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Episodios Nacionales: La revolución de Julio

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Era media noche. El pueblo armado, libre, dueño de Madrid, evolucionaba lentamente desde el período de las alegrías ingenuas hacia el de las vindicaciones terribles. En días, en horas, pasa este soberano de niño a hombre, y sus derechos, que empiezan siendo juguetes, se convierten en armas.

XXIII

Cuando Sebo volvió a reunirse a mí en la calle de Cofreros (núm. 6, paragüería de Larrea), donde teníamos nuestro cuartel general, ya nos faltaban algunas figuras del grupo: unos por cansancio, otros arrebatados por el oleaje, desaparecieron de nuestra vista. Sólo quedábamos Aransis, el hojalatero y yo. Sin movernos de aquel rincón, en el cual teníamos retirada segura por la calle de Peregrinos, supimos que en el Ayuntamiento y Gobierno Civil había penetrado también el pueblo, y que en uno y otro local se habían constituido juntas, de ésas que nacen con espontánea fecundidad de los días y más aún en las noches calurosas de revolución. Que alguna de estas juntas intentó parlamentar con Palacio, se dijo por allí; que en Palacio no quisieron recibirla, me lo imaginé yo; que en Palacio estaban a la sazón los nuevos Ministros por no poder estar en ninguna de las dependencias del Estado, lo suponíamos. Luego, al saber la verdad, vimos que habíamos acertado, y que componemos la Historia sin saberlo… Lo extraño es que antes de oír el rumor de que la plebe invadía y quemaba la vivienda de Cristina, tuve yo adivinación o presciencia de aquel suceso. No es difícil hoy que el pensamiento de cualquier ciudadano se anticipe a los hechos históricos, porque estos se anuncian por inequívocos efluvios en el ambiente que respiramos. Los odios más frenéticos del pueblo español en estos días recaen sobre dos cabezas: la de San Luis y la de María Cristina. Uno y otra han desatado sobre España todos los males. San Luis es el insolente capitán de esta cuadrilla de ladrones públicos; Cristina, la mujer rapaz, avarienta, insaciable, que con diestra mano escamotea los tesoros de la Nación. Así lo cree la gente.

Apenas se vieron las multitudes dueñas de la capital, sin autoridad que las contuviera, corrió la noticia de que ardía el palacio de la esposa de Muñoz. Se dijo antes de que fuera cierto, y todo el mundo lo creyó antes de oírlo decir. Cuando llegó a nosotros el primer rumor, ya íbamos hacia allá, seguros de encontrar incendio. Nada sabíamos aún, y nos daba en la nariz olor de madera quemada. En la plazuela de las Descalzas, un amigo de Sebo con quien tropezamos, nos dijo que, atacado por las turbas el palacio de la calle de las Rejas, la Reina Madre escapó por las caballerizas, vestida de hombre. No lo creí: ya sabe un ciudadano listo distinguir las mentiras absurdas de las verosímiles. Sin que nadie me lo asegurara, pensé que doña Cristina, desde los primeros síntomas de alboroto, se había trasladado al Palacio Real, llevándose por delante cuantos papeles pudieran comprometerla.

He perdido la memoria de las vueltas que tuvimos que dar para poder asomamos a la plazuela de Ministerios por la calle de Torija. Desde lejos vimos el resplandor del incendio. Frente a doña María de Molina habían hecho una hoguera, en la cual hombres y mujeres de mala facha arrojaban lo que iban sacando del palacio: muebles, cuadros, cortinas. No sé qué habría sido de la Reina Madre si hubieran podido cogerla como cogían un sillón. Oí decir que fue respetada la servidumbre; oí también que hicieron pedazos todo lo que por su pesadez no podían transportar a la hoguera. ¡Benigna es ciertamente la barbarie de un pueblo que venga sus agravios en muebles, porcelanas y objetos insensibles!

La curiosidad pudo en mí más que el sentimiento del peligro, y descendí a la plazuela con mis acompañantes, abriendo paso a empujones. La hoguera desplegaba al viento sus llamas rojizas. En lo más animado de la quemazón se hallaba el pueblo, pasando ya casi de lo siniestro a lo divertido, cuando vino a cortar bruscamente la gresca un destacamento de Cazadores mandado por un paisano. A la luz vivísima del incendio le conocí: era Gándara, el conspirador de 1848, el militar valiente que adora la Libertad, y sabe capitanear igualmente soldados y pueblo. Yo le supuse afecto a O’Donnell y comprometido en la Revolución. Me sorprendió verle mandando tropas. ¿Por qué las mandaba? Según la versión corriente aquella noche, habiendo sabido Gándara que el pueblo trataba de incendiar la casa de su entrañable amigo don José Salamanca, corrió a Palacio en busca del general Córdova, flamante Presidente del Consejo, y allá tuvieron los dos unas palabritas harto vivas, por si el nuevo Gobierno se cruzaba o no de brazos delante de las turbas de bandidos. Acabó Córdova por decirle que a sus órdenes ponía dos o tres compañías de Cazadores de Baza; que con ellas fuese al instante a contener los brutales atentados, empezando por lo más próximo, que era el asalto y destrucción del domicilio de la Reina Madre. No necesitó más Gándara para ponerse al frente de los Cazadores. Como insignias llevaba la faja y sombrero que le dio un caballerizo. Sus bromas, en casos de esta naturaleza, solían ser pesadas, y testigo fui de ello, pues en cuantito que embocó por la calle de Bailén a la plazuela de Ministerios, gritó con estentórea voz: «¡Cazadores, por mitades! ¡Preparen, apunten…!»

¡Fuego! A la primera descarga cayeron muchos. La dispersión fue instantánea y rapidísima. Corrí de los primeros, pues maldita la gracia que me hacía ser fusilado estúpidamente… Encontreme solo junto a la escalerilla de la calle del Reloj, donde se me reunió Rodriguillo Ansúrez… Preguntéle por Aransis y Sebo, y no supo contestarme. Díjome que en derredor de la hoguera había más de una docena de muertos. En la puerta del Senado, vi a un pobre que allí quedó seco, y a pocos pasos de él una mujer, que yacía boca abajo… La segunda descarga ya nos cogió en salvo; pero poco faltó para que nos arrollara la multitud que por la calle del Reloj emprendía la retirada. La ardiente curiosidad me picó de nuevo y asomé las narices a la plazuela. Vi a los Cazadores acometiendo a bayonetazos a los infelices que buscaron refugio en el mismo palacio asaltado. Dentro de éste sonaron tiros. Los de Baza mataban sin piedad a cuantos andaban todavía en el trajín de acarrear muebles para la hoguera. Los atizadores de ésta, o habían desaparecido o pataleaban en el suelo. Clamaban los heridos entre tizones: aquí y allí zapatos, ropas, gorras y sombreros abandonados; algún trabuco, charcos de sangre, despojos del palacio y de sus asaltadores…

No quise ver más ni exponerme a nuevos peligros, y por la travesía del Reloj y la calle de Fomento tratamos de ganar la Cuesta de Santo Domingo. Fuimos a parar a la rinconada próxima al pórtico del venerable convento de monjas, y allí, por extraño encadenamiento de ideas, me acordé de un poema burlesco, graciosísimo, que Narciso Serra nos había recitado con prodigiosa memoria en el banquete de Torrejón. Era una historia disparatada, parodia de las leyendas en boga: un galán hambriento que rondaba el convento de dominicas buscando la manera de escalarlo para verse con la Sor de sus pensamientos; un jorobado sacristán que le llevaba bartolillos y empanadas, y dentro de una de éstas la esperada cartita… La misteriosa volubilidad del pensamiento humano se me patentizó entonces, pues, hallándome frente a una situación trágica, mi memoria dio un salto hacia las cosas de burlas, reconstruyendo sin perder sílaba la primera quintilla del chistoso poema, y, en voz alta la repetí:

 
En un obscuro lugar
que junto a Santo Domingo
húmedo se suele hallar,
porque en él a conjugar
van todos el verbo MINGO…
 

Nada tenía que ver esto con lo que a la sazón me rodeaba; pero los caprichos de nuestra mente no están sujetos a ninguna ley conocida. Mi memoria continuó jugando con la quintilla, y dándosela y quitándosela a la palabra… Luego vi que venían tropas por la calle de Fomento. Era un retén que debía cerrar el paso a la plazuela de Ministerios. Los soldados ocuparon la bocacalle, y el oficial que los mandaba pasó a la rinconada con objeto, al parecer, de conjugar el verbo mencionado en la quintilla. Le vi de vuelta y, reconociéndole, le salí al paso. Era Navascués. Hablamos rápidamente, encareciendo él la rabia que sentía de verse obligado a hacer fuego contra el pueblo, preguntándole yo dónde estaba Gracián, y qué papel hacía en la diabólica función de aquella noche. Con desconsolado acento me dijo que su amigo había logrado evadirse del servicio de tropa regular, y andaba organizando los grupos más levantiscos de la plebe allá por la calle de Toledo y plaza Mayor. Y yo: «Mucho me temo que Bartolomé perezca de mala manera en este torbellino de las venganzas populares». Y él: «Gracián no muere. Está donde le llaman su destino y su vocación. Algo terrible y grande hará si le ayudan… Como no hay Gobierno, el pueblo es el amo esta noche». Y yo: «Si no hay Gobierno a media noche, a la madrugada lo habrá… El héroe de esta noche y de mañana no será Gracián, sino Joaquín de la Gándara». Y él: «Gándara es héroe popular, por más que ahora nos haya traído a castigar a los incendiarios. Por caudillo del pueblo le tuve yo siempre. Con él me batí el 48.

– Pues si es héroe popular, ¿por qué ha mandado fusilar al pueblo?… Gándara es hoy el héroe del Orden, no de la Libertad.

– No, señor: de la Libertad. El Orden que el defiende es el Orden del Desorden.

– Es decir, la autoridad de la revolución. ¿Cree usted, Rogelio, que el rebaño puede ser pastor?

– Si es rebaño de ovejas, no; si lo es de hombres, sí.

– Siempre hay un hombre que pastoree. Ya no es Sartorius el pastor: ¿lo será Gracián?

– Lo es, lo será… Retírese, querido Pepe… Abur.

¡Pobrecillo!, era un eco de la fraseología de Gracián; su pensamiento volaba con las ideas del otro pájaro… Seguimos Rodriguillo y yo, no recuerdo por qué calles, en busca de emociones nuevas, viendo y admirando el aspecto de Madrid a tales horas, en noche de plena emancipación del pueblo. ¡Infeliz pueblo! Por una noche, por algunas horas no más, le permiten los dioses el uso práctico de su soberanía, de esa realeza ideal que sólo existe en las vanas retóricas de algún tratadista vesánico. Y en su candidez, en la inexperiencia de su soberanía, es el pueblo como un niño al que entregan un juguete de mecanismo delicado y sutil. No sabe de qué suerte lo ha de poner en movimiento, ni con qué frenos pararlo, ni con qué llaves darle cuerda… acaba por romper el juguete y abominar de él…

 

Pues bien: aunque por ninguna parte se notaban indicios de autoridad, no vimos desafueros más graves que los que ordinariamente turban la paz del vecindario; no advertimos más que una alegría desatinada, burlas ruidosas de las autoridades ausentes, desvanecidas como el humo de los incendios. En la Red de San Luis vimos en el cielo el resplandor de las hogueras, y a nosotros llegaba un alarido sordo de embriaguez revolucionaria, mezcla de vivas y mueras… A lo largo de la calle de Caballero de Gracia oímos tiros, y mayor escándalo de voces airadas o triunfales. Hermoso me pareció el tinte rojo del cielo; solemne el ruido lejano de combatientes, incendiarios o lo que fueren. Descartando el juicio de los hechos, y ateniéndome sólo a la estética, la noche ruidosa, iluminada por las hogueras, me arrebataba de admiración, de un júbilo de artista. Veía, por fin, una página histórica, interesante, dramática, producida en el tiempo, sin estudio, por espontáneo brote en el cerebro y en la voluntad de millares de hombres, que el día anterior ignoraban que iban a ser histriones de una teatralidad tan bella. No tenían más inspiración que sus odios, verdadera razón de Estado para los ciudadanos que no habían gobernado nunca, y entonces con actos bárbaros gobernaban a su modo, realizando algo parecido a la justicia, si no era la justicia misma en todo su esplendor.

Mañana, pensaba yo, se juzgarán estos hechos como atentados a la propiedad, como profanación de la ley o arrebatos de salvaje cólera. ¡Y las culpas de esta brutal plebe, nadie las atenuará con el recuerdo de las horribles violaciones de toda ley moral y cristiana que se contienen en el gobierno regular de las sociedades; nadie verá la inmensa barbarie que encierra el régimen burocrático, expoliador del ciudadano y martirizador de pobres y ricos; nadie se acordará del sinnúmero de verdugos que constituyen la familia oficial, y cuya única misión es oprimir, vejar, expoliar y apurar la paciencia, la sangre y el bolsillo de tantos miles de españoles que sufren y callan!… Nadie se fijará en el crimen lento, hipócrita, metodizado, de la acción gobernante, mientras que salta a la vista el crimen desnudo, instantáneo, de unas gavillas de insensatos que asaltan, queman, matan, sin respetar haciendas ni vidas. Nadie ve las víctimas obscuras que inmoló la ambición de los poderosos, ni los atropellos que se suceden en el seno recatado de una paz artificiosa, sostenida por la fuerza bruta dominante, y todos se horrorizan de que la fuerza oprimida y dominada se sacuda un día y, aprovechando un descuido del domador, tome venganza en horas breves de los ultrajes y castigos de siglos largos… Y bien mirado esto, delante del sacro altar de Clío, ante el cual no cabe falsear la verdad; bien miradas estas vindicaciones instantáneas frente a las demasías que las motivaron, todo se reduce a una bella variedad de formas de justicia dentro del canon de Naturaleza. Tenemos la justicia espiritual, que nos habla, nos oprime y nos mata con el lenguaje del derecho. Tenemos la justicia animal, que nos aterra con manotazos y rugidos. De la intercadencia histórica de una y otra justicia resulta una armonía mágica, que es de grande enseñanza para los pueblos.

Puestos todos a violar, no creo que deban cargarse a la cuenta de la plebe las más escandalosas violaciones. El favoritismo en altas esferas no hace menos estragos que la desatada barbarie en las bajas. No es el pueblo quien da forma de embudo a las leyes, ni quien envenena las aguas del poder en su propio manantial. Su ignorancia no es el único mal; otros males hay, de que son responsables los que leen de corrido, los que escriben con buena sintaxis, y los que hablan con sonora elocuencia. Así están las leyes, arrinconadas como trastos viejos cuando perjudican a los que las han hecho. Así huele tan mal el libro de la Constitución…

porque en él a conjugar

van todos el verbo MINGO.

XXIV

Vi las hogueras en que ardían los muebles de Salamanca, calle de Cedaceros; vi las quemazones en la casa de San Luis, calle del Prado, esquina al León; vi otros juegos de pirotecnia en diferentes calles donde vivían hombres aborrecidos. De dos a tres de la madrugada, la tropa mandada por Gándara iba calmando el furor de quemas. En Cedaceros y Carrera de San Jerónimo cayeron ciudadanos que andaban por allí de mirones, mientras que los incendiarios escapaban con veloz carrera. En otros puntos de Madrid hubo tiroteo y lucha cuerpo a cuerpo entre paisanos y tropa, y por todas partes se iba revelando la autoridad, como si saliera de un eclipse o despertara de un pesado sueño. Hasta en el paso de la gente que iba en retirada, se conocía que no estábamos ya huérfanos de gobernantes: aún no se veía la mano dura; pero su acción la sentíamos todos.

El carnaval revolucionario con chafarrinones de sangre y fuego se acababa pronto. Los Dioses, envidiosos del Hombre, lo reducían a breves horas. En éstas, los bromazos no llegaron al trágico desenfreno de las revoluciones más señaladas en la Historia. Casi todos los muertos eran de la clase humilde. El carnaval de la turba emancipada ofreció la tremenda ironía de que, vistiéndose de jueces, las máscaras resultaron víctimas. Todo el furor que al pueblo enardecía en las primeras horas de la noche, quedó reducido a un soez pataleo delante de las casas en que habían vivido los tiranuelos, a gritar con aullidos patrióticos, y a quemar sillas y mesas inocentes, cuadros y cortinajes. No arrastraron a nadie, no quitaron de en medio a los que con voces roncas llamaban rateros y truhanes. Pagaron el pato los objetos de carpintería y tapicería, venganza popular harto benigna… Pensaba yo que la destrucción de muebles de lujo es un hecho favorable a los progresos de la industria y a la renovación de formas suntuarias. Los ebanistas y decoradores de casas ricas estaban de enhorabuena, así como los que inventan nuevos estilos de sillas y sofás. El fuego perjudicaba poco a los Salamancas y Sartorius, y beneficiaba providencialmente a los fabricantes.

Retireme a casa cuando amanecía. Triste era el aspecto de las calles donde hubo fogatas. Por ellas desfilaban presurosos los transeúntes como gato escaldado. Ceniza y tizones quedaban, restos humeantes, en los cuales revolvían merodeadores rapaces. Cadáveres vi en la calle de Cedaceros y en la del Baño; los heridos se retiraban por su pie si podían, o eran auxiliados por gentes caritativas, que nunca faltan. En la Puerta del Sol vi bastante tropa y Guardia Civil; las puertas del Principal, cerradas a piedra y barro. De lejanas calles venía rumor de algarada. Ya teníamos otra vez Gobierno, ya teníamos autoridad. Entre los grupos se deslizaban, todavía medrosos, algunos policías vergonzantes.

En casa me esperaba Sebo, que, al disgregarse de nuestro grupo en la calle de Torija, creyó que yo me había retirado a descansar. Intranquilo estaba, y mucho más mi mujer, que me abrazó como si yo volviese de un largo y peligroso viaje. «No me ha pasado nada. No verás en mí ni un rasguño. Todo lo he presenciado, y me he divertido muchísimo… No te rías, mujer. El espectáculo ha sido de incomparable belleza, y de esos que rara vez podemos disfrutar. ¡El pueblo ejerciendo de soberano por unas cuantas horas, y entreteniéndose en jugar con los flecos y garambainas de su manto!… Luego, al andar, se pisa el manto, se cae de bruces… En fin, que estos carnavales son forzosamente muy breves, y el pueblo, que por divina licencia los celebra, se divierte poco, como no entienda por diversión el ser fusilado en lo más entretenido de la fiesta».

Me acosté, pero no dormí. Ardía mi mente del recuerdo de los espectáculos de la noche pasada. Era una visión que no quería borrarse, y que me atormentaba, engrandeciendo el interés de sus incidentes, y revistiéndose a cada instante de mayor hermosura. No me canso de decirlo: una de las cosas más bellas que yo había contemplado en mi vida era la acción libre del pueblo durante algunas horas, el albedrío nacional desenfrenado y en pelo, manifestándose como es; paréntesis de realidad abierto en el tedioso sistema de ficciones que constituyen nuestra vida social y política. Buen alivio daba el tal espectáculo al Ansia de belleza que me afligía, dolencia del alma; pero no acababa de satisfacerme: yo quería más, más pataleos y manotazos de la plebe restituida a su libertad; quería gozar más de las ideas elementales, como fueron antes de toda organización, y ver el Gobierno y la Justicia reproducidos en la desnudez y simplicidad de su estado primitivo…

Desde mi lecho, cerrados los ojos figurando que dormía, creía yo sentir lejanos alaridos de la multitud. Llegué a pensar que habían levantado barricadas en la vecina calle del Arenal o en la plaza de Santo Domingo. Mi mujer me desengañó, incitándome al descanso, y diciéndome que no había tales barricadas, y que Madrid tomaba su chocolate tranquilo debajo del poder de Fernando Córdova y de Ríos Rosas. Yo aparenté creerlo; pero seguían mis oídos dándome la sensación de bullicio popular cercano. Órdenes severas había dado mi señor suegro para que ni a Sebo ni a Rodrigo se les permitiese llegar a mi presencia. Querían encerrarme, aislarme de la vía pública, que era mi encanto, como escenario de la más bella función teatral… Fui bastante astuto para disimular mi deseo de echarme a la calle… me levanté… supe asentir a las insustanciales opiniones de don Feliciano, maldiciendo los excesos demagógicos… Las once serían cuando aproveché un descuido de mi mujer para escabullirme de la casa lindamente. Nadie me vio salir. En el portal me esperaba el hojalatero, y juntos, sin hablarle yo más que por señas, dimos la vuelta a la esquina… y desaparecimos por la calle de la Sartén.

– ¿Sabe el señor dónde están Leoncio y su mujer? – me dijo Ansúrez en cuanto nos vimos en paraje seguro. – Pues en una tienda de la plazuela de San Miguel, donde se vende al por mayor toda la cangrejería que viene a Madrid.

– ¿Y tu hermana Lucila?

– En la calle de Toledo… no sé el número… Entrando por la plaza Mayor, a mano derecha, pasadas dos o tres casas.

– Bien, bien. Vamos hacia allá. ¿Hay guerra en las calles?

– Muchísima guerra y tiros muchos, lo que los músicos llamamos à piacere, disparando cada cual como se le antoja, y en allegro vivace que quiere decir: vivo, vivo…

– ¿Esta mañana, después que me dejaste en casa, ocurrió algo? Yo he sentido tiros.

– ¡Anda! Un fuego tremendo en la plaza de Santo Domingo, mucho pueblo contra la tropa que guarda Palacio y el Teatro Real, donde dicen que están escondidos los ministros ladrones, y el jefe de los rateros y guindillas, D. Francisco Chico…

– Bien decía yo que había trifulca… ¡Y mi mujer queriendo convencerme de que Madrid es la antesala del Limbo!

– Pues hoy hemos tenido función bonita… Mucho pueblo… ¡qué bulla, qué entusiasmo!, y en medio del paisanaje un militar a caballo, con su ordenanza, también a caballo. Era el Coronel de Farnesio… En fin, señor, que el Coronel y el pueblo hablaron a gritos: primero en la plaza Mayor, después en el Principal de la Puerta del Sol; pero yo no entendí lo que decían, porque no pude acercarme. Ni sé cómo se llamaba el Coronel… ni qué le pedían, ni qué contestaba… Sólo sé que después fueron todos a la plaza de Santo Domingo, donde andaban a tiros tropas y paisanos… Yo fui también… Por el camino, cadáveres, sangre… las casas cerradas todas, mucho miedo… ¿Qué pasó? No lo sé… El Coronel mandó cesar el fuego, y después, por la vuelta que llevaba, me pareció que iba a Palacio, y gritaba la gente: «¡Viva… tal!» No me acuerdo del nombre.

– Por algo que hoy ha dicho mi suegro en casa, entiendo ahora que ese que viste es el coronel Garrigó… Con O’Donnell estaba en Vicálvaro. Se portó como un héroe. Fue herido, cayó prisionero frente a los cañones de Blaser… Al volver a Madrid las tropas del Gobierno, procedía fusilar a Garrigó… Pero ¿qué había de hacer la Reina más que indultarle? En estas guerras mansas entre dos partes del Ejército, no puede haber ensañamiento. Al fin han de entenderse y ser todos amigos. Ni han fusilado al Coronel de Farnesio, ni habrían fusilado a O’Donnell, ni a Messina, ni a Dulce, ni a Ros de Olano si les hubieran cogido… ¿Te vas enterando? Garrigó es liberal, y además muy valiente, tan buen patriota como buen soldado. El pueblo le quiere; la tropa también. De lo que me cuentas y de lo que oí a mi señor suegro, saco esta conjetura, mejor dicho, dos conjeturas: o Garrigó ha sido mandado por Córdova a parlamentar con los insurrectos para ver de encontrar un término de avenencia y paces, o ha dado este paso por su propio impulso generoso, deseando facilitar a la Reina lo que la Reina estará deseando a estas horas: reconciliarse con la Nación… A ver si recuerdas, hijo. ¿A lo que Garrigó decía contestaba la multitud con aclamaciones?

 

– A veces, sí; a veces, no… Cuando entró ese señor en el Principal, el pueblo pidió que saliese al balcón… pero no salía.

– No salía, y las turbas impacientes…

– Gritaban: «¡Qué desarmen a la Guardia Civil». Esto sí lo entendí bien… Y yo también lo grité, sin más razón que oírlo a los demás.

– Perfectamente. Y al fin salió Garrigó al balcón.

– Sí, señor… y parecía que queriendo decir una cosa, no podía decirla… o que no sabía cómo contestar a los de fuera y a los de dentro.

– ¿Los de fuera pedían el desarme de la Guardia Civil?

– Y gritábamos: «¡Mueran los asesinos!» Al Coronel no le entendí más que unas pocas palabras hablando de la Reina.

– Del bondadoso corazón de la Reina… Y el pueblo, que es un buenazo, se ablandaba con esto.

– Se ablandaba un poquito, y después, otra vez con que se desarmara a la Guardia Civil…

– Naturalmente… Puesto que la Reina es tan bondadosa, que mande a la Guardia Civil parar el fuego… En fin, que Garrigó fue a la plaza de Santo Domingo a ordenar que cesaran las hostilidades. Y las masas tras él… ¿no es eso?

– Tras él yo también, gritando, hasta quedarme ronco, todo lo que oía gritar a los demás… Y como digo, pararon los tiros, y el señor Garrigó siguió luego hacia Palacio… Puede que haya llevado a la Reina unas palabritas del paisanaje…

– De seguro habrá dicho a Su Majestad algo del bondadoso corazón del pueblo, y corazones frente a corazones, tendremos sensiblería, pucheros, abrazos, y tutti contenti. Esto podrá ser; pero no será; ni quiero yo estas blanduras ni estos abrazos, que son la pérfida componenda, el engaño recíproco, para vivir siempre en un régimen de mentiras. Nada de paces ni arreglitos, sino lucha, y que veamos practicadas las ideas elementales de Justicia y de Gobierno. ¿Me entiendes tú? A las sociedades les conviene volver de vez en cuando al salvajismo… como ventilación, como saneamiento… Vivimos una vida de artificios, que a la larga nos van cubriendo de polvo y telarañas… Conviene barrer, ventilar, fumigar…

Recordando ahora, un poco lejos ya de aquel día y de aquellos sucesos, lo que entonces pensaba yo y decía, obligado me veo a reconocer que no me encontraba, el 18 de Julio, en la completa serenidad de juicio que normalmente disfruto. Las escenas trágicas de la noche del 17, el fulgor de las hogueras, mis ansias de belleza, el desarreglo estético, digámoslo así, que se inició en mí desde el regreso de Vicálvaro, habían turbado mi espíritu. Al escaparme de mi casa, escabulléndome con Rodrigo Ansúrez por calles poco frecuentadas, me sentí romántico: la leyenda, la poesía política, si así puede llamarse, me seducía y me rondaba. Érame grato no llevar la compañía de Sebo, cuyo prosaísmo me apestaba, y sí la del hojalatero artista, de ingenua sencillez en su trato. Pensaba yo que el muchacho podría extasiarme tocando en el violín la Tabla de los Derechos del hombre, o el Contrato social… Camino de la plaza de Oriente, rodeando calles y travesías, díjele que le nombraba mi escudero, y que, no gustando yo de cosas comunes ni de términos trillados, le llamaba Ruy, nombre conciso y de sabor arcaico.

No nos fue posible llegarnos a la plaza de Oriente, defendida por todos sus approches como campamento atrincherado. Rodeando seguimos, y por la calle de la Escalinata y de Mesón de Paños nos subimos a la calle Mayor, donde la enorme aglomeración de gente dificultaba el tránsito; quisimos pasar a la plaza de San Miguel, y la ola humana que tratamos de atravesar nos arrastró hacia Platerías. No sé las veces que fui y vine a lo largo de la calle, no por mi voluntad, sino por traslación de la masa viviente a la cual pertenecíamos mi escudero y yo. Tan pronto me veía en la embocadura de la Puerta del Sol como en el arco de Boteros. En la plaza Mayor sonaba horroroso fuego. La Guardia Civil trataba de arrojar de ella a los amotinados.

La confianza se establece pronto entre las moléculas que componen la muchedumbre, por más que estas moléculas cambien de sitio a cada instante. Caras que yo veía próximas me sonreían, y bocas de aquellas desconocidas caras me dijeron: «En Palacio no se dan a partido… No nos entendemos… Dicen que pitos, y luego son flautas…». En la onda fluctuábamos cuando aparecieron tropas por la Puerta del Sol, con un General al frente. Oí que era Mata y Alós. Con dificultad se abría camino. Antes de que llegase a la calle de Coloreros, apareció por ésta el popular Garrigó con escolta de infantería y caballería. Se encararon uno y otro caudillo; hablaron… Yo estaba lejos, nada pude oír. Mata siguió hacía los Consejos: sin duda iba a Palacio; el otro entró en la plaza. Observamos que cesaba el fuego. ¿Se entenderían al fin? ¿Traía Garrigó instrucciones de Palacio y nuevos arranques del bondadoso corazón de la Reina? Sin duda no traía nada decisivo, porque el fuego se reanudó… Fue que la Guardia Civil, por orden del valiente Coronel de Farnesio, puso culatas arriba. El pueblo entonces se arrojó obre los guardias para quitarles las armas. Pero los guardias no son gente que a dos tirones se deja desarmar… Otra vez el fuego, y algunos paisanos mandados al otro mundo.

Yo no presencié estos incidentes. Oí los tiros, y vi los heridos y muertos un rato después. Terminó la reyerta retirándose Garrigó con la Guardia Civil, y penetrando impetuosamente en la plaza por sus diferentes boquetes, el mar, el pueblo… En aquel mar iba yo con mi leal escudero, cuya vista de lince descubrió al instante rostros conocidos, y me dijo: «Vea, señor: allí, entre aquellos que manotean, está el valiente… mírelo… Don Bartolomé Gracián, en mangas de camisa, sin sombrero… Arma no lleva, si no es que la esconde.

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