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Episodios Nacionales: La revolución de Julio

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XIX

Con estas conversaciones, me distraía de la acción campal y no paraba mientes en sus peripecias. Al recogido lugar donde yo estaba venían noticias de que iban ganando los libertadores. Los zambombazos de la Artillería eran menos frecuentes; hasta me parecieron más lejanos. No fue menester, como en los tiempos de Josué, que se detuviera el sol en su carrera para dar lugar a que los combatientes decidieran cuál se llevaba la victoria… El día, como de Junio, era largo, tan largo, que no acababa nunca, y la victoria no parecía. Liberticidas y libertadores se peleaban, sin darse ni quitarse posiciones, ni extremar sus ataques. Creyérase que todo era una comedia marcial, representada entre compadres con menos saña que ruido… La página histórica me resultaba poco interesante. Sin duda, su interés estaba en otro lugar y ocasión. La verdadera página histórica con gravedad y trascendencia vendría después, larga secuela de un hecho militar pequeño y de poca sangre. Antes que empezase a declinar el día, cansado de su propia largura, sentimos que menguaban los tiros. Al extremo del pueblo donde yo estaba llegaron grupos de paisanos y soldados, sedientos, el polvo pegado al sudor. Nos decían que llevaban ventaja; pero no traían en sus rostros ni en sus palabras el júbilo de la victoria. Entraban en las casas atropelladamente, buscando agua con que aplacar la sed. Al paso de los hombres por los corrales, huían despavoridas las gallinas, que ya requerían los palos de sus albergues. Con más agua que vino se refrescaban los combatientes; algunos hablaban con poco miramiento de los Generales libertadores, que no les habían mandado tomar a pecho descubierto las piezas de artillería. Éstas se retiraban, según dijeron. Blaser y su ejército leal se volvían a Madrid, donde seguramente darían un parte proclamándose vencedores.

Mi criado y el cochero, a quienes di permiso para que se corrieran un poco hacia las eras del pueblo, donde podrían ver algo de la función, amparándose de las casas más próximas, volvieron a contarme lo que habían visto, y de ello no copio más que esta referencia histórica: «¿No sabe, señor? A don Telesforo Sebo le han traído entre cuatro, digo, entre dos, cogido por los brazos. Viene todo magullado de la carrera de baqueta que le dieron antes de empezar la acción, y de los pisotones de tropa y patadas de caballos que luego sufrió el pobre en lo más recio de un ataque. Heridas de arma no tiene, sino cardenales y mataduras que dan compasión. En nuestro alojamiento le han metido: allí le están curando unas mujeres, y él echando de su boca maldiciones contra los Blases de allá y los Dulces de acá». Quise ver y consolar al desdichado Sebo; mas no pude hacerlo tan pronto como quería, pues desde el punto en que recibí la noticia hasta mi alojamiento era dificultoso el tránsito, por la muchedumbre de tropa y paisanos que invadían las calles. En medio del tumulto tuve una grata sorpresa: vi un rostro conocido, de persona que como yo trataba de abrirse paso. Era Rodrigo Ansúrez, el aprendiz de hojalatero, que había sido como el anunciador de las disposiciones del Destino, determinantes de mi viaje a Vicálvaro… Le cogí por un brazo. Díjome que su maestro, el señor Albear, le había dado permiso para seguir los pasos del general O’Donnell, el cual salió de la Travesía de la Ballesta en la madrugada del 28. Con otro chico y el oficial de la hojalatería, ambos de ideas muy liberales, se había ido Rodriguín a Torrejón y a Alcalá, después a Vicálvaro. Había visto todo y podía contarlo. No disparó tiros porque no le dieron carabina ni escopeta; pero ayudó lo que pudo, llevando cartuchos para el fuego y agua para la sed. Agua y pólvora eran lo más preciso.

«Oye una cosa, Rodrigo. Sin noticia ni dato alguno en que fundarme, sólo por corazonadas, pienso que tu hermano Leoncio está en Vicálvaro. ¿Acierto? ¿Le has visto tú?

– Sí, señor… le vi un momento y hablamos. Estaba con otros paisanos que iban en el batallón de la Escuela Militar. Mi hermano, que es gran tirador, llevaba una carabina muy maja, que no sé de dónde pudo sacarla… Le perdí de vista… Como hay Dios, que Leoncio ha matado a muchos Blases.

– Haz por encontrarle, Rodriguillo. Deseo conocerle, preguntarle por su mujer. ¿Tú qué crees? ¿Leoncio se habrá vuelto a Coslada?… Si estuvo en Alcalá, y de Alcalá se vino aquí con las tropas, ¿le habrá seguido en esos trotes su mujer?

– Para mí que le ha seguido, señor, pues ella es también muy trotona. No se cansa de correr, y como se quieren tanto, juntos están siempre. Adonde va él va ella, y al revés, que es lo que se dice viceversa.

– Siempre juntos. Y si Leoncio ha estado en medio del fuego, ¿ella también…?

– Como en el fuego mismo no estaría Mita; pero cerca sí, señor, que valiente lo es hasta dejárselo de sobra… Se habrá puesto donde pudiera verle con su carabina maja tirando tiros y acertando siempre, porque, créame el señor, no hay puntería como la de Leoncio.

– Pues si están en Vicálvaro, hemos de revolver el pueblo hasta encontrarles, lo que no es fácil con tanto barullo de tropa y de paisanos forasteros. Rodriguillo, cuenta con una recompensa magnífica, un traje nuevo, o su importe si prefieres el dinero a la ropa; un reloj si te gusta más que el traje; en fin, lo que quieras, si encuentras a Mita y Ley. Ponte en movimiento ahora mismo; no descanses, chiquillo. Mejor que ropa o reloj querrás… no sé qué… algún antojo tuyo… Dímelo.

– ¿Para qué quiero yo reloj, si no me importa nada saber la hora? Y de trajes, con lo que tengo me basta… Más me gustaría otra cosa, señor…

– Pide por esa boca, hijo, y no seas corto de genio.

– Pues, señor, lo que quiero es un violín.

– ¿Eres músico?

– Tengo afición. Cuando estuve en la fábrica de cuerdas, mi principal, que es de la orquesta del Circo, me dio lecciones. Aprendí pronto. Yo me habría pasado toda la noche rasca que te rasca; pero los vecinos se quejaban del ruido que hacía, porque el violín que tengo canta como un grillo, y en los graves parece un rabel de los que tocan los chicos en Navidad.

– Pues nada, cuenta con un violín bueno, de aprendizaje. No será un Stradivarius: ése lo tendrás cuando sepas, cuando seas un gran concertista… Pero no nos entretengamos. Ya estás echando a correr. Queda hecho el trato… Tráeme a Mita y Ley o dime dónde están, y tú rascarás.

Salió el chico presuroso a su encargo, y yo entré en mi alojamiento, la casa de un yesero, con almacén, dos corrales, y arriba estancias vivideras; mas era tal el cúmulo de gente militar y civil en todos los patios y aposentos, que allí no podía uno revolverse, ni aun pensar en comida y descanso. Lo mejor que hacer podía el que tuviera libertad, era huir de Vicálvaro; pero la obligación que me impuse de buscar a los salvajes me retenía en el pueblo, esperando el resultado de las investigaciones del hojalatero violinista. Mientras éste llegaba, bajé a consolar a Sebo, que asistido de dos viejas piadosas, curanderas, yacía sobre un montón de sacos de yeso, vacíos, entre sacos llenos. El polvillo blanco, flotante en la cavidad del almacén, se fijaba en el rostro y manos del magullado policía, dándole aspecto de cadáver o de figurón con jalbegue. Sus muecas de dolor y sus plañideras voces sonaban a bromas lúgubres de Carnaval. ¡Pobre Sebo! Más que de los dolores de sus mataduras, quejábase de la crueldad de Bartolomé Gracián, que había dado permiso a sus tropas para zarandearle y jugar con él a la pelota, dejando correr la fábula de que era cura disfrazado. Y no sentía tanto el molimiento y los cardenales como el grave daño inferido a su dignidad. Menos le dolerían sus huesos si se los hubieran roto, y sus carnes si se las hubieran hecho picadillo, que le dolía el alma, del escarnio sufrido y de la vergüenza de haberse visto en tan ruin vapuleo. Y era lo peor que por ningún camino podría llegar a vengarse del don Bartolomé, quien, al parecer, estaba en gran predicamento con Dulce y con Ros de Olano. En mí confiaba para su delicada traslación a Madrid manteniendo el disfraz, y ocultándose en mi casa hasta que se decidiera si los perros se ponían el collar revolucionario o el absolutista. Y yo tendría la caridad de sustentar a la familia mientras durase la encerrona y llegara el nuevo destino. Éste correría de mi cuenta si triunfaba O’Donnell, lo mismo que si ganaba Sartorius, que para uno y otro perro tengo yo buenas aldabas. «Después de servir a Vuecencia con tanta lealtad – me dijo haciendo pucheros y besuqueándome la mano, – no tendrá Vuecencia entrañas si abandona a su fiel servidor».

Mientras hablaba yo con Sebo y miraba por su asistencia, metieron en el almacén unos ocho heridos, algunos graves, y aquella atmósfera de hospital en que respirábamos yeso se me hizo insufrible. Salí al portalón, donde había corros de militares, y hablando con ellos adquirí la certeza de que la batallita no les había satisfecho, por su equívoco resultado. Ni en ellos cabía vanagloria, ni en Blaser tampoco. Verdad que los de acá, como sublevados, podían contentarse con medio triunfo, o con la modesta gloria de un combate a la defensiva, sin perder terreno, mientras que los otros, como Gobierno constituido, quedaban muy desairados con la media victoria. Su retirada hacia Madrid, sin desorganizar y dispersar a los Generales sediciosos, era un verdadero desastre.

Así me lo dijo Borrego, hombre de gran pesquis, añadiendo que la situación está moralmente derrotada. Borrego, Martos, Ortiz de Pinedo, y otros madrileños que habían venido de mirones, andaban a la busca de comestibles, a cada hora más escasos. Los estómagos empezaban a renegar del patriotismo; llevaban muy a mal que las cabezas, antes de prevenir lo tocante al sostén de los cuerpos, se lanzaran a trastornar la política y la sociedad. Compartí con los buenos amigos lo poco que a mí me quedaba; allegamos algo más, todo ello fiambre, reseco y con sabor a yeso, no sé si real o imaginario, y luego nos fuimos a la casa próxima, donde moraban Ros de Olano y Echagüe. A éste no le vimos: había sido llamado por O’Donnell. Ros comía tranquilamente con Buceta, el teniente coronel Zalamero y el paisano don Ceferino España, sentados los cuatro en derredor de una silla, por no haber mesa disponible. ¿Qué comían? Lonjas de carne de cabra rebozadas con yeso, y almendras de Alcalá, que parecían pedazos de escayola. Con su habitual gracejo, Ros nos dijo: «El primer acto no ha sido malo. Como primero, no podía tener efectos grandes, ¿verdad? Es una exposición hecha con arte sobrio. Sería necedad acalorarse demasiado pronto.

 

– ¿Y dónde pasará el segundo acto, mi General?

– ¡Ah!, no lo sé… yo no hago la Historia… La que ven ustedes de mi letra la escribo al dictado. Me dictan; yo escribo…

– ¿Se puede saber a dónde va mañana el ejército libertador?

– Si dejáramos los caballos de Dulce entregados a su instinto, creo yo que nos llevarían a la querencia de sus cuarteles.

– ¡A Madrid, al bulto!

– Puede que sea más práctico esperar a que el bulto se mueva para saber lo que tiene dentro.

De las medias palabras del general Ros, colegimos que se esperaba un movimiento en Madrid. El Gobierno, con toda su tropa disponible, tendría que atender a sofocarlo: ésta era la ocasión de caer sobre la Villa y Corte. Entre tanto que el formidable tumulto estallaba, los libertadores pasearían militarmente por la zona circundante, pronunciando a los pueblos y reclutando patriotas. El fogoso Martos, que todo lo veía conforme a los anhelos de su impaciente corazón de sectario, dijo, con la solemnidad que ponía siempre en su limpia palabra, que las piedras de Madrid se levantarían para contestar con barricadas a las insolencias del polaquismo. Las lenguas habían sido ya bastante elocuentes. Lo que aún restaba por decir, lo dirían los guijarros… y la pólvora.

La idea y la esperanza de un alzamiento general en los Madriles eran unánimes. Oficiales y paisanos que se acercaron a la mesa del General, las expresaron ruidosamente, unos como chispazos de su inflamado patriotismo, otros como consuelo de la deslucida función bélica de aquella tarde. Pasando de corrillo en corillo y de casa en casa, oí, entre mil comentarios del suceso y de sus consecuencias, una versión que me pareció la más discreta y juiciosa, como salida del entendimiento de Andrés Borrego, uno de nuestros más expertos catadores de acontecimientos, y de los móviles y personas que los determinan. La jornada de esta tarde – nos dijo a Pinedo y a mí, – desairada como acción de guerra, es una obra maestra de sagacidad política y de cuquería revolucionaria. Lanzar a las tropas al ataque con todo el brío que ellas saben desplegar, habría sido dar a este movimiento, desde sus primeros vagidos, un carácter rencoroso, sanguinario, como el de las luchas por principios irreconciliables. Y aquí no hay ni puede haber a la postre lucha de esa naturaleza. No hay cosas más conciliables que dos porciones de nuestro ejército regular, la una frente a la otra. ¡Cómo que en el fondo de estos movimientos y de estos choques entre pronunciados y leales, hay siempre un compadrazgo disimulado con las apariencias de antagonismo! Compadres son todos; no se tiran a destruirse, y ninguno de ellos quiere echar sobre su contrario la tristeza de una grave derrota. Con perfecta bonhommie atacó Blaser a Dulce, y éste y O’Donnell te devolvieron su cortés tiroteo. ¡Oh!, este irlandés sabe mucho, y no sólo es un buen guerrero, sino un excelente estratega del corazón humano. En el curso de la acción he visto yo los efectos de su malicia sajona, y de su admirable delicadeza para efectuar el tacto de codos sin que nadie lo advierta, ni dejen de enterarse los codos del contrario. Viendo la acción sin ver al caudillo, yo le oía decir: «Compadre Blaser, no nos comprometamos derramando más sangre de la que manda la etiqueta. El polaquismo es cosa perdida. En el reloj del Destino ha sonado mi hora, y yo y los que están conmigo hemos de coger la sartén por el mango… Amigos seremos todos, aunque ahora el buen parecer pida que nos figuremos rivales. No tardaremos en abrazarnos… Nadie tema venganzas. Yo miraré por unos y otros… Somos el Ejército de un país sin fuerza de opinión, de un país que un día nos pide Orden, otro día Libertad… y lo que nos pide… tenemos que dárselo».

XX

Hastiado al fin de las prolijas versiones de un mismo asunto, salí con Zafrilla en busca de Rodrigo Ansúrez, que aún no había parecido por nuestro alojamiento. Recorrimos varias calles, la plaza, parte del camino real. En la plaza vi largas filas de caballos comiendo el pienso que con solicitud fraternal les servían sus jinetes. Los nobles animales, que habían trabajado todo el día pisando terrones y cardos borriqueros, o algún cuerpo herido, muerto quizás, respirando tufo de pólvora y enardeciéndose al incitante toque de clarines, mascaban tranquilos su cebada, ajenos a la gloria militar. Observé que todos los perros del pueblo, que durante la batalla se habían alejado del campo de guerra expresando su terror con aullidos, se congregaban en derredor de los bridones, mirándolos con respeto y envidia. Algunos, después de mostrar su afecto a los generosos brutos de la guerra, salían a ladrar por las calles próximas, como queriendo espantar a otros animales enemigos que veían en forma vaporosa, o avisar la llegada de escuadrones fantásticos, sólo vistos por ellos. Luego volvían junto a los caballos nuestros, efectivos, y les hacían la tertulia, sentándose en postura de esfinge en medio de los grupos de soldados y corceles, o escarbando graciosamente la paja que a éstos se les caía.

Divagué por entre estos renglones de la página histórica, más interesantes, a mi ver, que los renglones belicosos, y al volver de una esquina me encontré al hojalatero, que corrió hacia mí gozoso, diciéndome: «Señor, dos horas hace ya que le busco. Estuve en la yesería tres veces…».

– ¿Y qué hay, chiquillo? ¿Dónde está mi gente?

– ¡Ay, me parece que me quedo sin violín!… no por culpa mía, pues he revuelto todo este poblacho… y…

– ¿No parecen?

– Se me ha secado la boca de tanto preguntar… Por fin, señor, en la puerta de la Iglesia me encontré a un yesero de Coslada: vivía pared por medio de la casa donde se albergaban Leoncio y Mita; le llaman el tío Meas… Me dijo que con mi hermano había venido su mujer, la cual, todo el tiempo que duró el tiroteo, estuvo en casa de unas viejas que apodan las Cangrejas, porque tienen en San Fernando el negocio de mandar cangrejos a Madrid.

– Bueno, y te dijo…

– Que, en cuanto se acabaron los tiros, Mita fue en busca de Leoncio y se le llevó… Él no quería; pero ella… ¡vaya, que gasta un genio!… Es la que manda.

– Se fueron, pues… ¿a dónde?

– A San Fernando… con las tías ésas, que, como le digo, allí tienen gran casa… Algunos días está toda llena de cangrejitos del Jarama…

– ¡Todo por Dios…! Pues no es cosa de que ahora vayamos a San Fernando. Yo tengo que volverme a casa: hace tres días que no veo a mi mujer y a mi hijo.

– Y no es lo peor que se hayan ido tan lejos, señor… Van más allá. Mañana, según me dijo el tío Meas, pasan a Mejorada, donde se establecerán, porque el negocio de Coslada parece ser que se les torció.

– A mí sí que se me han torcido todos mis planes. Pero ya volveré a ponerme en camino: iremos a Mejorada…

– Yo también… Si ahora no me gano el violín, ¿lo ganaré después?

– Tú rascarás… Tendrás un buen instrumento para estudio… Aplícate, y si eres realmente artista, yo te protegeré…

Desde aquel momento prevaleció en mi espíritu con poderosa fijeza la idea de partir inmediatamente para Madrid. Di a Zafrilla las órdenes necesarias para emprender la marcha. ¿Llevaríamos a Sebo? ¿Llevaríamos a Rodriguillo Ansúrez? Este compañero de viaje no nos traería ninguna dificultad; el otro tal vez sí. Resolvimos disfrazarle de cura, y al efecto encargué a Zafrilla que buscara, o comprase si era menester, las ropas necesarias para la mutación del travieso policía en venerable sacerdote. Andando en estos preparativos, encontramos a Navascués, el cual nos dijo que a la Corte se volvía con su inseparable Gracián. Comprendí que la misión de estos pájaros en Madrid no era otra que levantar al paisanaje y encender la lucha de barricadas. No se necesitaba mucho para esto, y oyendo hablar al impetuoso Martos, se adquiría el convencimiento de que Madrid sería un volcán en todo el día próximo. Las dificultades que tuvimos para conseguir la ropa clerical de Sebo las resolvió fácilmente Bartolomé Gracián, que estaba en buenas relaciones con el ama de un cura, frescachona, la cual facilitó sotana y balandrán viejos, y un sombrero de teja, raído, tan largo como un ataúd. No tenía Sebo magulladuras en el rostro; los chichones de la cabeza se tapaban con el sombrero, y el cuerpo, bien bizmado, quedaba bajo la sotana holgadísima, pues el difunto era mayor.

Sobre las once nos dispusimos a salir. Gracián y Navascués, vestidos de paisano, confiaban en su audacia para entrar en la Corte sin infundir sospechas. Pensaban detenerse en Vallecas, donde tenía Gracián una amiga diligente que a él y a Navascués proporcionaría, en caso de necesidad, traje, burros y mercancía de panaderos para colarse sin ningún riesgo en la capital. Martos, Pinedo, Borrego y otros se las arreglarían fácilmente para el regreso. Llegada la hora de partir, y abreviadas las despedidas, metí en el coche al maltrecho Telesforo, convertido en clérigo campestre; subieron al pescante Zafrilla y el hojalatero, y deseando yo disfrutar a pie de la plácida noche y de la conversación grata de Navascués y Gracián, me fui andando con ellos detrás del vehículo, a regular distancia, por el camino de Vallecas. Innumerables perros salieron a decirnos adiós, ladrando, y enseñándonos los dientes; se retiraban rezongando; volvían con más furiosos ladridos; acudían otros de casas lejanas. Navascués, que se preciaba de entender el léxico perruno, les dirigió la palabra amenazándoles con su garrote: «Caballeros, que no somos gitanos ni frailes mendicantes. Retírense en buen orden, y váyanse a cuidar las casas del lugar». Gracián, también entendido en el lenguaje canino, dijo que todo el alboroto que hacen los perros al ver pasar coches y trajinantes, significa que desean saber el punto a que éstos se dirigen. Créense investidos de facultades para el reconocimiento de pasaportes y para la vigilancia de caminos, y sus ladridos, que no son más que el cumplimiento de un deber, cesan cuando se responde a la interrogación que expresan. «Señores perros – les dijo Bartolomé mostrándoles el Palo, después una pistola, – sepan que vamos a Vallecas… ¡a Vallecas! No sé decirlo de otro modo: ya tenían ustedes tiempo de aprender castellano… Conque ya saben… a Vallecas vamos. Si no se dan por satisfechos, lo diré con la estaca; y si la estaca no hablara con bastante claridad, les pegaré un tiro». Oído esto, los perros se fueron retirando por escalones. De hocico al pueblo, todavía rezongaban con mugido displicente.

Diré que el tal Gracián me encantaba por su donosura, por la fatuidad de buen gusto con que se había atribuido un papel constantemente activo en la comedia o drama de la vida. No fue menester estímulo de mi parte para que su confianza se abriera y su verbosidad se desbordara. Es de estos que entregan todo su interior, sin reservar ninguna porción de lo malo ni de lo bueno, tan ineptos para la hipocresía como para la modestia. La conversación que yo entablé sobre el tema de la guerra y de la política, fue derivando, por los giros que le daba el sensualismo de Gracián, hasta llegar al tema de mujeres. La vida de aquel libertino era manantial inagotable de asuntos para tal conversación. Oyéndole contar alguna de sus aventuras, acometida con harta impavidez y cierta convicción profesional, vi reproducida en él la figura del burlador de antaño, a un tiempo heroico y cínico. La degeneración del tipo es evidente, como lo es la de las víctimas, más fáciles hoy a la seducción. Sobre este punto me permití opinar que en la moral no tenemos progreso. Hay, sí, más pudor de lenguaje, y escrúpulos de palabra que antes no se conocían; pero, con todo esto, los baluartes que hoy guardan la virtud femenina son de estructura más endeble.

Consiste la presente relajación, según indicó Gracián, en que apenas hay ya quien crea en el Infierno, y las mujeres que aún profesan este dogma terrible, lo han reformado en su pensamiento, estableciendo un Infierno sin infinito y con salidas al mundo de los vivos. Mi parecer es que la sociedad actual, con la facilidad de relaciones entre los sexos y la mayor licencia en las costumbres, permite a los galanes triunfos baratos, que no exigen ni grande agudeza, ni arranques de valor temerario. De aquí resulta que el ejemplar, el tipo de burlador más común en estos tiempos, es de un prosaísmo evidente, agravado por los toques de sensiblería fúnebre y de languidez mocosa. Hay también tipos de varonil desvergüenza que sostienen la tradición mejor que los galanes lánguidos, y en los pueblos tenemos el tenorio cerril, que no deja mal puesto el pabellón de la galantería ilegal. A propósito de esto, hizo Gracián una observación que sintetiza su gracioso cinismo. Dijo que los tenorios rústicos prestan un gran servicio a la sociedad contemporánea, porque ellos contribuyen en gran parte a la producción de amas de cría y al fomento de niños de madres pudientes. El mal y el bien andan enlazados en el mundo, y a cada instante vemos que algún trozo del edificio de las virtudes sociales se caería si no estuviera apuntalado por un vicio. ¡Qué sería de la infancia rica sin tanto menoscabo y deshonor de muchachas pobres! Y si las criaturas ganan al cambiar el esquilmado pecho de sus madres por el exuberante de las nodrizas, también éstas salen gananciosas, porque se desasnan, se civilizan, y al concluir llevan al pueblo sus ahorros, y encuentran un labrador honrado que se casa con ellas…

 

Apurando el tema con sofistería inagotable, llegó a sostener Gracián que las aventuras ilegales de amor son manantial de poesía. El mundo se volverá enteramente prosaico y la vida humana totalmente estúpida, si no le prestan su encanto la turbación de matrimonios y el desconcierto de los hogares, donde toda monotonía y toda insulsez tienen su asiento. Y a tales ventajas deben agregarse las de preparar a la sociedad para las revoluciones, que vienen a ser como una limpia general y mudanza de aires, ambas cosas muy necesarias en la vida de los pueblos. Los amores ilegítimos desatan lazos, aflojan vínculos. La volubilidad y el capricho de la mujer extiende por toda la sociedad un cierto espíritu de rebeldía que es el principal elemento de las alteraciones políticas. Sin darse cuenta de ello, los hombres, sean burlados o por burlar, se ven arrastrados a este remolino, que acaba por conmover los cimientos del Estado. Las mujeres sienten, los hombres ejecutan. El pecado turba las conciencias, y éstas tratan de aplacarse buscando la alteración de la ley, por la cual es pecado lo que no debiera serlo. El deseo de alterar la ley trae las agitaciones públicas, que son tentativas, ensayos, cambios de postura; y aunque pasado el trastorno vuelven las cosas a su estado natural, y la ley sigue imperando y jorobándonos a todos, ello es que se quebranta con tantas sacudidas, como se resquebraja el terreno en que se suceden los terremotos.

Esta singular teoría de que los pecados mujeriles abren camino a las revoluciones, y de que éstas resultan siempre fecundas, no podía ser admitida sino como una forma de humorismo para pasar el rato, como quien dice. Pero él a sus paradojas se aferraba; con ellas se metió en el terreno político, y explicome su fervor revolucionario como un estado fisiológico contra el cual su voluntad nada puede. La regularidad y permanencia de las instituciones se representa en su ánimo como una enfermedad. La paz pública es como una parálisis. Él se subleva por instinto de conservación o de salud, sintiendo en sí una parte de la dolencia que a toda la Nación afecta. Es un miembro, un pedazo de carne y nervios, partícipe del general dolor. Romper la disciplina es lo mismo que medicinarse, o por lo menos hacer ejercicio, con el fin de buscar la salud en la actividad muscular y en la fluidez sanguínea. La Ordenanza, la Constitución vigente y sus predecesoras, son síntomas terribles de una lesión honda que ha de traer la muerte. En todas las leyes establecidas hemos de ver formas del dolor, de la congestión, de la fiebre. Sus efectos en la vida equivalen a tumores, úlceras, sarna, postemas, calambres y demás lacerias, contra las cuales hay que aplicar, no sólo el movimiento, sino el fuego y las sangrías.

Todo esto, y lo que omito, lo decía Gracián dando suelta a la caudalosa vena de su ingenio. Sus acompañantes reíamos a veces, o dábamos nuestro asentimiento por el regocijo que nos causaba. Es, en verdad, un admirable hablador. Posee la elocuencia de los disparates, y el arte de entretener al oyente con graciosos absurdos, expresados en el tono de una profunda convicción… El camino se nos hizo corto con estas charlas, y por mi parte no sentía cansancio cuando divisamos las primeras casas de Vallecas. Los perros de esta villa salieron a recibirnos en cuanto nos olfatearon, y con ladridos regañones nos preguntaban de dónde veníamos y qué demonios íbamos a buscar allí. De Vicálvaro – dijo Gracián, – y no seáis impertinentes. De Vicálvaro, y no alborotar: llevo cargadas las pistolas. Tras de los perros vinieron hombres, preguntándonos por la acción de aquella tarde, y si O’Donnell iba ya sobre Madrid. Respondió Gracián con informes totalmente opuestos a la verdad, sacados de su cabeza, y anunció que en Vallecas se había de librar el próximo día la más tremenda de las batallas. En esto, nos llevó a una de las casas que están a la entrada del pueblo, un poco apartadas del camino, y antes de que llegáramos a ella vimos luz en las habitaciones y oímos musiquilla de murga, violines mal rascados, clarinete y un trombón. Pronto supe que se habían celebrado los días de la dueña de la casa, y que llegábamos a los últimos pataleos y ronquidos de la bulliciosa fiesta. Entramos, y lo primero que me eché a la cara fue una mujerona de buen ver, alta de pechos, la tez morena, los ojos fulgurantes, de una categoría mixta, pues si por el continente y la finura del rostro parecía señora noble, su habla y modales denunciaban la mujer del pueblo. Era una transición o producto híbrido de esta sociedad infiel al principio de castas. Recibionos afablemente, y a Gracián con mayor cariño y confianza. Luego me invitó a descansar, ofreciéndome un dormitorio para esperar el día. No accedí, pues deseaba continuar mi viaje sin demora. La señora puso término a la fiesta; despidió a los pocos convidados que allí quedaban; dio licencia a los músicos, y a mí las buenas noches, agarrando por un brazo a Gracián, el cual es dueño del corazón de aquella tarasca, según me dijeron los músicos momentos después, añadiendo que a la señora se la conoce por La Panadera y que es viuda y rica. Para más pormenores, Gracián la engaña con una sobrina de ella, pobre, habitante en el mismo pueblo, y a las dos con una casada residente en Canillas. En la casa de La Panadera se quedó Navascués, inseparable amigo del otro peine, y su mono de imitación, con tan mala sombra, que cuantas aventuras intenta son bajas parodias de las del maestro.

En la calle ya (más propio será decir en el campo), dispuesto a proseguir el viaje, se me acercaron los pobres murguistas suplicándome que les trajese a Madrid en mi coche, pues se hallaban rendidos de tantas tocatas y caminatas: habían tenido boda en Mejorada, bautizo en Loeches, y en Perales festividad del patrono San Pedro Apóstol. Ya no podían con sus almas, ni con sus instrumentos. Accedí gustoso a transportarles, y corrieron al parador, donde tenían sus livianos bultos de ropa, y paquetes o envoltorios pesados, pues casi todo su trabajo musical lo cobraban en especie. Mi protegido el hojalatero pidió a uno de ellos que le dejase su violín, mientras iban a recoger la impedimenta. Accedió el murguista. Cogió el chico la carraca, se la echó al pescuezo, tendió el arco sobre las tripas vibrantes, y allí fue el sacar sonidos largos, dulces, elocuentes, que rasgaban el silencio en la noche plácida…