La disolvencia del cine mexicano

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La disolvencia del cine mexicano
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A la sección cultural de El Financiero.


Pueblo por el mal sueño roto

Pueblo de abismos nivelados

Pueblo de pesadillas dominadas

Pueblo nocturno amante de las iras del trueno

Mañana más alto más dulce más ancho.


Aimé Césaire, Lejos de los días extraños


Lo indecible, dicho en voz baja, anda por el país.

Ya es mediodía.


Ingeborg Bachmann, Mediodía temprano

Prólogo

Estudio pormenorizado de la temática y el significado cultural del cine mexicano en la segunda mitad de los años ochenta, este conjunto de análisis filmico-literarios se ofrece a una lectura autónoma y con una estructura independiente. Sin embargo, el libro pertenece a la serie de ensayos históricos La A, B, C, D... del cine mexicano, del mismo autor, que ya incluye La aventura, La búsqueda y La condición del cine mexicano, volúmenes referidos a otros periodos y etapas evolutivas del cine nacional.

Se compone de aproximadamente ochenta capítulos, que constituyen análisis in extenso de otras tantas películas: exámenes del comportamiento de figuras y temas, reflexiones sobre diversos aspectos socioculturales de la mexicana realidad reflejada en el cine, desentrañamientos de nuestro imaginario fílmico desde sus modalidades más corrientonas hasta las más sublimes o aberrantes, evaluaciones particulares del estilo de numerosos cineastas. Ochenta capítulos para cerrar los ochentas. Lo fundamental sigue siendo que las películas hablen por sí mismas. Observarlas con paciencia y rigor, obligarlas a que hablen, delinear un lenguaje literario que parezca corresponde ríes o que menos las traicione en la restitución de su vitalidad y sabrosura. Películas comerciales, cintas independientes, en 35 o 16 milímetros, hasta cierto tardío largometraje en Super 8, algunos videofilmes muy significativos.

Se han tomado como materiales de base los artículos publicados por el autor en los últimos meses monsivaítas (mayo de 1986-marzo de 1987) del suplemento La cultura en México de la revista Siempre! y, sobre todo, los extensos “Cinemiércoles Populares” aparecidos semana a semana, desde enero de 1989, en la sección cultural del periódico El Financiero, dirigida por Víctor Roura. Ningún análisis aparece con su inicial redacción periodística. El más intacto ha soportado más de treinta correcciones o modificaciones, de concepto y sustanciales. Muchos han variado de enfoque. Otros artículos primitivos, ya en la reescritura, sólo servían como levantamientos de datos o vastos memoranda. Se ha procurado que el tono unificador del libro sea más ligero y festivo, cuando se deje.

Se ha elegido el término disolvencia, eminentemente cinematográfico, en el título del volumen, no sólo porque empieza con la letra d (la que tocaba dentro de la serie), sino porque resume muy bien los propósitos del ensayo histórico, sus sentidos, sugiriendo ciertas características primordiales de nuestro cine en su periodo más reciente. Esto se debe, en gran medida, a la ambivalencia del término en sí. Para el lector sin cultura fílmica, disolvencia sugiere desaparición, declive, decadencia. Para el lector versado en terminología cinematográfica, disolvencia significa paso gradual de una imagen a otra, equivale a fundido encadenado, implica motivos visuales que desaparecen y motivos visuales que surgen de manera novedosa.

A pesar de su renovado impacto sobre las clases populares, y pese a su interés psicosocial o (eventualmente) estético, el cine mexicano actual tiene más vicios que virtudes, padece de malformaciones congénitas que ya se mezclan con los achaques, vive desde hace más de siete lustros en un estado de crisis permanente que ya semeja su única esencia, y arrastra todo tipo de taras; pero además, desde una perspectiva exterior y de recepción consciente, sufre de disolvencia: está disuelto al interior de la cultura nacional como un gran desconocido, ha vuelto a ser un engendro descalificado de antemano, un sinónimo de mal infeccioso que más vale ignorar, un lastre pestilente mal protegido por el Estado y menospreciado incluso por los profesionales en el estudio de la materia (“Es tan malo que no lo conozco”).

Disolvencia es también un signo de regeneración. Un viejo cine desaparece para ser sustituido por uno nuevo que apenas comienza a precisarse, pero cuyos logros pueden alcanzar ya (¿por qué no?) altas intensidades, al nivel de nuestro teatro actual, de nuestra novela actual, de nuestra poesía actual, de nuestra pintura (que tampoco pasan hoy por un momento muy providente). He ahí la disolvencia como un cruel espectáculo del ciclo biológico: una nueva generación de realizadores siempre desplazando a los mayores. Los jóvenes cineastas inquietos de las etapas anteriores se han vuelto los viejos ultraconformistas del presente, y así hasta el vértigo de la disolvencia en el infinito.

Para intentar abarcar la totalidad del fenómeno, se incluyen por separado tanto el cine popular como el cine exquisito. Se entiende por cine popular un cine cercano a los gustos del público más extenso, las películas de éxito masivo, los productos fílmicos que pretenden satisfacer las aparentes demandas generales de diversión al tiempo que explotan la dinámica de los prejuicios sociales y los imaginarios más arraigados: las cintas más taquilleras, las más representativas, las más vulgares en el sentido literal del vocablo, las más excedidas, las que destacan en lo expresivo dentro de esa tendencia. Se entiende por cine exquisito un cine cercano a los gustos del público más exigente, las películas de éxito restringido, los productos fílmicos que pretenden satisfacer las aparentes demandas personales de expresión al tiempo que explotan la dinámica de los mitos culturales y los imaginarios más subjetivos: las cintas más individualizadas, las más ambiciosas, las más aplaudidas como objetos culturales, las más ridículas, las más a contracorriente, las que destacan en lo expresivo dentro de esa tendencia. ¿Qué tipo de disolvencia extraña se presentará entre las formas del cine popular y las del cine exquisito?

Las cuatro primeras partes del libro corresponden al cine popular. “La nueva generación de cómicos” representa un estudio fenomenológico de nuestro cine cómico más reciente, y está integrado por capítulos dedicados a las nuevas figuras cómicas del cine nacional (el Caballo Rojas, Alfonso Zayas, Luis de Alba y demás) a través de alguna de sus películas más ilustrativas en particular, la escalada y desescalada del humor desinhibido, el género de películas de albures con nalguita, ciertos resortes hilarantes y tipos de carcajada (“¿De qué te ríes, güey?”). Las dos siguientes partes polarizan al grueso del cine popular en dos vertientes opuestas: una vertiente rosa de procedencia televisiva que preferimos denominar masiva (“El aplauso rosa”) y una vertiente violenta con regodeo en orígenes cinemíticos degenerados que preferimos denominar propiamente populares (“Elogio a la violencia”). Del enfoque a discursos ideologizados al límite y generalizables, pasamos al examen de algunos sorprendentes estilos fílmicos dentro de la tendencia popular (“Un punto de vista de autor popular”).

Las tres siguientes partes del libro corresponden al cine exquisito. “La ambición documental” se ocupa de las películas de expresión muy individualizada dentro del cine de no-ficción, el cine testimonial creativo, los restos de una escuela documental mexicana que nunca llegó a florecer. La búsqueda fallida de formas al día y ciertos parciales aciertos en caducas o desviadas formas de invención se consignan al escalpelo en la parte sexta (“Lo exquisito propositivo”). La séptima sigue la trayectoria de viejas propuestas estéticas con sobreviviente vigencia y el ascenso admirable de algunas nuevas propuestas de difícil continuidad (“Un punto de vista de autor exquisito”).

La octava y última parte del libro se activa en exclusiva con las películas realizadas por mujeres (o casi). De hecho, “La mirada femenina” es una microestructura que reproduce, en femenino, la estructura general del volumen. El capítulo sobre “La feminidad fantoche” resume “La nueva generación de cómicos” a otro nivel. Los capítulos sobre “La erofantasía feminista” y “La feminidad ardida” sintetizan otras lecturas de “El aplauso rosa”, y el capítulo sobre “La feminidad odiahombres” resulta un tránsfuga del “Elogio a la violencia”. El capítulo acerca de “El feminismo militante” podría pertenecer a “La ambición documental”. “La otra misoginia” y “La feminidad ñoña” hacen tan buena pareja aquí como podrían haberla hecho en “Lo exquisito propositivo”, pero el gueto del cine de mujeres sobre mujeres amplifica su sentido. Los demás capítulos de esta parte, como todos los que figuran amparados por el nombre de algún realizador, se consideran tributos al cine de autor; en este caso corresponderían a “Un punto de vista de autora exquisita”. Nuestra política de referencias es abundosa (ni modo), pero sencilla y clara. Cada uno de los ochenta capítulos, aunque intercomunicado de cien maneras con los demás, posee su propio sistema original de referencias, tiene su relativa autonomía de miniensayo breve (¿desprendible?) y admite una lectura de corrido, sin necesidad de remitirse obligatoriamente a ningún otro anterior o posterior.

 

Se omite todo índice onomástico o de películas mencionadas, sustituyéndoseles con las páginas dedicadas a “El contenido en una ojeada”. Allí pueden localizarse con rapidez los sitios donde se analizan in extenso actores-fenómeno, cómicos, directores y películas. Únicamente los que se estudian con sumo detenimiento.

En cuanto a los agradecimientos, este libro ha contado con la invaluable y desinteresada ayuda de los especialistas en cine mexicano Mauricio Peña y Ernesto Román. Muchas gracias.

Un lagrimón póstumo: la crítica del cine es un arte, un arte, un arte que en México se extingue. Este libro quiere ser una prueba a contrario.

Primera parte
│La nueva generación de cómicos│

Nada es realmente alegre,

si falta el condimento de la locura.


Erasmo, Elogio a la locura

El gesto brujeril

Gracias a Hermelinda Linda de Julio Aldama (1982-1985), el gesto brujeril es también una gesta y el deleguebrio jamás volverá a las rodadas. No más lágrimas, no más mocos. ¿Para qué buscarle ruido al chicharrón? Un letrero anuncia de entrada que cualquier coincidencia entre los hechos ficticios del film y los hechos reales que suceden en este devaluado país, es la pura neta.

Dos de noviembre en Ciudad Bondojio. Mientras los niños se improvisan en pedigüeños que van de casa en casa con una caja de cartón iluminada pidiendo para su caravelita de Jálogüin, y hacen desgañitarse de rabia en su ventana a algún vecino tonante (Víctor Alcocer) que por fin había vencido al insomnio en virtud de cierto filtro brujeril, la chipocluda bruja gordinflona Hermelinda (Evita Muñoz Chachita) celebra en su Humilde Mansión (más bien es una vil covacha) el día festivo de su gremio, con un cónclave durante el cual ella y sus congéneres bailan alegremente en rondas e ingieren un embriagante bebedizo preparado especialmente para la ocasión dentro de un caldero humeante, alrededor del cual se agitan las horrendas colegas y excondiscípulas en plena euforia. Sólo falta que una brujilda retrasada aterrice con su escoba dentro del bote de basura del traspatio, que los peques usurpadores de la celebración sean debidamente ahuyentados aunque sin sangre, y que la ancianísima Mamá Chona (Queta Carrasco) se regrese a planchar oreja al interior de su féretro, sin dejar de asegurarse con una tripa el suministro de la beberecua. Ahora sí Hermelinda Linda ya puede agasajar a la escéptica y choteante concurrencia con su historia de cómo logró derrotar al parrandero Brígido Popochas (Julio Aldama), el arbitrario delegado de la Bondojia, que pretendía arrasar con palas mecánicas las casuchas del barrio de los pepenadores, con el pretexto de hacer pasar ejes viales cual Gengis Hank, pero en realidad planeando construir condominios en esos valiosos predios.

Venga pues el cuento. Apenas acababa de hacerle un maleficio al subdelegado rucailo Lucas (Carlos Bravo y Fernández Carl-Hillos) para rejuvenecerlo, proporcionándole un cuerpo de muchachón (Julio Augurio) y así se le hiciera con su secre buenona, la atareada Hermelinda había recibido la tumultuaria visita de los pepenadores, muy molestos y enchilados, para quejarse de las transas del funcionario delegacional, y les ofreció generosa ayuda (“Sin cobrarles nada, que también a mí me afecta”) en su lucha contra los mulas gatos de oficina y sus guaruras. Después de semblantear los dominios del enemigo, lanzando por delante como anzuelo a su cuerísima hija Arlene (Rubi Re), la mañosa hechicera tomó la pócima que la convertiría temporalmente en suculenta chamacona (María Cardinal). Juntas, las dos bellas acudieron a aguarle una libidinosa garden party al abusivo delegado.

Después de encabezar a los pepenadores en su heroico contraataque a pedradas e insultos, y haciendo que se abra la tierra para detener a unos tractores atacantes, la auxiliadora Hermelinda logró apoderarse de la voluntad de la sufrida cónyuge del deleguebrio (Queta Lavat), ofreciéndole un filtro para poder derrotar físicamente a su marido cada vez que, como de costumbre, quisiera agarrarla a cinturonazos. De nada le serviría al soliviantado funcionario declararle la guerra a la ingeniosa bruja (“Brujas a mí”) e incluso secuestrarle en los separos a Arlene, o enviarle merodeadores nocturnos a su choza-mansión; el hombre fue vencido en todos los frentes, íntimos y públicos, hasta que sus superiores le exigieron que firmara su renuncia. El degradado Popochas llegó gimoteante y con bandera blanca a rogarle a Hermelinda en su covacha una paz duradera (“Conviérteme en perro, porque un perro sufre menos que yo”). Desde entonces el delegado cuida eficazmente la casa y sus ladridos se escuchan desde afuera, mientras el cónclave de brujas culmina con risotadas ufanas y la justiciera Hermelinda se despide en la puerta porque ya llegó su rorrazo Andrés García (él mismo) para llevarla a pasear (“¿De dónde habrá sacado ese moldecito?”).

Con base en un financiamiento provinciano (de la guadalajarense Cinematográfica de Occidente) y en un argumento-tipo que no desea ser un compendio de la historieta archipopular, ni su reducción esencial, sino un episodio más, el modestísimo argumentista-adaptador-director-actor Julio Aldama (Carne de horca, 1972, Maldita miseria, 1980) parece haber renunciado a toda búsqueda narrativa, formal o intelectualizante, para no dañar lo escueto del espíritu de la historieta. Así, la farsa grotesca ha sido ilustrada con tres centavos y con una inspiración análoga a la de la historieta gráfica en que se basa, esa Hermelinda Linda tan deliberadamente asquerosa y repelente, esa revista cómico-satírica para adultos que ya cumplía veinte años de ininterrumpida publicación semanaria, con tirajes hasta de 180 000 ejemplares, desde que se llamaba Brujerías y pasando por su duplicación como Minihermelinda a principio de los setentas, pero casi siempre incluyendo los gelatinosos dibujos fantasiosos de Joaquín Mejía N. que heredaban el humor desorbitado de los fascículos de A batacazo limpio, con sus derivaciones La bruja Rogers y El ingenuo Ricardín, del original monero mexicano Rafael Che Araiza, allá por los cincuentas.

En aras de su designio de autenticidad, la película Hermelinda Linda se mimetiza con la ingenuidad y los excesos de la historieta, y Aldama es capaz hasta de burlarse de sí mismo, autoescarneciéndose en el papel del delegado hipermachista, con tal de igualar también los escalofríos del humor negro, la caricaturización hasta el absurdo y la devastadora malevolencia de la revista. Nada de una pizca populachera de Ismael Rodríguez, un puñito deportivo de Alejandro Galindo, un tic gansteril de Juan Orol y luego le doy una vergonzante vuelta al estereotipo, como en los mamoncísimos Tacos de oro (Chido Guan) de Arau (1986), escritos por la futura bestsellerista Laura Esquivel (Como agua para chocolate). Con el mismo humor que había mostrado en Padre nuestro que estás en la tierra (Aldama, 1971), donde un hijo adulto cargaba hasta su altura al padre enano (Tun-tún) para recibir una merecida bofetada de castigo, el director supera por la vía de la irrisión toda “trascendencia” con respecto a la genuina estructura historietista, dándose incluso el lujo de hacerle algún homenaje al cine popular al que pertenece: esa jocosa canción restaurantera de un mitológico Piporro, esa aparición sorpresiva de Andrés García como objeto sexual de la espantosa bruja.

En la historia del cómic mexicano filmado, esta inapropiada versión de Hermelinda Linda, tan raquítica y vejatoria para la sensibilidad clasemediera (a mucha honra), se coloca por encima de otros muchos intentos. Intentos tan deleznables como las series de El Charro Negro (De Anda, 1940) y El Lobo Solitario (Oroná, 1951), que sólo engendraron sub-westerns con rancheros enmascarados. Tan hipertrofiados como Kalimán el hombre increíble (Mariscal, 1970), cuyo caos pretendía hacer metafísica astral. Tan pálidos como Chanoc, aventuras de mar y selva (González, 1966) o El Payo (Gómez Muriel, 1971), que diluían las peculiaridades aventureras o eróticas en flujos narrativos muy indiferenciados. Tan aberrantes como Calzonzin inspector (Arau, 1973), que unía narcisismo patético y demagogia aperturista en una estridente amalgama amorfa. O tan sosos como Los supersabios (Badin, 1978) en dibujos animados apenas funcionales. Cuando menos a Hermelinda Linda no le rugen las terecuas para amansar hocicos cerreros.

En el rol de Hermelinda, Chachita está absolutamente genial, tan graciosa como cuando era nuestra niña precoz por excelencia, nuestra irresistible lumpen-Shirley Temple descubierta por los hermanos Rodríguez, cuarenta años atrás. Con descomunales cejas postizas, rabicorto vestido rojo, un ojo saltón en blanco y dos manchas de tizne abultado cual inextirpables verrugas, bailotea, canta su canción-tema, mueve sus lonjas con inigualable salero (“A las brujas siempre nos va muy bien, por una corta feria”) y luego declama, con arremedador tono de diputado demagógico, su decisión de iniciar la anarquista ofensiva final. Su irrespetuoso mal ejemplo como defensora de los pobres contra los corruptos lujuriosos (“Véngase para acá, mi alma, que ya está usted en la nómina”) se duplica con una voluntad reivindicadora de hembras dejadotas (“Cual clásicas damas bondojianas”). Es la venganza de las brujas, es la misma terca filosofía hembrista de la historieta (“Ningún pantalón es digno de la menor confianza”). Lo sorprendente es que, en el cine de la crisis ablandadora y sus valores tan derruidos como medrosos, la miel amoral de esa venganza no haya sido confundida con cualquier denuncia agridulzona de porquería.

Allá va la deforme brujilda al panteón, con su carrito del mandado, para comprarle al camposantero una buena ración de carne humana, tomada de cadáveres tendidos sobre un mostrador como de carnicería: aguayón en trozo, testículos fresquecitos, patas de futbolista chafo. La pócima para rejuvenecer a Hermelinda se preparará con extracto de Mujer Maravilla, jugo de suspiros de Miss Universo y zorrillo checoslovaco molido. La pócima que volverá forzuda a la esposa agachona del delegado contendrá barbas de jipi, ojos de cuija, colmillos de agente de tránsito cesado y músculos de Rocky. Cuando se le pase el efecto del bebedizo, dejando de ser hermosa cual Cenicienta pechugona, Hermelinda huirá del reventón cuernavaquense por los aires, en aspiradora voladora, sobrevolará en subjetivo al df bondojiano y deberá amenazar con un garrote a su bola de cristal viva, para que le muestre la dirección del retorno, diligente.

Pero a los pantalones les va de la fregada. Bajo la acción del calor solar, tal como se lo había advertido Hermelinda, el rejuvenecido subdelegado Lucas empezará a derretirse y, a punto de fajar por fin con la secre sexosa, se transformará en esqueleto, con un ojo botado y el bisoñé corrido. Vuelta cucaracha para liberar a su hija Arlene presa en los separos, Hermelinda se comunicará con ella por telepatía que todos oímos (“Cuidado hija, que soy tu madre”) y paralizará con bombas de flit a los guardias. La bruja abuela se quejará de que le hayan interrumpido el sueño funeral (“Estaba de romance con el Hombre Lobo”) y se volverá a acurrucar, pero el policía que recibe el sobrante de los filtros que ha arrojado la vieja por la ventana se convertirá en un cerdazo lloriqueante (“En sus ojos se veía una infinita tristeza”).

Ver el artificio es garantía de eficacia cómplice y vacuna contra cualquier realismo. Con producción menos pobre y buenos efectos (a lo Spielberg, a lo Altman del mastodóntico Popeye, 1980, o de plano a lo folclórico-caótico naíf de El caballito volador de Joskowicz, 1982), se asfixiaría la espontaneidad, la candidez, el impacto seductor del choque primario. En esta cinta que recomienza, se reinventa y se extingue en cada escena, terminan por predominar la lógica caprichosa, la brutal truculencia, la súbita invención arbitraria análogas a las de la historieta. Todos somos clientes de Hermelinda Linda.

En el gesto brujeril de Hermelinda Linda se vislumbra un cine cómico que surge desde el meollo mismo de la imaginería popular. En contra de cualquier pobre imaginario personal. Revista y película ejercen la misma regocijada crueldad mórbida, en imposible estado puro, gozable, constituido en forma extrema de la inocencia. El gesto brujeril prolonga en términos fílmicos el horror sádico, más ingenuamente rudimentario, de la historieta, tanto como su nihilismo.

Las fantasías más atávicas y elementales de evisceración, de transmutación y desintegración manotean, juguetean, se destazan. La perversidad polimorfa de la infancia puede por fin recuperarse en la vida adulta. El nihilismo más inmediato, anarquizante y candoroso reina en una plena ausencia de valores positivos (salvo los del gesto brujeril), ajeno a la compasión, por encima de cualquier sentimentalidad emotiva. La imaginación popular más rudimentaria interfiere a la cultura en un nivel vital: es el underground comic estadunidense avant la lettre, masificado para el deleite más sencillo e inconsciente, pero perfectamente consecuente con sus premisas y sus imágenes delirantes.

 

Hermelinda Linda es una película ínfima, con medios ínfimos y expresión ínfima, pero no insignificante. Un típico producto del Tercer Mundo, inimaginable en culturas más elaboradas. Su fresco lenguaje fílmico se apoya intuitivamente en planos abiertos, planos funcionales, planos-excipiente, como en las añejas cintas tintanescas de Gilberto Martínez Solares (La marca del Zorrillo, 1950; El ceniciento, 1951). Preferencia del plano fijo y sintético, eliminación en buena medida de la escala de planos, muy propio del cine cómico desde sus clásicos silentes con dominante de agitación y mímica, lo cual no impide que el cuento brujeril empiece con un close up de los desorbitados ojos asimétricos de Hermelinda-Chachita, presa de risa espeluznante, y la cámara retroceda hasta abarcar por entero el regocijado escenario de las hechiceras en torno al caldero. Tampoco impide que dos full shots se acoplen con habilidad para resaltar la transformación de la deforme Hermelinda en la suculenta María Cardinal cual perinola con vestido rojo, y demás.

Hermelinda Linda era el undécimo largómetraje del modestísimo actor coahuilense Augurio Aguado Turrubiates, mejor conocido como Julio Aldama (1931-1987), quien fuera intérprete predilecto de Alberto Mariscal (Cruces sobre el yermo, 1965; Crisol, 1965) y de Luis Alcoriza (Tlayucan, 1961; Tiburoneros, 1962), ahora en plan de autor total, como en sus primeras cintas como realizador. Con mucha menor fortuna había ya tomado muy en serio la altivez antimachista del primer Mariscal y la sobria reciedumbre del primer Alcoriza, para ponerlas al servicio de una tremebunda historia de prófugos de una cárcel rural devorados por la inclemencia tropical (Furias bajo el sol, 1970), antes de extraviarse en fábulas de braceros pasionales (Maldita miseria, 1980) o en el destajismo vil (Terror en los barrios, 1983; En el camino andamos, 1983). Según nota anónima en la sección “Pizarrazo” de la revista Dicine, núm. 16 (mayo de 1986), llegó a rodarse una Hermelinda II con el mismo elenco de autores e intérpretes: “Un grupo de políticos de todo el mundo llega a México a ver a la bruja Hermelinda para encomendarle la fabricación de un artefacto que destruya misiles nucleares. Los árabes tratan de combatir a Hermelinda por medio de otra bruja, Bonga Ponga, de Nigeria”. Es la única noticia que tenemos de esa secuela.

Aunque al describirse como enternecedor el servilismo oficinesco de un típico-típico secretario Godinitos y al presentarse a los politicotes de gafas negras sobando muchachonas en bikini durante el reve en Cuernavaca pareciera que va a adoptarse la admirativa visión pobrediablista de Lo negro del Negro (Escamilla-Rodríguez Vázquez, 1985) babeando por cualquier migaja de Poder corrupto, Aldama se avienta caricaturas políticas nada reverentes. ¿Caricatura viene de caridad? Ya quisieran nuestros delegados transas de la Cuauhtémoc o la Venustiano Carranza poseer siquiera la escuálida simpatía de Carl-Hillos metiéndose en chones dentro de un baúl humeante que hace bip-bip como en película de El Santo. Ya quisieran los politicastros de Perros Bravos, aspirantes al magno hueso de Torreón, tener la chimuela alegría desbordante del Piporro, reventándose un bailecito de taconazo en pleno restaurante Arroyo y bajándole la mejor de sus rorras a un inferiorizado colega capitalino, a las primeras de cambio (“Ésta me queda más cercas”). Ya quisieran los tulios o los colosios hacer los mohines del jefazo Aldama cediendo a los lambiscones requerimentos de sus guaruras poniéndose a cantar a media fiesta, con una remarcada grabación de mariachis predispuesta como acompañamiento (“Aunque no vengo preparado”), pero luego, por arte de magia hermelindesca, mugiendo como vaca o desgranando una balada románticona (“En mi camino apareciste como una flor”) cual disco a mil revoluciones por minuto. Tres caricaturas misericordiosas, tres hipóstasis de actitudes resobadas de la casta priista dominante, tres formas distintas de sublimar la indignación con una sonrisa.

Y cuando la brujilda vuelta chamacona y su hija superbuenota parten plaza en tanga junto a la alberca del deleguebrio, se estremece y se desternilla un genuino imaginario profanador vuelto gesto brujeril.