La censura de la palabra

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From the series: Oberta #224
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9. Heritage y Clayman (2010).

10. Sobre el conocimiento metalingüístico que se refleja en la propia lengua, Loureda (2003a) y Casado, González Ruiz y Loureda (2005).

11. Se trataba de una magistratura de gran prestigio, por lo que las recriminaciones públicas de un censor podían, incluso, abortar el acceso al Senado (Suolahti, 1963: 47-54).

12. En un estudio sobre las interdicciones lingüísticas, Allan y Burridge (2006: 24) distinguen entre the censorship of language –la censura oficial– y the censoring of language –cualquier tipo de censura lingüística, incluida la oficial–. El presente libro pretende ocuparse de la segunda, así como mostrar el vínculo que existe entre ambas.

13. Censores españoles ilustres de la época fueron José Cadalso, Nicolás Fernández de Moratín o Gaspar Melchor de Jovellanos (Reyes, 2000, I: 584-585). El sentido de censura como «prohición» no es anterior a la Ilustración. El término en los siglos XVI y XVII se interpretaba como un examen crítico del contenido de una obra, sin sentido represivo. Es en la segunda mitad del siglo XVII cuando en Francia se comienza a denominar censeurs a los revisores de textos para su aprobación (Vega, 2013: 25; Infelise, 2014: 20).

14. «A lo sumo se podía discutir el modo en que el censor debía operar: una cosa era el fraile obtusamente empeñado en la defensa de la ortodoxia y otra, el letrado llamado a realizar esa tarea en virtud de su propia sensibilidad» (Infelise, 2004: 26).

15. Sierra Corella (1947: 336). Se trataba de una publicación de orientación católica que se anunciaba como revista indispensable para que las familias estuvieran advertidas contra «les erreurs de l’époque».

16. Puede darse el caso –como el de la República Democrática Alemana (1949-1990)– de que, pese a haber una institución oficial censoria, estuviera prohibido hablar de su existencia (Darnton, 2014: 148); es decir, se censuraba el hablar de la censura.

17. En opinión de Ruiz Bautista (2008: 45), en España se generalizarían estas connotaciones peyorativas a lo largo de la década de 1940. Ya en la década siguiente el propio ministro de Información en ocasiones elude la palabra censura y habla de «consulta previa» o de «aprobación previa» (Arias Salgado, 1955: 127 y 163). Gabriel Arias-Salgado fue en 1951 y hasta 1962 el primer ministro de Información y Turismo, año en el que fue sustituido por Manuel Fraga Iribarne.

18. Esta definición no sigue las reglas de la tradición lexicográfica. Las definiciones a partir de un sustantivo censor o de un verbo censurar comunican una clase –el sustantivo– o una actividad (con un aspecto verbal determinado) –el verbo–; no obstante, todos corremos alguna vez y no somos «corredores», ni un modo de acción verbal de realización –tal como se concibe la censura en este libro– se define bien con un infinitivo, cuyo significado aspectual se corresponde mejor con un estado o con una actividad homogénea.

19. A lo largo del texto, se empleará destinatario para aquella persona a la que se dirige el emisor y receptor para aquella persona, incluido el destinatario, que recibe el mensaje. El censor, por ejemplo, puede prohibir un mensaje pensando que un niño –receptor– puede escucharlo, pese a no ser él el destinatario. Con todo, también en este caso el verdadero destinatario del mensaje puede verse afectado por esta censura.

20. Para una primera introducción a los asuntos tratados por la pragmática y el análisis del discurso, se pueden consultar Escandell (1996), Calsamiglia y Tusón (1999), Fuentes (2000), Gutiérrez Ordóñez (2001), Portolés (2004) y López Alonso (2014).

21. Portolés (2009).

22. En relación con lo que aquí se pretende, también Jef Verschueren (2012: 199) defiende la pragmática lingüística como una disciplina que puede proporcionar unas nuevas perspectivas y herramientas a las otras ciencias sociales.

23. En este punto es oportuno situar la propuesta de estudio que se desarrolla en estas páginas frente a una corriente con gran predicamento: el análisis crítico del discurso (ACD, Critical Discourse Analysis). El ACD busca el fortalecimiento social de los grupos que se encuentran dominados y se ocupa de los problemas que les afectan, en general, cualquier tipo de discriminación por medio del discurso (Rojo, Pardo y Whittaker, 1998; Fairclough y Wodak, 2000; van Dijk, 2009; Wodak, 2011; Fairclough, 2012). Ahora bien, pese a que en nuestro estudio habrá una amplia ejemplificación de situaciones de dominio de unos grupos sociales por otros, el enfoque elegido es más amplio y no se circunscribe a esta situación. De hecho, como ya se ha advertido, todos los seres humanos censuramos, si bien los poderosos lo hacen con más facilidad, con más frecuencia y con mayores efectos.

24. Dicho con otras palabras, la comunicación acostumbra a ser multimodal (§ 7.4.3).

25. Para estos términos técnicos, Poyatos (1994).

26. Beevor (2012: 1033).

27. Los opositores utilizaban el aplauso como forma de rechazo al Gobierno. El presidente recibió el paródico Ig Nobel Prize de la Paz de 2013 por esta prohibición y por la detención ese mismo año de una persona manca que había aplaudido. Disponible en línea: <www.improbable.com/ig/ig-pastwinners.html#ig2013>, consulta: 12-12-2015.

28. Kamen (20042: 173); Escudero (2005: 28).

29. Kress (2010: 82).

30. Ibáñez (2009: s.p.).

PARTE I

LA CENSURA DESDE LA PRAGMÁTICAY EL ANÁLISIS DEL DISCURSO

Capítulo 1

EL CENSOR COMO TERCERO

1.1 EL MOTIVO DE CENSURAR

Para estudiar la censura de la palabra, se debe partir del hecho de que quien habla o escribe hace algo y eso que lleva a cabo puede importunar a otros. Con hacer no solo se ha de pensar en que articula sonidos al hablar o dibuja trazos al escribir, sino también que realiza algo con esos sonidos o esos trazos: cambia el estado mental de otras personas. Del mismo modo que, cuando se construye un puerto, la costa es distinta a como era antes, en el momento en el que se le ordena algo a otra persona su mundo es diferente: quien ha ordenado se sitúa en una posición superior –puede ordenar– y emplaza al otro a cumplir su mandado. Esto también sucede si simplemente se asevera algo. Al escuchar, pongamos por caso: «Esa camisa te sienta muy bien», la camisa no cambia, pero nosotros sí. Esas palabras nos confirman que acertamos al comprar la camisa, nos muestran que otra persona se preocupa de nosotros, nos alegran; en fin, después de escucharlas no somos los mismos.

En los cuentos y en los milagros también se actúa con palabras sobre las cosas. Con «Ábrete, Sésamo», Alí Babá franquea la entrada de una cueva y Jesucristo resucita el cuerpo muerto de Lázaro diciendo: «Levántate y anda», pero, por eso mismo, son cuentos o milagros. Lo habitual es que los seres humanos no podamos hacerlo y nos limitemos a actuar con nuestras palabras en lo que podemos: la mente de otros seres como nosotros. El filósofo John Austin (1982 [1962]) consideró central este hecho para explicar la comunicación humana: hacemos cosas con las palabras. En su teoría diferenció en los actos de habla tres tipos de actos: actos locutivos, actos ilocutivos y actos perlocutivos.

Los actos locutivos consisten en decir o escribir algo. En cuanto a los actos ilocutivos de Austin, constituyen aquello que se hace con los actos locutivos, con «Esa camisa te sienta muy bien» se han dicho unas palabras, pero también se ha aseverado –no se ha preguntado, ordenado, sugerido o pedido, como pudiera suceder con otros enunciados– lo bien que le sienta a alguien la camisa. Y una tercera distinción de Austin es la de los actos perlocutivos. Estos constituyen los efectos o consecuencias, buscados o no buscados, que ocasiona en el interlocutor un acto ilocutivo; así, el enunciado anterior alegró a quien vestía la camisa, otro enunciado podría haberlo intrigado, indignado, persuadido de algo o desanimado.

En resumen, se hacen cosas con las palabras y esas acciones puede que, en el caso de la censura, incomoden de algún modo –acto perlocutivo– a quien puede prohibir. Recordemos un ejemplo histórico. La teología de la contrarreforma denominaba propositio –con algún tipo de modificador (blasphema, erronea, haeretica, impia, injuriosa, insana, piarum aurium offesivae, sapiens haeresim, scandalosa, seditiosa, entre otros muchos)– a los delitos verbales.1 En las conversaciones de la gente corriente las proposiciones erróneas más frecuentemente perseguidas por la Inquisición eran afirmaciones irreverentes sobre el clero o la doctrina católica –v. gr. que el cuerpo de Cristo no estaba en la comunión–, o sobre el sexo –v. gr. que fornicar no era pecado–; pues bien, entre 1579 y 1635 casi un tercio de los condenados por la Inquisición en Cataluña lo fueron por lo que dijeron y no por lo que hicieron, es decir, los inquisidores castigaron a unas personas porque consideraban sus palabras como una amenaza.2

 

1.2 LA CENSURA PROTOTÍPICA: EL CENSOR COMO TERCERO

Varios lingüistas –el pragmatista Jef Verschueren (2002: 110 y ss.) o el sociolingüista Florian Coulmas (2005), entre otros– sitúan la idea de elección en el centro del estudio del uso de la lengua. En su opinión, el uso de una lengua consiste en una continua elección que se lleva a cabo de un modo consciente o inconsciente. Se elige una lengua –aquellos que hablan más de una–, una construcción sintáctica determinada, una unidad léxica o una estrategia discursiva. En casi todas estas elecciones quienes nos comunicamos tenemos presente quiénes son nuestros interlocutores y acostumbramos a adaptarnos a ellos en la formulación lingüística de los enunciados; elevamos la voz con las personas que no oyen bien, simplificamos el vocabulario cuando nos dirigimos a niños o repetimos nuestras palabras cuando alguien toma nota de ellas. Sin embargo, en ocasiones lo que escucha o lee nuestro destinatario no se debe a una elección de la formulación lingüística de acuerdo con nuestro criterio como hablantes, sino a restricciones impuestas por terceros, ya sean instituciones oficiales, grupos sociales o personas particulares. En muchos de estos casos se puede hablar de censura. Coetzee (2007 [1996]: 59), quien como sudafricano ha conocido la censura durante décadas, lo explica del siguiente modo:

Trabajar bajo censura es como vivir en intimidad con alguien que no te quiere, con quien no quieres ninguna intimidad pero que insiste en imponerte su presencia. El censor es un lector entrometido, un lector que entra por la fuerza en la intimidad de la transacción de la escritura, obliga a irse a la figura del lector amado o cortejado y lee tus palabras con desaprobación y actitud de censura.

Coetzee identifica, pues, a tres participantes en la interacción verbal con censura: quien habla o escribe, a la persona a quien se dirige –«el lector amado»– y quien censura –«el lector entrometido»–. Se trata del prototipo de censura que se estudiará en estas páginas: una interacción triádica. Ahora bien, no solo existe censura en el discurso escrito, como el que nos acerca Coetzee, también se da en el oral, es decir, quien censura no solo lee, también escucha. En 1959 el preso político Bao Ruo-Wang recibe por fin la visita de su esposa en la prisión china en la que se encuentra. Ella ya sabe que le han condenado a doce años de «reeducación» y le pregunta: «¿Cómo podré cuidar yo sola a los niños durante doce años?». La reacción del guardián es inmediata: «¡No se te permite hablar de ese tema!» (Bao y Chelminski, 1976: 141).

La caracterización de la censura como un tipo de interacción de tres participantes limita en nuestro estudio sobre la censura algunos usos que se han hecho de este término, en concreto el de «censura estructural» del sociólogo francés Pierre Bourdieu. Bourdieu (2001: 100) explica la comunicación como un mercado en el que los signos lingüísticos son bienes simbólicos por los que se obtienen beneficios. Esto hace que el hablante se esfuerce en obtener un máximo de beneficios. Considera, asimismo, que la coerción del mercado reviste una forma de censura –de autocensura, en concreto– porque determina como un pago tanto la manera de hablar entre dos personas como aquello que podrían decirse. Con el tiempo, este comportamiento configura el habitus del hablante, es decir, el conjunto de disposiciones que conducen a las personas a actuar y reaccionar de una cierta manera.3 Esta interpretación de la comunicación identifica al interlocutor con un censor, puesto que se iguala la autocensura (§ 5.1) con las habituales actividades de imagen y de acomodación del hablante al interlocutor.

Me explico. Los estudios pragmáticos sobre la cortesía verbal conciben las relaciones en la interacción verbal de un modo distinto al de Bourdieu. Parten de las propuestas del sociólogo canadiense Erving Goffman (1972), quien defendió que, al comunicarnos, los seres humanos presentamos una imagen (face) de nosotros mismos que esperamos que respete nuestro interlocutor. Para conseguirlo, en la interacción se produce una serie de actividades de imagen (facework). Supongamos que un hablante de un pueblo de la provincia de Sevilla varía por elección propia su ceceo habitual por el seseo de la capital cuando se afinca en ella o que una profesora pasa del tuteo al uso del usted ante un estudiante demasiado insistente en sus reclamaciones. No hay autocensura de acuerdo con la definición que se adopta en estas páginas, sino las actividades de imagen inevitables en quienes interactúan con los demás. Se trata de actividades que son propias de toda interacción: cómo nos presentamos a nosotros mismos y cómo esperamos que los demás nos acepten. El hablante del pueblo sevillano intenta que se le admita como a un capitalino más y la profesora procura mantener una prudente distancia con el estudiante.

Dentro de la psicología social y la sociolingüística, un concepto cercano al de actividad de imagen de la pragmática es el de acomodación. Howard Giles propuso la teoría de la acomodación en el habla –posteriormente, teoría de la acomodación en la comunicación (Communication Accommodation Theory)–en la década de 1970. La acomodación consiste en el ajuste verbal o no verbal de los comportamientos comunicativos entre los participantes en una interacción. Por otro lado, del mismo modo que puede existir una acomodación entre interlocutores, puede darse una falta intencional de acomodación. Así, un policía puede acomodar su modo de comunicación con ciertos ciudadanos –convergencia–, pero no acomodarse a los que considera delincuentes –divergencia–.4

No tener en cuenta lo consustancial con el ser humano de estas actividades de imagen y de acomodación encamina a Bourdieu a hallar una generalización de formulaciones de compromiso –«eufemismos», en sus términos– en la mayor parte de los discursos debida a una transacción entre el interés expresivo (lo que hay que decir) y lo que sería una censura inherente a las particulares relaciones de producción lingüística.5

Sin embargo, este planteamiento parte de una simplificación de la comunicación. No hay que confundir lo que se quiere comunicar y una expresión en concreto fuera de todo contexto, una expresión que, forzados por las circunstancias, casi siempre se traicionaría. Si a un pasajero del autobús, siguiendo la norma española le decimos: «Perdón» o «¿Va usted a salir?»,6 le estamos pidiendo que se aparte para dejarnos bajar. Esta no es una forma censurada frente a: «Apártate», sino la que transmite lo que se tiene intención de comunicar sin añadir una ofensa. No existen expresiones naturales en una lengua que se correspondan a un buen salvaje absolutamente desinhibido en un mundo sin circunstancias; todas son estímulos que pretenden comunicar de un modo ostensivo lo que se desea en un contexto determinado. Los franceses que saludan con un «bonjour, madame» no se censuran frente a los españoles que se dirigen a una señora con un simple «buenos días» –esto es, sin la forma apelativa de tratamiento– se limitan tan solo a saber hablar en francés.

De acuerdo con este punto de partida, no se ha de identificar la exigencia de formas de cortesía o de acomodación –«eufemización», en términos de Bourdieu– con censura. Existen, incluso, culturas que se caracterizan por la elusión del verbalismo y no por ello hemos de apreciar que sean culturas intrínsecamente censuristas; así, por ejemplo, la cultura japonesa no comparte con la occidental la preocupación por comunicar todo con palabras. Los japoneses educados limitan la expresión de sus deseos y opiniones personales, porque se podrían considerar ofensivos; y se valoran como inmaduras las personas que no saben comportarse de este modo.7

Asimismo, no se podría considerar autocensura la limitación en la formulación de un discurso por la que el propio emisor evita expresar ciertas ideas no por temor a un tercero, sino por los límites de actuación que él mismo se ha impuesto. No sería, pues, censura –de nuevo, tal como se entiende en este estudio–, sino un caso de actividad de imagen lo que la escritora Elvira Lindo (en El País Domingo, 31-10-2010: 15) denomina «autocensura» en el siguiente texto:

Cuando los estudiantes de periodismo me preguntan si me someto a autocensura en estos artículos respondo aquello que en principio no esperan oír: ¡claro que sí! Pienso dos veces lo que escribo, me arrepiento si he herido sin fundamento a alguien y no me fío de las personas que presumen de soltar lo primero que se les viene a la boca.

Como sucede con el resto de los hablantes, Lindo sabe que sus palabras afectan a otras personas y actúa en consecuencia. Elige la mejor formulación de su discurso para comunicar lo que desea y, de acuerdo con sus principios morales –no los de un censor–, evita ofender. Una primera elección comunicativa de cualquier hablante es la de callar, la de permanecer en silencio. Dejamos de decir cosas que pudieran herir a otros y no por eso, de acuerdo con la definición que aquí se adopta, nos autocensuramos.

Pese a esta ubicación de la censura dentro de la interacción triádica, existen casos en los que en interacciones verbales de dos personas –interacciones diádicas– sí puede tener lugar una verdadera autocensura: cuando se teme la delación (§ 5.2.2). En estas ocasiones, el censor –sea una institución o un grupo– no accede directamente a aquello que se dice en una interacción verbal determinada, pero el receptor del mensaje puede llevar a cabo una delación y comunicárselo. Hay que tener muy presente que en muchas situaciones históricas la delación se extiende y, por ende, trae consigo una autocensura generalizada. No es difícil documentar, por poner un ejemplo extremo, el hecho de denuncias de hijos contra sus propios padres.8 El franciscano fray Bernardino de Sahagún (1988 [1577], libro X, capítulo 27: II, 633) recoge en su Historia general de las cosas de Nueva España que algunos de los muchachos que se educaban en su colegio de Tlatelolco delataban a sus padres si «hacían idolatría siendo bautizados». Y, más recientemente, el régimen soviético convirtió en héroe y mártir al niño Pávlik Morózov, que, de acuerdo con la propaganda, había denunciado a su padre por un comportamiento «contrarrevolucionario». Su delación se enseñaba como ejemplo de conducta en las escuelas de la URSS.9

En definitiva, y volviendo al término de Bourdieu, hay censura estructural cuando en un régimen censurista se teme constantemente la delación o el castigo por parte de un tercero que no es el destinatario directo de nuestro mensaje y, en cambio, no la hay cuando nos limitamos a intentar no ofender o procuramos presentarnos a nosotros mismos de un modo determinado.

1.3 LA COMUNICACIÓN INFERENCIAL

Hasta no hace muchos años la comunicación se comprendía como un proceso de codificación y descodificación de enunciados. Era lo que habíamos aprendido del Curso de Lingüística General de Ferdinand de Saussure (1973 [1916]). Cuando un hablante quería comunicar algo, lo codificaba, recurriendo al código que es una lengua determinada; el oyente, que conocía este código, descodificaba el enunciado recibido y comprendía lo que se le quería comunicar. Sin embargo, la comunicación humana no constituye únicamente un proceso de codificación y descodificación, sino también, y muy principalmente, una labor de inferencia. Nuestros enunciados no representan punto por punto la realidad, sino que constituyen estímulos para que nuestro interlocutor se represente en la mente aquello que se le quiere comunicar.

 

En el Madrid de la posguerra hubo una publicidad de una sombrerería que se hizo célebre: «Los rojos no usaban sombrero». Quien lo leía no solo reparaba en algo que ya conocía –la aversión del Madrid revolucionario por el sombrero burgués–, sino que llegaba a la conclusión de que debía comprarse un sombrero para no ser confundido con uno de los perdedores. Esto último, aunque en realidad no se había dicho, constituía lo esencial de la intención comunicativa del comerciante.

Así pues, toda comunicación verbal consta de una parte codificada y de otra parte producto de inferencias, esto es, de ciertos procesos mentales que llevan a conclusiones como la anterior de deber comprarse un sombrero. Los hablantes nos comunicamos presentando lo dicho como un estímulo para desencadenar estas inferencias. La simple descodificación nunca es suficiente, pues la comunicación humana es esencialmente una comunicación inferencial. El filósofo del lenguaje H. Paul Grice (1975) destacó este hecho esencial y denominó a aquello que el hablante desea comunicar significado del hablante (speaker’s meaning) y a las conclusiones no dichas sino inferidas («Cómprese un sombrero») implicaturas conversacionales (conversational implicatures).

Para dar cuenta del significado del hablante, a la explicación habitual de la comunicación, aquella que habla únicamente de codificación y descodificación, hay que añadirle al menos dos aspectos fundamentales: el contexto y unos mecanismos psicológicos que vinculan lo lingüísticamente codificado con ese contexto.

El contexto de los participantes en una conversación es siempre mental y está formado por las creencias que residen en su memoria, pero también por aquellas que se derivan de su percepción inmediata de la situación o, simplemente, de lo que se ha dicho antes.10 Muy posiblemente cualquier español actual considere que la canción de José María Peñaranda Se va el caimán (1941) trata de un reptil –en concreto, un caimán– que nada hacia la ciudad de Barranquilla; sin embargo, este porro colombiano se cantó en contra de Franco –el caimán– cuando comenzó una presión internacional para que se restaurara la monarquía y se fuera el general. El régimen reconoció este significado del hablante: durante algún tiempo prohibió que la canción se transmitiera por radio y llegó a multar a quienes la cantaban.11 Lo codificado en la letra de la canción puede ser idéntico en la actualidad y en la década de 1940, pero el contexto de quienes la escuchan es muy distinto; por ello, ningún político español contemporáneo se siente amenazado por la canción.12

Por otra parte, en opinión del antropólogo francés Dan Sperber y la lingüista inglesa Deirdre Wilson (Sperber y Wilson, 19952; Clark, 2013), la comunicación se logra por una relación entre esfuerzo y beneficio que guía el que denominan principio de pertinencia o, con otra traducción, de relevancia. Se trata de un principio cognitivo que guía el comportamiento comunicativo humano. La comunicación precisa que las inferencias que forman parte esencial de ella sean inmediatamente previsibles tanto para el hablante como para el oyente y esto sucede porque ambos comparten inexcusablemente este mismo principio. El principio de pertinencia se resume en: «Todo enunciado comunica a su destinatario la presunción de su pertinencia óptima». Las personas buscamos en la relación entre lo dicho y el contexto la pertinencia mayor; es decir, el efecto cognitivo mayor –la mayor información– en relación con el esfuerzo de tratamiento más pequeño. En todos los hablantes de todas las culturas por el hecho de ser seres humanos, el principio de pertinencia guía el proceso de obtención de las inferencias. Por ello, los lectores de las sociedades censuristas, que saben que los emisores no pueden manifestar de un modo ostensivo algo que pudiera acarrearles un castigo, se esfuerzan en hallar en los textos una intención soterrada –Franco es el caimán–.

Esto es posible porque quienes reciben un mensaje buscan su pertinencia, es decir, buscan beneficios comunicativos de él. Esta propiedad de la comunicación humana permite distintas lecturas de un mismo texto. Si el censor se limita a una primera lectura, el lector avisado puede observar una segunda lectura más costosa, pero de la que obtenga un beneficio superior. El siguiente texto es el fragmento de una carta que en 1937 envió Jimena Menéndez Pidal a su padre, que se encontraba en Estados Unidos:

Habrás estado estos días esperando el cable que no ha llegado. Hay que tener paciencia. Seguiremos en esta casita donde el invierno se irá pasando [...]. El abuelo de Arnau dice que podría venir pronto; pero esto es un poco frío y le digo que acaso le convenga para su salud esperar un poco a que pase el rigor del invierno (Catalán, 2005: 136).

Don Ramón («el abuelo de Arnau») lo comprendió aproximadamente del siguiente modo: ten paciencia, las cosas no están bien («esto es un poco frío»), no vuelvas a España hasta que la situación mejore. Esta interpretación muy posiblemente se le escapó a quien revisaba la correspondencia de la familia Menéndez Pidal.

Los espectáculos con público facilitan especialmente las lecturas esforzadas. En estas situaciones el espectador no solo interactúa con lo que se dice en el escenario, sino también con las reacciones del resto del auditorio. El aplauso, la risa o el murmullo de alguien pueden indicar que es preciso un mayor esfuerzo para obtener una segunda lectura en un pasaje del texto.13

1.4 LA COMPLEJIDAD DEL CENSOR

Consideremos que las sociedades se organizan en tres niveles estructurales: el institucional, el grupal y el interpersonal;14 pues bien, los tres se pueden advertir en la actuación censoria. Quien censura se reconoce como parte de un grupo: ya sea una organización –oficial o no– (§§ 1.4.1-2), ya sea un grupo social sin jerarquía interna (§ 1.4.3) o ya sea un individuo que generalmente se identifica en una actuación concreta como parte de un grupo (§ 1.4.5).

1.4.1 La censura oficial

Seguramente, el prototipo de censor que le viene a la mente a cualquier lector es aquel que pertenece a una institución oficial censora.15 En la Edad Moderna la censura oficial se centró primero en asuntos religiosos para pasar después a los políticos.16 La Inquisición española es un ejemplo de una institución de censura religiosa (censores fidei).17 Disponía de una organización compleja y bien establecida.18 En ella, se podían distinguir sujetos con tareas diferentes: los delatores, los visitadores de librerías y navíos,19 los calificadores, los tribunales inquisitoriales, el Consejo de la Inquisición y el inquisidor general. Quien ponía en conocimiento del Santo Oficio algún hecho punible era un delator. Se trataba de colaboradores inquisitoriales –calificadores, consultores, visitadores, comisarios–, pero también con frecuencia eran simples vecinos o conocidos del denunciado.

Existieron tribunales inquisitoriales tanto en Europa como en América. Un tribunal estaba compuesto, entre otras personas, por dos o tres inquisidores, el fiscal, el receptor, los notarios, los médicos, los cirujanos, el capellán y los alguaciles;20 junto con ellos se deben considerar los comisarios y familiares de la Inquisición, que constituían un personal auxiliar del Santo Oficio que no cobraba salario, pero que disfrutaba de una serie de privilegios. En el caso de las publicaciones, los tribunales inquisitoriales consultaban a expertos –los calificadores–,21 en muchos casos miembros de órdenes religiosas, pero también universitarios –generalmente de Salamanca o de Alcalá–, que evaluaban los hechos conocidos de acuerdo con los criterios inquisitoriales que se publicaban como reglas (§ 7.6.2). Con estos informes, el Consejo de la General y Suprema Inquisición tomaba las decisiones que consideraba adecuadas. Este Consejo estaba presidido por el inquisidor general y acostumbró a estar formado por siete miembros –inquisidor general, cinco consejeros y un fiscal–. Consejo e inquisidor general juntos formaban la Suprema.22

Prosigamos con el funcionamiento de esta institución oficial censoria: si el Consejo consideraba que un libro debía ser prohibido o expurgado, enviaba a los tribunales de distrito una carta acordada en la que comunicaba su decisión. En ocasiones esta carta iba acompañada de un edicto del inquisidor general que debía ser hecho público. Se acostumbraba a leer en misa y después se clavaba en la puerta de la iglesia. Esta decisión censoria habitualmente se reflejaba en el siguiente índice de libros prohibidos23 (§ 7.6.2).

Pero estas complejas censuras oficiales no son cosa de otra época. En la actualidad la mayor censura oficial es la de la República Popular China. Uno de los servicios de comunicación a los que más atiende la censura china es internet. No ha de extrañar, pues ya en 2012 538 millones de personas utilizaban internet en China. Esta censura china se ocupa de que la entrada desde el exterior a la red china de internet solo se pueda llevar a cabo por unos pocos operadores autorizados; de ellos depende qué consulten los ciudadanos chinos fuera de su país y qué sitios web chinos se puedan consultar desde fuera. Así pues, el internet chino es más parecido a una intranet que al sistema descentralizado occidental. Esta censura china hacia el exterior se denomina «la gran muralla de fuego» o en otras traducciones «el gran cortafuegos» (Great Firewall24) y, en consecuencia, se habla de «saltar la muralla» (fanqiang) al hecho de conseguir acceder a los sitios web extranjeros censurados. Dentro del país, su actuación es distinta: los nodos de comunicación de cientos de ciudades tienen su propio equipo censor formado por unos mil censores en cada una de ellas; aparte, hay de 20.000 a 50.000 miembros de la policía de internet que dependen del Ministerio de Seguridad Pública del Gobierno chino.25