes que no me darás el coñazo? —Por un instante, Kino volvió a ver ante él al mismo chico que logró evitar todos los problemas en el barrio de Carabanchel a pesar de ser de fuera—. Ese rollito de volveremos a vernos… qué pereza, no me jodas.

Sampere metió las manos en los bolsillos de su pantalón con expresión molesta, pero no enfadada. Parecía que no le gustaba nada el tono de aquel «artistilla», pero muy a su pesar tenía que reconocer que sus ideas puede que tuviesen tanto valor como se rumoreaba.

—Bueno, si me hace otro favor, prometo estarle eternamente agradecido —dijo en tono conciliador.

—Supongo que me tendré que conformar con eso, ¿no?

—Le prometo que, de ser así, mantendremos las relaciones estrictamente a lo esencial.

—Bueno —dijo Ricardo aparentemente conforme con esa concesión, pero plenamente consciente del escaso valor de la promesa de un político incipiente. Levantó una mano e hizo un gesto como si estuviese encendiendo un mechero invisible. Sampere volvió a sacarse el mechero del bolsillo con una expresión agria en el rostro, y lo encendió ante Ricardo, quien se inclinó para prenderse el cigarro. Después de echar el humo de la primera calada dijo tranquilamente, como quien no quiere la cosa—: Ojo con el tesorero.

—¿Cómo?

—Ya me ha oído. Mucho ojito y manténgase alejado de él si sabe lo que le conviene. O le terminará salpicando la mierda.

—¿Sabe usted algo que…? —preguntó Sampere visiblemente confuso.

—Sí. Pero no importa el cómo ni el por qué. Usted hágame caso y se evitará muchos quebraderos de cabeza en el futuro. Créame.

Y sin más, Ricardo se dio media vuelta y partió en busca de un taxi, dejando allí plantado al futuro ministro del Interior, que no sabía qué pensar. Como Kino.

—Papá, ¿qué cojones acaba de pasar? ¿A qué se refería Sampere con eso que dijo del control poblacional? No entiendo nada.

El fantasma de su padre parecía que no fuese a soltar prenda. Seguía mirando la escena desarrollarse delante de él con una expresión seria y distante, como si aquello no fuese con él. Finalmente habló:

—Tú no pierdas detalle.

Kino sintió una extraña sensación en la sien. No era el dolor al que estaba acostumbrado y que servía de aviso de que las cosas no iban bien, era una sensación diferente. Y se preguntó si quizás Ricardo hubiese decidido dejar de reprimir recuerdos y estuviese empezando a mostrarle las cosas que realmente pasaban en su vida. O, mejor dicho, que habían pasado.