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Episodios Nacionales: La revolución de Julio

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XXI

Estábamos en un terreno polvoroso que no sé si era camino, plaza, o ejido. Sentado yo en un trozo de construcción de adobes, que lo mismo podía ser resto de un edificio que principio de él, a mi espalda veía las chozas que se arman en las eras para guardar la mies en gavillas; frente a mí, casas mezquinas agrupadas, como si quisieran formar calles; a mi derecha, la de La Panadera, grande y con letreros, en que se distinguían las palabras Salvados, Harinas… Ningún árbol vivo alcanzaban a ver mis ojos; había, sí, frente a mí uno muerto, tronco y ramas en completa desnudez esquelética. Los tejados y el árbol se destacaban con trazo vigoroso sobre un cielo limpio, sin ninguna nube en su concavidad majestuosa, alumbrado por una luna menguante, tuerta, con un solo carrillo y un ojo solo, bastante luminosa para que palidecieran las estrellas, quedando las de primera magnitud muy rebajadas de categoría. Frente a mí, de espaldas a mí, sentado en una piedra, estaba el hojalatero encorvado sobre su violín, pasándole el arco, ahora con suavidad, ahora con brío… Cuando rozaba en la prima, el arco apuntaba al cielo con su contera, y a la tierra cuando rozaba en la cuarta. Tocó Rodrigo aires del Pirata, de Beatrice di Tenda, de Maria di Rudenz, de otras óperas en boga. Sin duda por el estado de mi espíritu, más que por la destreza del violinista, la emoción que sentí fue muy honda, de esas que remueven lo más quieto y despiertan lo más dormido del alma. Y alguna parte tendría en esta emoción el mérito del artista: cuanto más yo le oía, más me admiraba la perfecta afinación, el juego elocuente del arco, su fuerza, su delicadeza, según los pasajes y diseños que atacaba. Llegué a sentirme encantado de aquella música, deseando que durase todo el resto de la noche, y que ésta fuese muy larga. Tocaba el muchacho con devoción y fe, poniendo la mitad de su alma en los dedos de su mano izquierda, y en la derecha la otra mitad. Quería serme grato, y mostrarme su afecto en el lenguaje que mejor conocía… Con la palabra no habría podido expresar ni aún mínima parte de lo que sentía, gratitud, esperanza. De mí esperaba medios para ser un artista eminente, de universal renombre.

En lo más solemne de la serenata, cuando yo me hallaba en pleno éxtasis, oí que las mulas del coche, situado como a veinte pasos de distancia, detrás de mí, redoblaban las manifestaciones de su inquietud, pateando con más fuerza y sacudiendo las colleras, que arrojaban al aire la tintinabulación de sus cascabeles, como un espolvoreo de notas metálicas. Este ruidillo no turbaba la dulce melopea del violín, sino, antes bien, la exornaba con un comentario gracioso, de cómica elegancia… Volví mis ojos hacia el coche, y vi que por la portezuela asomaba la cabeza de Sebo, como un mascarón lívido, que lo mismo podía ser de clerizonte que de rufián. La bella música le atraía, le embelesaba, como a mí. Aprobaba con un movimiento expresivo de la cabeza, y luego lanzó esta frase, rasgo de poeta y de crítico: «Anda, hijo, no sabía yo que fueras tan buen profesor… Toca, toca: las estrellas te oyen».

Cortaron bruscamente los músicos la bella serenata, presentándose con ruidosa premura cargados de sus paquetes. Calló el violín maravilloso, y los viajeros se ocuparon de colocar sus bultos en el pescante o dentro del coche. Subimos: Ansúrez pidió al dueño del instrumento nuevo permiso para seguir tocando por el camino, y obtenido lo que deseaba, se encaramó en el pescante. Entramos los demás, acomodándonos en aquella estrechez como pudimos, y las impacientes mulas no aguardaron la intimación del cochero para emprender la marcha. Por el camino, el hojalatero, sentado al borde del pescante junto a Zafrilla, con una pierna colgando, tocaba todo lo que sabía, himnos patrióticos, mazurcas y valses, tiernas melodías de Bellini y Donizetti. En el curso del viaje hasta las inmediaciones de Madrid, no dejé de sentirme embelesado con la música, adormeciéndome en un vago ensueño. Las notas patéticas del violín flotaban sobre el pesado ruido del coche, como una cabellera dorada y vagarosa que el viento agita sin desprenderla del cráneo en que se arraiga. La cabellera se daba al viento como una idealidad que vuela, sin abandonar la realidad que la sustenta y la produce. Las propias mulas parecían adaptar su paso al ritmo de las tocatas… Yo me adormecí… Todo era música… música también el son continuo de los cascabeles y los ronquidos de Sebo.

6 de Julio. – Dos días con parte de sus noches tardé en contar a María Ignacia lo que había visto en mi excursión, desviada de su primordial objeto por el Acaso, más poderoso que mi voluntad. No estaba conforme mi costilla con el quiebro que di a mis planes, y sentía que no hubiese persistido en la busca y captura de Mita y Ley. Propuse nueva salida; pero Ignacia no aprobaba la repetición del viaje, sin duda por notar que del primero había vuelto yo muy melancólico, con tendencias a dormirme o amodorrarme encima de una sola idea. ¿Se reproducían en mí las tristezas o saudades que años atrás alteraron gravemente mi salud? ¿Volveré a sentir mi pensamiento balanceándose sobre aquella línea, sobre aquel lindero que separa la razón de la sinrazón?… Mi mujer me interroga con cierta prolijidad, al modo facultativo, que me pone en cuidado. Yo, sondeando cuidadosamente mi interior, le respondo que lo que ahora siento es… ganas de vomitar toda la historia contemporánea que tengo en el cuerpo, y que se me ha indigestado formando un bolo: necesito expulsar este bolo. María Ignacia se ríe; yo me explico mejor diciéndole que mis ilusiones de ver a España en camino de su grandeza y bienestar han caído y son llevadas del viento. No espero nada; no creo en nada… Me hastía el recuerdo de la batalleja que vi en Vicálvaro. Me figuro a los niños de Clío jugando con soldaditos de plomo… En cuanto a las ambiciones que han movido esta trifulca las considero semejantes por su altura moral a las ambiciones de mi amigo Sebo… La página histórica tras la cual corrí, resúltame ahora como pliego de aleluyas o romance de ciego. ¿Será que mi mente ha caído en la dolencia de remontarse y picar muy alto, o que los hechos y los hombres son por sí sobradamente rastreros y miserables?

A cuantas noticias vienen a mí de sucesos ocurridos en Madrid, o en el camino que llevan los que se llamaron libertadores, les doy carpetazo. ¡Quién pudiera disponer del olvido, como de un pozo en el cual se arrojara todo lo que no se quiere saber! Olvidar las cosas ingratas en el mismo punto en que suceden, sería la mejor reparación de las sofoquinas a que diariamente está sujeta nuestra alma. Pero el maldito tiempo no permite al olvido andar solo, y hemos de conformarnos con la insufrible lentitud del presente, y su resistencia a convertirse en pasado…

¿Me pide la Posteridad referencias históricas? Pues allá va una que juzgo en extremo interesante. Sabed que el gran Sebo se aposenta en mi casa, confundido con mi servidumbre, conservando su figurada estampa de clérigo. Por las noches, con el aditamento de anteojos verdes y de un raído traje, sale y visita sin recelo a su familia. El sostenimiento de ésta corre ahora de mi cuenta, y ello ha de ser hasta que Clío nos depare la total ruina del polaquismo y el triunfo de los de Vicálvaro. Yo le rezo devotamente a Santa Clío, pidiéndole que apresure este negocio, porque pesa sobre mí como un mundo el hambriento familión de mi huésped.

10 de Julio. – Sabed, ¡oh generaciones venideras!, que los sublevados, ni victoriosos ni vencidos en Vicálvaro, tomaron el camino de Aranjuez. Tratan de despertar a su paso a la Nación dormida. Diríase que la Nación abre los ojos, se despereza, vuélvese del otro lado y recobra la plácida quietud del sueño. En Madrid, el Gobierno echa furibundas roncas subido a la Gaceta, y continúa alimentándose con niños crudos, que le dan malas digestiones. A los sublevados da el nombre de traidores y otros no menos infamantes, y en sendos decretos exonera y pone en la picota a Dulce, O’Donnell, Messina, Ros de Olano, y a los ilusos que van con ellos… Noto en el pueblo de Madrid cierta depresión de la fiebre revolucionaria. En los cafés sigue la gente despotricando contra Sartorius, y denominando simplemente ladrones, turba de lacayos y rufianes, a los personajes más empingorotados de la situación. Todo esto ha venido a representárseme como vocinglería de gitanos. La flojedad del acto militar que lleva el nombre de Vicálvaro ha producido el enfriamiento de la temperatura política. Las revoluciones, como las tiranías, acaban en ociosas algaradas cuando no son robustecidas por la fuerza.

Más importancia que estas manifestaciones de la vida pública tenía en mi ánimo lo que a contar voy, con permiso de la señora Posteridad. Pues sepan que compré al hojalatero un violín excelente para estudio, y que el pobre chico no halló mejor manera de mostrarme su gratitud que ofrecerse a darnos en casa cuantos conciertos quisiéramos oír. A mi mujer le encantaba la música, y le hacía gracia el fervoroso entusiasmo con que Rodrigo tocaba en nuestra presencia. Afectado yo de tristezas grises, me sentía en situación semejante a la de Felipe V, buscando su consuelo en el arte de Farinelli. Para distraerme con más eficacia, el buen chico estudiaba cada noche nuevas piezas, y de esta variedad resultaba para Ignacia y para mí mayor deleite. Tanto ha llegado a interesarnos este incipiente artista, que hemos decidido ponerle un buen maestro, el mejor que hoy tenemos en Madrid. Bajo la férula del anciano don Juan Díez, adquirirá seguramente la perfección de estilo que ha de ser el mejor adorno de sus prodigiosas facultades… «Y a todas éstas, ni por el hojalatero violinista, ni por otro conducto, nos llegan noticias de Mita y Ley. ¿Cómo no escribe la salvaje? ¿Será menester que salgamos por segunda vez en su busca? A repetir la suerte me inclino yo; pero mi mujer no me deja: quiere retenerme; confía en que el reposo y las emociones dulces han de serme más provechosas que el traqueteo de un viaje y las caminatas en pos de lo desconocido.

 

15 de Julio. – Despierto una mañana con la idea de que… Vamos, creo haber descubierto el verdadero sentido y fundamento de estas mis nuevas murrias, parecidas, si no iguales, a las de antaño. Fue muy consoladora para mí la convicción de que mi dolencia no es más que Ansia de belleza. Parece que no, y ello es que todo enfermo siente algo parecido al alivio cuando escucha de boca de su médico el nombre del dolor o molestia que sufre. En las alteraciones nerviosas principalmente, cualquier denominación técnica suele hacer veces de calmante. ¡Ansia de belleza, que por el reverso es el desdén y hastío de las vulgares cosas que me rodean! Anhelo lo grande y hermoso, la poesía de los hechos humanos, así del orden privado como del público. El recuerdo de una batalla de aficionados en campo casero, me lleva al ardiente afán de presenciar un Austerlitz, o algo semejante; y para que se me quite el mal gusto de boca que me dejan estas peleas por un puñado de garbanzos, miro hacia las ambiciones de un César, de un Cromwell, de un Bonaparte.

Desdeño las tintas medias, la clase media, el justo medio y hasta la moral media, ese punto de transacción o componenda entre lo bueno y lo malo. No me gusta nada que sea medio; me seduce más lo entero. Váyase mucho con Dios el buen sentido, y tráiganme la sinrazón, el desenfreno de la inteligencia y de la voluntad. ¡Bonito se va poniendo el mundo desde que nos ha entrado esta bárbara invasión de lo práctico, desde que los hombres de pro se consagraron a desterrar la exageración, y a recortar y reducir a estrechas medidas los alientos humanos! Hemos vuelto del revés la fabulilla del asno vestido con piel de león, y ponemos todo nuestro empeño en que los leones se vistan de borricos… Hablo de esto con mi mujer, y ella me exhorta blandamente a tomar las cosas como son, a combatir el Ansia de belleza, aspiración insana, y a conformarme con la única realidad accesible a nuestros deseos, el gracioso engaño de la fealdad pintadita y retocada, que nos dice: «soy bella». Creámosla y admirémosla sin discutirla.

16 de Julio. – ¿Qué pasa en Madrid? Oigo ruido, pisadas de un pueblo que ha roto la silenciosa quietud en que vivía, y se agita buscando armas y posiciones para combatir. Perdóneme mi dulce amiga la Posteridad: con esto de mis murrias, que a nadie interesan, he olvidado contar las pequeñeces del vivir público, que usurpan un puesto en las filas históricas. Allá voy. Los Generales que a sí propios se denominan libertadores, y que el Gobierno llama facciosos, se fueron al Real Sitio de Aranjuez, y de allí enfilaron las planicies manchegas, adelante siempre, reclutando mozos, requisando caballerías, y requiriendo amorosamente cuantos fondos guardaban las administraciones subalternas de los pueblos… Tras ellos han ido Blaser y Vistahermosa, despacito, persiguiéndoles sin querer alcanzarles, a la distancia que marca el compadrazgo fraternal, norma constante de toda esta gente.

Me cuenta el gran Sebo que en Madrid quedó un Comité revolucionario, del cual son alma Cánovas del Castillo, Fernández de los Ríos, y no sé si Tassara o Vega Armijo. Ello es que los dos primeros cogieron muy calladitos el camino de la Mancha hasta dar con O’Donnell, y charlaron con él largo y tendido, diciendo que Madrid no se levanta y los polacos no se rinden, porque las promesas de los libertadores, harto vagas, hablan poco a la inteligencia del país, nada a su corazón. No se hacen las revoluciones por las ideas puras, sino por los sentimientos, revestidos del ropaje de las ideas. Los libertadores ofrecen cosas muy buenas, de esas que forman el tejido artificioso de todo programa político y revolucionario. Veámoslas: Pureza del régimen representativo, Mejora de la legislación electoral y de imprenta, Rebaja de los impuestos. ¿Te parece poco, infeliz Nación; te parece vano, retórica de quincalla, de la de a dos cuartos la pieza? Pues allá va otra cosa: ¡Moralidad! Esto sí que es bonito. ¡Moralidad! Vamos a tener en el Gobierno esa preciosa virtud. Y por si es poco, ahí va también otra joya incomparable: ¡Descentralización! ¿Qué tal? Descentralización y todo, y para completar tanta ventura, también os damos Economías. No queremos pecar de cortos en el ofrecer. Economizaremos, moralizaremos y descentralizaremos… ¿Qué?, ¿no nos creen?

En efecto: el pueblo no da valor ninguno a tales pamplinas, y alza los hombros viendo a unos pasar hacia la Mancha, viendo al Gobierno inmóvil en su inmoralidad, en su despilfarro y en su centralismo. Cánovas y Fernández de los Ríos, bien pulsada la opinión en Madrid, ven clara la vacuidad de ese programa; corren a la Mancha, y en los polvorosos caminos encuentran a O’Donnell. Paréceme que les oigo: «Mi General, dé por abortada su revolucioncita si no cambia esas monsergas por otras, o no les añade un tópico resonante, de esos que hablan, más que al entendimiento, a la fantasía, o si se quiere, a la vanidad del pueblo español; algo que sea o que parezca ser garantía de las libertades públicas, y aparato político de pura figuración externa, y de ruido y colorines…». Paréceme que veo al irlandés rebelde al convencimiento. No cede; se aferra con terquedad al plan primero de su revolución, exenta de toda concomitancia con las muchedumbres; revolución cómoda, casera, cambio de nombres y de personas nada más… Es como un calzado viejo, holgadito, con el cual andará el hombre por casa sin ninguna molestia. Nada de calzado nuevo, que aprieta y chilla… Pero tanto le dicen sus amigos, y tanto machacan, que al fin llevan a su ánimo la convicción. No concede que sea bueno lo que le proponen; pero reconoce que, de no admitirlo, él y sus compañeros y su ejército corren a una triste desbandada y al amargo destierro… No había más remedio que ceder. O’Donnell cede; los de Madrid redactan un nuevo programa, en el cual, después de estampar las consabidas monsergas de Moralidad, Descentralización, etc., añaden otras sugestivas monsergas. En el programa debieron poner esta frase: «Caballeros, se nos había olvidado lo principal, lo más importante. Perdonad el error, que en este pueblo de Manzanares subsanamos, escribiendo en nuestra bandera el mágico lema de Milicia Nacional».

XXII

17 de Julio. – Volvieron a Madrid los mensajeros con el reformado papelito, y apenas lo dieron a conocer, se sintió en esta villa como una trepidación del suelo, y lo mismo fue publicarlo que volverse loco todo el vecindario… Las dos palabras añadidas tuvieron el efecto explosivo que hacía falta, y que en vano se pidió a los otros términos del programa. Milicia Nacional es una bomba cargada de pólvora. Hablar de Moralidad, de Descentralización y Economías era cargar la bomba con miga de pan. Para mayor fascinación del público, el Manifiesto declara que la popular institución se planteará sobre sólidas bases. ¿Qué tal? Milicia ya es mucho; sólidas bases, ¡ah!, ya son miel sobre hojuelas…

¿Pero qué escucho? Ahí es nada. ¡Qué se sublevan o pronuncian Barcelona y Valladolid! Y en esta Corte de las Españas parece que todos se vuelven epilépticos. Salgo a dar una vuelta, y noto en las caras de los transeúntes un júbilo extraño; en los cuerpos, síntomas claros del mal de San Vito. La gente se agrupa sin darse cuenta de ello. En cuanto dos secretean, agréganse cuantos van pasando. Donde hay tres personas, antes que pasen cinco minutos hay treinta. En la Puerta del Sol se estacionan los grupos, mirando al Principal. Es la expectación, la ansiedad pública ante el rostro ceñudo del Destino. ¿Qué pasará, qué resoluciones expresan o anuncian los ojos inmóviles y la torva seriedad de la esfinge? De tanto mirar al Principal, llegamos a ver en las ventanas y rejas facciones que algo dicen… que algo callan.

Sigo mi paseo; entro en la librería de Monier, encuentro amigos que me llevan a divagar por la Carrera de San Jerónimo y calle del Príncipe, de grupo en grupo. El tránsito es difícil… ¿Qué pasa? Ahí es nada lo del ojo… que ha caído Sartorius. Estatua de barro, se ha deshecho en pedazos mil al estrellarse contra el suelo. Refiere el batacazo un exaltado progresista, que acumula sobre la cabeza del Conde los epítetos más infamantes. No puedo contenerme: salgo a la defensa del favorito que ha dejado de serlo. Mi defensa es tomada a chacota, y da margen a mayor impiedad y a burlas más crueles. El que con más dulzura le trata llámale Monipodio. Entre unos y otros, verbalmente, le escarnecen y le escupen. Luego le arrastran por las calles, y no encuentran muladar bastante inmundo en que arrojarle.

En otro grupo contaban que a Sartorius se le ha despedido como a un criado. Llegó a Palacio y no le dejaron pasar a las habitaciones reales. Esto no me parece verosímil. Sea como fuere, ello es que no hay Gobierno, que la infame pandilla polaca tiene ya su merecido. No falta un furibundo sectario que, al oír lo que se cuenta de la desgracia del Conde, exclama en dramático tono: «Esto no es cuestión de política, sino de vergüenza. Ya podemos sacar a nuestras mujeres a la calle. ¡Viva España decente!»

Hablando con gente diversa, pude advertir el radiante júbilo de los corazones ante este hecho negativo: No hay Gobierno. El no haber Gobierno viene a ser como un descanso, como la sedación de un largo suplicio doloroso; parece como la vuelta a la normalidad de la existencia, o el renacer a la edad de oro cantada por los poetas. En la Puerta del Sol, los grupos estacionados frente al Principal esperan ver salir de él algo extraordinario y magnífico: un genio pródigo que salude al pueblo arrojándole puñados de centenes, o panecillos, o credenciales. Veo miles de caras de cesantes que con ninguna clase de rostros pueden confundirse. Sus trajes de buen corte y muy ajados ya, sus sombreros sin lustre, proclaman la penuria de innumerables familias decentes. Al fin ha sonreído la esperanza para muchos que desde el 48 viven condenados al estudio de las matemáticas, a calcular las probabilidades de cambio de situación, y en tanto mantienen a la familia con el olor de las ollas ministeriales.

Camino de mi casa, me encontré a Sebo en la calle del Arenal. Díjome con sigilo que se armaría el tumulto grande a la salida de los Toros. «No olvide Vuecencia que hoy es lunes. La plaza está llena de gente; allí están todos los aficionados a la tauromaquia y a la politicomaquia… Otra cosa, señor: sepa que formará Ministerio el general Córdova… Dejando aparte la amistad de Vuecencia con don Fernando, yo diré que éste no es hombre para el remedio de la tremenda enfermedad de España… Caerá, caerá también, y si hoy decimos «¡pobre Sartorius!», mañana diremos «¡pobre Córdova!…». Parece que anda en tratos con algunos señores del Progreso para ver de ponerles el collar de ministro; pero ellos no quieren ponerse más collar que el de su dogma. ¿Me entiende, señor? Dicen que su dogma o nada… Pues yo, con permiso de Vuecencia, digo que no me conviene ser colocado hasta que vengan los que han de ser estables, O’Donnell y Dulce, un Gobierno tranquilo. Es ése mi dogma, señor. Entiendo yo que esta palabra significa la cosa más necesaria del mundo, verbigracia, comer con tranquilidad.

Sigue Julio. – El 17 por la noche, cenando, supimos que la salida de los toros había sido tumultuosa. El himno de Riego resonó en las puertas de la plaza, y creciendo, creciendo en intensidad, al llegar el coro a la Puerta del Sol era como si todo Madrid cantase. Supimos también que Córdova ha catequizado a Ríos Rosas para que le acompañe en el Ministerio. Ante la insurrección popular, que me parece ha de ser de cuidado, ¿quién podrá vaticinar si estos nuevos gobernantes lograrán la reconciliación del Pueblo y el Trono? Mal avenidos los deja el polaquismo. De sobremesa, llegan algunos amigos que sostienen la tertulia normal de casa, los perdurables reaccionarios señor Sureda y don Roa, y otros, que en noche de acontecimientos vienen a traer y a recibir impresiones: mi hermano Agustín, polaco; don Nicolás Hurtado, bravo-murillista; San Román, narvaísta; Bruno Carrasco, progresista, y Aransis, indefinido, con cierta inclinación a los partidos bullangueros. No se entablaron las disputas agrias que amenizan nuestra tertulia las más de las noches. Fue aquélla, noche de expectación, de conjeturas, de profecías, de apuestas. Vaticinó mi suegro la disolución social, y Carrasco apostó a que antes de ocho días tendremos a Espartero en Madrid. La repentina emergencia de sucesos históricos graves no podía menos de traer igual aglomeración congestiva de acontecimientos privados. Llegó Sebo a decirme que había visto a Gracián en la calle de Rodas, con La Panadera de Vallecas y un tal Ramos, que es el gran reclutador de populacho para motines; presentose después Valeria, lloriqueando, con el cuento de que su maridito, el angelical Navascués, no había parecido por el domicilio conyugal en cuatro días con sus noches, y por fin se coló en casa el hojalatero, trayendo la novedad interesantísima de que Mita y Ley están en Madrid. Sentí en mi cabeza el torbellino de la brusca entrada de tantos huéspedes mentales en la cavidad del cerebro. Aunque algunos me interesaban poco, la súbita irrupción de tantas ideas me hizo estremecer. Se introducían todas a un tiempo, montando unas sobre otras.

 

No era posible que yo me privase de salir a la calle, para contemplar una página histórica, que sin duda habría de ser más bella que la de Vicálvaro. Los temores de mi mujer se acallaron viéndome acompañado de Aransis y Bruno, de otros amigos de la casa, y de Sebo y Rodrigo. Formábamos una caravana bastante fuerte para despreciar el peligro. Además, dimos formal palabra de no intentar ver de cerca ninguna barricada, caso que las hubiere, y de ponernos a discreta distancia de las aglomeraciones de gente… Con ver un poquito bastaría: quizás, y sin quizás, ciertas páginas históricas, como las obras de pintura, pierden bastante miradas desde un punto de vista cercano… Mi primer pensamiento, bajando la escalera, fue para preguntar al violinista la residencia de su hermano y de Mita. «Ayer, señor, se aposentaban en el mesón de la calle Angosta de San Bernardo, donde paran las tartanas de Loeches y Mejorada; pero fui a verles hoy, y me dijeron que se han ido a otra parte, no saben a donde. Yo lo averiguaré esta noche, pues de seguro lo sabe mi cuñado Halconero, que también está en Madrid con su familia».

Nada respondí al buen Ansúrez. Sentía yo que el Destino se mostraba propicio a mis deseos: no era menester que mi voluntad solicitara sus favores… Entre tanto, embargaba mi atención el espectáculo de público regocijo que ofrecía Madrid, con luces en todas sus ventanas y balcones, y hasta en los últimos agujeros de los más altos desvanes. Ningún vecino había dejado de sacar al exterior el farol o candil, las elegantes bujías o el velón lujoso, que era como sacar al rostro las esperanzas y los gozos del alma. En ninguna festividad oficial, ni en coronación de Rey, ni en parto de Reina o bautizo de Príncipe, vi más espontánea y sincera manifestación del júbilo de un pueblo. Iban por la calle en grupos bulliciosos los vecinos, hombres y mujeres, niños y ancianos, y con ingenuo fervor gritaban: «¡Viva la Libertad, muera Cristina, abajo los ladrones!», poniendo en sus acentos, más que la idea política, un sentimiento familiar con ecos de exaltación religiosa. Dábanse unos a otros parabienes expresivos, y personas que no se conocían se abrazaban; otros que jamás se vieron se preguntaban recíprocamente por la familia y se deseaban mil bienandanzas. Nunca vi cosa igual.

Para poder llegar a la Puerta del Sol, tuvimos que dar un largo rodeo desde mi casa, subiendo a la plazuela de Santo Domingo y bajando por Preciados. Esta calle no estaba tan obstruida por el gentío como la del Arenal, donde las multitudes se obstinaban en que repicara San Ginés, una de las pocas iglesias que a celebrar se resistían con el volteo de sus campanas la felicidad popular. Al fin repicó San Ginés, repicaron las Descalzas Reales, y no hubo campana ni esquila que no uniera su voz al cántico de tantas alegrías. Hacia el Postigo de San Martín vimos a un hombre gordo que, plantado en medio de la calle, convidaba a los transeúntes a tomar café o copas en el café de la Estrella. El lo pagaría todo. Más abajo, un tabernero invitaba bizarramente al público a entrar en el establecimiento, y hacer todo el consumo de vino que requerían las venturosas circunstancias. Penetrando a fuerza de empujones y codazos en la Puerta del Sol, vimos que las turbas se arremolinaban. En el inmenso oleaje se marcó una corriente que marchaba hacia la calle de la Montera. Sobre las cabezas movibles se destacaba un hombre a caballo; el hombre enarbolaba un trapo a guisa de bandera; otras banderas de colorines le seguían, y al compás de la marcha cantaban las voces el Himno de Riego, y pedían que vivieran los buenos y que murieran los malos. Pronto pudimos enterarnos de que aquel enorme destacamento de la masa plebeya se encaminaba al Saladero, con el noble fin de poner en libertad a los presos políticos que en aquella inmunda cárcel penaban por sus ideas o sus escritos.

Lo mas curioso, o si se quiere lo más instructivo, de aquella noche memorable, fue que todos los policías y corchetes desaparecieron, como si se los tragara la tierra. No se veía en las calles ninguna autoridad. Dentro de la Casa de Correos había, sin duda, alguna representación de ella, que no se manifestaba al exterior más que por la claridad de las habitaciones bajas, y por las figuras quietas que al través de las rejas se vislumbraban. El pueblo miraba sin cesar a las rejas, y después de mucho mirar, se entablaron diálogos familiares entre los de fuera y los de dentro. Ved la muestra:

«Abrid la puerta. Entraremos y nos daréis armas.

– No puede ser. No somos enemigos de la Libertad. Ya veis que no os hacemos fuego.

– Abrid, y seamos hermanos.

– Ni vosotros entraréis, ni nosotros saldremos. Todo seguirá como ahora está.

– ¿Hasta cuándo? Nosotros estaremos aquí hasta que nos den armas.

– No necesitáis armas. Nosotros no haremos fuego contra el pueblo… Abriremos un instante las puertas para recoger a nuestros centinelas… Pero habéis de prometernos y jurarnos que, al ver abrir la puerta, no empujaréis para colaros.

– Lo prometemos. Abrid, y que entren vuestros centinelas».

Se hizo como aquí lo digo. Abrieron los de dentro; entraron los dos centinelas, el que hacía la guardia en la esquina de la calle de Carretas, y el de la puerta principal. El pueblo, que aún permanecía en los rosados nimbos de su entusiasmo inicial, todavía generoso, cumplió su palabra, y no aprovechó la fugaz abertura para empujar y colarse adentro. Después se acentuaron en la inquieta masa las ganas de proveerse de armas, cuya posesión conceptuaba como un derecho, y se entabló nuevo diálogo más vivo y apremiante que el anterior. Nada podía resultar de estos dimes y diretes al través de una puerta: el pueblo no podía pasar más tiempo sin armas, y las armas estaban dentro de la Casa de Correos. Para cogerlas era menester franquear la entrada del edificio, y esto se haría batiéndola con ariete a estilo romano: el ariete fue una viga que los más decididos sacaron del derribo de la Casa de Beneficencia. Puesto el madero en hombros de una docena de bigardos en fila, lo movían horizontalmente a compás, descargando furibundos golpes en la puerta. Esta respondía con hondo gemido; pero no se abría. A los golpes agregaron el fuego, prendido con maderas de la casilla del retén de policía que al anochecer destruyó el pueblo en los Caños de Peral. Combinados el incendio y los porrazos, cedió al fin la dura puerta de Gobernación y entró el paisanaje, encontrando a la Guardia Civil y soldados en correcta formación descansando sobre las armas. Sin violencia alguna pasaron los fusiles y espadas de las manos militares a las plebeyas. Trámite más sencillo de revolución no se ha visto nunca.

Según me contó el gran Sebo, que anduvo en este lance, los paisanos invadieron las habitaciones altas de Gobernación, respetando los objetos de valor, escribanías de plata, fajos de papeles, y legajos atados con balduque, cuidándose tan sólo de encender cuantas bujías y velones en las dependencias había para arrimar luces a las ventanas. Se buscaba el efecto decorativo de iluminar la Casa de Correos, único edificio que hasta entonces había permanecido a obscuras. La muchedumbre que llenaba la Puerta del Sol, recibía con aplausos y gritos de júbilo las sucesivas apariciones de luminarias en los altos huecos… Pueril era esta forma de venganza popular. No era menos inocente el gustazo que se dieron todos de sentarse en la poltrona que había ocupado San Luis. A bofetadas se disputaban los paisanos el honor de sentarse en ella, forma de vindicación que a muchos les pareció bastante. ¿Qué más quería el pueblo que convertir la silla del tirano en mueble nacional para uso de todos los españoles?