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Ésta era toda la historia... lo que él, y luego Harriet, apenas hubo recobrado el sentido, le contaron... El joven, una vez hubo visto que ya se encontraba mejor, declaró que no podía quedarse por más tiempo; todos aquellos retrasos no le permitían perder ni un minuto más; y después de que Emma le hubo prometido que la dejaría sana y salva en casa de la señora Goddard, y que avisaría al señor Knightley de la presencia de los gitanos por aquellos contornos, él se fue entre las mayores muestras de agradecimiento de Emma, tanto por su amiga como por ella misma.

Una aventura como aquélla... un apuesto joven y una linda muchacha encontrándose en un lance como aquél, no podía por menos de sugerir ciertas ideas al corazón más insensible y a la mente menos fantasiosa. Por lo menos eso era lo que pensaba Emma. ¿Cómo era posible que un lingüista, un gramático, incluso un matemático, hubiesen visto lo que ella, hubiesen presenciado la llegada de los dos juntos y oído el relato de su historia, sin pensar que las circunstancias habían hecho que los protagonistas del hecho tenían que sentirse particularmente interesados el uno por el otro? ¡Cuánto más ella con toda su imaginación! ¿Cómo no iba a estar como sobre ascuas, haciendo proyectos y previendo acontecimientos? Sobre todo teniendo en cuenta que encontraba el terreno abonado por las suposiciones que había hecho de antemano.

Realmente había sido un suceso de lo más extraordinario... A ninguna joven del lugar le había ocurrido nunca nada parecido, al menos que ella recordase; ningún encuentro como éste, ningún susto de este género; y ahora le ocurría a una persona determinada y a una hora determinada, precisamente cuando otra persona daba la casualidad de que pasaba por allí y que tenía ocasión de salvarla... ¡Ciertamente algo extraordinario! Y conociendo como ella conocía el favorable estado de ánimo de ambos en aquellos días, todavía la dejaba más asombrada. Él estaba deseando ahogar su afecto por Emma, ella apenas empezaba a recuperarse de su enamoramiento por el señor Elton. Parecía como si todo contribuyese a prometer las consecuencias más interesantes. No era posible que aquel encuentro no hiciese que ambos se sintieran mutuamente atraídos...

En la breve conversación que había sostenido con él, mientras Harriet aún estaba medio inconsciente, Frank Churchill le había hablado del terror de la muchacha, de su candidez, de la emoción con que se había cogido a su brazo y apoyado en él de un modo que le mostraba a la vez halagado y complacido; y al final después de que Harriet hubiera hecho su relato, él expresó en los términos más exaltados su indignación ante la increíble imprudencia de la señorita Bickerton. Sin embargo, todo iba a discurrir por sus cauces naturales, sin que nadie interviniera ni ayudase. Ella no daría ni un paso, no haría ni una insinuación. No hacía daño a nadie teniendo proyectos, simples proyectos pasivos. Aquello no era más que un deseo. Por nada del mundo accedería a hacer nada más.

La primera intención de Emma fue procurar que su padre no se enterara de lo que había ocurrido... para evitarle la inquietud y el susto; pero no tardó en darse cuenta de que ocultarlo era algo imposible. Al cabo de media hora todo Highbury lo sabía. Era un acontecimiento de los que apasionan a los más aficionados a hablar, a los jóvenes y a los criados; y toda la juventud y toda la servidumbre del lugar no tardaron en poder disfrutar de noticias emocionantes. El baile de la noche anterior parecía haber quedado eclipsado ante lo de los gitanos. El pobre señor Woodhouse se quedó temblando, y tal como Emma había supuesto no se tranquilizó hasta haberles hecho prometer que nunca más se arriesgarían a pasar del plantío. Pero le consoló bastante el que fueran muchos los que vinieran a interesarse por el y por la señorita Woodhouse (porque sus vecinos sabían que le encantaba que se interesasen por él), y también por la señorita Smith, durante todo el resto del día; y se daba el placer de contestar que nadie de ellos estaba muy bien, lo cual, aunque no era exactamente cierto, ya que Emma se encontraba perfectamente y Harriet casi también, nunca era desmentido por su hija. En general la salud de Emma no armonizaba en absoluto con los temores de su padre, ya que raras veces sabía lo que era encontrarse mal; pero si él no le inventaba una enfermedad, el señor Woodhouse no podía hablar de su hija.

Los gitanos no esperaron a que la justicia entrara en acción, y levantaron el campo en un abrir y cerrar de ojos. Las jóvenes de Highbury podían volver a pasear con toda seguridad antes de que empezaran a tener pánico, y toda la historia pronto degeneró en un suceso de poca importancia... excepto para Emma y para sus sobrinos; en la imaginación de ella seguía siendo un acontecimiento, y Henry y John preguntaban cada día por la historia de Harriet y de los gitanos, y corregían tenazmente a su tía, si ésta alteraba el menor de los detalles con respecto al relato que les había hecho en un principio.

CAPÍTULO XL

Habían transcurrido muy pocos días después de esta aventura cuando Harriet se presentó una mañana en casa de Emma, llevando un paquetito en la mano, y después de sentarse y de vacilar empezó diciendo:

-Emma... si tienes tiempo... quisiera decirte una cosa... tengo que hacerte una especie de confesión... luego, ya habrá pasado, ¿sabes?

Emma quedó bastante sorprendida, pero le rogó que hablara. La actitud de Harriet era tan grave que la predispuso tanto como sus palabras a escuchar algo fuera de lo común.

-Es mi deber, y estoy segura de que también es mi deseo -continuó-, no ocultarte nada de esta cuestión. Como, en cierto modo, y para suerte mía, mis sentimientos han cambiado, me parece bien que tú tengas la satisfacción de saberlo. No quiero decir más de lo que es necesario... Estoy demasiado avergonzada de haberme dejado llevar tanto por mi corazón, y estoy segura de que tú me comprendes.

-Claro -dijo Emma-, claro que te comprendo.

-¡Cómo he podido imaginarme durante tanto tiempo...! -exclamó Harriet con exaltación-. ¡Me parece una locura! Ahora no sé ver en él nada extraordinario...

Me da igual verle o no verle... aunque entre las dos cosas prefiero no verle...

bueno, la verdad es que daría cualquier rodeo, por largo que fuera, para no tropezar con él... Pero no tengo ninguna envidia de su mujer; ni la admiro ni la envidio, como antes hacía... Supongo que es encantadora y todo eso, pero me parece de muy mal carácter y muy desagradable. Nunca olvidaré su actitud de la otra noche... Sin embargo, te aseguro, Emma, que no le deseo ningún mal... No, que sean muy felices los dos juntos, yo no volveré a sentirme desgraciada por esto. Y para convencerte de que te estoy diciendo la verdad, ahora mismo voy a destruir... lo que ya hubiese debido destruir hace mucho tiempo... lo que nunca debiera haber guardado... lo sé muy bien... -ruborizándose mientras hablaba-. Pero ahora lo destruiré todo... y quisiera hacerlo en presencia tuya, para que veas lo razonable que me he vuelto. ¿No advinas lo que contiene este paquete? -preguntó adoptando un aire muy serio.

-No, no tengo la menor idea. ¿Es que alguna vez te regaló alguna cosa?

-No... no puedo llamar a eso regalos; pero son cosas que para mí han tenido mucho valor.

Le tendió el paquete y Emma leyó escritas encima del papel las palabras Mis tesoros más preciados. Aquello le despertó una gran curiosidad. Harriet desenvolvió el paquete mientras su amiga lo miraba con impaciencia. Envuelta en abundante papel de plata había una linda cajita de Tunbridge que Harriet abrió; la cajita estaba forrada de un algodón muy suave; pero, excepto el algodón, Emma sólo veía un trocito de tafetán inglés.

-Ahora -dijo Harriet- supongo que te acordarás de esto. -Pues no, la verdad es que no me acuerdo.

-¡Querida! Casi me parece imposible que hayas podido olvidar lo que ocurrió en esta misma habitación con el tafetán una de las últimas veces en que nos vimos aquí... Fue muy pocos días antes de que yo tuviera aquella inflamación de la garganta... muy poco antes de que llegaran el señor John Kníghtley y su esposa... creo que fue aquella misma tarde... ¿No te acuerdas de que se hizo un corte en el dedo con su nuevo cortaplumas y que tú le aconsejaste que se pusiera tafetán? Pero como tú no llevabas encima y sabías que yo sí llevaba, me pediste que se lo diera; y entonces yo saqué el mío y le corté un trocito; pero era demasiado grande y él lo recortó un poco y estuvo jugando con el que había sobrado antes de devolvérmelo. Y entonces yo, tonta de mí, no pude evitar considerarlo como un tesoro... y lo puse aquí, para que no lo usara nadie, y de vez en cuando lo miraba como si fuese un regalo suyo.

-¡Harriet de mi alma! -exclamó Emma cubriéndose la cara con una mano y levantándose-. ¡No sabes cómo me has hecho avergonzar! ¿Si me acuerdo? Claro, claro que me acuerdo de todo; de todo menos de que tú guardaras esa reliquia... hasta ahora no había sabido nada de eso... ¡Pero de cuando se hizo el corte en el dedo, y yo le aconsejé tafetán inglés y le dije que no llevaba encima! ¡Ay, si me acuerdo! ¡Pecados míos! ¡Y tanto tafetán como llevaba yo en el bolsillo! ¡Una de mis estúpidas mañas! Merezco tener que estar ruborizándome durante todo el resto de mi vida... Bueno... -volviéndose a sentar-. Sigue... ¿Qué más?

-¿De veras que entonces llevabas en el bolsillo? Pues te aseguro que no sospeché nada, lo hiciste con mucha naturalidad.

-Y entonces tú guardaste este trozo de tafetán como recuerdo suyo -dijo Emma, recobrándose de su sensación de vergüenza, entre asombrada y divertida.

Y luego añadió para sus adentros:

«¡Santo Cielo! ¡Cuándo se me hubiera ocurrido a mí guardar en algodón un tafetán que Frank Churchill hubiera manejado! Nunca hubiera sido capaz de una cosa así.»

-Aquí -siguió Harriet, volviendo a su cajita-, aquí hay algo aún más valioso, quiero decir que ha sido aún más valioso, porque es algo que fue suyo, y el tafetán no lo fue.

Emma sentía una gran curiosidad por ver este tesoro aún más preciado. Se trataba de la punta de un lápiz viejo... el extremo que ya no tiene mina.

-Esto fue suyo de veras -dijo Harriet -. ¿No recuerdas aquella mañana? No, supongo que no te acordarás. Pero una mañana... he olvidado exactamente qué día era... pero debió ser el martes o el miércoles antes de aquella tarde, quería apuntar una cosa en su libro de notas; era algo referente a la cerveza de pruche. El señor Knightley le había estado contando cómo se podía hacer, y él quería anotárselo; pero cuando sacó el lápiz le quedaba tan poca mina, que al sacarle punta en seguida la acabó, y ya no le servía, y entonces tú le prestaste otro, y éste lo dejó encima de la mesa como para que lo tiraran. Pero yo me fijé; y cuando me atreví a hacerlo, lo cogí y desde aquel momento nunca más me he separado de él.

-Sí, ya recuerdo -exclamó Emma-, lo recuerdo perfectamente... Hablaban de cerveza de pruche... ¡Oh, sí! El señor Knightley y yo decíamos que nos gustaba, y el señor Elton parecía empeñado en que le gustara también. Lo recuerdo perfectamente... Espera... El señor Knightley estaba sentado allí, ¿verdad? Me parece recordar que estaba sentado exactamente allí.

-¡Ah! Pues no lo sé. No puedo acordarme... Es raro, pero no puedo acordarme... Lo que recuerdo es que el señor Elton estaba sentado aquí casi en el mismo sitio en que estoy yo ahora.

-Bueno, sigue.

-¡Oh! Eso es todo. No tengo nada más que enseñarte ni que decirte... excepto que ahora mismo voy a echar al fuego las dos cosas, y quiero que veas cómo lo hago.

-¡Mi pobre Harriet! ¿De verdad has sido feliz guardando esto como un tesoro? -Sí... ¡Ah, qué tonta he sido! Pero ahora me da mucha vergüenza, y quisiera olvidarlo tan fácilmente como voy a quemar esto. Hice muy mal, ¿sabes?, de guardar esos recuerdos después de que él ya se había casado. Yo ya sabía que

hacía mal... pero no tenía valor para separarme de ellos.

-Pero, Harriet, ¿crees que es necesario quemar el tafetán inglés? Del trozo de lápiz no tengo nada que decir, pero el tafetán aún puede ser útil.

-Seré más feliz si lo quemo -replicó Harriet -. Me trae recuerdos desagradables. Tengo que librarme de todo esto... Allá va... Gracias a Dios... Por fin terminamos con el señor Elton...

«¿Y cuándo -pensó Emma- empezaremos con el señor Churchill?»

No tardó mucho en tener motivos para pensar que la cosa ya había empezado, y confió en que los gitanos, aunque no le hubieran dicho la buenaventura, hubieran contribuido a dar ventura a Harriet... Al cabo de unas dos semanas después de aquel susto tuvieron una explicación que dejó las cosas claras, explicación que tuvo lugar sin que ninguna de las dos se lo propusiera. En aquel momento Emma estaba lejos de pensar en aquello, lo cual le hizo considerar la información que recibió como mucho más valiosa. Ella se limitó a decir en el curso de una charla sin ninguna importancia:

-Bueno, Harriet, cuando llegue el momento de casarte yo ya te daré consejos. Y no volvió a pensar más en aquello hasta que después de un minuto de silencio oyó decir a Harriet en un tono muy serio: -Yo no me casaré.

Emma la miró, e inmediatamente se dio cuenta de qué se trataba; y después de dudar un momento acerca de si era mejor no hacer comentarios, dijo:

-¿Que no te casarás? ¡Vaya! Ésa es una decisión nueva. -Sí, pero no volveré a cambiar de opinión.

Su amiga, después de una breve vacilación, dijo:

-Espero que esto no sea por... Supongo que no es un cumplido al señor Elton...

-¡El señor Elton! -exclamó Harriet indignada-. ¡Oh, no!

Y murmuró algo de lo que Emma sólo pudo entender las palabras «¡... tan superior al señor Elton! »

Entonces se tomó más tiempo para reflexionar. ¿No debía decir nada más? ¿Debía guardar silencio y aparentar que no sospechaba nada? Tal vez entonces Harriet creyera que sentía poco interés por ella o que estaba enfadada; o tal vez si guardaba un silencio absoluto sólo lograría que Harriet le pidiera que recibiese más confidencias de las que quería recibir; y Emma estaba dispuesta a evitar que de ahora en adelante hubiese una confianza tan extrema entre ellas, tanta franqueza y un cambio tan frecuente de opiniones y esperanzas... Le pareció que sería mejor para ella decir y saber en seguida todo lo que quería decir y saber. Lo más sencillo era siempre lo mejor. Se fijó de antemano los límites que no debía sobrepasar, en ningún aspecto. Y pensó que ambas quedarían más tranquilas, si Emma podía exponer inmediatamente sus sensatos juicios. Estaba, pues, decidida, y empezó:

-Harriet, no voy a pretender que no sé lo que quieres decir. Tu decisión, o mejor dicho, la probabilidad que crees ver de que nunca te cases, se debe a que crees que la persona a quien tú podrías preferir está tan por encima de ti que no va a pensar en la señorita Smith. ¿No es eso?

-¡Oh, Emma, créeme! No soy tan vanidosa que suponga... ¡No estoy tan loca, desde luego! Pero para mí es un placer admirarle a distancia... y pensar en lo infinitamente superior que es a todo el resto del mundo, con la gratitud, la admiración y la veneración que se le debe, sobre todo yo.

-No me sorprende en absoluto, Harriet; el favor que te hizo bastaba para conmover tu corazón.

-¡Oh, calla! Fue algo que nunca podré pagarle... Cada vez que lo recuerdo, y todo lo que sentí en aquel momento... cuando vi que se me acercaba... con aquel aspecto tan noble... y yo tan insignificante, tan desamparada... ¡Cómo cambió todo! ¡En un momento cómo cambió todo! ¡Del abandono más total a la mayor de las felicidades!

-Es muy natural. Es muy natural, y es algo que te honra... Sí, que te honra, eso creo yo, al elegir tan bien y con tanta gratitud... Pero si esta predilección será correspondida, eso ya no puedo asegurártelo. No te aconsejo que te dejes llevar por tus sentimientos, Harriet. No tengo ninguna seguridad de que seas correspondida. Piensa en quién eres. Quizá sería más sensato oponerte a esta inclinación mientras te sea posible; pero no te dejes llevar en modo alguno por tu corazón, a menos de que estés convencida de que él se interesa por ti. Obsérvale. Deja que sea su proceder el que guíe tus sensaciones. Te digo ahora que seas precavida, porque nunca más volveré a hablar contigo de esta cuestión. Estoy decidida a no volver a mezclarme en ningún caso de ésos. A partir de este momento yo no sé nada de esto. No pronuncies ningún nombre. Antes hacíamos muy mal; ahora seremos más precavidas... Él está por encima de ti, de eso no hay duda, y parece que hay inconvenientes y obstáculos muy serios; pero, a pesar de todo, Harriet, cosas más difíciles han ocurrido, matrimonios más desiguales han llegado a celebrarse. Pero ten cuidado contigo misma; no quisiera que te entusiasmaras; a pesar de todo, termine como termine, ten la seguridad de que haber pensado en él es una señal de buen gusto que yo siempre sabré apreciar.

Harriet besó su mano, como muestra de gratitud silenciosa y sumisa. Emma cada vez estaba más convencida de que aquel enamoramiento no podía perjudicar a su amiga. Era algo que sólo podía conducirle a elevar su espíritu y a refinarlo... y que debía salvarla del peligro de cualquier enlace de categoría inferior a la suya.

CAPÍTULO XLI

En este estado de cosas, por lo que se refiere a proyectos, esperanzas y relaciones mutuas, empezó el mes de junio en Hartfield. En Highbury en general no hubo ningún cambio concreto. Los Elton seguían hablando de la visita que iban a hacerles los Suckling, y del uso que harían de su landó, y Jane Fairfax se hallaba aún en casa de su abuela; y como el regreso de Irlanda de los Campbell volvió a aplazarse, y se fijó la fecha de su vuelta, en vez de para mediados de verano para el mes de agosto, era probable que Jane se quedase en el pueblo dos meses más, con tal de que pudiera contrarrestar la actividad que la señora Elton estaba desarrollando para ayudarla, y salvarse de verse obligada a aceptar a toda prisa un magnífico empleo contra su voluntad.

El señor Knightley que, por algún motivo que sólo él conocía, desde el primer momento había demostrado sentir una profunda aversión por Frank Churchill, cada vez la sentía mayor. Empezó a sospechar que el joven, al cortejar a Emma hacía un doble juego. Que cortejaba a Emma era algo indiscutible. Todo lo demostraba; las atenciones que le dedicaba, las insinuaciones de su padre, la significativa reserva de su madrasta; todo coincidía; palabras, conducta, discreción e indiscreción, todo apuntaba hacia lo mismo. Pero mientras tantas personas le consideraban interesado por Emma, y la propia Emma le creía interesado por Harriet, el señor Knightley empezó a sospechar que el joven tenía cierta inclinación por Jane Fairfax. No podía comprenderlo; pero había indicios de que entre los dos pasaba algo... por lo menos así se lo parecía... indicios de que él la admiraba... Y después de haber observado sus reacciones, el señor Knightley, aun proponiéndose evitar a toda costa el exceso de imaginación que inducía a Emma a cometer tantos errores, no pudo por menos de admitir que sus suposiciones no eran totalmente equivocadas. Ella no estaba presente la primera vez que se despertaron sus sospechas. Fue en casa de los Elton, durante una comida a la que habían invitado a la familia de Randalls y a Jane; y había sorprendido miradas, más de una mirada dirigida a la señorita Fairfax, que en un admirador de la señorita Woodhouse parecía algo incongruente. En la siguiente ocasión en que coincidieron no pudo por menos de recordar lo que había visto la otra vez; ni evitar el observar detalles que, a menos de creerse como Cowper, soñando junto a su chimenea a la caída de la tarde,

Creándome yo mismo las visiones forzosamente tenían que reafirmarle en la sospecha de que había una relación oculta, una secreta inteligencia entre Frank Churchill y Jane.

Cierto día después de comer el señor Knightley salió a pasear, y decidió hacer una visita a Hartfield, como solía hacer muy a menudo; encontró a Emma y a Harriet que se disponían también a dar un paseo; él las acompañó, y al regresar se encontraron con un grupo mucho más numeroso que al igual que ellos habían considerado más prudente salir a hacer un poco de ejercicio a primera hora de la tarde, ya que el tiempo amenazaba lluvia; se trataba del señor y de la señora Weston, y de su hijo, y de la señorita Bates y de su sobrina, que se habían encontrado por casualidad. Cuando llegaron todos juntos ante la verja de Hartfield, Emma, que sabía que éstas eran exactamente la clase de visitas que le gustaban a su padre, insistió en que todos entraran y tomaran el té con él. El grupo de Randalls accedió inmediatamente; después de un discurso francamente largo de la señorita Bates, a quien muy pocas personas prestaron atención, también ella consideró posible aceptar la amabilísima invitación que les hacía la señorita Woodhouse.

Cuando atravesaban el jardín pasó cerca de allí el señor Perry a caballo, y los caballeros hicieron algunos comentarios acerca de su montura.

-Por cierto -dijo inmediatamente Frank Churchill dirigiéndose a la señora Weston-, ¿sigue teniendo intenciones de comprarse un coche el señor Perry?

La señora Weston pareció muy sorprendida, y dijo: -No sabía nada de esas intenciones.

-Por Dios, pero si fue usted quien me lo dijo. Me lo decía en una carta hace unos tres meses.

-¿Yo? ¡Imposible!

-Sí, sí, seguro. Lo recuerdo perfectamente. Usted lo mencionaba como algo inminente. La señora Perry se lo había dicho a alguien, y estaba muy contenta. Usted decía que había sido ella quien le había convencido, porque opinaba que cuando hacía mal tiempo era muy expuesto hacer las visitas a caballo. ¿Todavía no lo recuerda?

-¡Te prometo que es la primera vez que oigo hablar de ese asunto!

-¿La primera vez? ¿De veras? ¡Santo Cielo! Entonces, ¿cómo lo sé yo? Debo de haberlo soñado... Pero estaba completamente convencido... Señorita Smith, tengo la sensación de que está usted cansada. Supongo que se alegrará de estar ya en casa después de tanto andar.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? -exclamó el señor Weston-. ¿Qué decíais de Perry y de un coche? Frank, ¿va a comprarse un coche Perry? No sabes lo que me alegro. Te lo ha dicho él mismo, ¿no?

-Pues no -replicó su hijo riendo-. Parece ser que no me lo ha dicho nadie...

¡Qué raro! Yo, la verdad es que estaba convencido de que la señora Weston lo había mencionado en una de las cartas que me escribía a Enscombe, hace muchas semanas, dándome todos esos detalles... pero como ella dice que es la primera vez que oye hablar de eso, no hay otra explicación que la de que lo he soñado. Yo sueño mucho. Sueño con todo el mundo de Highbury cuando estoy lejos de aquí... y cuando ya he terminado con todos mis amigos íntimos, en-tonces empiezo a soñar con el señor y la señora Perry.

-Sí que es extraño -comentó su padre- que hayas tenido un sueño tan lógico y tan verosímil sobre gente en la que no es probable que pienses mucho en Enscombe. ¡Perry que se compra un coche! ¡Y su mujer que le convence para que se lo compre, por motivos de salud! Exactamente lo que ocurrirá un día u otro, no tengo la menor duda; sólo que ha sido un poco prematuro. ¡Qué cosas tan lógicas llegan a soñarse a veces!, ¿verdad? ¡Y a veces en cambio qué cantidad de absurdos! Bueno, Frank, desde luego tu sueño lo que demuestra es que piensas en Highbury cuando estás ausente. Emma, creo que tú también sueñas mucho, ¿verdad?

Emma estaba demasiado lejos para oírle; se había adelantado a los demás para avisar a su padre de la presencia de sus invitados, y no pudo oír la pregunta del señor Weston.

-Verán, para ser franca -exclamó la señorita Bates, que en los últimos dos minutos había estado intentando en vano hacerse oír-, si me permiten decir algo sobre esta cuestión... no es que yo niegue que el señor Frank Churchill pueda haber tenido... yo no quiero decir que no lo haya soñado... porque a veces yo misma tengo los sueños más raros que puedan imaginarse... pero si me preguntaran acerca de este caso, debería confesar que ya se habló de eso la primavera pasada; porque la propia señora Perry se lo dijo a mi madre, y los Cole también lo sabían igual que nosotros... pero era un secreto, no lo sabía nadie más, y sólo se habló de ello durante unos tres días. La señora Perry tenía muchas ganas de que su marido tuviese un coche, y una mañana vino a ver a mi madre muy contenta, porque creía que había logrado convencerle. Jane, ¿no te acuerdas que la abuelita nos lo contó, cuando volvimos a casa? No me acuerdo adónde habíamos ido... lo más probable es que fuéramos a Randalls; sí, creo que fue a Randalls. La señora Perry siempre ha querido mucho a mi madre...

bueno, la verdad es que todo el mundo la quiere mucho... y le contó eso como haciéndole una confidencia; desde luego que no se opuso a que nos lo contara a nosotras, pero no tenía que saberlo nadie más; y desde entonces hasta hoy yo no he dicho ni una palabra a nadie. Claro que yo no puedo responder de que alguna vez no se me haya escapado algo, porque ya sé que a veces digo cosas que no quería decir, sin darme cuenta. Yo soy habladora, ¿saben? Soy bastante habladora; y de vez en cuando se me escapan cosas que no deberían escapárseme. No soy como Jane; ojalá lo fuera. Estoy segura de que a ella nunca se le escapa nada. Por cierto, ¿dónde está? ¡Ah, aquí, detrás de mí! Sí, sí, me acuerdo perfectamente de cuando vino a vernos la señora Perry... ¡La verdad es que es un sueño curioso!, ¿eh?

Estaban ya en el vestíbulo. La mirada del señor Knightley había precedido a la de la señorita Bates en posarse sobre Jane; del rostro de Frank Churchill, en el que creyó ver turbación reprimida y seriedad, sus ojos se volvieron involuntariamente hacia el de ella; pero se había rezagado mucho y estaba distraída con su chal. El señor Weston ya había entrado. Los otros dos caballeros esperaron en la puerta para dejarla pasar. El señor Knightley sospechaba que Frank Churchill se proponía cambiar una mirada con ella... y parecía estar acechando la ocasión propicia... pero, de ser así, fue en vano...

Jane pasó entre los dos y entró en la sala sin mirar a nadie.

No hubo ocasión de hacer más comentarios ni de dar más explicaciones. Se admitía lo del sueño, y el señor Knightley tuvo que sentarse junto con los demás, alrededor de la gran mesa circular, tan moderna, que Emma había introducido en Hartfield, y que sólo Emma hubiese podido tener autoridad para poner allí y convencer a su padre de que se usara, en vez de la pequeña Pembroke en la que, durante cuarenta años, se habían servido dos de sus comidas diarias. El té pasó sin incidentes, y nadie parecía tener prisa por irse.

-Señorita Woodhouse -dijo Frank Churchill, después de haber revuelto los objetos de la mesa que tenía a sus espaldas y que alcanzaba con la mano -, ¿se han llevado sus sobrinos los abecedarios... aquella caja de letras? Solía estar aquí. ¿Dónde está? Es una velada un poco triste, casi debería considerarse como de invierno más que de verano. Una mañana nos divertimos mucho con aquellas letras. Me gustaría volver a jugar a los acertijos.

A Emma le gustó la idea; trajo la caja y la mesa pronto quedó cubierta por las letras del abecedario, que nadie más, excepto ellos dos, parecía dispuesto a manejar. En seguida empezaron a formar palabras que se intercambiaban entre sí o que presentaban a cualquiera que quisiese descrifrar el acertijo. Lo apacible del juego lo hacía particularmente grato al señor Woodhouse, que a menudo había tenido que soportar juegos mucho más movidos que había introducido en la casa el señor Weston; el padre de Emma, ahora era feliz, lamentando con melancólicos acentos la marcha de «los pobres niñitos», o comentando con satisfacción, cuando alguna letra se extraviaba cerca de su sitio, lo bien que Emma había sabido dibujarlas.

Frank Churchill puso una palabra delante de la señorita Fairfax; ésta, después de lanzar una rápida mirada a su alrededor, se aplicó a descifrarla. Frank estaba al lado de Emma, Jane enfrente de ellos... y el señor Knightley situado de tal manera que podía verles a todos; y su propósito era ver todo lo que pudiese sin demostrar que estaba observándoles. La palabra fue descifrada, y Jane apartó las letras con una leve sonrisa. Si hubiese querido que se mezclaran con las demás y que la palabra no pudiera recomponerse, hubiera tenido que mirar a la mesa en vez de mirar a los que tenía enfrente, ya que las letras no se mezclaron; y Harriet, que seguía con atención todas las palabras nuevas, al ver que no salía ninguna por el momento, recogió la última y se afanó por descifrarla. Estaba sentada al lado del señor Knightley, y se volvió hacia él para pedirle que le ayudara. La palabra era error; y cuando Harriet la proclamó triunfalmente en voz alta, la única reacción de Jane fue ruborizarse. El señor Knightley relacionó aquello con el sueño; pero no acertaba a comprender qué tenía que ver una cosa con la otra. ¿Cómo era posible que fa agudeza y la intuición de Emma estuvieran tan embotadas como para no darse cuenta de todo aquello? Temía que allí había algo oculto. A cada momento tenía indicios de que en ellos había una falta de sinceridad, un doble juego. Aquellas letras sólo les servían para un disimulado galanteo. Era un juego de niños que Frank Churchill había elegido para ocultar otro juego de más importancia, secreto.

Siguió observándole con gran indignación; y también con alarma y desconfianza al ver hasta dónde llegaba la ceguera de sus dos compañeras. Vio que preparaba una palabra corta para Emma, y que se la presentaba con un aire de forzada seriedad. Vio que Emma la descifraba en seguida y que la encontraba muy divertida, aunque por lo visto había algo en ella que la obligaba a no darle su aprobación; porque le oyó decir: