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ESPAÑA 1900

FERNANDO GARCÍA CORTÁZAR


ISBN: 978-84-15930-00-6

© Fernando García Cortázar, 2013

© Ilustración de cubierta: Isotype, Gerd Arntz

© Punto de Vista Editores, 2013

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Índice

El autor

El naufragio de la nación

El sepulcro del Cid

La revolución prematura

La inteligencia nacional

El siglo de las ciudades

La economía de la protección

Cronología

Bilbiografía

El autor

Fernando García de Cortázar Ruiz de Aguirre, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto y ex director de la revista cultural El Noticiero de las Ideas es uno de los historiadores españoles más reconocidos y polifacéticos y que goza de mayor popularidad. Con un estilo ameno y brillante ha conseguido renovar la historia de España y aproximarla a un público muy numeroso al que ha llegado también mediante la televisión. De entre sus cerca de cuarenta libros, destacan Historia del mundo actual, Breve historia de España, Biografía de España, Breve historia del siglo XX, Historia de España: de Atapuerca al euro. Los mitos de la historia de España y Memoria de España, fruto de su dirección de la serie televisiva del mismo nombre, también ha publicado Pequeña historia de los exploradores, Pequeña historia del Mundo y Atlas de historia de España.

Ha dirigido la novedosa obra en diez volúmenes La historia en su lugar, en la que han participado doscientos historiadores españoles y extranjeros. En la actualidad es el director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.

El naufragio de la nación

ESPAÑA SIN ALIENTO

Cuba, Filipinas, Puerto Rico era todo lo que le quedaba a España de un imperio derrumbado. Sin embargo, en la primavera de 1898, el imperialismo de los Estados Unidos pensó que incluso era mucho para una nación rezagada a la que sus colegas europeas apenas respetaban. Después de largos años de enfrentamientos domésticos de los insulares con la metrópoli, los norteamericanos deciden entrometerse en el conflicto. Poniendo por delante mil metáforas de libertad y autonomía, el presidente Mc Kinley exige del gobierno de Sagasta su abandono de las islas y, sin darle tiempo a reaccionar, le declara la guerra. La indignación se apropia de España, que envía a sus soldados al matadero de Cuba y Filipinas, no sin antes envolverlos en laureles de patria y esperpento. El temor a una invasión azota la península, donde, a pesar de la arrogancia de los militares, la búsqueda de la paz se impone. Con los cañonazos del Tío Sam no solo la armada se iba a pique, el mismo sistema constitucional, inaugurado en 1876, quedaba herido de muerte y si la monarquía logró salvarse in extremis fue más por la debilidad de sus adversarios que por sus propias virtudes.

La pérdida de las últimas posesiones se reviste de tragedia nacional, al ser considerada fruto de la derrota ante una nación extranjera y no de una guerra entre españoles, como lo fuera el desgarro colonial de los años veinte. Los peninsulares sentían una simpatía especial por Cuba y la consideraban prácticamente una porción de tierra andaluza, nada más doloroso el haberla perdido. Con la desolación, el fantasma de nuevas sangrías referidas a Canarias e incluso a Baleares golpeó la España posterior al Desastre. El poeta Antonio Machado recuerda aquellos días aciagos:

Fue ayer; éramos casi adolescentes; era

con tiempo malo, encinta de lúgubres presagios, cuando montar quisimos en pelo una quimera,

mientras la mar dormía, ahíta de naufragios.

El aldabonazo del 98 ponía al descubierto las desavenencias de la España real y la oficial, esto es, de la sociedad viva y el tinglado político montado por Cánovas –que nunca llegaría a conocer la agonía de su criatura al caer asesinado un año antes– sobre la mayoría ausente y el fraude electoral. Un modelo de estabilidad que ocultaba las vergüenzas de un país de latifundistas y caciques, arrullado por las glorias convenientemente maquilladas del imperio español. Aunque la oligarquía logra superar el bache y conservar intactas las viejas estructuras sociales hasta la I Guerra Mundial y las políticas hasta la II República, la gravedad de los acontecimientos convenció a un amplio grupo de intelectuales de que la pérdida de Cuba y Filipinas no era sino la culminación de la decadencia histórica de España. El Desastre tendría así consecuencias imprevisibles en el ámbito ideológico, al arrumbar los tópicos que habían servido para sostener el andamiaje de la Restauración y promover un ignaciano examen de conciencia en torno al “problema de España”, su esencia, la causa de sus males y las medicinas a tomar.

Rotos los soportes del canovismo, la crisis intelectual airea las desdichas de la nación, afincándolas en la plaza pública a través de la prensa, el ensayo o la oratoria del Parlamento. El deseo de regeneración para España hermanará las inquietudes de Joaquín Costa con la preocupación pedagógica de la Institución Libre de Enseñanza, el progresismo de Galdós y Clarín con las interesadas protestas de la burguesía catalana o las exigencias del movimiento obrero. Esta diversidad de proyectos y aspiraciones, que señala la irrupción de la pequeña burguesía y el proletariado en el ruedo político, desplazará los valores que justificaban la sociedad de fin de siglo como una continuación armónica de la historia de España. En plena conmoción popular, los pensadores regeneracionistas orientarán sus baterías hacia la política caciquil y sus apoyos, alcanzando también sus censuras a un pasado retórico de glorias nacionales y héroes. Costa pide deshinchar Sagunto, Numancia y Lepanto; Unamuno reclama el protagonismo de millones de hombres “sin historia”. Repletos de protagonistas colectivos, los Episodios Nacionales a los que vuelve Pérez Galdós en 1898, proclaman el poder de la nación y anticipan la hegemonía de las masas en la crónica española.

De la crítica a los políticos hubo quien saltó al rechazo del Parlamento y tampoco faltaron los que, sin poder ocultar su ramalazo paternalista, consideraron al pueblo español incapaz de echarse al hombro su propio futuro. Falta de confianza que se manifiesta en la búsqueda de enfermedades nacionales como la abulia, el autoritarismo, la picardía o el horror al trabajo que justifican la necesidad de tutores. Fue éste el itinerario de muchos escritores, que, asustados por la escalada proletaria, abandonaron las trincheras de la reivindicación popular para apoltronarse en el conservadurismo burgués, luego de un viraje individualista. Todos ellos integran una generación de pensadores, complicada y contradictoria, que amaba España y detestaba lo español, que pedía a gritos la europeización y suministraba elementos casticistas. Con todo, nadie como ellos puede adjudicarse la medalla de abanderar el diseño de una España ideal, punto de partida de la teoría de un país sin terminar, necesitado de un remate acorde con su tradición e historia. Un sentimiento que se impone a las recetas individuales y da fuerzas a las menguadas energías de la patria.

Y es que la fuerza destructora de la crisis había puesto en graves aprietos a los grupos dominantes para articular los intereses de todos los ciudadanos en un programa nacional común. La pérdida de Cuba y Filipinas desmoronaba el consenso alcanzado a finales del XIX y destruía una forma de vertebración en la que el modelo colonial tenía un peso determinante. Sin los negocios de ultramar, recobraban nuevos bríos las tensiones autonomistas, sobre todo en Cataluña, la región más industrializada y próspera de España. En las Antillas, los industriales y comerciantes de Barcelona tenían grandes intereses y su abandono hizo arreciar la marejada de irritación contra Madrid, a cuya testarudez se responsabilizaba injustamente del desenlace. En verdad, la negativa de los empresarios barceloneses al libre comercio de Cuba, la gran reivindicación de la burguesía isleña, había sido uno de los hechos que prepararon la catástrofe.

Con el malestar del 98 numerosos propietarios de Cataluña confían al catalanismo su desahogo contra los gobiernos de la monarquía: el Estado castellano, incompetente y anticuado, se había dejado arrebatar el mercado colonial, en la práctica, monopolio de Barcelona. La conciencia nacional catalana exigía ahora mayor participación en la vida pública, reconocimiento de sus singularidades culturales y la reforma del régimen político que, de repente, se convertía en un estorbo para el desarrollo de Cataluña. Ni tan siquiera la retórica del discurso gubernamental puede ocultar el lento proceso de desnacionalización, sin paralelo en Europa, iniciado a raíz del examen de las responsabilidades de Cuba y Filipinas. En el 98, España pierde su discurso nacional en favor de las sensibilidades centrífugas, que ilegitiman el unitarismo precedente, mientras el Estado, carente de instrumentos consensuados, solo podría imponerse por la fuerza al mostrarse ineficaces las invocaciones a la grandeza de la patria para movilizar las masas. De ahí el tono áspero de la fractura noventayochista, reflejo de la imposibilidad conservadora de unificar, en nombre de la nación, la comunidad que ésta representa y de orientarla hacia un proyecto común. La sacudida es dramática en Cataluña:

¿Dónde estás España, dónde que no te veo?

¿No oyes mi voz atronadora?

¿No comprendes esta lengua que entre peligros te habla?

¿A tus hijos no sabes ya entender?

¡Adiós, España!

Joan Maragall,

Oda a España.

Un aire bien distinto es el de los versos del nicaragüense Rubén Darío, que en 1899, en plena desilusión del adiós a las colonias, daba ejemplo de optimismo:

Mientras el mundo aliente, mientras la esfera gire mientras la onda cordial alimente un ensueño mientras haya una viva poesía, un noble empeño un buscado imposible, una imposible hazaña, una América oculta que hallar, vivirá España.

Inducida por una minoría despierta, la mala conciencia del 98 no es sino una crisis de modernización de España, a la que intentaron curar los regeneracionistas de Polavieja, los catalanistas de Cambó, los conservadores de Silvela o los universitarios europeístas de la generación del 14. Con Cataluña siempre en el punto de mira, la urgencia por dar autenticidad al sistema promueve los primeros atisbos de descentralización y el empeño de acomodar el Ejército a los tiempos nuevos, mediante el servicio militar obligatorio sin excepciones a los ricos, que inspiran a Blasco Ibáñez sus reflexiones sobre el obligado patriotismo de los pobres. Otras iniciativas pretenden ensanchar las bases del régimen, integrando en él, de una u otra forma, dos aspectos representativos de la España vital, la socialdemocracia y los regionalismos. Pese al fracaso de las opciones regeneracionistas, las clases medias no se hundirían en el desánimo sino que trabajarían por encontrar arreglo a aquella España aturdida.

Si se prescinde de su metafísica nacionalista, los catalanes de Cambó coincidían en sus reclamaciones con la meditación de los pensadores castellanos, y quienes hablaban de Cataluña como el gran problema nacional no se daban cuenta de que la verdadera cuestión radicaba en una forma de ver España que impedía el progreso catalán y el del conjunto de los españoles. El drama de la nación española se consumaría, cuarenta años más tarde, cuando, vencido por las armas el liberalismo de la República, la imagen más negra de España es la que triunfa. En lugar de integrar a los españoles en una empresa común, la irracional uniformización del franquismo desató el proceso desnacionalizador más importante de la historia de España. Al identificar la nacionalidad con una confesión religiosa, al expulsar de la nación a los discrepantes, al renegar de la pluralidad cultural... dejó un inmenso vacío de identidad en los millones de españoles que despertaron de aquella pesadilla en 1975.

MANOS LIMPIAS

El vendaval del 98 se llevó el gobierno liberal fusionista de Sagasta. La alternativa debía ser un gabinete conservador, pero, tras el asesinato de Cánovas del Castillo, no existía un líder incontestado al que de manera automática la reina regente llamase al poder. El legado canovista se lo disputan Romero Robledo, mago de las mayorías parlamentarias, y Silvela, conservador disidente que coincidía en su programa político con algunas propuestas del regeneracionismo. Fue éste quien recibió el encargo de formar gobierno, para lo que intentó inyectar savia nueva como forma de purificar la política española. En la búsqueda de candidatos, pronto sobresale el general Polavieja, bien conocido por su victoriosa campaña en Filipinas contra los insurrectos, al que el regeneracionismo conservador consideraba la persona idónea para impulsar una alternativa política centrada en la modernización del país. La regionalización del país, la batalla contra el caciquismo, la reforma de la Hacienda o el respeto al Concordato vaticano constituían enunciados de su proyecto. Aunque el general cristiano gozase de la simpatía de la regente María Cristina, no prosperaron los deseos de instaurar un régimen personalista y triunfaron las tesis constitucionales, dispuestas a evitar una dictadura que comprometiese la monarquía, como ocurriera en 1868 con Isabel II y nuevamente en 1923 con Alfonso XIII.

En diciembre de 1899, tras la firma del tratado de París, que sellaba la entrega a los Estados Unidos de todas las posesiones españolas en el Caribe y el Pacífico, Francisco Silvela se encargaba de pilotar la transición e iniciar una tímida apertura. Sin embargo su buena disposición estaba condenada al fracaso por culpa de las estrecheces del erario. Entre los flamantes fichajes, aparte de Polavieja, se encontraba el jurista Durán y Bas, rector de la Universidad de Barcelona, que con su participación en las tareas gubernamentales quería recibir el apoyo del incipiente regionalismo catalán. La otra novedad del gabinete la constituía Luis Pidal, de la Unión Católica, cuya llamada se interpretó como un guiño a los católicos, que empezaban a deslizarse tímidamente en el ruedo político. El catolicismo podía poner en marcha un movimiento de gran envergadura, y el cardenal Cascajares, en el II Congreso Católico Nacional celebrado en Zaragoza, ya había mostrado su deseo de no dispersar fuerzas en la batalla política. Es conocida la actividad palaciega del purpurado, cuya amistad con la reina, si no le sirvió para encaramarse al arzobispado de Toledo, le proporcionó un respaldo en sus sugerencias de mejora del gobierno. Quería jubilar a Sagasta y arrinconar a Silvela para entronizar el proyecto regenerador del cristiano general Polavieja.

No duró mucho tiempo el espejismo. Cuando el ministro Fernández Villaverde optó por un presupuesto que descargaba sobre la burguesía productora y las clases medias el esfuerzo fiscal, el gobierno asistió desconcertado a la rebelión de la masa neutra en tanto abandonaban sus carteras el general Polavieja y el catalán Durán y Bas, símbolos del pretendido cambio institucional. La reforma fiscal era la gota que colmaba el descontento de los grupos alejados del poder. Con acusaciones a los políticos de hundir el país, las Cámaras de Comercio encabezaron la protesta, llamando a la movilización de la sociedad contra los atropellos fiscales. Casi en paralelo, Joaquín Costa promovía la Asamblea Nacional de Productores, orientada a la creación de un nuevo partido que renovase las clases gobernantes, mientras abogaba por incorporar España a la Europa culta, convertida en sinónimo de libertad, tolerancia y justicia.

Malogrado el esfuerzo de las Cámaras, quedaba claro que el poder, tal y como estaba constituido, nunca podría abanderar las reformas que el país necesitaba. A pesar de su debilidad, las Cámaras y el costismo no cejaron en su intento, organizando huelgas de contribuyentes, hasta fusionarse en el partido Unión Nacional. Con Santiago Alba, secretario de la Cámara de Comercio vallisoletana, como valor político en alza, el partido presentó un programa práctico para reorganizar el Ejército, la Administración y el campo, necesitado de infraestructuras modernas. En esa hora, el movimiento ya había perdido el apoyo de los grandes industriales, en especial la burguesía catalanista y los empresarios vascos representados por el ingeniero Alzola, a quienes la favorable coyuntura aconsejaba pactar con los viejos partidos. El gobierno pudo mantener, así, una posición de fuerza que debilitó la Unión, provocando su agonía y disolución.

No obstante sus reveses de promotor de partido, Joaquín Costa lograría popularizarse como creador de buena parte de los lemas regeneracionistas, muchos de ellos tergiversados luego por políticos interesados. Desde sus primeras proclamas, conjugó su pragmatismo provinciano y una cierta mirada ruralista de España con la reflexión necesaria para sacar al país del letargo que lo inmovilizaba. Combinó las demandas de canales de riego con la inquietud por la enseñanza, los caminos baratos con la crítica tenaz del caciquismo. Más que un síndrome autoritario, la actitud recelosa de Costa frente al Parlamento y al liberalismo formal expresó su rechazo, común a otros pensadores, ante la corrupción de ambos conceptos a manos de la oligarquía española. Aunque su pensamiento evoluciona con el tiempo, en el fondo seguiría dominado por una imagen irreal de la sociedad española, que le llevaba a creer en la viabilidad de la revolución desde arriba, a modo de pararrayos del revuelo de la calle y el campo.

Consumada la quiebra del primer regeneracionismo conservador con la caída de Silvela en octubre de 1900, las clases medias no se desmovilizan. Antes al contrario, inmunes al desaliento, adquieren un mayor protagonismo en Cataluña y el País Vasco mediante el despliegue de los partidos nacionalistas mientras, en una escalada de la polarización social, las masas trabajadoras dirigen sus pasos hacia los paraísos socialistas y anarquistas. A partir de ese momento toda España estaría pendiente de Cataluña.

CURAS, FRAILES Y DEMONIOS

A finales del XIX, la Iglesia se encuentra recuperada por completo del movimiento revolucionario no solo en su vertiente demográfica o económica sino también en su capacidad mentalizadora, acorde con las pautas conservadoras del nacionalcatolicismo. En unos pocos años, las congregaciones religiosas habían conseguido reconstruir su demografía, aniquilada por la desamortización y, gracias a la savia joven de las recientes fundaciones, podían acometer la ambiciosa labor de socialización religiosa del país.

Pero el problema estuvo en que esa recuperación intelectual agrandó la distancia existente entre el liberalismo europeo del cambio de siglo y los presupuestos mentales de gran parte de la sociedad española, en especial de sus elites. Lo que hizo, en definitiva, fue ahondar la división ideológica de España, en lugar de moderarla. Por un lado, la Iglesia había perdido su capacidad integradora nacional ante la ebullición ideológica que estaba viviendo el final de centuria; por otro, el nacionalismo, que se iba a socializar gracias a la autoridad difusora de los eclesiásticos, tenía como fundamento una religión expresada en categorías arcaicas que ya no unían. Las pequeñas iniciativas aperturistas o de justicia social que se dieron en el ámbito de la Iglesia o su propia participación en el régimen canovista no invalidan el discurso antiliberal que siempre acompañó a la jerarquía, dentro, además, de una visión del mundo en la que la defensa de la doctrina y las instituciones católicas era su principal objetivo.

Desde la hora del Desastre, los escasos intelectuales progresistas comprendieron que la raíz del problema nacional de España estaba en la hegemonía de una religión omnipresente y opuesta al avance de la cultura. Surgió por ello un anticlericalismo político perfectamente compatible con el sentimiento religioso, convencido de que la prepotencia eclesiástica era una de las causas de la ruina de España o, al menos, una rémora importante para su modernización y progreso. Sin embargo, el anticlericalismo no hubiera cristalizado en cuestión política, con el nuevo siglo, si el partido liberal no hubiese izado la vieja bandera de su militancia contra la Iglesia, a la búsqueda de una mayor definición pública. El discurso de Canalejas, en julio de 1899, sobre la necesidad de una ley de asociaciones que sometiese los institutos religiosos al código civil había sugerido una incipiente idea del nuevo argumento que defenderían los liberales progresistas. Como católico y anticlerical, educado en el krausismo, Canalejas consideraba que para modernizar España era preciso cortar con los elementos retardatarios procedentes de la influencia de la Iglesia. La nación, si quería equipararse al resto de los países europeos, debía sustituir la herencia católica, considerada un arcaísmo, por un sistema laico, liberal y moderno, a semejanza de sus vecinos. En 1901, Pérez Galdós estrena entre alborotos su obra teatral Electra, por motivos extraliterarios la de mayor éxito, que se asemejaba a la peripecia judicial de la bilbaína Adelaida Ubao, heredera de millones, ingresada en un convento de monjas sin la autorización materna.

Para mayor inestabilidad política y batalla ideológica, la princesa de Asturias decidió casarse por amor con Carlos de Borbón, conde de Caserta, hijo del último comandante en jefe del ejército carlista del norte. La boda provocó enorme algarada entre el elemento progresista de la sociedad por la entrada de un reaccionario en la familia real, ocasionando la caída del jefe de Gobierno, Silvela, y el ascenso del general Azcárraga que preparó el enlace bajo la ley marcial.

La cuestión religiosa –casi la única línea divisoria con los conservadores– no les resultó a los liberales lo rentable que esperaban, pues la opinión anticlerical estaba identificada con posiciones más radicales en política que el liberalismo dinástico. Los proletarios comenzaban a crear organismos de representación propios y la clase media anticlerical se orientaba más hacia el republicanismo que al partido de Sagasta y Canalejas. Entre los republicanos había quienes se contentaban con la supresión legal de las órdenes religiosas, pero también abundaban los que, como Lerroux, Blasco Ibáñez o Pi y Margall, exigían su salida de España y su extinción. La escasa presencia de la Iglesia en los medios obreros fomentó un anticlericalismo social que fue sustentado por las nuevas fuerzas de la izquierda proletaria. No obstante, existían importantes diferencias entre los socialistas y los anarquistas respecto del tratamiento de la Iglesia y sus organizaciones. Para los militantes del PSOE su principal opositor era el capitalismo, aunque no renunciaban a desplegar un programa laicista con objeto de combatir al tradicional aliado de los opresores capitalistas. Los anarquistas, por su parte, consideraban a la Iglesia su implacable enemiga, a la que había que liquidar, sustituyendo la fe por la ciencia.

En los últimos días de 1903, el nombramiento del dominico Nozaleda como arzobispo de Valencia ofrecía un inesperado estímulo al anticlericalismo. Había regentado el fraile la archidiócesis de Manila en el tiempo de la insurrección de las islas y fue esta circunstancia la que lanzaría la campaña contra su designación de arzobispo en la península. El asunto Nozaleda refleja, a la vez, la aparente inconsistencia del argumento anticlerical y su fuerza movilizadora de la opinión pública. No resultaba congruente, en verdad, que torpedearan el nombramiento de un arzobispo, ni que le acusasen de no haberse comportado en Filipinas como un funcionario del Estado español los que defendían la separación de tareas de los dos poderes. Que Romanones criticase al gobierno conservador de Maura por elegir frailes, en lugar de curas seculares, para gobernar diócesis de la península no hacía sino confirmar la fuerte polarización clerical de comienzos de siglo.

Todo el sentimiento anticlerical y la vergüenza nacional del 98 se concentran en Nozaleda, que renunciaría a la sede valenciana en mayo de 1905, tras agrias discusiones en el Parlamento y manifestaciones callejeras. Más importante que la “cuestión Nozaleda” fue la cuestión Maura, o mejor, la primera cuestión Maura. Desde esta perspectiva es el antecedente directo de la Semana Trágica de 1909, como ensayo general de la movilización conjunta de las izquierdas, a las que resulta difícil imaginar sinceramente preocupadas por las cualidades humanas de un obispo.

El anticlericalismo no consiguió fortalecer a los liberales fusionistas, pero, por el contrario, despertó al adormecido león católico, que a través del Comité de Defensa Nacional y de los mítines de conservadores, carlistas e integristas mostró su capacidad de arrastre y acometividad. En diciembre de 1906 cincuenta mil personas se reúnen en Pamplona para amenazar al Gobierno y disuadirle de su proyecto anticlerical, veinte mil lo hacen en San Sebastián, y oyen decir al carlista Víctor Pradera que una mitad de España lucharía contra la otra antes que permitir los ataques a la Iglesia. La cuestión religiosa ponía en danza el fantasma trágico de la guerra civil y el combate renovado de las dos Españas.

A partir de 1898, la Iglesia comprende que ya no se trata solo de amansar al pueblo mediante una legitimación ideológica pasiva, sino que había que movilizarlo para competir con el enemigo progresista, obrero o regionalista. La Iglesia buscaba superar la “nación de elites” canovista que había ayudado a construir con ánimo de alcanzar la definitiva nación católica, una comunidad nacional en la que la sociedad estuviera integrada en el Estado, la religión definiese la nacionalidad y la participación política se redujera a facilitar la comunicación Iglesia-nación.

Repuesta de los ataques del primer liberalismo, la Iglesia aprovecha su recuperación material y los recursos del Estado para cerrar los ojos a cualquier atisbo de renovación sincera de su discurso nacional. Más aún el desprestigio que vive su discurso nacionalista y la propia nación que ha ayudado a crecer van a ser contestados con un recrudecimiento ciego e irracional del mensaje milenarista de la “descatolización de España y su alejamiento de la voluntad divina”. Extremosa actitud que contribuiría, así mismo, a radicalizar las propuestas secularizadoras de los grupos progresistas.

La Iglesia que había bendecido a los combatientes españoles de la guerra de Cuba despertó del sueño imperial y, en lugar de reflexionar sobre las causas de la humillación que padecía, hinchó su discurso nacionalista intolerante, situando en el enemigo “antinacional” –y en consecuencia anticatólico– las causas del hundimiento. Del mismo modo, la intelectualidad conservadora, afín a la Iglesia, centró su discurso, como el regeneracionismo progresista, en la pérdida de la identidad nacional. Frente a la lucidez de la oposición liberal, el conglomerado conservador resulta pobre y escaso de ideas, destacando sin embargo, algunas corrientes representativas del nacionalismo católico finisecular: la oficialista de Cánovas, la integrista-tradicionalista de Aparisi y Guijarro o Nocedal, la regeneracionista de Maura y la romántica de Menéndez y Pelayo, que en 1908 ve a la industriosa Barcelona “destinada acaso en los designios de Dios a ser la cabeza y el corazón de la España regenerada”.

De esta forma, el eje clerical-militarista que sustituye progresivamente a la mascarada del turno de partidos no es tanto una regresión cuanto una culminación del discurso nacional-conservador y de la voluntad de la Iglesia de caminar hacia un régimen totalitario. La desaparición del contexto sociocultural de cristiandad, el pluralismo con su secularización incontenible, los antagonismos entre la legislación laica y los derechos de la Iglesia, la pérdida de su influencia social, la pluralidad de éticas... van a ir depurando la fachada liberal y fortaleciendo la esencialidad intolerante del nacionalcatolicismo. El historicismo centroeuropeo y el tradicionalismo francés se fusionaron con el conservadurismo arcaísta español, configurando un discurso esencialmente nacionalcatólico con Dios como fuerza dirigente de la historia española. Así fortalecida, la inmóvil e impermeable nación española se rellenó de religiosidad doctrinaria e inútil para oponerla a la peligrosa nación liberal que desde Pi y Margall o Pérez Galdós y, luego, Unamuno, Ortega o Azaña se presentaba como alternativa.

En sintonía con la inquietud nacional del 98 pero desde su óptica particularista, la Iglesia elige sus culpables, arremetiendo en sus pastorales contra “los enemigos de la religión y la patria” causantes del hundimiento colonial. Si la Iglesia quería seguir sintiéndose presente en la sociedad española de comienzos de siglo, no podía desaprovechar la oportunidad pedagógica que le ofrecía el regeneracionismo. Entre referencias a “individuos providenciales mezcla de Bismarck y san Francisco”, “cirujanos de hierro” o “revoluciones desde arriba”, nacía el regeneracionismo católico de 1898 con el corazón puesto en movimientos políticos antiliberales de preocupante vocación totalizadora. Frente a la trayectoria de sociedades europeas, acompasadas al liberalismo secularizador, la de España fue mucho más lenta y hondamente destructiva al ir de otra mano, la de la identificación religión-sentimiento nacional, Iglesia-nación, dogma-deber patrio. El ideal nacional de la Iglesia acabó cumpliéndose en 1939. Entonces recibió el regalo por el que desde 1898 tanto había suplicado, ya que en la hora del Desastre se preparó mucho más para recibir el franquismo que para actuar en una democracia liberal.

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