25 peruanos del siglo XX

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El texto central es el siguiente:

Es de tal manera grave la instauración de un régimen de disolución familiar que trascenderá a lo más hondo y esencial del porvenir peruano, deshaciendo el propio núcleo de la vida social, que protesto en la única forma en que me es posible: formulando inmediata e indeclinable renuncia de mi cargo. No quiero ni debo en mi calidad de ministro de Justicia ordenar la publicación y el cumplimiento de mandatos condenados por mi razón y execrados por mi fe […]. Al irme del poder, por ajustar escrupulosamente mis actos a mis ideas, ante los espontáneos estímulos de mi deber, por exclusiva fidelidad a mis creencias y en acatamiento a los eternos axiomas que tutelan la existencia de la sociedad, me retiro con la conciencia serena (Riva-Agüero en Rodríguez Pastor, 1975, p. xli).

En los durísimos enfrentamientos políticos de la década de 1930, Riva-Agüero, con coraje físico y moral, defendió el respeto a las instituciones, el principio de autoridad, el respeto a la persona humana, la preocupación social, y no omitió esfuerzo por agrupar a las personas que alimentaran los mismos propósitos.

Su objetivo central en esos años, que Riva-Agüero vivió con intensidad y afán proselitista, fueron la afirmación y la defensa de la familia, la libertad de enseñanza, la trascendencia de la Universidad Católica al servicio de la Iglesia y del país.

En la intensidad de los enfrentamientos de la década de 1930, algunas voces manifestaron que Riva-Agüero fue fascista. La conclusión es muy distinta; Riva-Agüero, como muchos otros hombres de ese tiempo, vio con simpatía la labor de orden y de progreso que en sus primeros años desarrolló Mussolini en Italia, mas, después de los pactos de Letrán, Riva-Agüero no se unió a la política del partido único ni a la intervención del Estado en tareas educativas.

En una visión objetiva y serena del siglo xx en el Perú, no se puede omitir la consideración del pensamiento y de la obra de José de la Riva-Agüero y Osma, conocedor profundo y analítico de la vida de nuestro país. Además, no debe olvidarse —por encima de simpatías y desafectos— la ejemplaridad moral de un hombre que nunca ocultó su pensamiento y que enseñó a los peruanos la verdad sobre el Perú y el deber de servirlo.

Bibliografía

Basadre, J. (1983). Historia de la República del Perú [Tomos VIII y IX]. Lima: Editorial Universitaria.

Gálvez, J. (1944). Honras fúnebres [...], discurso del doctor José Gálvez. Mercurio Peruano, xix, xxv(213), 666-668.

García Calderón, F. (1949). José de la Riva-Agüero. Recuerdos. Lima: Imprenta Santa María.

Planas, P. (1994). El 900. Balance y recuperación. Lima: Centro de Investigación y Tecnología para el Desarrollo y las Ciencias Sociales (Citdec).

Riva-Agüero, J. de la (1937-1938). Por la verdad, la tradición y la patria (opúsculos) [Tomos I y II]. Lima: s.e.

———— (1960). Afirmación del Perú. El Perú en su historia [Tomo I]. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú.

———— (1960). Afirmación del Perú. Fragmentos de un ideario [Tomo II]. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú.

———— (1975). Escritos políticos. Lima: Instituto Riva-Agüero.

Rodríguez Pastor, C. (1975). Prólogo. En J. de la Riva-Agüero y Osma, Escritos políticos (pp. XV-LIV). Lima: Instituto Riva-Agüero.

César Vallejo (1892-1938)

Liliana Checa

.

En El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, que narra las consecuencias y las repercusiones de la Revolución francesa en América Latina, el escritor cubano elige como protagonista principal de su novela a Victor Hugues, un personaje real, pero lo suficientemente desconocido como para permitirse improvisar su personalidad en función de sus actos. Victor Hughes encarna las contradicciones propias de toda revolución. Masón, girondino, jacobino, robesperriano, napoleónico, al temer estar cercano a la muerte confiesa haber vestido tantos trajes en su vida que ya no sabe con cuál quisiera que se le entierre.

La novela misma no es ajena al conflicto de su personaje. La interrogante parece ser: “Una vez logrado el poder, ¿qué hacer para que los ideales no se desmoronen?”.

Si trasponemos esa imagen a la realidad actual, veremos con horror cuán profética resulta la actitud de Victor Hugues; las revoluciones se suceden y contradicen unas a otras durante todo el siglo xx y no hay nada que indique que el panorama del siglo xxi pueda ser más alentador. Y si trasladamos el anhelo de un mundo mejor enfrentado al desencanto de una lucha infructuosa y sin sosiego, que caracteriza a algunos de los protagonistas de la novela de Carpentier, no es difícil establecer un estrecho vínculo con las aspiraciones y las desilusiones que marcarían la vida del poeta peruano César Vallejo.

César Vallejo no es solo el poeta peruano más trascendente del siglo xx, sino también una de las figuras más emblemáticas de la poética de habla hispana de los últimos tiempos. Lo que distingue a la obra de Vallejo de la de muchos de sus contemporáneos es su ruptura con la tradición del pasado y su vinculación con la vanguardia, insertando así a la poesía peruana en una era contemporánea de la que hasta ese momento se había mantenido al margen.

Comparando el aporte del poeta, también vanguardista, Vicente Huidobro, José Miguel Oviedo argumenta:

No cabe duda, sin embargo, de que Vallejo es una clase esencialmente distinta de poeta, no solo respecto al chileno, sino respecto a todos los de su tiempo: un poeta visceral, obsesivo, culposo, subterráneo hasta parecer mineral, de voz estrangulada y de una perturbadora densidad. Lo que Huidobro vio con radiante claridad en su impulso celeste Vallejo lo intuyó oscuramente en el barro humano y la tierra nativa que siempre llevó consigo como un pesado e inexplicable karma (Oviedo, 2001, p. 318).

Nacido en 1892, en Santiago de Chuco, un oscuro y perdido pueblo de la sierra de La Libertad, que probablemente deba su mención en el mapa al poeta, la infancia y, en general, toda la vida de Vallejo estará marcada por una serie de privaciones. Hijo menor de una familia humilde y numerosa de once hermanos, de valores muy tradicionales y vivencias que condicionarían su vida y su poesía para siempre, Vallejo tiene acceso a una educación con grandes limitaciones en el pueblo vecino de Huamachuco.

Era fundamentalmente el hombre de una cultura marginal, un provinciano, virtualmente autodidacta por lo que se refiere a la literatura, pues aunque estudió en la universidad y escribió una tesis sobre el romanticismo, el ambiente cultural de Santiago de Chuco y de Trujillo era relativamente pobre [...]. El hogar y la Iglesia fueron instituciones importantes en la primera parte de su vida, bases seguras que desaparecieron de un modo radical al producirse la muerte de su madre y de su hermano mayor, Miguel (Franco, 1970, p. 289).

La poesía de Vallejo está impregnada de sus vivencias y sellada irremediablemente por una experiencia que lo marcaría amarga y trágicamente para siempre. En 1920, al regresar de Lima a Santiago de Chuco, Vallejo pasaría ciento doce días en la cárcel, acusado de incitar el desorden y perturbar la paz. Sin embargo, este hecho no sería un impedimento para que desde la prisión escribiera algunos de sus poemas más complejos y originales.

Como afirma Oviedo, cada etapa de la vida de Vallejo dará fruto a un libro con el que el ciclo anterior quedará definitiva e irremediablemente cerrado para siempre:

La vida y la obra vallejianas pueden dividirse en tres claras etapas: su niñez y juventud en el pueblo natural y su capital (hasta 1917); su experiencia limeña (1918-1923); el periodo europeo (desde mediados de 1923 hasta su muerte). Cada etapa está definida por un libro o conjunto poético (más un poema extenso en el último caso) y cada una plantea un radical apartamiento respecto al anterior; cada frase le sirve para alcanzar cierto nivel expresivo desde el que luego puede criticarlo, volverse contra él y abandonarlo en la siguiente. Así, la evolución poética de Vallejo registra transiciones violentas y extremas, sobre todo si se piensa que su primer libro tenía fuertes ataduras tradicionales y librescas: en veinte años atraviesa por el posmodernismo, la vanguardia y la poesía social y política sin mirar una sola vez hacia atrás (Oviedo, 2001, p. 319).

La obra poética de Vallejo se reduce a cuatro grandes libros. Los dos primeros, Los heraldos negros (Lima, 1918) y Trilce (Lima, 1922), recogen sus experiencias de infancia y madurez, acentuadas por las vivencias traumáticas de la cárcel9. Los dos últimos, Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz, ambos publicados póstumamente, recogen su experiencia europea, a partir de 1923 hasta su temprana muerte en 1938, su compromiso con la causa republicana durante la guerra civil española y, cada uno de manera distinta, alude a la angustia y a la incertidumbre del hombre en el mundo contemporáneo. A esta obra se suma la de carácter ensayístico, y fundamentalmente político, consecuencia de su afiliación al Partido Comunista en Europa y sus tres viajes a Rusia, en 1928, en 1929 acompañado por la que sería su esposa, Georgette Philippart, y el último, se asume que invitado por la Unión Soviética en 1931.

Vallejo también incursiona, aproximadamente de 1925 a 1935, sin mayor éxito, en el teatro y en la novela, contribuyendo a través de El tungsteno (1931), una novela sobre las duras condiciones de los mineros en la sierra peruana, al tema del realismo social de moda en América Latina en aquellos años.

Algunos de los poemas escritos en adolescencia en Trujillo y otros, producto de su experiencia limeña, formarían parte de su primer libro: Los heraldos negros. La muerte de su madre, ocurrida en 1918, lo acerca a la experiencia del dolor que registran muchas páginas del libro. Los sesenta y nueve poemas que lo integran están divididos en seis secciones que recogen sus vivencias y se caracterizan por el pesimismo y la nostalgia que serán el leitmotiv de gran parte de la obra de Vallejo:

 

Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!

Golpes como el odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma... Yo no sé!

Son pocos, pero son... Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte, Serán, tal vez los potros de los bárbaros atilas:

O los heraldos negros que nos manda la Muerte (Vallejo, 1956, p. 13).

Si consideramos que este es el poema que inaugura el libro, no es difícil percibir la noción escéptica de Vallejo sobre el mundo, un lugar de castigo, un lugar donde se viene a sufrir, un lugar donde reina la muerte, un lugar donde la experiencia del dolor es más fuerte que la de la vida misma.

Así, en “Heces”, un poema que recoge sus vivencias limeñas, dirá:

Esta tarde llueve como nunca; y no

tengo ganas de vivir, corazón.

Esta tarde es dulce. Por qué no ha de ser?

Viste gracia y pena; viste de mujer.

Esta tarde en Lima llueve. Y yo recuerdo

las cavernas crueles de mi ingratitud;

mi bloque de hielo sobre su amapola,

más fuerte que su “No seas así!” (Vallejo, 1956, p. 17).

Sin embargo, la nostalgia y el dolor no son los únicos sentimientos que impregnan las páginas de Los heraldos negros. La amargura aparece como un elemento constante, recordándonos una existencia marginal, una vida dura y difícil, de privaciones, plagada de muertes, de miseria, de hambre, de sufrimiento. Así queda manifiesto en “La cena miserable” y en muchos otros poemas del libro.

Hasta cuándo estaremos esperando lo que no se nos debe... Y en qué recodo estiraremos

nuestra pobre rodilla para siempre! Hasta cuándo

la cruz que nos alienta no detendrá sus remos.

Hasta cuándo la Duda nos brindará blasones

por haber padecido...

Ya nos hemos sentado mucho a la mesa, con la amargura de un niño que a media noche, llora de hambre, desvelado […] (Vallejo, 1956, p. 23)

Otro de los temas recurrentes en el libro es Dios y los valores tradicionales cristianos bajo los cuales Vallejo ha sido criado. El poema en el que quedan manifiestos los sentimientos encontrados que alberga hacia Dios es “Los dados eternos”, dedicado a Manuel González Prada, con quien Vallejo había establecido una relación intelectual a su llegada a Lima.

Dios mío, estoy llorando el ser que vivo; me pesa haber tomádote tu pan;pero este pobre barro pensativo no es costra fermentada en tu costado: tú no tienes Marías que se van!

Dios mío, si tú hubieras sido hombre, hoy supieras ser Dios;pero tú, que estuviste siempre bien, no sientes nada de tu creación.Y el hombre sí te sufre: el Dios es él! (Vallejo, 1956, p. 24).

Sin embargo, el aporte más trascendente que hace Vallejo, sin restarle importancia a los temas relacionados con la condición humana que el libro explora, sucede en nivel del lenguaje. Un lenguaje que Vallejo fractura para acondicionarlo a sus necesidades propias, un lenguaje que señala su originalidad y lo distingue de sus contemporáneos modernistas, muchas de cuyas inquietudes también comparte. Como afirma acertadamente José Miguel Oviedo:

La originalidad de Vallejo brota de un fondo oscuro que está más allá o más debajo de su experiencia literaria: de su agonía, de una tristeza y una soledad que no cabe sino llamar metafísicas. Cuando el poeta se hunde en sí mismo y deja de lado las alusiones librescas, algunas veces ingenuas, encuentra algo indecible, que solo puede expresar si lucha contra el lenguaje o se inventa uno nuevo; esa dicción torturada, con balbuceos y expresiones cuyo sentido o sintaxis han sido forzados, muestra que el aspecto realmente creador de Vallejo iba en una dirección única, en la que nadie —ni modernistas ni vanguardistas— lo acompañaba. Solo cabe un nombre para calificar esa línea poética: vallejiana (Oviedo, 2001, p. 325).

Su segundo libro, Trilce, aparecerá solo cuatro años después de Los heraldos negros, pero la originalidad lingüística que caracterizaba al primer libro es mucho más avezada en el segundo y pone de manifiesto el proceso de maduración que se ha venido dando en Vallejo. Temáticamente, el poemario trata la amarga experiencia de la cárcel, que marcará irremisible e irremediablemente para siempre a Vallejo.

En Trilce, los números son importantes, pero solo porque indican un sentido de armonía y orden que se ha vaciado de significación. En términos cabalísticos, el uno es el símbolo de la plenitud, para Vallejo es el símbolo de la soledad individual; el dos es el “acoplamiento” del macho y la hembra, para Vallejo, el símbolo de la dialéctica sin objeto; tres es el símbolo de la trinidad y de la perfección, para Vallejo, es un símbolo de la generación sin sentido; el cuatro representaba para los antiguos los cuatro elementos, pero para Vallejo simboliza las cuatro paredes de la celda y las limitaciones del hombre. Hay otros números también “absurdos”, los nueve meses de la gestación, los doce meses del año. Pero todos están desacralizados. Los números son simples cifras que, como las paredes de la celda, o se suman estúpidamente al mismo número o se multiplican hasta alcanzar cifras tan vacías como ellos mismos (Franco, 1983, p. 291).

Los temas que Vallejo desarrolla en Trilce, y que deliberadamente buscan aludir a sus raíces y a las limitaciones del entorno en el que se desarrollan sus primeros años, no han cambiado mucho respecto a Los heraldos negros. Deliberadamente, Vallejo parece alejarse de los temas mundanos; sin embargo, las innovaciones a nivel de lenguaje marcan una distancia respecto a su primer libro. Si la nostalgia y la tristeza eran el lugar común de Los heraldos negros, Trilce está caracterizado por una carga muy negativa, por la imposibilidad del hombre para entenderse y comunicarse, por una condición que lo aísla y lo margina irremediablemente. Así, en el poema XVIII dirá:

Oh las cuatro paredes de la celda.Ah las cuatro paredes albicantes que sin remedio dan al mismo número.

Criadero de nervios, mala brecha, por sus cuatro rincones cómo arranca las diarias aherrojadas extremidades.

Amorosa llavera de innumerables llaves, si estuvieras aquí, si vieras hasta qué hora son cuatro estas paredes. Contra ellas seríamos contigo, los dos, Más dos que nunca. Y ni llorarás,

di, libertadora! (Vallejo, 1956, p. 36).

Para Vallejo, el encierro físico alude a la vulnerabilidad del hombre, a su condición incierta en un mundo cruel y de valores caducos y desgastados. Si la muerte estaba presente en el primer libro, en Trilce, su presencia es aún más notoria, a pesar de no ser directamente aludida. El hombre es impotente frente a la muerte y la vida es un lento y desesperado camino hacia ella.

En la impotencia de la reclusión, prevalece y se acentúa la nostalgia de la madre muerta:

Madre, me voy mañana a Santiago,a mojarme en tu bendición y en tu llanto. Acomodando estoy mis desengaños y el rosado de llaga de mis falsos trajines.

[...]Así, muerta inmortal. Así.Bajo los dobles arcos de tu sangre, por donde hay que pasar tan de puntillas, que hasta mi padre para ir por allí,humildóse hasta menos de la mitad del hombre, hasta ser el primer pequeño que tuviste (Vallejo, 1956, pp. 55-56).

Vallejo ha vuelto a sus orígenes, ha regresado a la tierra natal para encontrarse con la incomprensión y el olvido, con una falta de libertad impuesta, con la indiferencia del cancerbero que, como bien dice, no hace más que cumplir su deber:

El cancerbero cuatro veces al día maneja su candado, abriéndonos cerrándonos los esternones, en guiños que entendemos perfectamente.

Con los fundillos lelos melancólicos, amuchachado de trascendental desaliño, parado, es adorable el pobre viejo.Chancea con los presos, hasta el tope los puños en las ingles. Y hasta la mojarrilla les roe algún mendrugo; pero siempre cumpliendo su deber.

Por entre los barrotes pone el punto fiscal, inadvertido, izándose en la falangita del meñique,

a la pista de lo que hablo (Vallejo, 1956, p. 47).

Otra preocupación constante de Vallejo en Trilce es el tiempo, un presente que lo angustia, un pasado plagado de muertes y privaciones, un futuro incierto y desconocido.

Vallejo dijo una vez que una nueva poesía podía surgir solamente de una nueva sensibilidad. La presentación “dramática” de las situaciones, el uso de palabras científicas o coloquiales están estrechamente ligadas con las actitudes vitales del poeta. Y en Vallejo no encontramos ninguna satisfacción de sí mismo (Franco, 1970, p. 283).

Será, quizá, esa permanente insatisfacción consigo mismo, esa búsqueda insaciable de algo que él mismo no define la que lo llevará a Europa un año después de publicado Trilce, en 1923. Permanecería ahí hasta su trágica muerte en 1938.

Vallejo llega a París el 13 o 14 de julio de 1923, alerta su curiosidad a todas las revelaciones de la ciudad que años más tarde llamará dulce y cruel. Sus primeros pasos lo llevarán de la rue Cadet, donde está alojado, a Montmartre, el barrio legendario de sus lecturas de Escenas de la vida bohemia, de Henri Muger (Puccinelli, 1977, p. xii).

Cuando Vallejo se embarca hacia Europa, no tenía nada, más que los vínculos emocionales, que lo atara al Perú. Había cesado su labor como profesor de primaria del colegio Guadalupe y su poemario más reciente, Trilce, impreso en los talleres tipográficos de la penitenciaría, había suscitado comentarios exaltados y polémicos. Había sido designado corresponsal del diario El Norte, fundado hacía cinco meses por sus amigos de la Bohemia Trujillana. Sus primeras experiencias parisinas aparecen puntualmente a través de sus artículos para El Norte, del mismo modo en el que años más tarde Gabriel García Márquez registraría las suyas en El Espectador.

En 1925, Vallejo comienza a publicar en la organización publicitaria Grandes Periódicos Iberoamericanos y en la revista limeña Mundial. Estará ahora expuesto a una mayor cantidad de lectores y sus escritos se comienzan a adecuar a las exigencias de un público más internacional. Simultáneamente, su transformación política e ideológica lo lleva a abandonar temporalmente la poesía para concentrarse en una literatura de índole social y comprometida con la causa de los más pobres, abiertamente a favor de la revolución (Oviedo, 2001, p. 337). A estos artículos podría sumarse su incursión en el teatro y su relato infantil “Paco Yunque”, que, del mismo modo que su novela El tungsteno, evidencia su compromiso con la lucha de clases y la reivindicación de los sectores menos privilegiados.

Como se ha mencionado, sus poemas escritos en Europa aparecerían como un homenaje póstumo recopilados a partir de los textos que deja sin publicar al momento de su muerte.

Como afirma acertadamente Oviedo:

Su poesía póstuma es, en realidad, una insuperable síntesis del lenguaje de la vanguardia, que racionalmente rechazaba, y de la nueva visión social (él la llamaba socialista) que había adoptado en lógica correspondencia con su fe marxista; si se piensa bien, eso era justamente lo que quería lograr el surrealismo después de 1929. Así, Vallejo se colocaba a la vanguardia de la vanguardia y le abría nuevos horizontes que pocos habían vislumbrado, dándolo a ese lenguaje una función por completo diferente (Oviedo, 2001, p. 339).

El leitmotiv de sus Poemas humanos es el dolor, la desesperanza, la injusticia, la imposibilidad del hombre por construir un mundo mejor. Esto queda manifiesto en su poema “Los nueve monstruos”:

I, desgraciadamente,el dolor crece en el mundo a cada rato,crece a treinta minutos por segundo, paso a paso, y la naturaleza del dolor, es el dolor dos veces y la condición del martirio, carnívora, voraz, es el dolor dos veces y la función de la yerba purísima, el dolor dos veces y el bien de ser, dolernos doblemente (Vallejo, 1956, p. 64).

Por eso, su poema en prosa “Voy a hablar de la esperanza” es una alusión directa a la angustia y al dolor y a la frustración del hombre por la imposibilidad de cambiar ese destino. Este es el motivo por el que concluye diciendo: “Hoy sufro suceda lo que suceda, hoy sufro solamente”.

A lo largo de Poemas humanos, predomina el espíritu negativo de Vallejo hacia la vida, pero a este sentimiento se suma el de conminar a los hombres a hacer algo, a no resignarse al dolor y al sufrimiento inherentes a la condición humana, sino a combatirlos, a luchar contra la angustia y el pesar:

 

Hoy me gusta la vida mucho menos, pero siempre me gusta vivir: ya lo decía.Casi toqué la parte de mi todo y me contuve con un tiro en la lengua detrás de mi palabra.

[...]Me gusta la vida enormemente, pero, desde luego,con mi muerte querida y mi café

y viendo los castaños frondosos de París (Vallejo, 1956, p. 61).

La impotencia de combatir este mal y este sufrimiento que aqueja al mundo queda expresada a través de sus poemas “Intensidad y altura” y “Piedra negra sobre una piedra blanca”:

Quiero escribir, pero me sale espuma, quiero decir muchísimo y me atollo; no hay cifra hablada que no sea suma, no hay pirámide escrita, sin cogollo.Quiero escribir, pero me siento puma; quiero laurearme, pero me encebollo.No hay toz hablada, que no llegue a bruma, no hay dios ni hijo de dios, sin desarrollo.

[...]Vámonos! Vámonos! Estoy herido; Vámonos a beber lo ya bebido, Vámonos, cuervo, a fecundar tu cuerva (Vallejo, 1956, p. 63).

Esta visión se agudiza en “Piedra negra sobre una piedra blanca”, donde parece convertirse en profeta de su muerte cercana.

Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo,

Me moriré en París —y no me corro— tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso estos versos, los húmeros me he puesto

a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,

con todo mi camino, a verme solo.

César Vallejo ha muerto, le pegaban

todos sin que él les haga nada;

le daban duro con un palo y duro

también con una soga; son testigos

los días jueves y los huesos húmeros,

la soledad, la lluvia, los caminos… (Vallejo, 1956, p. 77).

Para Oviedo:

Vallejo quiere desmontar los mecanismos que mueven el mundo burgués y reorganizarlos para mostrar que todo puede ser de otro modo. En “Un hombre pasa con un pan al hombro...” tenemos una sutil aplicación de los tres términos de la dialéctica marxista (tesis, antítesis y síntesis), pues presenta un contraste tan violento entre los dos primeros que el tercero queda sobreentendido... (Oviedo, 2001, p. 343).

Un hombre pasa con un pan al hombro

¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?

Otro se sienta, ráscase, extrae un piojo de su axila, mátalo

¿Con qué valor hablar de psicoanálisis?

[...]

Un cojo pasa dando el brazo a un niño

¿Voy, después, a leer a André Breton?

Otro tiembla de frío, tose, escupe sangre.

¿Cabrá aludir jamás al Yo profundo?

Otro busca en el fango huesos, cáscaras

¿Cómo escribir, después, del infinito? (Vallejo, 1956, p. 81).

El hecho de que Vallejo escribiera Poemas humanos durante una etapa de depresión aguda, intensifica el carácter trágico que predomina en todo el libro. Vallejo transmite una visión apocalíptica no solo de sí mismo, sino del mundo desgastado en el que siente que le ha tocado vivir. Como concluye Jean Franco:

Poemas humanos ahonda así en el significado de la crisis que hay entre el hombre y la sociedad. Sus versos muestran cómo el hombre no puede encontrar un sentido a proyectarse hacia un futuro cuando él podría ser distinto o la sociedad distinta. Una sociedad que sufre una crisis industrial solo ofrece desesperanza al hombre; no obstante, ello no significa que Vallejo careciera por completo de fe. Su comunismo no era ninguna variedad de signo utópico, porque no creía en ningún futuro místico, sino que creía firmemente que hay que luchar contra las injusticias. Por eso es una lástima que los Poemas humanos se publicasen separadamente de España, aparta de mí este cáliz, que es la otra cara de la moneda (Franco, 1983, p. 299).

Su contribución a la guerra civil española (1936-1939), y cuyo fin Vallejo no viviría para ver, es España, aparta de mí este cáliz. Si bien el poemario fue escrito al mismo tiempo que Poemas humanos, aquí Vallejo se identifica con la causa republicana y apela a la solidaridad de los seres humanos para ayudar a una España que se desangra ante sus ojos. Queda también manifiesta la impotencia de no haberse involucrado más en la guerra e incluso inmolar su vida por la república. Estos sentimientos encontrados de dolor, agonía, frustración y exhortación a la lucha son la esencia de su “Himno a los voluntarios de la república”:

Voluntario de España, miliciano

de huesos fidedignos, cuando marcha a morir tu corazón,

cuando marcha a matar con tu agonía

mundial, no sé verdaderamente

qué hacer, dónde ponerme; corro, escribo, aplaudo,

lloro, atisbo, destrozo, apagan, digo

a mi pecho que acabe, al que bien, que venga

y quiero desgraciarme;

descúbrome la frente impersonal hasta tocar

el vaso de la sangre, me detengo,

detienen mi tamaño esas famosas caídas de arquitecto

[...]

Proletario que mueres de universo, ¡en qué frenética armonía

acabará tu grandeza, tu miseria, tu vorágine impelente,

tu violencia metódica, tu caos teórico y práctico, tu gana

dantesca, españolísima de amar, aunque sea a traición, a tu enemigo! (Vallejo, 1956, p. 96).

El duro enfrentamiento entre apariencias y desengaño queda confirmado en los versos en los que Vallejo admite la dura realidad de la muerte de la que España es víctima:

¡Porque en España matan, otros matan al niño, a su juguete que se para,

a la madre Rosenda esplendorosa,

al viejo Adán que hablaba en voz alta con su caballo y al perro que dormía en la escalera.

[...]

al sabio, a su bastón, a su colega,

al barbero de al lado —me cortó posiblemente,

pero buen hombre y, luego, infortunado;

al mendigo que ayer cantaba enfrente,

a la enfermera que hoy pasó llorando,

al sacerdote a cuestas con la altura tenaz de sus rodillas […] (Vallejo, 1956, pp. 94-99).

La invocación de Vallejo a abrazar la causa de la república, a solidarizarse con la miseria humana, es el tema de uno de los poemas más dramáticos del libro, “Masa”:

Al fin de la batalla,

y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre

y le dijo: ‘¡No mueras, te amo tanto!’

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Se le acercaron dos y repitiéronle:

“¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la

vida!” Pero el cadáver ¡ay! siguió

muriendo.

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,

clamando: “Tanto amor y no poder hacer nada contra la muerte!”.

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Le rodearon millones de individuos,

con un ruego común: “¡Quédate, hermano!” Pero el cadáver ¡ay! siguió

muriendo.

Entonces, todos los hombres de la Tierra

le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado:

incorporóse lentamente,

abrazó al primer hombre; echóse a andar […] (Vallejo, 1956, pp. 119-120).

El ciclo de dolor y desesperanza que Vallejo había inaugurado en Los heraldos negros se cierra en España, aparta de mí este cáliz. Si bien el estilo y el lenguaje han evolucionado sustancialmente rompiendo todos los esquemas establecidos y creando un idioma propio de sintaxis que solo podríamos llamar “vallejiana”, como sostiene Oviedo, la temática de la frustración, de la desesperanza, de la soledad no solo permanecen, sino hasta se agudizan en este último poemario póstumo. Incluso el tema cristiano prevalece con la referencia bíblica al cáliz de la última cena del Nuevo Testamento, antes de que Cristo sea entregado por Judas para ser juzgado y crucificado.

En 1982, el escritor colombiano Gabriel García Márquez se hace acreedor del Premio Nobel de Literatura. El discurso que pronuncia en Estocolmo, “La soledad de América Latina”, comienza: