La barbarie que no vimos

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La barbarie que no vimos
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Bonilla Vélez, Jorge Iván -

La barbarie que no vimos: fotografía y memoria en Colombia/ Jorge Iván Bonilla Vélez. -- Medellín: Editorial EAFIT, 2019

436 p.; 24 cm. -- (Colección Académica)

ISBN 978-958-720-607-4

1. Conflicto armado – Colombia – Fotografías. 2. Conflicto armado – Colombia – Cubrimiento periodístico. 3. Reportajes fotográficos – Aspectos sociales - Colombia.I. Tít. II. Serie

070.49 cd 23 ed.

C346

Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

La barbarie que no vimos.

Fotografía y memoria en Colombia

Primera edición: noviembre de 2019

© Jorge Iván Bonilla Vélez

© Editorial EAFIT

Carrera 49 No. 7 sur - 50

Tel.: 261 95 23, Medellín

http://www.eafit.edu.co/fondoeditorial

Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co

ISBN: 978-958-720-607-4

Coordinación editorial: Carmiña Cadavid Cano

Corrección: Juan Fernando Saldarriaga y Juan Felipe Restrepo

Diseño y diagramación: Alina Giraldo Yepes

Imagen de carátula: Perseus Delivering Medusa’s Head. Walter Crane, Inglaterra, (1845-1915).

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Re conocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158 emitida el 13 de febrero de 2018.

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Contenido

Introducción

Parte 1. Fotografía, atrocidad y crítica

Pensar con Sontag

1. Realismo. Ojos que ven la atrocidad

Imágenes que muestran el horror

¿Por qué fracasan las imágenes?

2. Exceso. De la perturbación al entumecimiento

El espectador entumecido: saturación, desatención y vicio

La demasía de las imágenes

Sontag vs. Sontag

3. (Ausencia de) Narración. Salvar las imágenes con palabras

“Aproximaciones” en espera de interpretación

La polis de la imagen: marco, interpretación y afecto

Narración y re-personalización

4. Estetización. Redimir, mostrar, sobrevivir

Volver atractivo el horror: embellecimiento y despolitización

Una foto para la historia: iconos, estereotipos y supervivencias de la imagen

5. Despersonalización. Mirar el sufrimiento a distancia

Naufragios con espectador

El espectador distante: espacio público y mediación tecnológica

De la furia de la naturaleza a la acción de los humanos

Espectadores de segunda mano: lo público sin lugar

Paradojas humanitarias: entumecimiento y política

Fatiga de la compasión

Parte 2. La barbarie que no vimos

Ver con otros ojos

6. Pueblos. Exposición, número y singularización

Exponer a los pueblos: despersonalización, afectación y número

Retrato de grupos: re-personalización y singularización

De la repetición a los marcos de interpretación

7. Retratos. Atrocidad, banalidad y desastre

Exponer a los perpetradores

Personas en el vecindario del desastre

8. Símbolos. Imágenes que vienen del pasado

Plantillas que reviven el pasado: los “campos de concentración” de las FARC

Iconos, mártires y víctimas: la fotografía de Íngrid Betancourt

9. Operaciones. Máquinas, targets y repugnancia

Euforia tecnológica: guerra aérea y política de la imagen

Destrucciones sublimes: la mirada cruel

10. Espectros. Mostrar lo invisible

Dudar de las imágenes: “falsos positivos”

Revelar lo invisible: las fotografías de los desaparecidos

A manera de conclusión. Aprender de las catástrofes

Referencias

Notas al pie

Lista de figuras y tablas

FIGURA 6.1. Corregimiento de Mejor Esquina, Buena Vista, Córdoba

FIGURA 6.2. Vereda Bajo del Oso, Apartadó, Antioquia

FIGURA 6.3. Región de El Alto Naya, Buenos Aires, Cauca

FIGURA 6.4. Corregimiento La Gabarra, Tibú, Norte de Santander

FIGURA 6.5. Titular sobre la masacre en las fincas Honduras y La Negra, Turbo, Antioquia

FIGURA 6.6. Titular con que se sintetiza el resultado de varias masacres ocurridas en Antioquia, Córdoba y Magdalena

FIGURA 6.7. Titular que anuncia la masacre en el corregimiento de Chengue, Ovejas, Sucre

FIGURA 6.8. Titular de la masacre en el municipio de San Carlos, Antioquia

FIGURA 6.9. Chigorodó, Antioquia

FIGURA 6.10. Puerto Alvira, Meta

FIGURA 6.11. San Pablo, Bolívar

FIGURA 6.12. Ciénaga Grande, Magdalena

 

FIGURA 6.13. Corregimiento de Mejor Esquina, Buena Vista, Córdoba

FIGURA 6.14. Corregimiento El Playón de Orozco, El Piñón, Magdalena

FIGURA 6.15. Corregimiento de Chengue, Ovejas, Sucre

FIGURA 6.16. Víctimas de la masacre en el corregimiento de Santa Isabel, Curumaní, Cesar

FIGURA 6.17. Víctimas de la matanza de Bojayá, Choco

FIGURA 6.18. Víctimas de la masacre en el corregimiento de La Gabarra, Tibú, Norte de Santander

FIGURA 6.19. Víctimas de la masacre de San José de Apartadó, Antioquia

FIGURA 6.20. San José de Apartadó, Antioquia

FIGURA 6.21. Familiares cargando féretros con víctimas de la masacre de Segovia, Antioquia

FIGURA 6.22. Familiares esperando a que las autoridades les entreguen los cuerpos de las víctimas de la masacre de Segovia, Antioquia

FIGURA 6.23. Luisa San Martín vistiendo a su hijo, víctima de la masacre de Segovia, Antioquia

FIGURA 6.24. Primera página de El Tiempo con el titular de la masacre de Chigorodó, Antioquia

FIGURA 6.25. Listado de las víctimas de la masacre de Chigorodó, Antioquia

FIGURA 6.26. Familiares de una las víctimas de la masacre de Chigorodó, Antioquia

FIGURA 6.27. Segovia, Antioquia

FIGURA 6.28. Corregimiento de Machuca, Segovia, Antioquia

FIGURA 6.29. Inspección de El Tigre, Valle del Guamuez, Putumayo

FIGURA 6.30. Mutatá, Antioquia

FIGURA 6.31. Corregimiento de Mejor Esquina, Buenavista, Córdoba

FIGURA 6.32. Apartadó, Antioquia

FIGURA 6.33. Región El Alto Naya, Buenos Aires, Cauca

FIGURA 6.34. Corregimiento El Aro, Ituango, Antioquia

FIGURA 6.35. Corregimiento El Aro, Ituango, Antioquia

FIGURA 7.1. Salvatore Mancuso camino al Congreso de la República, 28 de julio de 2004

FIGURA 7.2. Congreso de la República. Abajo, ‘Baez’, Mancuso e Isaza. Arriba, Iván Cepeda, con el retrato de su padre, asesinado por los paramilitares

FIGURA 7.3. Edificaciones abandonas en el corregimiento de Juan Frío, Villa del Rosario, Norte de Santander

FIGURA 7.4. Alcalde Eudaldo Días, Corozal, Sucre

FIGURA 7.5. Yolanda Izquierdo, líder de reclamantes de tierra de Córdoba

FIGURA 7.6. Foto de Yolanda Izquierdo, reproducida luego de su asesinato

FIGURA 7.7. Beatriz González, Ondas de Rancho Grande, 2008

FIGURA 8.1. Imagen en la primera página de El Tiempo que ilustra las condiciones de cautiverio de los militares y policías retenidos por las FARC

FIGURA 8.2. Editorial de El Espectador sobre las condiciones de cautiverio de los militares y policías retenidos por las FARC

FIGURA 8.3. Fotogramas que ilustran el cautiverio de los militares y policías retenidos por las FARC

FIGURA 8.4. El periodista Jorge Enrique Botero de pie frente a la valla de confinamiento de los militares y policías retenidos por las FARC

FIGURA 8.5. Fotograma que muestra a ‘Jorge Briceño’ dirigiéndose a un grupo de militares y policías retenidos por las FARC 302

FIGURA 8.6. Imagen de Íngrid Betancourt en la primera página de El Espectador

FIGURA 8.7. Imagen de Íngrid Betancourt con recuadros de otros secuestrados en la primera página de El Colombiano

FIGURA 8.8. Imagen de Íngrid Betancourt en la primera página de El Tiempo

FIGURA 8.9. Marcha contra el secuestro, “No más FARC”, en Barranquilla

FIGURA 8.10. Marcha por las víctimas de la violencia en Medellín

FIGURA 8.11. Homenaje a Íngrid Betancourt en París

FIGURA 8.12. Marcha contra el secuestro, “No más FARC”, en Bogotá

FIGURA 9.1. Imagen infrarroja tomada desde el aire en la ‘Operación Odiseo’

FIGURA 9.2. Imágenes que ilustran cómo se llevó a cabo la ‘Operación Sodoma’

FIGURA 9.3. Imagen de la ‘Operación Fénix’

FIGURA 9.4. Infografía que detalla las bombas utilizadas en la ‘Operación Sodoma’

FIGURA 9.5. Militares que participaron en la ‘Operación Odiseo’

FIGURA 9.6. Tres fotografías que ilustran la muerte de José William Aranguren, el capitán ‘Desquite’

Figura 9.7. Sepelio de paramilitares en Segovia, Antioquia

Figura 9.8. Titular que anuncia la presentación de imágenes del cadáver de ‘Raúl Reyes’

Figura 9.9. Celebración por la muerte de ‘Raúl Reyes’

Figura 10.1. San Rafael, Antioquia

Figura 10.2. ‘Operación Marcial’

Figura 10.3. ‘Operación Taleón’

Figura 10.4. Recuento de acciones militares en Antioquia

Figura 10.5. Familiares de campesino asesinado en el Huila

Figura 10.6. Hermanos Sanjuan, jóvenes universitarios desaparecidos en Bogotá

FIGURA 10.7. Marcha Nacional del Silencio

FIGURA 10.8. Fotos de desaparecidos en el departamento de Antioquia

FIGURA 10.9. Palacio de Justicia

FIGURA 10.10. ‘Operación Orión’

FIGURA 10.11. Prendas y objetos hallados en exhumaciones de fosas comunes

TABLA 6.1. Cobertura de las masacres en los periódicos El Tiempo, El Espectador, El Colombiano y El Heraldo

TABLA 6.2. Cobertura general de las masacres contra la población civil, 1988-2005

TABLA 9.1. Cobertura en prensa de cinco operaciones militares contra integrantes de las FARC, 2007-2011

Introducción

En la escuela hemos aprendido la historia de la Medusa, cuya cara, con sus enormes dientes y su larga lengua, era tan horrible que su sola visión convertía a los hombres y las bestias en piedra. Cuando Atenea instó a Perseo para que matara al monstruo, le advirtió que en ningún momento mirara su cara, sino solo su reflejo en el reluciente escudo que le había dado. Siguiendo su consejo, Perseo cortó la cabeza de la Medusa con la hoz que Hermes le había proporcionado.

La moraleja del mito es, desde luego, que no vemos, ni podemos ver, los horrores reales porque nos paralizan con un terror cegador; y que solo sabremos cómo son mirando imágenes que reproduzcan su verdadera apariencia

Siegfried Kracauer, Teoría del cine

A partir de la primera década de este siglo, iniciativas provenientes de distintos sectores de la sociedad han venido desentrañando las dimensiones de la degradación humanitaria de la guerra interna en Colombia, en un ejercicio de construcción de la memoria que ha buscado contrarrestar el protagonismo de los victimarios, romper el silencio producido por el miedo y hacer visible los derechos de las víctimas. En estas iniciativas es posible hallar una pregunta aglutinante en torno a la atrocidad con que esta guerra fue librada: ¿por qué no vimos la barbarie?;1 o, en todo caso, ¿por qué no reaccionamos ante ella? Para el informe ¡Basta Ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, elaborado por el entonces Grupo de Memoria Histórica (GMH, 2013), la efectividad de la violencia ejercida contra los civiles, ocurrida en la etapa más crítica del conflicto –que este informe ubica entre 1995 y 2002–, radicó en su alta repetición (en ámbitos locales y regionales), pero paradójicamente en su baja intensidad (en el ámbito nacional). Según este trabajo, las muertes selectivas, las pequeñas masacres, las desapariciones forzadas, el desplazamiento “a cuenta gotas” y el terror “dosificado” correspondieron a repertorios discretos y estratégicos de violencia que no obtuvieron la suficiente resonancia en la opinión pública nacional, ni movilizaron el apoyo de esta, porque, además, tampoco reunían los valores-noticia adecuados para obtener una cobertura periodística relevante y un alcance narrativo destacado en tanto eventos de significación capaces de permear el interés de los públicos de la nación. De allí su silenciamiento, invisibilidad y ocultamiento (2013, pp. 31-108).

El investigador francés Daniel Pécaut (2001) plantea una hipótesis similar. Al preguntarse por qué en sus momentos más críticos el envilecimiento de la confrontación armada no generó una mayor reacción y movilización civil ante las crueldades de la guerra, este autor plantea la tesis de la “dislocación de la opinión pública” (2001, pp. 223-225), que apunta a un doble movimiento: por una parte, al efecto de rutinización de las acciones asociadas al horror y el dolor –la banalización de la violencia–, percibidas como algo habitual, y ante las cuales la indignación ciudadana tomó relevancia solo cuando la atrocidad adquirió dimensiones desmesuradas, como en el caso de las destrucciones de poblaciones y los secuestros masivos de civiles, o cuando el horror alcanzó un rasgo simbólico mayor, como en el caso de los asesinatos contra “personalidades” de la vida pública nacional (2001, pp. 227-256); y por otra, a la dificultad de articular unos relatos colectivos de nación, que se han sustituido por una narración discontinua y fragmentada de microrrelatos que coexisten como la historia de cada quien: familias, grupos y sujetos que suelen llorar privadamente a sus muertos y hacen de sus duelos un asunto asilado en sus entornos domésticos, alimentando con esto ese acumulado de rabias, dolores y tragedias que no alcanzan a tener una visibilidad en la esfera pública de trascendencia nacional (Uribe, 2003, pp. 9-25).

 

Que la atrocidad de la guerra no hubiese sido lo suficientemente advertida la opinión pública nacional, ya sea por la baja intensidad en el ejercicio localizado del terror (Pécaut, 2001; Lair, 2003), o por la excesiva rutinización de la violencia contra poblaciones vulnerables y periféricas a los principales centros urbanos (Lair, 2000; GMH, 2013), no significa que esta hubiese estado exenta de un “sistema de representación” (Didi-Huberman, 2004; Mitchell, 2009) o, si se prefiere, de unos “marcos de interpretación” (Butler, 2010) desde –y con– los cuales hemos estructurado nuestras visiones, relatos y explicaciones en torno a las vidas que ha valido la pena llorar, los acontecimientos que han merecido nuestra atención, o los horrores ante los que decidimos pasar de largo. Ensayar una respuesta ingenua a esta ausencia de inteligibilidad del horror –la barbarie que no vimos– podría remitirnos a una explicación temprana: no la vimos –la barbarie– por la falta de su representación o, lo que es igual, por la carencia de una relación causal entre la imagen y la política, entre ver y actuar. Una causalidad que se desprende de una añeja creencia que señala que si nosotros hubiéramos presenciado, digamos, el genocidio armenio, los gulag soviéticos, la gran hambruna china –sin mencionar el Holocausto–, a través de las imágenes in situ de los reporteros o de los relatos de la prensa, entonces el curso de la historia hubiese podido ser distinto; sin embargo, dicha creencia olvida, como advierte David Campbell (2002, p. 160), que los genocidios en Bosnia y Ruanda fueron cometidos con saña, a la vista de la comunidad internacional, en presencia del mundo entero, en medio de un flujo de imágenes continuas. Ese por qué no vimos la barbarie problematiza, más bien, la existencia –la frágil existencia– del régimen de visibilidad mediante el cual hemos dado inteligibilidad a la atrocidad, con el cual hemos alentado esferas públicas de deliberación y desde el que hemos promovido nuestras respuestas éticas frente a los horrores de la guerra. Situación que, por cierto, plantea una paradoja: la de una guerra que estando tan cerca, porque fue librada en la misma geografía nacional, a la vez haya podido estar tan distante en los dispositivos de representación de su horror y, sobre todo, en el compromiso moral con las víctimas de esta. Decir que “no vimos” la barbarie es afirmar nuestra distancia, a pesar de su proximidad.

De esto trata este libro. Interesa problematizar el rol de la imagen, concretamente la imagen fotográfica, en el conflicto armado en Colombia; de ahí la alusión, en el párrafo anterior, a los “ojos” como una metáfora de visibilidad y distancia. ¿De qué manera la fotografía de prensa ha dado inteligibilidad a la atrocidad y el sufrimiento, alentando esferas públicas de deliberación y promoviendo implicaciones éticas y morales sobre los horrores de la guerra en Colombia?

Para dar cuenta de este interrogante, este trabajo está delimitado por los siguientes aspectos: primero, la materia de estudio es la imagen fotográfica de tipo periodístico o documental. Segundo, es la fotografía mediatizada por una tecnología de información y comunicación, como lo es la prensa, que cumple un rol importante en encuadrar el debate sobre qué es apropiado ver, o dejar de ver, en la esfera pública; se trata, por tanto, de una imagen que hace parte de un sistema de producción noticiosa que la regula, la contiene y la dota de significación. Tercero, no es una imagen cualquiera; son fotografías con las que periódicos nacionales y regionales y algunas revistas de actualidad noticiosa mostraron el conflicto armado interno colombiano, sus modalidades, atrocidades, vicisitudes, cuerpos, sujetos, territorios y memorias, y, por esa vía, contribuyeron a la configuración de un régimen de visibilidad del dolor, la rabia, la solidaridad y la posibilidad de conocernos, re-conocernos o des-conocernos en este país. Y cuarto, las fotografías que interesan son, principalmente, las realizadas por reporteros gráficos durante las dos últimas décadas del siglo XX y la primera del XXI, que corresponden a los años del mayor envilecimiento y degradación de la guerra en Colombia. Con una aclaración: el propósito de este texto no es analizar cómo informó y con qué imágenes lo hizo cada uno de los medios que aquí confluyen, ni tampoco elaborar un análisis comparativo de sus fotos, sino encontrar esas señales, singularidades, síntomas, encuadres, convenciones que están presentes o ausentes de dichas fotografías, en un ejercicio analítico que, siguiendo a Georges Didi-Huberman (2008, p. 26), implica ejercitar un “arte de equilibrista”, que consiste en transitar por el espacio intersticial de sus singularidades, movimientos e intermitencias.

El resultado de este interés es un trabajo que transcurre en dos apartados de cinco capítulos cada uno. En la “Parte 1” se problematiza el lugar de la imagen fotográfica en el marco de las continuidades, transformaciones y rupturas que se han producido en el campo visual de las sociedades modernas y en los procesos de mediatización de los horrores contemporáneos. Los capítulos que conforman este apartado traspasan las fronteras de la atrocidad en Colombia, puesto que se inscriben en una discusión conceptual no solo sobre la cobertura fotográfica de las guerras, sino también acerca de las consecuencias que tienen las imágenes para propiciar la actuación colectiva o el adormecimiento moral, de sus capacidades para alentar una acción política eficaz o para anestesiar las conciencias; aludimos a un debate que nos transporta a una larga tradición teórica relacionada con el lugar que ocupa lo visual y la llamada “cultura de masas” en el pensamiento crítico y con el modo en que la modernidad nos ha convertido en espectadores a distancia del sufrimiento ajeno.

Susan Sontag, una de las intelectuales más acuciosas en alertar sobre el dominio de las imágenes en las sociedades que vivimos, es nuestra guía en este trayecto. Acudir a Sontag permite situar los primeros cinco capítulos del libro en una vieja, pero siempre renovada disputa entre palabra e imagen, pensamiento y visión, narración y mirada, acción y distancia, que ha prevalecido en la cultura occidental y en la teoría crítica de la sociedad. Retomar sus planteamientos posibilita ofrecer algunas claves de interpretación para enfrentar el interrogante de por qué en este país no vimos la barbarie; y es también la oportunidad para entablar un diálogo crítico y fructífero con ella.

La “Parte 2” tiene la intención de regresar sobre algunos acontecimientos de la barbarie nacional, vistos a la luz del fotoperiodismo, con el fin de que estos ingresen de nuevo en el dominio público y, por esta vía, preguntarles por derechos, memorias, reclamos, lamentos, duelos, relaciones o huellas que vuelvan a interpelar nuestra atención. Para esto, los capítulos que conforman esta parte recorren varias direcciones: por un lado, se trata de examinar si el meollo del problema, la crítica a las fotografías que allí comparecieron, descansaría en la idea del exceso o la repetición, como en el caso de las masacres de civiles, o en los modos en que estas imágenes prestaron atención, esto es, la manera en que estas configuraron una política visual acerca de las “víctimas no identificadas” de los masacrados en Colombia; por otro, el interés es problematizar algunas atrocidades cuya violencia no hay que buscarla en el centro de la fotografía, sino por fuera de ella, una situación que le exige al investigador hacer un viaje por fuera del marco de la imagen para luego regresar, que es lo que ocurre, por ejemplo, con algunas fotografías que muestran a los perpetradores en situaciones cotidianas, o con algunos momentos que presentan el antes de las víctimas o el después de horror. Así mismo, se cotejan algunas representaciones visuales de la barbarie nacional que tomaron otros caminos: o bien el de la connotación icónica, porque se trata de imágenes –símbolos de la crueldad de la guerra– que nos obligan a pensar con qué frecuencia las hemos visto antes en la memoria visual de la cultura occidental, como es el caso de las fotografías de Ingrid Betancourt o de los policías y soldados en cautiverio a manos de las FARC en las selvas del sur del país; o el camino de la euforia tecnológica producida por las máquinas “inteligentes” de matar y su lógica visual asociada a un triple ahorro: los cuerpos muertos, las imágenes de sufrimiento y la complejidad moral hacia los caídos, que es a lo que apuntan las imágenes operacionales que muestran los “triunfos” del Estado contra el enemigo; o aquel que sigue la ruta de la opacidad y el ocultamiento de los horrores de la guerra, por cuanto la “verdad” revelada por las imágenes que conforman este trayecto está sujeta a las trampas del mimetismo, a la sustracción o el trucaje de hechos, identidades, cuerpos y circunstancias, que es a lo que se refieren las fotografías de la desaparición forzada y de las ejecuciones extrajudiciales en el país, conocidas como los “falsos positivos”. Retornar a estos hechos de un pasado reciente de atrocidad tiene el propósito de regresar a ellos, pero “con otros ojos” (Lara, 2009).

¿Cómo interrogar a estas imágenes? Dos precisiones metodológicas antes de continuar. Este trabajo aborda reportajes gráficos e imágenes de prensa tomadas por fotorreporteros cuyas producciones asumen pocas veces la paciencia, el tiempo o la creatividad de la imagen en su relación con el sujeto, el objeto o la situación fotografiada. Las fotografías que aquí concurren no han traspasado, en su mayoría, las fronteras de la prensa diaria para recaer en los circuitos del arte, en los modos en que el arte interpela –v. g. con los usos documentales de la fotografía– al espectador en asuntos de dolor, barbarie y sufrimiento desde perspectivas más sensibles, pausadas o de ruptura. Nuestra pretensión es más prosaica, si se quiere, y el desafío acaso más provocador, pues estamos sumergidos en un terreno donde acecha el riesgo del exceso y la repetición: vista una foto, vistas todas. Que las imágenes de las que está hecho este trabajo no sean imágenes artísticas no significa, sin embargo, que no podamos dialogar con el arte, dejarnos interrogar por este, pues también en el fotoperiodismo se pueden vislumbrar la historia de las formas, los problemas de lo estético, las prácticas de la cultura, la densidad de lo simbólico, no solo la inmediatez de lo real.

La otra decisión tiene que ver con algo que plantea la crítica cultural Mieke Bal sobre los estudios que se centran en las intencionalidades del artista o del creador, para entender el significado de sus obras, como si hablar de la “intención” fuera la culminación de cualquier estudio que examina lo visual, como si hacerlo garantizara la explicación plena, la narración exacta, la autoridad del argumento contra cualquier posibilidad de distracción del espectador (Bal, 2009, pp. 323-364). Como dice Bal, la agencia de las imágenes, su capacidad para “hacerle” algo a alguien, es un asunto que supera, pero no anula, la tarea dirigida a proporcionar datos sobre las intencionalidades del artista o, en nuestro caso, del fotógrafo, lo cual invita a asumir sus producciones como objetos que “ocurren” cuando son observados, en un proceso que implica narrativamente al espectador con el acto de ver las imágenes (2009, pp. 353-358).

Afirma Didi-Huberman que saber mirar una imagen no es algo dado. Una manera –un método, quizá– para hacerlo lleva a reconocer el doble régimen del que están hechas las imágenes, pues estas no son ni ilusión pura, ni toda la verdad, sino espacios de cruce, zonas de litigio, lugares de intermitencias, territorios inestables (Didi-Huberman, 2004, pp. 83-135). Intersticios que invitan a trasladarse hacia la superficie de su “marco”, con el fin de identificar los objetos, las situaciones, los temas, las personas que comparecen en el episodio de una foto, de prestar atención a los pequeños detalles que aparecen en su cuadro o que se excluyen del mismo –esos puntos ciegos que develan sus silencios o sus significados ocultos (Burke, 2008)– para luego desplazarse en otras direcciones. ¿En cuáles? Por ejemplo, en la ruta de sus convenciones narrativas, de sus gestos, planos, encuadres, movimientos, fórmulas dramáticas y prácticas de composición; en los trayectos que nos lleva ya sea hacia su vecindad con otras imágenes con las cuales estas dialogan, se superponen o discuten, o hacia su cercanía con las palabras (títulos, subtítulos, pies de foto); o en la dirección de sus contextos, esto es, de las circunstancias bajo las cuales ellas se producen, el ambiente social y cultural que las pone en juego, las políticas de la mirada que las inserta en una época, una sociedad, una cultura, una forma de ver.

Los lectores avisados sabrán reconocer, en esta apuesta de mirada, las huellas del denominado “método iconográfico” empleado por los investigadores de la historia del arte y, más recientemente, por los estudiosos de la cultura visual, y que en nuestro caso hemos preferido abordar desde una perspectiva menos ambiciosa, al optar por la noción del “doble régimen de la imagen” (Didi-Huberman, 2004). Un doble régimen que convida al investigador a tener en cuenta dos dimensiones: por una parte, lo invita a reconocer, como diría William J. Thomas Mitchell, que la acción de mirar es un acto profundamente impuro, y que las imágenes, como otros vehículos de comunicación, son medios mixtos que, por lo general, van acompañados de palabras, pero también de sentimientos, pensamientos, emociones y escuchas (Mitchell, 2009, pp. 11-13), cuyas interacciones desbordan las barricadas conceptuales que reducen las imágenes al prefijo de lo infra; por otra, lo convida a considerar que las imágenes son seres vivos, que están dotadas de vida propia; valga decir, no son entes pasivos aguardando nuestra interpretación, esperando que las descifremos, puesto que les hacemos algo a ellas, tanto como ellas nos hacen algo a nosotros (2009, p. 99). En nuestro caso, esto lleva a tener en cuenta que la fortaleza o la debilidad de las fotografías de atrocidades que componen este trabajo, la potencia o la fragilidad que las embarga como “vehículos” expresivos en la configuración de la memoria de un pasado reciente que buscamos interpelar a través del fotoperiodismo, no reside únicamente en su relación con la verdad, en la idea de que se trata de imágenes únicas o genuinas de las situaciones que representan. Mirar estas fotos, volver sobre ellas, significa valorar el impacto emocional que estas imágenes producen, la fuerza de su implicación, su capacidad para movilizar sentimientos morales en el investigador, que es a la vez espectador.