Mi vida, sin recato

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From the series: EMAUS #165
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Mi vida, sin recato
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La colección Emaús ofrece libros de lectura

asequible para ayudar a vivir el camino cristiano

en el momento actual.

Por eso lleva el nombre de aquella aldea hacia

la que se dirigían dos discípulos desesperanzados

cuando se encontraron con Jesús,

que se puso a caminar junto a ellos,

y les hizo entender y vivir

la novedad de su Evangelio.

José Manuel Bernal Llorente

Mi vida, sin recato

Un dominico secularizado se confiesa

Colección Emaús 165

Centre de Pastoral Litúrgica

Director de la colección Emaús: Mercè Solé

Diseño de la cubierta: Mercè Solé

Fotografía de la cubierta: Pixabay

© Edita: CENTRE DE PASTORAL LITÚRGICA

Nàpols 346, 1 – 08025 Barcelona

Tel. (+34) 933 022 235

cpl@cpl.es – www.cpl.es

Edición digital: octubre 2020

ISBN: 978-84-9165-387-5

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A la memoria de mi padre y de mi madre

A mis hermanos Mari Carmen y Carlos, sacerdote dominico

A mis hermanos, los dominicos de Aragón

Al Padre Miguel Gelabert, que puso la primera piedra

A la Comunidad de la Esperanza de Logroño

A mis hijos José Carlos y Manuel Eugenio

A Pablo y Gonzalo, mis primeros nietos

A mi esposa María Dolores, que ha estado siempre

¿Un libro incómodo?

Tres han sido los motivos para publicar este libro dentro de la colección Emaús. En primer lugar, el reciente sínodo de la Amazonia, durante el que se especuló insistentemente sobre la posibilidad de ordenar como sacerdotes a hombres casados, una cuestión todavía no resuelta pero que, probablemente, las necesidades pastorales volverán a poner con tozudez encima de la mesa. El testimonio de alguien que ha vivido como una unidad su vocación, no solo al sacerdocio, sino también al carisma propio de una orden religiosa, el amor incondicional por su familia y el compromiso hacia su comunidad eclesial y su entorno ciudadano, es sin duda una magnífica aportación para reflexionar sobre la diversidad de vivencias en el servicio a la Iglesia.

En segundo lugar, la experiencia de esta casa, el Centre de Pastoral Litúrgica, que ha contado entre sus mejores activos con tres sacerdotes que dejaron su ministerio para casarse y que, una vez casados, nunca abandonaron ni la tarea pastoral ni la liturgia, con absoluta fidelidad a la Iglesia, con entusiasmo y con rigor: Joan Llopis Sarrió (1932-2012), Joaquim Gomis Sanahuja (1931-2013) y Josep Lligadas Vendrell (1950). De hecho, esta situación, que hay quien considera poco ortodoxa, seguramente ha restado credibilidad eclesial y prestigio al CPL en algunos ámbitos, a pesar de que los tres personajes, al iniciar el nuevo camino del matrimonio, tuvieron que abandonar parte de su trabajo y pasaron a un plano mucho más discreto y, por razones obvias, disciplinadamente respetuoso con las medidas que dicta la Santa Sede al otorgar la dispensa. Lo que no impide, como ya he dicho, que las tareas realizadas después no hayan sido tan valiosas como las efectuadas antes de emprender este cambio vital.

Finalmente, mi propia historia personal, como esposa que soy de Josep Lligadas, que había sido sacerdote. Leer este libro valiente de José Manuel Bernal, que aborda muchas contradicciones propias y de la Iglesia, me ha hecho sonreír al encontrar muchos puntos en común entre su itinerario y el de mi marido. Y me ha hecho dar cuenta de cómo estas opciones de renuncia al sacerdocio, que parte de la Iglesia ha vivido como una traición, pueden leerse en positivo como un hito más en el camino personal de fidelidad de cada uno a la llamada del Espíritu. La llamada de Dios tiene muchas formas, pero su núcleo es común: vivir el amor.

Conceptuar este cambio de estado como una traición ha comportado un fuerte sufrimiento para muchas personas y también se ha resentido de esto, y continúa resintiéndose, el conjunto de la Iglesia. De entrada, como muy bien señala el autor, se desaprovecha a personas formadas, activas, para las que la fe sigue siendo el eje principal de su vida. Como si por el hecho de abandonar el sacerdocio hubieran perdido súbitamente todo su valor y como si ya no pudieran aportar nada bueno o cualificado a unas comunidades cristianas que hoy tienen dificultades para encontrar pastores. Y, todavía peor, hay quien ha tenido que sufrir el desprecio de muchos cristianos o se ha convertido de repente en invisible, viendo cómo su entorno lo ignoraba. Por suerte no es una experiencia que en casa hayamos vivido, al contrario; pero José Manuel Bernal, que sí la sufrió, la explica bien y fue capaz de encontrar muchos caminos de recuperación. Contribuyó a esta recuperación su orden que, como muchas otras, en estas circunstancias continúa amando a las personas que han formado parte de ella, procura mantener vínculos y establecer puentes, y respeta su libertad.

En el itinerario de Bernal, he encontrado también el reflejo de cosas que ha vivido mi marido: el paso de ser un miembro destacado de la comunidad cristiana a una persona cualquiera, sin ninguna autoridad, tanto en la comunidad civil como en la eclesial. Bernal lo describe bien: de ser decano de la Facultad de Teología pasó, después de estar prolongadamente en paro, a ocuparse del servicio de préstamos de una biblioteca universitaria. Y a partir de ahí se abrió camino. Pero esto también pasa cuando se viaja desde el presbiterio a los bancos de la Iglesia, o desde la presidencia de la comunidad a la militancia de base en cualquier asociación, partido o sindicato. O, más simplemente, cuando se sale de una institución en la que muchas cosas de la vida cotidiana están resueltas, para aterrizar en el escasamente valorado trabajo doméstico y de atención a las personas que te rodean. En definitiva, es un camino más de despojo de la autoridad y del poder, que facilita aquello que a veces nos resulta tan difícil: ser cristiano en el mundo, entender su cultura, estar al servicio de la gente e intentar transmitirles el mensaje de Jesús con esperanza y fraternidad.

Me gustan mucho las palabras con las que Bernal resume esta unidad en el seguimiento de Jesús:

Ese ha sido el secreto. Descubrir que el Dios en el que uno cree y al que uno intenta serle fiel, es el mismo. Que Jesús de Nazaret y su mensaje evangélico, es el mismo. Que la Iglesia, en la que nos hemos bautizado y a la que pertenecemos, es la misma. Que la fe y los sacramentos son los mismos; sobre todo la Eucaristía, celebrada y compartida fraternalmente. Lo único que cambia es la situación existencial desde la que nos acercamos y nos adentramos en la vivencia y en la celebración de esos misterios. Ahí está la novedad. Esa novedad nos permite hablar de una nueva forma de vivir nuestra fidelidad a Dios.

Estoy segura de que el libro interesará al lector o lectora tanto como a mí.

Mercè Solé

Directora de la colección Emaús

Septiembre de 2020

Prólogo

Dios escribe recto con renglones torcidos; porque los caminos emprendidos se dibujan torcidos y disparatados; porque todo escapa a las normas acreditadas de la cordura, del buen sentido y la compostura convencional. Y, sin embargo, en el horizonte final, todo toma cuerpo y se esclarece. Lo disparatado se torna coherente, lo turbio se hace luz y la locura se convierte en cordura. Desde la atalaya final todo cobra sentido. Eso es precisamente lo que intento aclarar en este libro.

Sus páginas han ido brotando del corazón a borbotones, sin un plan previo. Los capítulos aparecen sin un orden lógico aparente; más bien se suceden de manera alborotada, anárquica. Se ve que el intento es cualquier cosa menos un proyecto académico. El arranque ha respondido a la necesidad, por mi parte, de elaborar algo así como una relectura, una interpretación de mi vida, hecha desde las canas, desde la madurez que propician los años. Entrado ya en mis ochenta años, desde la sombría placidez que me ha regalado la cama de un hospital, aquejado por las goteras que a todos nos deparan los años para deterioro de nuestra salud; desde ahí me he sentido en la necesidad de pensar, mirando al pasado, al complejo desarrollo de mi vida. También mis hijos, José Carlos y Manuel Eugenio, no han dejado de insistirme para que me ponga manos a la obra. Y mi mujer María Dolores, sobre todo ella, no ha dejado de hacerlo un día sí y otro también. Este es el resultado: No una autobiografía, porque mi personaje no da para tanto; sino una interpretación de mi compleja vida, hecha desde la fe, con un hondo sentido providencialista. Porque las cosas no han sucedido porque sí. Yo estoy viendo la oculta mano de Dios moviendo los hilos disparatados de esta vida mía, tan complicada y tan singular. Este es el por qué y el sentido de este libro. No es una autobiografía, repito, como suelen hacer las personas de prestigio. Yo no lo soy, ni lo pretendo. Pero sí me apetece ofrecer un testimonio; un testimonio personal, vivo y humilde. Como liturgista y como hombre de Iglesia. A lo mejor sirve de aliciente y de estímulo para compañeros que están andando el mismo camino.

José Manuel Bernal

 

Logroño

Mirando hacia atrás sin ira

Llega un momento en que el peso de los años se hace harto difícil de asumir. No me resulta cómodo, a estas alturas de mi vida, reconocer que he cumplido ochenta y tres años. Se acumulan las goteras, las flaquezas agobiantes, la merma creciente de los recursos. Mis fuerzas ya no son tan resistentes como antes, flaquean. Hay que reconocer que los años pesan. Para hallar consuelo, me digo a mí mismo que eso es ley de vida.

Pero estas consideraciones no me han librado de caer enfermo y de ingresar en el hospital. También esto debe ser ley de vida. La permanencia prolongada en una cama de hospital ha propiciado que yo pueda pensar, que pueda volver la vista atrás, que pueda mirar mi pasado desde estos años míos de ancianidad, que pueda interpretar esos años, que intente descifrar su sentido desde la madurez y la serena sensatez que regala la edad. Ahí estoy. En el invierno crudo logroñés, desde la cama blanca de un hospital, devanándome los sesos, dando vueltas en mi cabeza, para interpretar lo que ha sido mi vida; intentando desentrañar, desde la policromía de mis avatares vividos, el sentido que ha venido cuajando y dando forma a mis vivencias, a toda mi experiencia.

Porque, mirando hacia atrás, mi vida es una policromía de acontecimientos. Mi ruptura con los dominicos marcó un hito importante. A partir de ese momento comencé a percibir como si un borrón negro hubiera manchado mis años, como si en mi vida se hubiera creado un muro enorme que partía mi existencia en dos, como si ese muro dividiera mi vida en un antes y un después. A partir de ahí surgieron experiencias inolvidables, imborrables: el descubrimiento inapreciable de mi esposa María Dolores, el nacimiento de mis dos hijos José Carlos y Manuel Eugenio, mi primer encuentro con una dolencia grave del corazón que me obligó a someterme a una intervención quirúrgica importante, mi primer puesto de trabajo al incorporarme a la biblioteca de la incipiente Universidad de La Rioja, mi providencial descubrimiento de la Comunidad de la Esperanza, una comunidad de base, popular, donde, con mi mujer, pudimos vivir intensamente la fe y celebrar a Jesucristo en la Eucaristía.

Durante este tiempo he podido ir afrontando el rechazo o la desconfianza que la presencia de un sacerdote secularizado provoca en mucha gente. Sobre todo en gente de bien, personas piadosas, sacerdotes devotos, viejos conocidos que, desde mi secularización, pasan de largo y hacen como si no me conocieran. Todo esto no deja de suscitar en mi cabeza pensamientos locos, divagaciones y sospechas de haber cometido, con mi decisión, un verdadero desaguisado. Sin que uno llegue a darse cuenta, poco a poco estos pensamientos llegan a hacer mella en el corazón, a crear incluso una mala conciencia.

Pero el paso de los años ha ido clarificando los acontecimientos y poniendo cada cosa en su sitio. Es cierto también que los cambios históricos y sociales ocurridos durante estos últimos años, especialmente en la vida de la Iglesia y en España, ha ido creando nuevos escenarios y nuevas plataformas culturales, y nuevos estilos de vida. Estas transformaciones sociales han ido configurando en nosotros nuevos modos de pensar, nuevos parámetros de valoración, nuevas visiones y nuevos criterios. Lo que en otro momento generó graves escándalos y severas reprobaciones, poco a poco ha ido perdiendo fuelle. La actitud hostil, recriminatoria y poco indulgente que, en aquel momento, pudimos experimentar y sufrir los secularizados ha ido transformándose en actitudes comprensivas y gratamente acogedoras.

A veces comento con mis amigos dominicos que ahora me siendo más dominico que antes. Y es verdad. Aunque no acaben de creérselo. Mis amigos de la comunidad de la Esperanza de Logroño, por otra parte, que me conocen bien y saben mucho de mis aficiones y querencias, comentan con sorna mi debilidad por los dominicos y mi incombustible fidelidad a la orden dominicana. Incluso mi mujer María Dolores, que podría apreciar en mi apego a los dominicos algo así como una cierta deslealtad matrimonial, jamás ha caído en esa tentación. Ella misma comparte conmigo la misma simpatía y el mismo cariño por los dominicos.

Para completar esta reflexión me complace comentar el interés que, desde hace años, vengo manteniendo por incrementar mis colaboraciones científicas en revistas de la Orden, como Teología Espiritual y Escritos del Vedat. Incluso este interés por colaborar en instituciones dirigidas por los dominicos me ha llevado a publicar varios libros en la Editorial San Esteban y en Edibesa. Todo ello ha hecho que me sienta, desde fuera, muy dominico. La verdad es que los frailes, por su parte, cuando lo he solicitado, me han abierto las puertas de sus conventos ofreciéndome una calurosa y fraterna hospitalidad, haciéndose extensible a mi mujer y a mis hijos.

Se dice que el tiempo acaba siempre poniendo las cosas en su sitio. Es verdad. Aunque yo no estoy tan seguro de que esta recolocación sea solo obra del tiempo. Hay otros ingredientes que contribuyen a que las cosas y los acontecimientos se ubiquen en el sitio que les toca. Por eso, vistas a distancia, las peripecias y avatares de mi vida ofrecen una imagen nueva, otro color. Veo estos acontecimientos, no como una carrera de obstáculos a superar, sino como un rosario de hitos, hilvanados como un proceso en creciente desarrollo, hasta constituir una línea coherente, progresiva y enriquecedora.

Así estoy interpretando, en esa visión providencialista, experiencias personales tan significativas como mi matrimonio con María Dolores en 1986; la operación quirúrgica de coronarias, a corazón abierto, a que me sometí en la Clínica Universitaria de Pamplona en el 1988; mis sufridas peripecias en busca de trabajo hasta mi incorporación en 1986 a la Escuela Universitaria de Empresariales de Logroño como ayudante de biblioteca; mis sucesivos y tenaces intentos por medrar en mi puesto de trabajo, participando activamente en concursos de oposición y en ofertas de promoción interna, hasta hacerme cargo del Servicio de Publicaciones de la ya constituida Universidad de La Rioja. Mis anhelos quedan colmados pudiendo actuar como docente universitario, al impartir varios cursos fronterizos entre fe y cultura, en el marco del Departamento de Humanidades de la Universidad de La Rioja, como profesor invitado, por mi condición de Doctor en Teología.

No voy a desgranar ahora las idas y venidas del acontecer de mi vida diaria. No es el momento ni entra en mi proyecto. Mi interés ahora se centra en subrayar que la visión de mis vicisitudes pasadas, desde la atalaya que levantan mis años y mis canas, no es en absoluto una visión derrotista y de censura; todo ha ido acaeciendo en una sucesión lineal coherente y positiva. Sería un error pensar que los aconteceres que hilvanan mis días solo son la pena que estoy pagando por haber cometido el atropello de abandonar el ejercicio del ministerio sacerdotal. No ha sido así. Porque las cosas que han ido sucediendo, contempladas no aisladamente sino en su conjunto, son una verdadera bendición de Dios, una acogida positiva por parte de Dios que ha dicho sí a mis decisiones más osadas y determinantes. En esta progresiva sucesión de acontecimientos unos han venido a confirmar y dar crédito a los anteriores. Pero esto se aprecia solo al contemplar las cosas a distancia, con perspectiva, desde la serenidad y la madurez de los años. Por eso digo que el tiempo ofrece la posibilidad de ver el pasado con otro color.

Hay que aclarar ahora por qué los años permiten contemplar el pasado con ojos nuevos, con una visión clarificadora y positiva, con una mirada complaciente y ajustada. Esto lo debo explicar. Pienso que en este caso ocurre algo parecido a lo que nos pasa cuando decimos que el misterio de Jesús lo desciframos e interpretamos desde la Pascua.

Aquí ocurre lo mismo que pensamos cuando decimos que los árboles no nos dejan ver el bosque. Así es. Las cosas que nos pasan en la vida solo tienen sentido cuando las vemos en perspectiva, dentro de la cadena de avatares que la configuran. Cuando contemplamos los acontecimientos de nuestro pasado aisladamente los vemos chatos, insignificantes, sin sentido. Solo cuando los relacionamos con el conjunto adquieren su razón de ser, su sentido. El contexto y la relación dan sentido a las cosas, nos da la clave de interpretación; les quita el color desvaído de indefinición y de ambigüedad que les da el aislamiento.

Dios escribe recto con renglones torcidos

Esa es la conclusión a la que he llegado con el correr del tiempo. Hasta convertirse en una convicción personal. Lo sentí especialmente con el nacimiento de mis hijos. Dos, uno rubio y con ojos azules, por las raíces celtas de su madre; y otro moreno, como su padre, mesetario y de influencias andaluzas. Yo pensaba entonces: no es posible que Dios, Padre bueno y providente, esté enojado conmigo y, al mismo tiempo, me premie con estos dos hijos. Porque ellos son una bendición de Dios.

Cuando abandonas el convento y dejas de ejercer el ministerio; cuando empiezas a compartir tu vida con una mujer y tienes hijos con ella; cuando te conviertes en un señor cualquiera y, cuando sales a la calle, nadie te saluda ni te conoce; cuando te ves obligado a abandonar tu actividad docente, dejas de ser catedrático y te conviertes en un don nadie; cuando encuentras un trabajo y, después de haber sido decano de Facultad, ahora te contratan en la categoría laboral de ordenanza; cuando los compañeros del trabajo te eligen como delegado sindical para defender sus derechos y tienes que asistir a las reuniones del comité y batirte como un sindicalista avezado y aguerrido; cuando todo esto ocurre, y otras cosas más que ahora no voy a contar, entonces uno piensa que está escribiendo su historia con renglones torcidos; comienzo a pensar que mi vida ha iniciado una deriva catastrófica, condenada al deshonor y al fracaso.

Pero, poco a poco, los vaivenes de mi vida comienzan a cambiar de color. Mi mujer y yo nos incorporamos a la comunidad de la Esperanza. Una comunidad cristiana de base, sensible ante los problemas de la Iglesia del postconcilio, muy abierta a las nuevas corrientes de renovación eclesial, comprometida con los nuevos movimientos sociales, solidaria con los grupos de pobres y marginados. Muchos de sus miembros trabajan en Cáritas, Proyecto Hombre, Amnistía Internacional, Economía Solidaria, Comité de África y otro tipo de organizaciones y ONG. Otros están integrados en grupos y partidos políticos aportando, en muchos casos, una colaboración muy activa. La pertenencia a la Comunidad ha enriquecido nuestra vida, –la de la pareja–, nos ha permitido vivir y celebrar la fe desde una sensibilidad nueva, desde el pueblo llano, no desde el presbiterio. Hemos sentido los problemas de otra manera, con otros acentos y con otros colores. Todo esto indudablemente ha supuesto para mí un enriquecimiento.

Siendo dominico había publicado yo un par de libros. Uno en Roma, en 1971, que llevaba como título Una liturgia viva para una Iglesia renovada (PPC, Madrid) haciéndome eco de los aires renovadores del Concilio; más tarde, en 1985, publiqué otro titulado Iniciación al año litúrgico (Cristiandad, Madrid), que venía a ser un tratado sobre el año litúrgico. Pero mi vocación de escritor se incrementó notablemente después de haber dejado a los dominicos, una vez que me hube jubilado. Ha sido en esta época cuando he publicado buena parte de mis libros. He experimentado una especie de fiebre por escribir. Primero en la Editorial San Esteban, de los dominicos de Salamanca. En esa editorial he publicado tres libros: Celebrar, un reto apasionante (2000), El Domingo, cara y cruz (2001), Cristianos en fiesta y en lucha por la justicia (2004). La editorial Verbo Divino, de Estella (Navarra), ha ido acogiendo durante estos años varias publicaciones mías: Para vivir el año litúrgico (1997), La Celebración. Bases para una comprensión de la liturgia (2010), Anáfora. Aproximación a la plegaria eucarística (2015). Además estas otras publicaciones; dos en Barcelona: La Pascua en la tradición y en sus fuentes (CPL 2012) y Eulogía y Eucaristía. Policromía de sentimientos en el alma del orante (CPL 2019); y otra en Madrid: Reflexiones incómodas sobre la celebración litúrgica (PPC 2014). Cuento esto porque no deja de ser sorprendente. Justamente, durante los años en los que estaba dedicado al estudio, a la investigación y a la docencia en la casa de estudios de los dominicos de Torrent, con una gran biblioteca especializada a mi disposición, con instrumentos de trabajo apropiados en mis manos; durante ese tiempo apenas si me aventuré a la tarea de escribir. Ha sido durante estos años de jubilado, en Logroño, ya secularizado, con escasos medios a mi disposición y envuelto además en las tareas de la casa y de la familia, cuando he podido desarrollar mi vocación de escritor. Volcado, además, a través de mis libros, en las más candentes preocupaciones de la Iglesia, inquieto por los problemas pastorales, percibidos ahora y experimentados desde la base. Quizás podría asegurar que ahora, desde mi situación de esposo y padre de familia, secularizado y todo, me he sentido más dominico, más predicador, más sensible a los problemas pastorales y teológicos de la Iglesia del postconcilio. Nunca hubiera podido pensar que, justamente ahora, al dejar de ejercer el ministerio sacerdotal, haya tenido la ocurrencia de escribir un libro sobre la Anáfora, la plegaria más sacerdotal que tenemos en la liturgia, en el cogollo mismo de la celebración eucarística. Y lo he hecho pensando en mis hermanos los sacerdotes, para transmitirles información doctrinal y sensibilidad litúrgica. Porque sigo sintiéndome solidario y comprometido con los problemas que preocupan a los presbíteros, volcados en el servicio pastoral del pueblo de Dios.

 

Hay otro proceso muy significativo que ha marcado mis años durante largo tiempo. Comenzó ya en Roma, durante mis años de profesor en el Angelicum. Yo era entonces uno de los profesores más jóvenes de la Facultad de Teología. Circulaban con fuerza en aquel momento los aires refrescantes y renovadores del Vaticano II, recién estrenado, en la Roma de los años sesenta. Comenzaban las primeras experiencias litúrgicas, llevadas a cabo por atrevidos aventureros que no temían la intervención severa de los altos jerarcas romanos. En la zona del Gianicolo comenzó a ganar notoriedad la misa dominical de una iglesia en la que se tocaban las guitarras y se estrenaban cantos juveniles desenfadados. Una novedad inimaginable y escandalosa en la Roma eterna. Yo me apunté a estos nuevos aires de renovación y comencé a trasmitir a mis clases nuevos estilos de frescura y de juventud. Al volver a España en 1973 seguí manteniendo esta misma línea. Eran tiempos en los que las posturas anticonformistas y promotoras de nuevos cambios en las comunidades iban ganando la batalla a los planteamientos inmovilistas y servidores de la tradición. Fueron momentos difíciles, cargados de tensión y de duros enfrentamientos. También en estos casos yo me apunté a los grupos más abiertos y rupturistas. Reconozco que este talante daba color a todas mis actividades, incluso a mis tendencias políticas, apostando siempre por los posicionamientos e ideologías más abiertas y progresistas.

Pero la madurez de las canas, o la sensatez de los años, o una providencial evolución operada en mi persona con el paso del tiempo, han ido transformando mi actitud de fondo, mi talante rupturista y renovador. Mi participación en las celebraciones eucarísticas, durante los años que llevo como secularizado, me ha permitido constatar los comportamientos desafortunados que se practican en las celebraciones. Lo he podido constatar en comunidades y parroquias diferentes. Me refiero a la forma de participar los fieles, a las homilías de los curas, a la costumbre de decir todos a coro la plegaria eucarística, a la forma de leer y de cantar, a las improvisaciones e inventos de los sacerdotes, y un sinfín de usos y costumbres difíciles de ajustar con un elemental sentido litúrgico. A veces pienso que esta actitud mía de rechazo es fruto de una especie de deformación profesional, o de un sentimiento exagerado de exquisitez y pureza litúrgica, o a una preocupación senil por la ortodoxia doctrinal y la limpieza del lenguaje. El hecho es que, al cabo de los años, he acabado convirtiéndome en un viejo cascarrabias y en un crítico empedernido, fustigador de errores y defensor de la disciplina.

Yo sigo pensando que detrás de esta trama está la mano de Dios. En toda mi vida, a lo largo de los años, se ha vertebrado una línea de continuidad, aparentemente torcida, pero en realidad coherente y positiva. Vistas las cosas desde la fe, en el horizonte de las grandes intervenciones de Dios, esta vida mía, interpretada quizás a primera vista como un desastre, al cabo del tiempo, desde la luz providente de la fe, la descubro luminosa y llena de sentido, como si fuera una pequeña historia de la salvación a escala personal.