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Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV

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– Hoy espero ir por allá a llevarles a ustedes algún recadito – dije respondiendo verbalmente a las tristes suplicantes miradas de la hija del poeta, cuyos ojos me hablaban el lenguaje del hambre.

– Es preciso que vayas por casa – continuó el poeta tomándome el brazo, e indicando en su gravedad que lo que iba a confiarme era importantísimo. – Como me has dicho que presenciaste lo de Trafalgar, quiero consultarte sobre ciertos detalles… pues.

– Ya. Escribe Vd. la historia de aquella batalla.

– No: historia no, un dramita que va a dejar bizcos a los señores. Verás que pieza. Se titula El tercer Gran Federico y combate del 21.

– Buen título – respondí; – pero no entiendo qué es eso del tercer Federico.

– ¡Qué tonto eres! El tercer Gran Federico es Gravina, y como ya hubo en Prusia un Gran Federico que era segundo, ¿no comprendes que es ingenioso, y llamativo y tónico poner a nuestro almirante en la lista de los Grandes Federicos que ha habido en el mundo?

– Ciertamente. Es una idea que sólo a usted se le hubiera ocurrido.

– Ya Joaquina ha escrito las primeras escenas, que son preciosísimas. En primer término aparece la cubierta del Santísima Trinidad, a la derecha el navío de Nelson, y a lo lejos Cádiz con sus castillos y torreones. Debo advertirte que figuro a Nelson enamorado de la hija de Gravina, el cual se niega a dársela en matrimonio. La escena empieza con una sublevación de los marineros españoles que piden pan, porque en todo el barco no hay una miga. El almirante se enfurece y les dice que son unos cobardes, porque no tienen alma para resistir tres días sin comer, y les da el ejemplo de la más plausible sobriedad mandándose servir un pedacito de maroma asada. Nelson se presenta a decir que todo se acabará al fin si le dan la niña para llevársela a Inglaterra: la muchacha sale de la cámara bordando un pañuelo, y…

No dijo más, porque la violenta risa en que prorrumpí, sin poderme contener, le desconcertó un poco, aunque yo, para que no se enojara, le aseguré que me reía por cierto recuerdo despertado en mi memoria.

– La escena del hambre está escrita, y si he de decirte la verdad, no tiene pero.

– No dudo que esa escena puede ser admirable – dije con malicia, – sobre todo si ha puesto la mano en ella la señorita Joaquina.

– Ya hemos escrito a todos los teatros de Italia, que se disputarán, como siempre, el derecho de traducirla – dijo Joaquinita.

– ¡Ah! Aquí no se recompensa el verdadero mérito. Bien dicen, que nadie es profeta en su patria: verdad es que la posteridad hace justicia: pero entretanto que esa justicia llega, los hombres superiores arrastramos miserable existencia, y nos morimos como cualquier pelafustán sin que nadie se acuerde de nosotros. Vamos a ver: ¿de qué me valen ahora a mí los mausoleos, las inscripciones, las estatuas con que han de honrarme en tiempos futuros, cuando la envidia calle y a nadie quede duda del mérito de mis obras? Y si no ahí tienes a Cervantes, que es otro ejemplo como este mío. ¿No vivió en la miseria? ¿No murió abandonado? ¿Acaso tocó las ventajas positivas de ser el primer escritor de su siglo? Pues a mí me pasa dos cuartos de lo mismo: por supuesto que si algo me consuela es considerar cuánto se avergonzará la España futura al saber que el autor de Catalina en Cromstad, de Federico II en Glatz, de El negro sensible, de La enferma fingida por amor, de Cadma y Sinoris, de La escocesa de Lambrun y de otras muchas obras, ha vivido algún tiempo almorzando dos cuartos de sangre frita y otras cosas que no nombro por respeto al arte de la poesía, pues no lo quiero denigrar, denigrándome a mí mismo… Pero no hablemos de estas cosas, que dan tristeza y obligan a renegar de una patria que no sabe premiar el mérito, y de unos tiempos en que los magnates protegen la envidia y persiguen la inspiración.

– Calma, calma, Sr. D. Luciano – dije yo mostrándome interesado por el triunfo de la inspiración sobre la envidia; – tras esos tiempos vendrán otros. ¡Quién sabe lo que pasará mañana!

– Eso me han dicho, sí – repuso Comella bajando la voz y con sonrisa de satisfacción.

– ¿Será cierto que Napoleón es del partido del Príncipe de Asturias? ¿Caerá Godoy?

– Eso no tiene duda. ¿Pues qué quiere Napoleón más que el bien de los españoles?

– Justo; y aunque él y Godoy han sido muy amigotes, ya parece que el otro ha conocido sus malas mañas, y sabe que todos queremos al heredero, con lo cual dicho se está que nos hará el gusto. En cuanto a Godoy, yo estoy en que no existe hombre peor en toda la redondez de la tierra. Pueden perdonársele los medios de su elevación; puede perdonársele que sea polígamo, ateo, verdugo, venal, y otras faltas por el estilo; pero lo que no tiene nombre y prueba mejor que nada la corrupción de las costumbres, es que proteja a los malos poetas, dando cordelejo a los que son buenos, y además nacionales, españoles como yo, y no admitimos ese fárrago de reglas ridículas y extranjeras con que Moratín y otros poetastros de polaina embaucan a los tontos. ¿No piensas como yo?

– Lo mismito que Vd. – respondí. – Y ahora verá el Sr. D. Luciano cómo los franceses, cuando hayan arreglado lo de Portugal, arreglarán a España y se acabará la protección a los malos poetas.

– Dios lo quiera así… Pero es tarde y nos vamos, que antes del almuerzo hemos de dejar concluida la escena entre Nelson y la hija de Gravina.

– ¿Tanta prisa corre?

– Para fin de mes ha de estar en la Cruz. Tendrá un éxito atroz. Ya verás, Gabrielillo. Es preciso que vayas a aplaudir, porque me temo mucho que los de Estala, Melón y Moratinillo han de querer silbarla. Hay que estar con cuidado, y si ellos tienen la protección del gobierno, no hay que asustarse por eso, la posteridad juzgará. Con que adiós.

Se marcharon a prisa, y yo me quedé pensando en la serie de maldades que habría cometido el Príncipe de la Paz, para tener también en contra suya a los malos poetas. Hasta mucho tiempo después no conocí que entre los infinitos actos reprensibles de aquel monstruo de la fortuna había algunos que la posteridad, por el contrario, debía recordar siempre con agradecimiento.

X

Aún me faltaba oír, antes de volver a casa, otra opinión muy distinta de las anteriores, y era la para mí respetabilísima de Pacorro Chinitas, el amolador, personaje que tenía establecida su portátil industria en la esquina de nuestra calle. Me parece que aún estoy viendo la piedra de afilar que en sus rápidas evoluciones despedía por la tangente, al contacto del acero, una corriente de veloces chispas, semejantes a la cola de un pequeño cometa; y como era mi costumbre no apartar la vista de la máquina mientras hablaba con el Júpiter de aquellos rayos, el fenómeno ha quedado vivamente impreso en mi imaginación.

Era Pacorro Chinitas un hombre que aparentaba más de edad de la que realmente tenía, merced a los disgustos domésticos, de que era autora su mujer, célebre buñolera del Rastro, a quien llamaban la Primorosa. No puedo menos de dar algunas noticias sobre este ejemplar matrimonio, porque los dos seres que lo formaban figuran algo en acontecimientos posteriores, y que he de contar, si para entonces tengo vida y el lector paciencia, como espero.

Es, pues, el caso que Pacorro Chinitas, varón manso y discreto, no podía hacer buenas migas con la Primorosa, cuya fama, extendida de polo a polo, es decir, desde la calle de la Pasión hasta el pórtico de San Bernardino, la acusaba de mujer pendenciera, batalladora y que partía de un bofetón un par de quijadas, sin que estas y otras hazañas la hicieran nunca caer en manos de la justicia. Chinitas se vio obligado a pedir una separación, resignándose a no tener más compañera que la rueda coronada de chispas, y en esta situación le conocí. Luego que nos hicimos amigos contome las picardías de su antigua mitad, y así como en otros temas era discretísimo, en este era muy pesado, pues no pasaba día sin que me regalara un nuevo capítulo de la larga historia de sus cuitas matrimoniales. Como yo encontrara en aquel hombre cierta madurez de juicio, cierto sentido práctico que en los demás no hallaba, resultó que me aficioné a su conversación, y cuanto él decía me parecía entonces de perlas, sin que pudiera explicarme la razón de esta preferencia por los juicios de un hombre ignorante y rudo. Después he meditado bastante sobre las cosas de aquel tiempo, y sobre la opinión general, y puedo deciros sin miedo de equivocarme, que el hombre de más talento que conocí en aquellos días fue el amolador de la calle del Baño.

Para muestra referiré mi conversación con él.

– ¡Hola, Chinitas! ¿Cómo va? ¿Qué es eso que cuentan por ahí? ¿Con que tenemos a los franceses en España?

– Eso dicen – contestó. – Y la gente está contenta.

– Y parece que van a cogerse a Portugal.

– Pues ello… así dicen.

– Eso me parece muy bien. ¿Para qué sirve Portugal?

– Mira Gabrielillo – dijo incorporándose y apartando de la rueda las tijeras, con lo cual cesaron por un momento las chispas; – tú y yo somos unos brutos que no entendemos palotada de cosas mayores. Pero ven acá: yo estoy en que todos esos señores que se alegran porque han entrado los franceses, no saben lo que se pescan, y pronto vas a ver cómo les sale la criada respondona. ¿No piensas tú lo mismo?

– ¿Qué he de pensar? Como Godoy es tan malo de por sí, cátate ahí que Napoleón viene a quitarlo de enmedio, y a poner en el trono al Príncipe de Asturias, que dicen es un gerifalte para el gobierno.

Chinitas volvió a aplicar el acero a la piedra, dandole movimiento con el pie, y después de contestar a mis observaciones con un mohín muy expresivo, añadió:

– Yo digo y repito que todos estos señores parece que están bobos. Nosotros, los que no sabemos leer ni escribir, acertamos a veces mejor que ellos; y lo que ellos no pueden ver, porque les encandila el sol de un poder que tienen tan cerca, lo vemos nosotros desde abajo; y si no, di tú: ¿No es preciso estar ciego para comprender que Napoleón no dice lo que tiene pensado? ¿Ese hombre, no ha revuelto todas las partes del mundo; no ha quitado de los tronos los reyes que ha querido para poner a los mocosos de sus hermanos? Dicen que viene a poner al Príncipe de Asturias y a quitar al choricero. De eso me río yo. Sí, porque Godoy y él no están de compinche para hacer cualquier picardía… A mí con esas. Lo que menos le importa a Napoleón es que reine Fernandito o prive D. Manuel; lo que él quiere es cogerse a Portugal para darle un pedazo a Godoy, y otro pedazo a la infanta que han puesto de reina allá en Trucha o Truria…

 

– Pues que lo cojan y lo repartan – dije yo con gran crueldad para nuestros vecinos, – ¿qué nos importa? Con tal que quiten a ese hombre tan malo…

– Si cogen a Portugal, porque es un reino chiquito, mañana cogerán a España, porque es grande. Yo me enfado cuando veo a esos bobalicones que andan por ahí, abates, petimetres, frailes, covachuelistas, y hasta usías muy estirados, que se ríen y se alegran cuando oyen decir que Napoleón se va a embolsar a Portugal, y con tal de ver por tierra al guardia, no les importa que el francés eche el ojo a un bocadito de España, que no le vendrá mal para acabar de llenar el buche.

– Pero como dicen que no hay pecado que el choricero no haya cometido…

– Mira, chiquillo – contestó con aplomo, probando con el dedo el filo de las tijeras; – yo me río de todas las cosas que cuentan por ahí. Es verdad que ese hombre es un ambicioso que no va más que a enriquecerse; pero si ha llegado a ser duque y general y príncipe y ministro, ¿de quién es la culpa sino de quien le ha dado todo eso sin merecerlo? Si vienen y te dicen a ti: «Gabriel, mañana vas a ser esto y lo otro, porque me da la gana, y sin que necesites para ello quemarte las cejas estudiando latín», ¿qué dirás tú? Dirás, «pues venga.»

– Eso no tiene duda.

– Y aunque ese hombre es una buena pieza y ha hecho muchas maldades, la mitad de lo que dicen es mentira. También habrás visto que hoy le escupen muchos que antes le adulaban; es que saben que va a caer, y la sombra del árbol carcomido no le gusta a la gente. ¡Ah!, me parece que aquí vamos a ver grandes cosas, sí señor, grandes cosas. Digo y repito, que de esto va a resultar lo que nadie piensa, y muchos que hoy se restriegan las manos de contento, llorarán mañana a moco y baba; y si no, acuérdate de lo que te digo.

Aquellas razones, que me parecían encerrar profunda verdad, me hicieron pensar; y como persona que ya se preciaba de saber escoger los hombres, pensé que aquel sabio amolador era digno de ocupar un puesto de consideración a mi lado, cuando yo fuera generalísimo, primer secretario de Estado, archipámpano, y tuviera todas las jerarquías que esperaba de la protección y ayuda de mi divina Amaranta.

– Pues yo lo que deseo – dije, – es que venga de una vez ese príncipe tan bueno, que todo lo ha de arreglar a pedir de boca. ¿No cree usted, lo mismo?

– Mira, chiquillo – repuso Chinitas con sibilítico tono, – yo me tengo tragado que el heredero no vale para maldita la cosa, y esto no se puede decir sino acá para entre los dos, porque si algunos nos oyeran, lloverían almendradas. Cuando vivía la señora princesa de Asturias, que en gloria esté, todos decían que Fernandito era enemigo de los franceses y de Napoleón, porque éste ayudaba a Godoy, y ahora resulta que los franceses son la mejor gente del mundo y Napoleón tan bueno como pan bendito, sólo porque parece arrimarse al partido del Príncipe de Asturias. Esa no es gente formal, Gabrielillo; y yo lo que veo es que el heredero tiene muchas ganas de serlo antes de que muera su padre, aunque es de creer que el canónigo de Toledo y otros personajes le tienen sorbidos los sesos, y serían capaces de obligarle a ser mal hijo, con tal que ellos pudieran después echarse al cuerpo los mejores destinos. Esa gente de arriba es muy ambiciosa, y hablando mucho del bien del reino, lo que quiere es mandar; tenlo presente. Yo, aunque no me han enseñado a leer ni a escribir tengo mi gramática parda; sé conocer a los hombres, y aunque parece que somos bobos y nos tragamos todo lo que nos dicen, ello es que a veces columbramos la verdad mejor que otros muy sabiondos, y vemos clarito lo que ha de venir. Por eso te digo que veremos cosas gordas, muy gordas; y si no, acuérdate de lo que te digo.

Así habló Chinitas. Cuando me separé de él para entrar en casa, recuerdo, que iba resumiendo las distintas conferencias de aquella mañana y lo mucho y vario que sobre un mismo asunto había oído en anteriores días. Cada cual juzgaba los sucesos según sus pasiones, y como yo no podía formarme idea exacta de la importancia de aquellos hechos, en mi juvenil ignorancia y equivocado patriotismo, creía muy justo que el conquistador del siglo se apoderara de un pequeño reino, que a mi juicio no servía más que de estorbo. En cuanto a Godoy, no había duda de que los comerciantes, los nobles, los petimetres, el pueblo, los frailes, y hasta los malos poetas anhelaban su caída, unos con razón y otros sin ella; unos por convicción de la ineptitud del valido; bastantes por envidia, y muchos porque creían a pie juntillas que habíamos de estar mejor cuando nos gobernara el heredero de la corona. Fue singular cosa que todos se equivocaran respecto a la marcha de los futuros sucesos esperando el próximo arreglo de todos los trastornos; fue singular cosa que el optimismo ciego de la mayoría no alcanzase a comprender lo que penetró con su ruda desconfianza el buen juicio del amolador. Cada vez estoy más convencido de que Pacorro Chinitas fue una de las más grandes notabilidades de su época.

XI

Ignoro si fueron las conversaciones de aquel día u otras causas, las que enfriaron el entusiasmo de que yo estaba poseído por la mañana. ¡Cuánto he desvariado! – decía para mí – y lo más seguro será que Amaranta habrá visto solamente en mí un chico dispuesto a servirla mejor que otro.

Sin embargo, mi curiosidad era tan viva que no podía ocuparme en cosa alguna, ni estar con calma en ninguna parte. Aquel día ni aun pude visitar a Inés; y cuando cumplí las obligaciones de la casa me dispuse a acudir a la cita. Vestime con el mayor esmero, dedicando el conjunto de las fuerzas de mi inteligencia a conseguir que la persona de un servidor de ustedes fuese el dechado de todas las gracias, y el resumen de cuantas perfecciones concedió la Naturaleza a la juventud. El pedazo de espejo que limpié desde por la mañana aduló mi amor propio, confirmando ante mí la enfática presunción de que no escaseaban en el semblante del criado de la González ciertos agradables rasgos, dignos de hacer fijar la atención. Fue aquélla la primera vez que me sentí presumido: después, recordándolo, he sentido ganas de abofetearme.

Yo habría deseado tener entonces el vestido más rico, más lujoso, más elegante, más luciente que pudieran hacer los sastres del planeta que habitamos; pero tuve que contentarme con el mío humildísimo, sin más adorno que el del aseo, la pulcritud y esmero de mi peinado. Mi traje era modesto; pero a pesar de ello, yo conocía que estaba bien, y que mi persona y aire predisponían en favor mío. Con esto y con pensar durante un breve rato ciertas frases delicadas y elegantes que me parecían muy propias para contestar a los obsequios de la diosa, di por terminados los preparativos, y salí de la casa, sin dar cuenta a nadie de mi expedición.

Llegué a la casa de la calle de Cañizares, residencia de la señora marquesa, de quien era hermano el diplomático, pregunté por Dolores, apareció ésta, y sin decirme nada me condujo por largos y oscuros pasadizos, hasta que al fin dio conmigo en un camarín muy lujoso, donde me ordenó que esperase. Mientras así lo hacía, creí sentir en la pieza inmediata voces de señoras que hablaban y reían, y también creí escuchar la desentonada voz del diplomático. Amaranta no me hizo aguardar mucho tiempo. Cuando sentí el ruido de la puerta, cuando vi entrar a la hermosa dama, cuando se adelantó hacia mí sonriendo con bondad, pareciome que un ente sobrenatural se me acercaba, y temblé de emoción.

– Has sido puntual – me dijo. – ¿Estás dispuesto a entrar en mi servicio?

– Señora – contesté sin poder recordar ninguna de las frases que traía preparadas, – estoy con mucho gusto a las órdenes de usía para cuanto se digne mandarme.

– O yo me engaño mucho – dijo la dama sentándose junto a mí, – o tú eres un chico bien nacido, hijo de alguna noble familia, y te hallarás hoy en posición más baja de lo que te corresponde.

– Mi padre era pescador en Cádiz – respondí sintiendo por primera vez en mi vida no ser noble.

– ¡Qué lástima! – exclamó Amaranta: – sin embargo, no importa. Pepa me ha dicho que cumples lo que se te encarga con mucha puntualidad, y sobre todo con gran reserva; que eres formal a toda prueba; me ha dicho también que tienes imaginación, y que podrías ser en otra esfera un hombre de provecho.

– Mi ama – dije disimulando mi orgullo, – me hace demasiado favor.

– Bueno – continuó la diosa. – Ya comprendes que entrar en mi servicio sin más recomendación que el propio mérito es más de lo que pudieras desear. Pero me parece que tú tienes disposición para más altos empleos, y… creo que no seras desfavorecido por la fortuna. ¿Quién sabe lo que llegarás a ser?

– ¡Oh, sí señora, quién sabe! – dije sin contener el entusiasmo que en mí producían aquellas palabras.

Amaranta estaba sentada frente a mí, como he dicho: su mano derecha jugaba con un grueso medallón pendiente del cuello, y cuyos diamantes, despidiendo mil luces, deslumbraban mis ojos. Tanta era mi gratitud y admiración hacia aquella mujer, que no sé cómo no caí de rodillas a sus plantas.

– Por de pronto no te exijo sino una grande fidelidad en mi servicio. Yo acostumbro recompensar bien a los que bien me sirven, y a ti más que a nadie, porque me han cautivado tu orfandad, tu abandono y la modestia y circunspección que hallo en tu persona.

– Señora – exclamé en la efusión de mi gratitud; – ¿cómo podré pagar tantos beneficios?

– Siéndome fiel y haciendo puntualmente lo que te mande.

– Seré fiel hasta la muerte, señora.

– Ya ves que exijo poco. En cambio Gabriel, yo puedo hacer por ti lo que no has soñado ni podrías soñar. Otros con menos méritos que tú, se han elevado a alturas inconcebibles. ¿No te ha ocurrido que podrías tú subir lo mismo, encontrando una mano que te impulsara?

– ¡Sí, señora! Sí me ha ocurrido, y ese pensamiento me ha vuelto loco – contesté. – Viendo que usía se dignaba fijar en mí sus ojos, llegué a creer que Dios había tocado su buen corazón, y que todo lo que hasta ahora me ha faltado en el mundo, iba a recibirlo de una sola vez.

– Has pensado bien – dijo Amaranta sonriendo. – Tu adhesión a mi persona y tu obediencia a mis órdenes te harán merecedor de lo que deseas. Ahora escucha. Mañana voy al Escorial, y es preciso que vengas conmigo. Nada digas a tu ama; yo me encargo de arreglarlo todo, de manera que consienta en el cambio de servidumbre. No digas tampoco a nadie que me has hablado, ¿entiendes? Pasado mañana irás a mi casa, desde donde puedes hacer el viaje en los coches que saldrán al mediodía. Estaremos en el Escorial pocos días, porque regresaremos para ver la representación que ha de darse en esta casa, y entonces, quizás vuelvas por unos días al servicio de Pepa.

– ¡Otra vez allá! – dije admirado.

– Sí: ya sabrás más adelante todo lo que tienes que hacer. Con que retírate ya: no faltes mañana.

Prometí ser puntual y me despedí de ella. Diome a besar su mano con tan dulce complacencia, que me sentí electrizado al poner mis labios en su blanca y fina piel. Ni sus modales, ni sus miradas, ni ninguno de los accidentes de su comportamiento para conmigo eran los de una ama para con su criado. Más bien parecía tratarme como de igual a igual, y en cambio yo, ciego ya para todo lo que no fuera la protección de Amaranta, me lancé en la esfera de atracción de aquel astro que inundaba mi alma de luz y calor.

Salí a la calle… ¿a quién comunicar mi alegría? Al punto me acordé de Inés, y subí la escalerilla que conducía a su sotabanco, pues no sé si he dicho que la habitación de mis amigos estaba en la misma casa. Encontré a Inés muy triste, y habiendo preguntado la causa, supe que doña Juana, cuya naturaleza se desmejoraba con el continuo trabajar, había caído enferma.

– ¡Inés, Inesilla! – exclamé al encontrarme solo en la sala con la muchacha. – Quiero hablarte. ¿Sabes que me voy?

– ¿A dónde? – me preguntó con viveza.

– ¡A palacio, a la corte, a correr fortuna! ¡Ah, picarona; ahora no te reirás de mí; ahora va de veras!

 

– ¿Qué va de veras?

– Que se me ha entrado por las puertas la fortuna, chiquilla. ¿Te acuerdas de lo que hablamos el otro día? Bien te lo decía yo, y tú no me hacías caso. ¿Pero no ves, reinita, que eso se cae de su peso?

– Que así como otros han llegado a su mayor altura sin mérito propio, y sólo porque a alguna gran persona se le antojó protegerles, nada tendría de extraño que a mí me aconteciera dos cuartos de lo mismo, sí, señorita.

– Eso es muy claro: avisa cuando llegues arriba. De modo que mañana te tendremos de general o ministro cuando menos.

– No te burles, ¿estamos? Tanto como mañana, no; pero ¿quién sabe?

Inés empezó a reír, dejándome bastante confuso.

– Pero ven acá, tonta – dije con una seriedad, cuyo recuerdo me hace morir de risa; – tú no estás oyendo hablar todos los días de un hombre que no era nada, y hoy lo es todo; de un hombre que entró a servir en la guardia española, y de la noche a la mañana…

– ¡Hola, hola! – dijo Inés burlándose de mí con más crueldad. – Esas tenemos, Sr. D. Gabriel. ¡Qué callado lo tenía Vd.! ¿Se puede saber quién es la dama que se ha enamorado de Vd.?

– Tanto como enamorarse, no, tonta – respondí, cortado; – pero… ya ves. Como uno no es saco de paja… qué quieres. Todo el mundo, aunque no valga nada, encuentra una persona a quien le gusta…

Inés continuó riendo; pero yo conocí que después de mis últimas palabras, la pobre necesitaba muchos esfuerzos para aparentar alegría. Como su carácter no era apto para el disimulo, luego cesó de reír y se puso muy seria.

– Bien, excelentísimo señor – dijo haciéndome una grave cortesía; – ya sabemos a qué atenernos.

– La cosa no es para enfadarse – dije yo sintiéndome repuesto de mi turbación; – lo que hay es, que si una persona me quiere proteger, no he de hacerle ascos. ¡Y si tú la conocieras, Inesilla; si tú vieras qué mujer, qué señora!… Todo lo que te diga es poco; así es que no te digo nada.

– ¿Y esa señora se ha enamorado de ti?

– Dale con el enamoramiento; no es eso, mujer. Es que entro a servirla; aunque quién sabe lo que podrá pasar… Si vieras cómo me trata… Como de igual a igual, y se interesa mucho por mí… y es muy rica… y vive en un palacio muy grande cerca de aquí… y tiene muchos criados… y lleva en el cuello un medallón con un diamante como un huevo… y cuando le mira a uno, se queda uno atortolado… y es muy guapa… y en palacio puede tanto como el Rey… y se llama…

Recordé de pronto que Amaranta me había prohibido revelar su entrevista con ella, y callé.

– Bueno – dijo Inés. – Ya veo que dentro de poco le tendremos a usía hecho un archipámpano, con muchos galones y cintajos, dando que hablar a la gente, y teniendo el gusto de oírse llamar ladrón, enredador, tramposo y cuanto malo hay.

– Mira tú lo que es no entender las cosas – dije algo incomodado. – ¿De dónde sacas tú que todos los hombres célebres y poderosos, sean ladrones y pícaros? No señor, también pueden ser buenos; y lo que es yo… supón, chiquilla, que por arte del demonio llegara yo a ser… no te rías, que de menos hizo Dios a Cañete; y todos somos hijos de Adam; y tan de carne y hueso es Napoleón Bonaparte como yo. Pues suponte que llego a ser… no te rías. Si te ríes me callo.

– Si no me río – dijo Inés, conteniendo la hilaridad que de nuevo la acometía. – Lo que dices está muy en razón, chiquillo. Si no hay más que ponerse a ello. ¿Qué cuesta ser generalísimo, ministro, príncipe o duque? Nada. Ni ¿a qué viene el romperse los ojos estudiando por aprender todas las cosas que se deben saber para gobernar? Si los aguadores y los mozos de cuerda, y los horteras, y los monaguillos, son unos tontos de camisón, cuando no se van todos a palacio, sabiendo que tienen seguro el sueldo de consejeros con sólo guiñarle el ojo a una dama. Y si todas las damas no son tiernas de corazón, con tocarle el codo a alguna de las cocineras de palacio, está hecho todo.

– No es eso: veo que tú no entiendes – dije no sabiendo cómo hacerme comprender de Inés. – Eso que dices de aprender y saber gobernar, y lo demás, no viene al caso. Verdad es que antes se necesitaba ser hombre de ciencia para medrar; pero hoy, chiquilla, ya ves lo que pasa. No es sólo Godoy, son cientos de miles los que ocupan altos puestos sin valer maldita de Dios la cosa. Con un poco de despejo basta. Si sabré yo lo que me digo.

– Ven acá, Gabriel – me dijo Inés dejando su costura. – Las cosas del mundo pasan siempre como deben pasar. Esto lo sé yo sin que nadie me lo haya dicho. Los hombres que mandan a los demás, están en aquel puesto por su nacimiento, pues… porque así está arreglado, de modo que los reyes nacen de los reyes… Cuando algún hombre que no ha nacido en cuna real llega a gobernar el mundo, debe ser por que Dios le ha dado un talento, una cosa celestial que no tienen los demás. Y si no, ahí me tienes a Napoleón, que es emperador de todo el mundo, y manda no sé cuántos millones de soldados; pero es porque él se lo ha ganado, y porque desde chiquito aprendía cuanto hay que saber, y los maestros se quedaban lelos, viendo que sabía más que ellos… El que sube tanto sin tener mérito es por casualidad, o por mil picardías, o porque los reyes lo quieren así; ¿y qué hacen para tenerse arriba? Engañan a la gente, oprimen al pobre, se enriquecen, venden los destinos y hacen mil trampas. Pero buen pago les dan, porque todo el mundo les aborrece y lo que se desean es verles por los suelos. ¡Ah, chiquillo! Yo no sé como no entiendes esto, esto que es tan claro como el agua…

A pesar de ser tan claro como el agua, yo no lo comprendía. Muy lejos de eso, estaba tan obcecado, tan dominado por la vanidad, que no vi sino impertinencias y majaderías en las juiciosas razones de la costurerilla. Aún fue más lejos mi soberbia, porque mi amor propio se resintió; me sentí pavo real, erguí mi cuello, levanté la cola tornasolada, y con mis feas patas de pájaro vanidoso pisoteé la discreta paloma, diciéndole estas palabras:

– Inés, hablemos claro. Veo que tú no comprendes ciertas cosas… Tú eres muy buena, y por eso te quiero y te estimo. No dudes por lo tanto que de aquí en adelante haré en bien tuyo cuanto me sea posible. Tú eres muy buena; pero es preciso confesar que tienes pocos alcances. Al fin eres mujer, y las mujeres… como no sea hacer calceta, y de poner el puchero a la lumbre, de nada entienden una higa. Este negocio que tratamos no es para tu pobre cabecita. Los hombres son los que lo entendemos bien, porque tenemos un modo de ver las cosas más por lo alto, porque en fin, tenemos más talento. No extraño lo que me has dicho porque… ¿tú qué puedes entender?… Pero eres una chica muy buena: te quiero, te quiero mucho, no te enfades. Puedes estar segura de que jamás me olvidaré de ti.

Lector: cuando leas esto te suplico que te despojes de toda benevolencia para conmigo. Sé justiciero e implacable, y ya que no me tienes, por ventaja mía, al alcance de tus honradas manos, descarga en el libro tu ira, arrójalo lejos de ti, pisotéalo, escúpelo… ¡ay!, pero no: él es inocente, déjalo, no lo maltrates, él no tiene culpa de nada; su único crimen es haber recibido en sus irresponsables hojas lo que yo he querido poner en él, lo bueno y lo malo, lo plausible y lo irrisorio, lo patético y lo tonto que al escribir esta historia he ido sacando, escarbador infatigable, de los escombros de mi vida. Si algo encuentras que me desfavorezca, tan mío es como lo que te parezca laudable. Ya habrás conocido que no quiero ser héroe de novela: si hubiera querido idealizarme, fácil me habría sido conseguirlo, cuidando de encerrar con cien llaves todas mis flaquezas y necedades, para que sólo quedasen a la vista del público los hechos lisonjeros, adicionados con lindísimas invenciones, que en caso de apuro no me habrían de faltar. Pero repito que no quiero idealizarme: bien sé que a los ojos de muchos, mi personalidad estaría cien codos más alta, si yo representase en mí a un mozuelo desvergonzado, pendenciero y atrevido, que en los diez y seis años de su edad hubiese tenido tiempo y fortuna para matar en duelo a dos docenas de semejantes, y quitar la honra a igual número de doncellas, casadas o viudas, esquivando la persecución de la justicia y la venganza de celosos padres o maridos. Todo esto sería muy bonito; pero diré con el latino: sed nunc non erat hic locus.