Privilegiada por elección

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Privilegiada por elección
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Portada

Contraportada

Dedicatoria

Agradecimientos

Prólogo

Introducción

Privilegiada por elección

1. Construyendo mi personalidad

2. En busca de la libertad

3. Hasta que la muerte los separe

4. El juego de ser empresaria

5. Un gran maestro

6. Expandir la conciencia...

7. Mis hijas, mi reflejo...

8. La mejor medicina

9. Vivir diferente

10. Ser libre

11. El día de hoy

Epílogo

Ivonne Díaz de Sandi

Página legal

Publicidad LID Editorial


Agradezco a mi madre por su apoyo y amor incondicional, a mis hijas por ser mi motor, a mis viejos amores por ser grandes maestros, a mi nuevo amor por darme la visión de que hay formas sanas de relacionarnos, a mis hermanos, familia y amigos por creer en mí, su apoyo ha sido fundamental en mi vida.

A la vida y a Dios porque he sido muy bendecida.



Hace un año fui con un grupo de amigos a la selva tropical de Costa Rica a escalar un enorme árbol conocido como Strangler Fig Tree. Comenzamos a organizarnos para ponernos el arnés de seguridad y el casco ya que el ascenso se hace descalzo y sin guantes; surgían comentarios de duda entre el grupo, no sólo por la dificultad que implicaría subir este gigante de más de treinta metros, sino por la gran cantidad de insectos que podían salir de cada recoveco.

Antes de que nos diéramos cuenta, Ivonne ya estaba completamente equipada, descalza y lista para el ascenso. El grupo guardó silencio y vio cómo ella subía sin ninguna dificultad y a gran velocidad. Cuando llegó a la cima del árbol, tocó la campana levantando los brazos y se arrojó, sin siquiera pensarlo, al vacío. Todo esto lo hizo con completa naturalidad y una gran sonrisa en la boca. Yo pensé para mis adentros: ¡Wow, esta mujer sí tiene pantalones!

Ese es el primer recuerdo que tengo de cuando la conocí. Hoy descubro en su primer libro a otra Ivonne que nos relata la historia de una niña que un día regresa a su casa para descubrir que su padre había muerto de un infarto. Este hecho cambia el curso de una infancia tranquila y estable. Años después, embarazada y sin el apoyo del hombre que amaba, decide darle vida a la hija que espera y que sería el motivo de su lucha incansable.

El vertiginoso ascenso de su carrera dentro de una gran tienda de moda, desata muchas envidias e intrigas que terminarán forzándola a dejar su trabajo.

Con una mano atrás y otra adelante, utilizando la experiencia adquirida, comienza su vida como emprendedora, la cual estará llena de aventuras, retos y grandes decepciones que la harán caer y volver a levantarse más de una vez.

Para las mujeres en México es invaluable encontrar historias de éxito que nos inspiren. He aquí una de ellas. Ivonne demuestra que a través de la inteligencia, el trabajo incansable, la perseverancia y disciplina se puede romper el techo de cristal.

Personalmente guardo como mensaje que, a pesar de nuestras fallas y errores, siempre existe la posibilidad de reinventarnos hasta conseguir las metas anheladas, la estabilidad emocional y el amor de nuestras vidas.

María Asunción Aramburuzabala

CEO Tresalia Capital


La invitación de un amigo tuvo un impacto en mi vida que nunca imaginé. Él era el dueño de una clínica de rehabilitación de adicciones y me dijo que le encantaría que algún día yo platicara con sus pacientes sobre mi vida y amor por la actividad física; cómo había superado la mayoría de mis problemas y me había levantado de las caídas. Sería de mucho valor que se los compartiera, ya que como parte del tratamiento de desintoxicación era importante que los pacientes se enfocaran en el deporte, actividad que para mí ha sido siempre imprescindible. Acepté la propuesta y en tres ocasiones fui a conversar con ellos sobre los retos y éxitos que había tenido, cómo superé las dificultades y qué me funcionó para salir de ellas; un breve resumen de lo que había sido mi vida.

Fue una experiencia que no había vivido anteriormente. Dudaba en ir porque me llenaba de preguntas como: ¿qué tengo que compartirles que sea valioso? ¿Les interesará? ¿Para qué les puede servir? ¿Qué tiene de diferente mi vida de la de otras personas?

Decidí enfrentar el desafío y hacer un gran esfuerzo para vencer el miedo al qué dirán. Fue maravilloso estar frente a ellos y verlos interesados en lo que yo decía, haciéndome preguntas, comprendiendo juntos cómo lo había logrado y la actitud que tomé ante la vida.

Tiempo después mi amigo me compartió que fui la inspiración para que una de las pacientes decidiera transformar su vida por una de trabajo y aprendizaje, lo que la llevó a tomar decisiones más acertadas y sanas; esto me produjo gran alegría.

En otra ocasión me invitaron a dar una conferencia en el Tecnológico de Monterrey de Guadalajara en un congreso para trescientas personas. Luego de una hora y media de conferencia fue impactante ver a muchos de los estudiantes de la universidad haciendo preguntas y pidiendo mi tarjeta para solicitar consejo y asesoría.

Hace ya varios años de estas experiencias que me dieron una luz: pude ver que todos tenemos algo que aportar para servir a los demás. Yo creía que mi vida era ordinaria y que la mayoría pasaba por lo mismo que yo, inclusive por eventos más fuertes; pero me encontré con que mi vida había estado llena de retos y también de éxitos, al haber superado lo difícil y doloroso. El cambio ocurrió cuando pude ver esas experiencias como la oportunidad y medio para aprender y crecer.

Entendí que con lo que más puedo contribuir es compartiendo mis vivencias y el camino recorrido para superar los desafíos que se me presentaron, y no con historia o gráficas y porcentajes laborales. Estoy segura de que otros también han tenido situaciones como las mías, y así como yo no encontraba la salida y tuve que pasar varias veces por lo mismo hasta aprender, las otras personas podrían identificarse con algún momento similar y encontrar algo en mi experiencia que les es útil; al compartirlo, el que me escucha puede encontrar algo valioso.

La vida me puso casualmente ante un camino que la ha llenado de sentido. Vi lo revelador que es no dejar pasar esas oportunidades y siempre atreverse a vivir lo que se nos presenta, aunque nunca antes lo hayamos hecho. Los retos aparecen y cada uno decide cómo vivirlos; el resultado no es lo único valioso, ya que el enfrentarlos deja mucho aprendizaje y satisfacción. Lo que importa es la actitud ante ellos y confiar en la intuición, es decir, escuchar e ir en sintonía con lo que el corazón me diga.

Estos eventos me ayudaron a tomar la decisión de plasmarlo en un libro, porque aportar algo a nuestra sociedad me llena de orgullo y le da sentido y alegría a mi vida.

 

Escribirlo es una muestra de lo que hoy es mi misión de vida: ser inspiración y empoderar a las mujeres para que sean independientes, tanto económica como emocionalmente. Es decir, ayudarlas a ser más fuertes, valientes y ver la vida con otros ojos. No es una lucha en contra de los hombres, sino aprender a ser un complemento de ellos, y poder caminar hombro a hombro compartiendo y aportando, no atrás ni adelante. Para los hombres deseo que sea una herramienta para entender a una mujer independiente, cómo aporta y complementa sus vidas, así como la gran importancia que tienen para que sus compañeras crezcan junto con ellos.


Confía, al final todo estará bien, y si no está bien, es porque no es el final...

Cuando escuché esa frase en la película The best exotic Marigold Hotel pensé en mi vida. Cuando lo que me ocurría no estaba bien, o lo que en algún momento parecía definitivo ¿realmente era el final?

Algunas situaciones que no resultaron como yo quería me provocaron gran dolor, y me preguntaba cuáles eran los patrones de pensamiento que me habían llevado a ese resultado. Crecí con los cuentos de princesas y una idea preconcebida de la felicidad y la familia perfecta. Había construido una imagen fija en mi mente de lo que era una vida feliz.

Tuve que pasar por vivencias muy fuertes durante muchos años para descubrir que cada uno decide lo que es la felicidad, y que esa foto no es la misma para todos, tiene versiones distintas.

No era como en los cuentos de hadas ni necesariamente lo que me habían dicho.

Tenía cuarenta y dos años, y hasta ese momento todo lo que había hecho no me había llevado a la imagen ideal de lo que debería ser mi vida. Había cedido mi poder e identidad a otras personas; me perdí, sufría y estaba en constante angustia. Era completamente infeliz por insistir en estar y vivir en esa fotografía.

Seguía el supuesto sentido común que decía que lo que debía hacer era permanecer, insistir, buscar la manera. Me dejaba guiar por la lógica pero no obtenía lo que anhelaba; y aunque en esos momentos sentía la incomodidad en el cuerpo que me daba señales de que no era por ahí, las ignoraba. Me gustaba lo que hacía, pero no me sentía plena porque mi único fin era hacer dinero. Era muy diferente cuando seguía la voz interna que me decía que era el momento de terminar o elegir alguna relación o proyecto.

Cuando llegaban las épocas de crisis creía que el mundo se acababa y, finalmente, en una de ellas comprendí que no podía más. Fue el momento en el que pude darme cuenta de que en donde estaba parada era muy infeliz, y que lo que me había llevado hasta ahí era consecuencia de cada una de mis decisiones; quería controlarlo todo y eso era imposible. Estaba cansada de vivir así, no me gustaba mi presente y quería cambiarlo.

Si la felicidad es un estado de ánimo en el que nos sentimos satisfechos con lo que pasa en nuestra vida, ¿cómo estar de esa manera?, ¿quién me la podría dar?, ¿en dónde la encontraría?

Comprendí que todos tenemos subidas, bajadas, éxitos y fracasos; eso es parte de nuestra vida. Pude soltar y confiar en que por algo pasan las cosas, y que el resultado sería lo que tenía que ser: que me convirtiera en una mejor persona.

Paré de luchar o evadir y me dejé llevar; fluí con el momento por fuerte, doloroso o complicado que fuera. Solté el control, decidí aceptar que era vulnerable y que eso no tenía nada de malo; descubrí algunos patrones de comportamiento, lo que me permitió modificarlos y hacer las cosas diferentes, ya que claramente hasta ese momento no me había funcionado la forma como las había hecho. Seguí sanando, y en un proceso de crecimiento interior por fin pude realmente confiar en la vida, lo que me trajo un aprendizaje impresionante.

Después de varios años de caídas y constante trabajo interior aprendí a manejar mucho mejor mis emociones, a ser congruente con mis valores y a hacerle caso a mi intuición, lo que me evitó mucho conflicto y sufrimiento. Pude lograr la paz interior y todo esto me llevó a ser lo que hoy soy: una mujer plena y feliz. Sigo teniendo retos, en ocasiones titubeo, flaqueo, lloro, tengo miedo; pero ahora reconozco esas emociones, las dejo pasar, fluyo y nuevamente entro en mi centro para seguir adelante.

Lo que ocurrió después resultó ser mejor de lo que había imaginado.

Creo que llegas a un lugar donde te das cuenta de que no tienes nada que perder.

Nada de nada.

Entonces no hay razón para amarrarte a ti mismo.

Me parecía estúpido cerrarme y tener nada dentro de mí. Así que decidí probar de todo, mantenerme abierta de par en par a los seres humanos, todos los seres humanos verlos como yo los entiendo que son, no como ellos quisieran ser.

Y entender que si una persona supiera hacerlo mejor, lo haría mejor.

Maya Angelou

Tenemos el privilegio de tener opciones; si algo no nos hace sentir bien e insistimos en seguir adelante, el resultado no es el único indicador ya que, aunque el objetivo no se logre, siempre se obtiene algún aprendizaje. Pero aunque cada reto que enfrente lo vea como un espacio para conocerme más o hacer mejor las cosas, para qué insistir en una situación que es evidente que no es fructífera si podemos aprender más rápidamente y con menos sufrimiento.

Después de numerosas experiencias de vida aprendí a no poner mi felicidad en manos de nadie y a dejarme guiar por mi alma; a asumir el poder sobre mí y decidir qué es lo que quiero hacer con mi vida. La felicidad no la da nada ni nadie, y sólo yo tengo el poder para decidir cómo quiero vivir para alcanzarla. Si no lo hago yo, nadie lo va a hacer por mí.

Aprendí a amarme, a darle a mi cuerpo, mente y espíritu lo que merecen para disfrutar y vivir feliz; comprendí que primero tengo que estar bien conmigo, amarme tal y como soy, y buscar siempre el crecimiento y bienestar para darme a las personas siendo coherente y aportar algo a sus vidas.

Encontré que la adversidad nos da sentido de nuestro propio poder: nos obliga a ser creativos; es decir, o nos damos por vencidas, que esto no lo veo como opción, ya que nadie más va a hacer las cosas por ti y tus sueños son sólo tuyos; o cuando tenemos un objetivo y este no sale como lo planeamos, buscamos las diferentes maneras de hacerlo, así nos caigamos una y otra vez.

La diferencia es que probar nos da la posibilidad de lograrlo y un motivo y motor; el dejar de intentarlo puede ser fuente de mucha frustración y nunca sabremos si nuestra meta era alcanzable o no.

Dejarse vencer y no aventurarse nos mantiene presas de emociones negativas y destructivas: angustia, miedo, depresión e infelicidad. Atreverse es un motor maravilloso que llena de aprendizaje y hace mejores a las personas; y si se logra el objetivo también produce mucha satisfacción y felicidad.

Si estás satisfecha o no con tu experiencia o realidad al día de hoy, es el resultado de las decisiones que has tomado. Tu vida nunca va a ser perfecta, pero tienes el poder en tus manos para vivirla plenamente; es cuestión de actitud, gratitud, percepción, perseverancia, y nunca dejar atrás tus sueños.

Te invito a que seas dueña de tu destino y no dependas en ningún aspecto de tu vida; que tomes decisiones de cómo quieres llevarla, hacia dónde te diriges y con quién quieres compartirla. Es lo que a mí me ha llevado a vivir llena de paz, bienestar y satisfacción.

Deja las excusas, porque lo único que necesitas es creer en ti, en tus sueños, luchar por ellos, dejar a un lado tanto ruido externo y personas tóxicas para escuchar tu voz interior, ya que nuestra alma nos guía hacia lo que nos apasiona.

Busca cómo puedes aportar a nuestra sociedad; el servir a los demás, devolver un poco de las muchas bendiciones que he tenido es lo que personalmente más satisfacción y felicidad me ha dado.

Te agradezco por darte el tiempo de leer este libro y deseo que conocer mi historia te inspire a escribir la tuya de una manera diferente, contigo al mando.


He sido muy afortunado; en la vida nada me ha sido fácil.

Sigmund Freud

Era el 3 de enero de 1981; mi mamá tenía un plan fantástico: un día para mí, dedicado a hacer lo que más me gustaba. Mi papá no quiso acompañarnos ya que no se sentía muy bien, y mis tres hermanos tenían compromisos con novias y amigos.

Fuimos a comer a un restaurante, al cine a ver la película La dama y el vagabundo de Disney, y a jugar a casa de mis primas. Disfrutaba mucho jugar con ellas a las barbies. Con mi Barbie Giovanna y el Ken pasábamos horas en historias interminables de amor de princesas, con tendidos en el piso haciendo castillos. Más tarde salimos a patinar con otros primos y amigos que vivían en la misma cuadra. Llevaba puesto un overol azul turquesa que me encantaba. Mi mamá me dijo que me cambiara para salir a jugar, y por supuesto que no le hice caso: yo quería estar con mi ropa favorita y lucir hermosa por si salía Ulises, el vecino de mis primas que me gustaba.

Jugamos y patinamos por todos lados, y en algún momento se nos ocurrió agarrarnos en la parte trasera de un camión repartidor de refrescos para que nos jalara e impulsara más fuerte. Claro que me tropecé, caí, rompí el overol, me raspé las rodillas, y con la cabeza baja y llorando fui a dar con mi mamá diciendo: “Tenías razón, ya rompí mi pantalón...”.

Mi mamá, al ver lo afligida que estaba por la ropa dañada y las rodillas raspadas, me abrazó y dijo: “No te preocupes, luego te compro otro, pero ya vámonos que tu papá nos está esperando”.

Regresamos a casa alrededor de las siete de la noche. Cuando llegamos frente al portón, mi mamá tocó el claxon del coche para que papá saliera a recibirnos y a abrirnos la puerta como siempre lo hacía. Al cabo de unos minutos, como no había ninguna respuesta, yo me bajé a toda prisa, abrí el portón para que mi mamá metiera el coche y salí corriendo en busca de papá para saludarlo y platicarle todas mis experiencias del día.

Cuando llegué a la parte cerrada de la cochera noté la luz encendida, corrí al interior porque supuse que él estaba ahí, y mi gran sorpresa fue encontrarlo tendido en el piso, inconsciente.

Salí corriendo y gritándole a mamá; entramos nuevamente, y cuando ella se dio cuenta de lo que estaba sucediendo me dijo que fuera a pedir ayuda con los vecinos.

Ya no me dejaron regresar y me quedé con la hija de la vecina.

Mi papá había muerto a los setenta y dos años de un infarto. En la madrugada me llevaron al velorio y después de eso, nunca lo volví a ver. No me llevaron a la misa ni al entierro porque era muy pequeña. Tenía ocho años.

En ese momento mi vida cambió por completo.

Mi infancia había sido muy feliz, con lo suficiente económicamente para vivir sin carencias en una familia mexicana de clase media.

Mi papá era treinta años más grande que mi mamá. Ahora viuda a los cuarenta y un años, con cuatro hijos, tenía que sacarnos adelante sola. La recuerdo trabajando desde antes de que mi papá falleciera, pero la sentí mucho más ausente de casa cuando él murió. Era una mujer joven, trabajadora, responsable, luchona, disciplinada y valiente; en una constante búsqueda espiritual y queriendo darnos lo mejor. Se había quedado sin respaldo y salió a trabajar más intensamente para mantener el nivel de vida que teníamos. Daba clases en el canal 4 de la televisión de Guadalajara y tenía dos negocios de artesanías y decoración.

Mis hermanos, que eran ocho, diez y doce años mayores que yo, la apoyaron en las tiendas. Al poco tiempo, Jorge, el más grande, se casó y solamente quedamos en casa Ricardo, Gerardo, el más chico de los hombres, y yo.

Ricardo ayudaba a mi mamá llevándome a la escuela; íbamos en una bicicleta de carreras y era toda una aventura. Cuando salía de clases, una compañera y su mamá me daban aventón y me dejaban en la esquina de una de nuestras tiendas, que estaba a cuatro cuadras de mi casa. Yo iba caminando a la casa para llegar a comer porque a las tres de la tarde tenía entrenamiento de natación, al que me llevaba cualquiera de mis hermanos o mi mamá, y cuando me recogían a las cinco, iba a clases de hawaiano, tahitiano, ballet, flamenco o gimnasia olímpica. Cuando no iba a alguna actividad me quedaba a cargo de mi nana Chuy y de Gerardo, que me acompañaba mientras yo hacía las tareas o veía caricaturas. Cuando él era el encargado de llevarme o recogerme de mis clases, íbamos también en bicicleta.

 

Me volví una niña súper ocupada viviendo con adultos; todo el tiempo en clases de idiomas, baile, entrenamientos deportivos o alguna otra actividad, pero un poco olvidada. Esta era una forma en que mi mamá evitaba que yo estuviera sola y ociosa. Me mantenía aprendiendo, desarrollando habilidades y ejercitándome para que ella pudiera salir a trabajar.

Recuerdo una ocasión en que, como era costumbre, me llevaron a entrenar a la alberca de la Universidad Autónoma de Guadalajara y solamente llevaba puesto mi traje de baño, gorra, chanclas, googles y toalla porque se me había hecho tarde. Se suponía que uno de mis hermanos me recogería y traería mi cambio de ropa para que terminando el entrenamiento nos fuéramos corriendo a la siguiente actividad. Terminó mi entrenamiento y dieron las cinco, las ocho y a las diez de la noche el guardia de seguridad de la caseta de la entrada, como cambiaba de turno y entraba otro, se me acercó y ofreció llevarme a casa con su esposa, que había llegado por él. Yo acepté y llegamos a casa pasadas las diez de la noche; cuando mi mamá me vio en traje de baño con un extraño se le desfiguró la cara y se puso blanca... Al explicarle, le dio las gracias y no paraba de preguntarme por mi hermano, quien se suponía me recogería. Cuando llegó a los pocos minutos, mi mamá le preguntó: “¿Y tu hermana?”. Él palideció, se llevó las manos a la cabeza y muy asustado exclamó: “¡Mi hermana!”. Mi mamá, después de calmarlo, lo regañó.

Viví muchas experiencias como estas con mucho miedo; solía esconderme en los árboles o debajo de la cama mientras esperaba a que me llevaran a mis actividades o llegara alguien a mi casa para hacerme compañía aparte de Toy, mi querido y gracioso perro french poodle gris.

En esa época me sentía muy sola, olvidada y con mucho miedo. La ausencia de mi papá no la asimilaba bien y sentía que tenía que ser responsable y hacer mis deberes a pesar de mis sentimientos, que no se los comunicaba a nadie. Suponía que eso era lo normal y así era la vida: navegar sin rumbo, que es como me sentía.

La vida pasaba, Ricardo después de un par de años también se casó, y mi mamá sobrellevaba las cosas.

Tres años habían pasado desde de la muerte de mi papá cuando fuimos de vacaciones a Acapulco. En ese viaje mi mamá conoció a un buen hombre que desde ese momento ya no la soltó, y unos años después se casaron. Él era de Monterrey, pero desde pequeño vivía en Estados Unidos, así que después del matrimonio decidieron que su hogar estaría allá.

Yo tenía doce años cuando me fui con mi mamá a vivir a Chicago, Illinois, y Gerardo mi hermano, que ya tenía veinte, se quedó estudiando en la universidad y viviendo con amigos en un departamento en Guadalajara. Tuve que dejar gran parte de lo que amaba y me daba seguridad: el Colegio Franco Mexicano, mi escuela de toda la vida, clases y entrenamientos deportivos; amigos, casa, ciudad, país… Fue otro cambio grande para mí; me obligó a enfrentarme a una cultura e idioma diferentes, otra escuela, distinto club deportivo, nuevos amigos; y convivir con el esposo de mi mamá, quien era muy bueno conmigo, pero poco cariñoso. Yo sentía constantemente como si fuera una competencia por el cariño de mi mamá.

No estaba feliz del todo y ella se daba cuenta. Me sentía sola, en un ambiente en el que tenía que hacer un esfuerzo para encajar; extrañaba mi escuela, familia, amigos; y aunque tenía a mi mamá, ella trabajaba y también se abría camino en ese país.

Seguía con la sensación de que mi vida era como un barco navegando sin rumbo, que hacia donde el viento soplaba era a donde yo iba.

Para mi mamá era muy importante y valioso que yo fuera feliz, siempre me lo repetía; quería que me desarrollara en un ambiente sano, y me dio la opción de regresar a México. Yo entendía que era muy válido que ella buscara su felicidad; estaba consciente de que si había escogido a su marido y estar con él, implicaba vivir en otro país, pero yo no estaba cómoda en esta nueva familia al sentir que tenía que luchar por su amor, y no me gustaba. Sabía que ella no me dejaría de amar y quería evitarme el vivir con disgustos con su esposo y ponerla entre los dos, así que decidí ceder el vivir con ella para buscar lo que me hacía feliz. No sabía qué consecuencias tendría esto, pero mi mamá me apoyó y creí que era la forma en que las dos podíamos ser felices.

Al cabo de un año de estar en Estados Unidos decidimos que me iría a vivir con la familia de mi tía, hermana de mi mamá. Concluimos que eso era lo más conveniente porque mis primos, aunque más chicos que yo, también estudiaban en el Liceo Franco Mexicano, y por cuestión de logística y de las edades que teníamos, yo encajaba perfecto en su dinámica familiar. Había además un gimnasio a unas cuadras de su casa en donde podía hacer ejercicio.

Mis hermosos tíos, excelentes personas, muy disciplinadas y trabajadoras, me recibieron en su casa, lo que les agradezco profundamente porque siempre me acogieron como una hija más y me enseñaron a seguir luchando por mis objetivos. Convivir con ellos me mostró que la mejor herencia que le podemos dar a los hijos es la educación y valores.

Cuando terminé la secundaria regresé a vivir con mi mamá a Chicago para continuar mis estudios. Al cabo de cinco meses regresamos a Guadalajara de vacaciones. Comencé a salir con amigos y me di cuenta de que me gustaba mucho más la vida, sociedad y entorno en general para vivir y estudiar en México que en Chicago. Nuevamente le pedí a mi mamá que me permitiera regresar a Guadalajara y ella accedió.

Tenía quince años. Era una adolescente en constante búsqueda de respuestas y felicidad. Me sentía con todas las ganas de comerme el mundo. Me inscribí en la preparatoria de la Universidad del Valle de Atemajac y me fui a vivir con mis abuelos maternos. Ellos eran una pareja admirable, gran ejemplo de compromiso, solidaridad y amor; mi abuelo siempre fue un modelo de integridad, lucha, trabajo y entrega para mí; hombre espiritual y de servicio a los demás, que logró construir una gran familia y empresa a base de su trabajo. Yo los quería mucho, por lo que me pareció una buena opción. Desafortunadamente no funcionó por razones que hoy me parecen obvias: querían cerrar la puerta a las ocho de la noche porque se dormían temprano, y que yo ya estuviera en casa a esa hora para dormir; y yo deseaba salir a hacer deporte, con mis amigos, a divertirme. Había una enorme diferencia de edades para poder compartir gustos o intereses.

Agradeciendo a mis abuelos, mi hermano Ricardo y su esposa Tutuy me abrieron las puertas de su casa y me fui a vivir con ellos.

Ellos eran una pareja de recién casados y yo una adolescente queriendo descubrir el mundo, y como era de esperarse no estuve mucho tiempo viviendo ahí. Yo apreciaba mucho que me hubieran albergado, pero entendí que en ese momento preciso de nuestras vidas tanto ellos como yo necesitábamos libertad y espacio, ya que nos encontrábamos en etapas muy diferentes.

Mi mamá encontró otra solución: como mi hermano Gerardo vivía con amigos y estudiaba agronomía en la Universidad Autónoma de Guadalajara, nos propuso que viviéramos juntos y de esta manera nos apoyáramos como familia, ya que sería una casa para los dos. Nos fuimos a un departamento, lo que nos unió mucho. Éramos confidentes y nos apoyábamos. Me enseñó a cocinar mis primeros platillos, hacíamos ejercicio, él corría y boxeaba, yo lo acompañaba en la bicicleta y vivíamos muchas aventuras; se hizo amigo de mis amigos, llegaba en la madrugada después de las fiestas a platicarme sus parrandas y a decirme que me quería mucho.

Unos años después nuevamente tuvimos que separarnos porque él se iría a hacer un semestre a Chihuahua y yo no podía quedarme sola en el departamento, ya que era muy pequeña.

Con mi mamá viviendo fuera del país, y después de haber probado otras opciones, lo más viable fue irme a un internado que estaba en Guadalajara arriba del Colegio de La Vera Cruz, en donde todas las mujeres que vivían ahí eran de otras ciudades y mayores de dieciocho años. Lo manejaban las madres religiosas del colegio, quienes abrían la puerta a las seis de la mañana y la cerraban a las diez de la noche, por lo que había la libertad de hacer durante el día lo que cada quien decidiera: estudiar o trabajar. Tenía quince años, y aunque era la más pequeña de todas, mi mamá habló con las madres de lo responsable que era y que haría las cosas como todas las demás, por lo que me aceptaron.

Conocí muchas amigas que me abrieron la posibilidad de entender diferentes tipos y estilos de vida, costumbres y situaciones que se vivían en un internado como este, pero no me era tan sencillo, ya que cada quien era responsable de limpiar su cuarto y prepararse sus comidas; más bien era muy cansado para mí ser y comportarme como un adulto a mis quince años.


En ocasiones pensaba que la vida era injusta porque lo que yo realmente quería era el apapacho de una familia, sentirme segura, mi casa, y la certidumbre de que no tendría que cambiarme cada año.

Seguía sintiéndome sola y olvidada, carente de amor; pero tantas mudanzas también me ayudaron a entender que la vida es un constante cambio y que no debemos apegarnos a las personas ni a las cosas. Aprendí a viajar ligera, a valorar mis pertenencias y a que no se necesitan muchas cosas para vivir plena; lo material va y viene, así que si pasaba algún tiempo sin usar alguna cosa, la regalaba para que alguien más la aprovechara.

Estar sola y no depender de nadie para que se hiciera cargo de mí me dio un sentido de responsabilidad muy grande; me di cuenta delo fácil que sería equivocarme por no tener una persona mayor de edad como guía, y como no tenía una mejor opción, de forma natural comencé a tomar decisiones que según yo eran las mejores y correctas para llevar mi vida.

Construí mi personalidad con valores como la libertad, disciplina, responsabilidad, respeto, ser valiente, competitiva y aprender de los demás, que hasta ese momento había tomando como ejemplo de mi mamá, tíos, hermanos y amigos, y que me ayudaron a seguir el camino sin que el miedo me paralizara.

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