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Quilón se inclinó y dijo:

—Olvidaré.

Pero cuando Vinicio volvió la esquina y desapareció, extendió las manos hacia él y, amenazándole con los puños apretados, exclamó:

—¡Por Ate y las Furias! ¡No olvidaré!

Y se desmayó de nuevo.

XXXIII

El joven tribuno se encaminó directamente a la casa en donde vivía Miriam. Delante de la puerta encontró a Nazario, quien se mostró confundido al verle, pero Vinicio le saludó cordialmente y se hizo conducir por él a las habitaciones de su madre.

Vinicio encontró allí, además de a Miriam, a Pedro, Glauco, Crispo y Pablo de Tarso, quien había regresado recientemente de Fregelas.

A la vista del joven tribuno se pintó el asombro en todos los semblantes; pero él dijo:

—Os saludo en nombre de Cristo, a quien vosotros honráis.

—¡Sea su nombre glorificado por los siglos de los siglos! —contestaron ellos.

—He sido testigo de vuestras virtudes y objeto de vuestra bondad; permitidme, pues, que me acerque a vosotros como amigo.

—Y nosotros te damos también la bienvenida como amigo —contestó Pedro—. Siéntate, pues, señor, y comparte nuestra comida como huésped.

—Me sentaré y compartiré vuestra comida; pero, ante todo, escúchame tú, Pedro, y tú, Pablo de Tarso, a fin de que os convenzáis de mi sinceridad. Yo sé dónde vive Ligia. Acabo de pasar por delante de la casa de Lino, que se halla cerca de aquí. Tengo sobre Ligia el derecho de posesión que me ha sido otorgado por el César. Dispongo, en mis casas de la ciudad, de cerca de quinientos esclavos. Podría, pues, rodear el sitio donde se oculta y apoderarme de ella; sin embargo, no lo he hecho, y tampoco lo haré.

—Por eso, la bendición del Señor caerá sobre ti y se verá purificado tu corazón —dijo Pedro.

—Gracias te doy. Pero escuchadme todavía. No he hecho eso, aunque vivo asediado por la pena y el sufrimiento. Antes de conoceros me habría, indudablemente, apoderado de ella y la habría retenido por la fuerza; pero vuestra virtud y vuestra religión, si bien yo no la profeso, han efectuado un cambio en mi alma que me aparta de la violencia. Yo mismo no sé cuál es la causa de esto, pero así es. De ahí que acuda hoy a vosotros, que al presente hacéis las veces del padre y de la madre de Ligia, y os diga: «Dádmela por esposa, y os juro que no sólo no le he de prohibir la fe en Cristo, sino que yo mismo empezaré a iniciarme en los misterios de su religión».

Vinicio hablaba con firme acento, erguida la cabeza; no obstante, se sentía conmovido, y las piernas le temblaban bajo el manto. Como sus palabras eran escuchadas en silencio, se apresuró a continuar, como si quisiera anticiparse a una contestación desfavorable:

—Conozco los obstáculos que a ello se oponen, mas yo la amo como a mis ojos, y aun cuando todavía no me cuento entre los prosélitos del cristianismo, no soy ni enemigo vuestro ni contrario a Cristo. Es mi deseo inalterable ser con vosotros sincero, a fin de que confiéis en mí. Estos momentos son de vida o de muerte: os digo, pues, la verdad. Otro, quizá, os diría: «¡Bautizadme!»; yo, tan sólo os digo: «¡Dadme luz!». Creo que Cristo resucitó de entre los muertos, porque lo he oído decir a gentes que aman la verdad y que le vieron después de la muerte. Y creo, porque mis ojos han visto que vuestra religión da frutos de virtud, de justicia y de perdón y no la afean los crímenes que se os suelen imputar. Mas no tengo, hasta el presente, nociones cabales acerca de esa religión. Algunas he recibido de vosotros, otras he tomado de vuestros trabajos, algo me ha inculcado Ligia, y algo también he asimilado en nuestras conversaciones. Y os repito que ello ha influido para que en mí se operase una transformación. Ayer trataba yo a mis sirvientes con mano de hierro; ahora no puedo hacerlo. No conocía la compasión; la conozco ahora. Gustaba de los placeres; la otra noche hui del estanque de Agripa, pues encontré que mi alma se asfixiaba en esa atmósfera. Antes creía en la supremacía de la fuerza, y hoy me hallo despojado de tal convicción. Sabed que, al presente, me desconozco. Me disgustan las fiestas, el vino, el canto, las cítaras, las guirnaldas, la corte del César, los cuerpos desnudos y los crímenes. Cuando pienso que Ligia es blanca y pura como la nieve de las montañas siento crecer mi amor por ella; y cuando pienso que ella es así por virtud de vuestra religión amo y deseo esa religión. Pero, puesto que no la comprendo aún, puesto que ignoro si me será posible vivir sujeto a sus enseñanzas, o si podrá mi índole amoldarse a ello, me encuentro dominado por una incertidumbre y martirizado por un sufrimiento semejante al que experimentaría quien se hallara encerrado en un calabozo.

Y sus cejas se contrajeron de dolor y afluyó la sangre a sus mejillas; a continuación prosiguió con creciente vehemencia y febril precipitación:

—Ved, la incertidumbre y el amor me tienen sometido a un verdadero tormento. Me habían dicho que en la religión vuestra no hay sitio para la vida, ni para la alegría humana, ni para la felicidad, la ley, el orden, la autoridad o la dominación de Roma. ¿Es esto cierto? Me habían dicho también que erais unos locos; mas decidme vosotros qué es lo que traéis. ¿Es pecado amar, es pecado sentir alegría, es pecado ansiar la felicidad? ¿Sois vosotros, en verdad, los enemigos de la vida? ¿Debe, acaso, un cristiano llevar una existencia miserable? ¿He de renunciar yo a Ligia? ¿Qué hay de verdad en vuestros propósitos? Vuestros hechos y palabras se asemejan a la tersa superficie de un remanso transparente; mas decidme: ¿qué hay bajo esa superficie? Ya veis que soy sincero. Disipad mis tinieblas. También me han dicho esto: «Grecia creó la sabiduría y la belleza, Roma creó el poder; pero ellos, los cristianos…, ¿qué han creado?, ¿qué traen?». Decidme, pues, ¿qué es lo que traéis? Si hay luz detrás de vuestras puertas, ¡abrídmelas!

—Traemos el amor —dijo Pedro.

Y Pablo de Tarso agregó:

—Si yo hablara con la lengua de los hombres y la de los ángeles y no tuviera amor, mi voz no sería otra cosa que un sonoro bronce.

Entretanto, el corazón del anciano apóstol se conmovió a la vista de aquella alma doliente que, como ave enjaulada, pugnaba por abrirse camino hacia el espacio en demanda de aire y de sol; así, pues, extendiendo la mano hacia Vinicio, le dijo:

—«Llamad y os abrirán». El favor y la gracia de Dios han descendido sobre ti; por esta razón, yo te bendigo, y bendigo tu alma y tu amor en nombre del Redentor de la Humanidad.

Vinicio, que en su discurso había llegado hasta los límites del entusiasmo y de la vehemencia, saltó impulsivamente hacia Pedro al escuchar su bendición, y en aquel instante pudo presenciarse una escena insólita. Aquel descendiente de los quirites, que hasta hacía poco se había resistido a reconocer privilegios de hombre a un extranjero, se apoderó ahora de la mano del anciano galileo y se la llevó, lleno de gratitud, a los labios.

Pedro se sintió complacido al ver que su simiente caía en tierra propicia y que en su red de pescador acababa de entrar un alma nueva. Y los presentes, no menos regocijados ante aquella notoria manifestación de homenaje al apóstol de Dios, exclamaron al unísono:

—¡Gloria al Señor en las alturas!

Vinicio, entonces, se levantó con el rostro radiante de alegría y dijo:

—Ahora veo que la felicidad puede morar en medio de vosotros, puesto que yo me siento feliz y creo también que, de igual modo, llegaréis a convencerme de algunas otras verdades. Pero debo agregar que esto, por el momento, no es posible realizarlo en Roma. El César va a partir para Ancio y necesito acompañarle, porque he recibido la orden correspondiente. Y vosotros sabéis que no obedecerle equivale a la muerte. Mas si he logrado alcanzar favor a vuestros ojos, id conmigo para enseñarme vuestra verdad. Estaréis allí más seguros que yo mismo. Aun en medio de aquella multitud de gentes y en plena corte cesárea podréis proclamar la verdad. Dicen que Actea es cristiana, y cristianos hay hasta entre los pretorianos, pues yo mismo he visto soldados que se arrodillaban a tu paso, Pedro, en la Puerta Nomentana. En Ancio, yo tengo una casa de campo, en donde podremos reunirnos, a pocos pasos de la morada de Nerón. Glauco me ha dicho que vosotros estáis dispuesto a llegar hasta los confines de la Tierra para salvar un alma; así pues, haced en mi favor lo que habéis hecho en favor de aquellos por quienes habéis venido hasta aquí desde Judea; hacedlo, y no abandonéis mi alma.

Al escuchar estas palabras se pusieron a tomar consejo los cristianos, pensando, llenos de complacencia, en el triunfo de su religión y en lo que significaría para el mundo pagano la conversión de un augustano como Vinicio, descendiente de una de las más antiguas familias romanas. Ciertamente estaban dispuestos para llegar hasta el fin del mundo por la salvación de un alma humana, y, en realidad, no habían hecho otra cosa desde la muerte del Maestro, de manera que ni por un instante vino a su imaginación la idea de una respuesta negativa. Pedro era el pastor de las multitudes; así pues, no podía marchar; mas Pablo de Tarso, que no hacía mucho que había venido de Aricia y de Fregelas y que se estaba preparando ahora para emprender un largo viaje a Oriente, consintió en acompañar al joven tribuno hasta Ancio. Allí sería fácil tomar un buque con destino a Grecia.

Vinicio, aunque sentía grandemente que Pedro, a quien tanto debía, no pudiese partir para Ancio, le demostró toda su gratitud, y a continuación formuló su última súplica, en estos términos:

—Siéndome conocido el domicilio de Ligia, habría podido dirigirme a ella y preguntarle, como es de rigor, si estaría dispuesta a recibirme por esposo en caso de convertirse mi alma al cristianismo; pero he preferido hacerte a ti esta petición, ¡oh apóstol! Permíteme, pues, que yo la vea o condúceme hasta ella. Ignoro cuánto tiempo habré de permanecer en Ancio; y recuerda también que, al lado del César, nadie está seguro del mañana… El mismo Petronio me ha dicho que allí no me hallaría yo absolutamente a salvo. Déjame, pues, verla antes de partir; déjame saciarme con su vista y preguntarle si está dispuesta a perdonarme el mal que le he hecho y a compartir conmigo el bien.

Pedro sonrió bondadosamente y dijo:

—¿Quién puede negarte, hijo mío, una legítima alegría? Vinicio se inclinó de nuevo y besó las manos de Pedro, incapaz ahora de reprimir los transportes de júbilo de su corazón. El apóstol le tocó las sienes y dijo:

—No temas al César, pues en verdad te digo que no ha de caer un solo cabello de tu cabeza.

Y envió a Miriam en busca de Ligia, encargándole que no dijese quién estaba con ellos para dar una mayor alegría a la muchacha. La casa no estaba lejos de allí, de manera que, al cabo de pocos instantes, las personas presentes en la estancia pudieron ver entre los mirtos del jardín a Miriam, que traía de la mano a Ligia.

El primer impulso de Vinicio fue correr a su encuentro; mas, a la vista de las amadas formas de la joven, la felicidad pareció privarle hasta de sus energías, y permaneció inmóvil, palpitante el corazón, sin aliento, pudiendo apenas mantenerse en pie, cien veces más emocionado que el día en que por primera vez escuchara zumbar junto a su cabeza las flechas de los partos.

Ella penetró presurosa en el aposento, del todo ajena a lo que allí pasaba; mas, a la vista del joven, se detuvo y quedó fija en el suelo. Su semblante se cubrió de rubor, y luego, de una inmensa palidez, miró a los presentes con atónitos y atemorizados ojos. Pero a su alrededor no vio sino semblantes apacibles y llenos de bondad. El apóstol Pedro se acercó a ella y preguntó:

—Ligia, ¿le amas ahora como siempre?

Sucedió un instante de silencio. Los labios de la joven empezaron a temblar como los de un niño que está a punto de prorrumpir en llanto y se siente culpable, mas comprende que debe confesar su falta.

—Contesta —dijo el apóstol.

Entonces, llena de humildad, sumisión y temor, dijo la joven en voz baja, arrodillándose delante de Pedro:

—Sí; le amo.

En aquel instante, Vinicio se puso también de rodillas a su lado.

Pedro colocó entonces las manos sobre las cabezas de ambos jóvenes y dijo:

—Amaos en el Señor y para su gloria, pues no hay pecado en vuestro amor.

XXXIV

Paseándose con Ligia por el jardín, Vinicio hizo a la joven una somera reseña, con palabras nacidas de lo más hondo de su corazón, de lo que pocos momentos antes comunicara a los apóstoles, la alarma que se había apoderado de su alma, los cambios verificados en su naturaleza, y, por fin, el inmenso anhelo que había venido a oscurecer su existencia desde el momento en que abandonara ella la morada de Miriam. Confesó a Ligia que había intentado olvidarla, pero inútilmente. Había pensado en ella noches y días enteros. La pequeña cruz de boj que le había dejado mantenía constantemente vivo su recuerdo, y él la había colocado en su lararium y la había reverenciado involuntariamente, como si tuviese algo divino.

Y había languidecido más porque el amor se había adueñado de su alma desde el día en que la vio en casa de Aulo. Las Parcas devanaban el hilo de la existencia de los demás; el amor, la nostalgia, la melancolía habían estado devanando el suyo. Sus acciones habían sido malas, pero habían tenido por móvil el amor. Él la había amado cuando estaba en casa de Aulo y en el Palatino, cuando la vio en Ostrianum escuchando las palabras de Pedro, cuando fue, acompañado de Crotón, con el propósito de robarla, cuando velaba ella en la cabecera de su lecho y, por fin, cuando le había abandonado.

Luego había venido Quilón a participarle que había descubierto el nuevo alojamiento en que ella se encontraba y a insinuarle un segundo rapto; pero él había optado por castigar a Quilón y dirigirse a los apóstoles en busca de verdad y en busca de ella. Y bendecía el momento en que obedeció tal inspiración, pues se hallaba ahora, por fin, a su lado, y ella ya no huiría de él, como lo había hecho la última vez en casa de Miriam.

—Yo no hui de ti —dijo Ligia.

—Y entonces, ¿por qué te alejaste de mi lado?

Ella alzó hacia él sus ojos, en que había reflejos irisados, e, inclinando luego su avergonzada cabeza, dijo:

—Tú lo sabes…

Vinicio permaneció un momento silencioso, como embargado por la felicidad que desbordaba en su alma. Luego prosiguió refiriendo a la joven cómo sus ojos se habían ido gradualmente abriendo a la convicción de que ella era del todo diferente a las demás mujeres de Roma, y tan sólo se parecía a Pomponia Grecina. Además —y esto no podía explicarlo con claridad a Ligia, pues él mismo no lograba definírselo aún satisfactoriamente—, que en ella venía al mundo una belleza de otra índole, nueva, ideal, una belleza que no había existido en él antes: belleza que no sólo consistía en el cuerpo, sino en el alma. Y le dijo también algo que llenó de júbilo a la joven: que la amaba mucho más precisamente porque había huido de él, y que en su hogar sería sagrada para él.

Y luego le tomó una mano, y ya no pudo continuar; se limitó a contemplarla enajenado, como si viera en ella la felicidad entera de su vida, que acababa de conquistar, y repitió una y otra vez su nombre, como si quisiera convencerse de que, realmente, la había encontrado por fin y se hallaba próximo a ella:

—¡Oh Ligia, Ligia…!

Por último empezó a preguntarle, a su vez, cuáles habían sido sus impresiones respecto a él, y la joven confesó que le amaba desde el día en que ambos se vieron en casa de los Plaucio, que si Vinicio la hubiese devuelto a ellos desde el Palatino les habría confesado su amor y hubiera intentado apaciguar la cólera que hacia él debían de sentir.

—Te juro —dijo Vinicio— que ni siquiera por un instante había pensado en arrebatarte de la casa de Aulo. Algún día te referirá Petronio cómo yo le confesé cuánto te amaba y que deseaba casarme contigo. «Venga ella a cubrir de grasa de lobo la puerta de mi casa y venga a compartir mi hogar», le dije. Pero él se burló de mí e insinuó al César la idea de pedirte como un rehén que le pertenecía y de darte a mí. ¡Cuántas veces, en medio de mi dolor, no le he maldecido! Mas, acaso, el Destino así lo dispuso, pues de otra manera no habría conocido a los cristianos ni llegado a comprenderte…

—Créeme, Marco —replicó Ligia—; Cristo ha sido quien, en sus altos designios, te atrajo a Sí.

Vinicio alzó la cabeza, como sorprendido, y repuso luego con animación:

—¡Cierto! Pareció combinarse todo de admirable manera para que, al buscarte a ti, me encontrase a los cristianos. En Ostrianum escuché maravillado al apóstol, pues no había oído jamás conceptos semejantes. ¿Rogaste allí por mí?

—Sí —contestó Ligia.

Se hallaban en aquel momento delante de la glorieta cubierta de una espesa capa de hiedra y se aproximaban al sitio donde Urso, después de haber estrangulado a Crotón, se había arrojado sobre Vinicio.

—Aquí —dijo el joven— habría perecido a no ser por ti.

—No me hables más de eso —dijo Ligia— y no se lo recuerdes tampoco a Urso.

—¿Podría, acaso, haberme vengado de él porque te defendiera? Muy al contrario: de haber sido él esclavo, le habría concedido inmediatamente la manumisión.

—De haber sido él esclavo, Aulo le habría dado la libertad hace mucho tiempo.

—¿Recuerdas —preguntó Vinicio— que quise devolverte de nuevo a casa de Aulo, y tú temiste que llegara a saberlo el César y tomara por ello venganza? Pues bien: ahora podrás verlos tan a menudo como te plazca.

—¿Por qué, Marco?

—Te digo que «ahora», y creo que no habrá para ti peligro alguno en verlos cuando seas mía. Porque si al saberlo el César me preguntase qué había hecho del rehén que él me había dado, le contestaría: «Me he unido a ella en matrimonio, y ahora visita la casa de Aulo con mi consentimiento». No ha de permanecer largo tiempo en Ancio ya que desea hacer un viaje a la Acaya, de modo que, aun cuando allí permaneciera, no me será necesario verle todos los días. Apenas Pablo de Tarso me haya iniciado en los misterios de tu fe, recibiré el bautismo, regresaré aquí, me ganaré de nuevo la amistad de Aulo y Pomponia Grecina, quienes para entonces habrán vuelto a la ciudad, y, no existiendo ya obstáculos de ningún género, irás a ocupar tu sitio en mi hogar. ¡Oh carissima, carissima!

Y extendió la mano cual si quisiera poner al cielo por testigo de su amor. Y Ligia, alzando hacia él sus límpidos ojos, dijo:

—Y entonces diré: «Donde tú estás, Cayo, allí estoy yo, Caya».

—Sí, Ligia mía —exclamó Vinicio—. Y te juro que jamás mujer alguna habrá sido reverenciada en el hogar de su esposo como tú.

Y siguieron paseándose en silencio durante algún tiempo, pareciéndoles aún que era imposible que pudiera contenerse tamaña felicidad en sus pechos llenos de amor el uno para el otro, semejantes a una pareja de dioses, y tan hermosos como si la primavera los hubiese dado a luz junto con las flores.

Finalmente se detuvieron bajo el ciprés que se alzaba próximo a la puerta de la casa. Ligia se apoyaba contra el pecho de Vinicio, y éste le rogó, entonces, con voz temblorosa:

—Ordena a Urso que vaya a casa de Aulo en busca de tu mobiliario y de tus juguetes de niña y que los traslade a mi casa.

Mas ella, cubiertas las mejillas de rubor, parecida a una rosa o a la aurora, contestó:

—La costumbre ordena otra cosa…

—Lo sé. De ordinario, la pronuba conduce esos objetos detrás de la novia; pero tú querrás hacer esto por mí. Yo los llevaré a mi casa de campo, en Ancio, y serán otros tantos recuerdos que de ti me hablen.

Y aquí juntó las manos y repitió, como un niño que pide algo:

—Transcurrirán algunos días antes que Pomponia Grecina regrese; así pues, concédeme esto, diva, ¡concédemelo!

—Que Pomponia Grecina haga como guste —contestó Ligia, quien se había ruborizado más intensamente al oír nombrar a la pronuba.

Y de nuevo callaron ambos, sintiendo a la vez, a influjos de la pasión, que se les cortaba la respiración en el pecho.

Ligia se hallaba en pie, apoyada la espalda sobre el ciprés y destacándose en la sombra la blancura de su rostro, como una flor, bajo los ojos, palpitante el seno. El rostro de Vinicio se había transfigurado y había palidecido.

En el silencio de aquella plácida tarde sólo escuchaban el rítmico latir de sus corazones, y en medio del éxtasis que los embargaba, ese ciprés y los mirtos y la hiedra de la glorieta se transformaban a sus ojos en un jardín de amor.

Pero Miriam apareció en el umbral de la puerta y los invitó al refrigerio de la tarde. Se sentaron ambos jóvenes entre los apóstoles. Éstos los contemplaban con expresión regocijada, como a los representantes de la nueva generación, quienes, después de su muerte, habrían de seguir esparciendo la simiente de la nueva fe. Pedro partió y bendijo el pan.

Reinaba una apacible serenidad en todos los semblantes, y una atmósfera de inmensa dicha parecía extenderse sobre aquel lugar.

—Y ahora —dijo, por fin, Pablo, volviéndose a Vinicio— dime: ¿somos nosotros los enemigos de la vida y de la felicidad?

—Ahora lo comprendo perfectamente —contestó el joven—; pues nunca me he sentido tan dichoso como entre vosotros.

XXXV

Al anochecer de ese día, yendo Vinicio de regreso a su casa por el Forum, vio a la entrada del Vicus Tuscus la dorada litera de Petronio, conducida por fornidos bitinios, y, deteniéndole con un ademán, se aproximó a las cortinas.

—¡Espero que hayas tenido un sueño agradable y feliz! —exclamó, sonriendo, al ver que dentro de la litera Petronio dormitaba.

—¡Ah! ¿Eres tú? —dijo el árbitro, abriendo los ojos—. Sí; acababa de quedarme dormido, pues pasé la noche en el Palatino. He salido a comprar algunos libros para leer en el camino de Ancio. ¿Qué noticias tienes?

—¿Estás recorriendo librerías? —preguntó Vinicio.

—Sí, no me agrada introducir en mi biblioteca el más ligero desorden, así que estoy haciendo una provisión especial para el viaje. Es probable que tengamos ya algunas cosas nuevas de Musonio y Séneca. Estoy buscando también a Persio y una edición especial de las Églogas, de Virgilio, que me hace falta. ¡Oh, qué cansado estoy, y cómo me duelen las manos de tanto examinar libros! Porque, apenas se halla uno dentro de una librería, le domina la curiosidad y el deseo de registrarlo todo. Fui a la tienda de Avirno y a la de Atracto, en el barrio Argileto, y a casa de los Socios, en el Vicus Sandalarius. ¡Por Cástor! ¡Qué ganas tengo de dormir!

—¿Estuviste en el Palatino? Entonces podrás contarme lo que allí se dice. O mejor: ¿quieres enviar la litera y los libros a tu casa y venirte a la mía? Hablaremos allí de Ancio y de algún otro asunto.

—Bien —contestó Petronio, bajando de la litera—. Y, a propósito, ya sabrás que, pasado mañana, partimos para Ancio.

—¿Y cómo habría de saberlo?

—¿En qué mundo estás viviendo? Pues bien: he de ser, entonces, el primero que te anuncie la noticia. Sí; es preciso que estés preparado pasado mañana por la mañana. Han sido inútiles los guisantes en aceite de oliva, como ha sido inútil que se pusiera un paño alrededor de su gordo cuello: Barbas de Cobre está ronco. En vista de lo cual no se debe pensar en un aplazamiento. Él maldice a Roma, y a su atmósfera, y a todo cuanto la rodea; la vería gustoso arrasada hasta el nivel del suelo o destruida por las llamas; y desea llegar cuanto antes a orillas del mar. Dice que los olores que el viento le trae desde las calles estrechas le están empujando hacia la tumba. Hoy fueron ofrecidos en todos los templos grandes sacrificios a fin de que recobre la voz; y ¡ay de Roma, y especialmente del Senado, si no se restablece pronto!

—Entonces, ¿ya no habría motivo para efectuar el viaje a Acaya?

—Pero ¿acaso es ése el único talento que posee nuestro divino César? —preguntó Petronio, sonriendo—. Preséntese él en los juegos olímpicos como poeta, con su Incendio de Troya; como auriga, como músico, como atleta; y no sólo eso, aun hasta como danzante, y recibirá en cada ocasión todas las coronas destinadas a los vencedores. ¿Sabes por qué ha quedado ronco ese mono? Se empeñó ayer en igualar a nuestro Paris como danzarín y se puso a bailarnos las aventuras de Leda. Durante el baile sudó y se ha resfriado. Se hallaba tan mojado y resbaladizo como anguila que acaba de salir del agua. Cambió de máscara una y otra vez, dio más vueltas que un huso y manoteó como un marino borracho, hasta que el más profundo disgusto se apoderó de mí ante el espectáculo continuamente grotesco de un gran abdomen y sus delgadas piernas pataleantes. Paris le estuvo enseñando por espacio de dos semanas; pero ya puedes tú imaginarte a Ahenobarbus de Leda o de Cisne divino. ¡Era un perfecto ganso! Y ahora quiere presentarse ante el público en esa pantomima, primero en Ancio y después en Roma.

—Ya con haber cantado en público escandalizó a mucha gente. ¡Pensar ahora que hemos de ver a un César romano en el papel de mimo! No; me figuro que ni la misma Roma querrá soportarlo.

—Mi querido amigo: Roma ha de soportarlo todo, y el Senado tributará un voto de gracias al «Padre de la patria» —dijo Petronio. Y luego añadió—: Y ya verás a la plebe orgullosa al ver al César convertido en un bufón.

—Mas dime tú mismo: ¿es posible llegar a mayor envilecimiento?

Petronio se encogió de hombros y dijo:

—Como tú vives encerrado en tu casa, embebido en tus meditaciones acerca de Ligia o de los cristianos, acaso no sabes lo que ocurrió hace apenas dos días. Nerón se unió públicamente en matrimonio con Pitágoras, que llevaba un traje de novia. Esto parecía haber colmado los límites de la locura, ¿no es verdad? Pues bien: se llamó a los flámines, que acudieron y celebraron la ceremonia con toda solemnidad. Estuve presente en ella. Soy de mucho aguante; sin embargo, entonces se me ocurrió, lo confieso, que los dioses, si algunos existiesen, debieron allí mismo haber dado muestras de su poder… Pero el César no cree en los dioses y tiene razón.

—De manera que Nerón es, entonces, en una persona, sumo sacerdote, dios y ateo —dijo Vinicio.

—Cierto —repuso Petronio, riendo—. Eso no me había venido a la mente, pero forma una mezcla como no se ha visto antes otra igual en el mundo.

Luego, después de un momento de silencio, agregó:

—Y sería menester añadir que ese Sumo Pontífice, que no cree en los dioses y los desdeña aun siendo ateo, los teme.

—Y prueba de ello es lo que aconteció en el templo de Vesta.

—¡Qué sociedad!

—A tal sociedad, tal César. Pero esto no ha de durar mucho.

Así conversando entraron en casa de Vinicio, quien, con regocijado acento, pidió la cena, y, a continuación, volviéndose a Petronio, repuso:

—No, querido; la sociedad necesita una renovación.

—Renovación que no haremos nosotros —contestó Petronio—, aunque no sea más que por esto: en los actuales tiempos de Nerón, el hombre es sólo una mariposa que vive el corto espacio de un día a la luz del sol del favor cesáreo, y, al primer cierzo helado, perece. ¡Por el hijo de Maya! Más de una vez me he hecho esta pregunta: ¿en virtud de qué milagro un hombre como Lucio Saturnino ha podido llegar hasta la edad de noventa y tres años, y sobrevivir a Tiberio, a Calígula y Claudio? Mas hablemos de otra cosa. ¿Quieres permitir que mande tu litera en busca de Eunice? Se me ha pasado el sueño y desearía pasar algunos momentos agradables. Ordena que durante la cena nos recreen el oído algunos citaristas, y después hablaremos de Ancio. Es necesario pensar en ello, especialmente en lo que te concierne.

Vinicio mandó a buscar a Eunice, pero declaró a su tío que no deseaba torturar su cabeza con el pensamiento de su próxima permanencia en Ancio.

—Háganlo aquellos que no pueden vivir de otra manera que al calor de los rayos del favor del César —agregó—. El mundo no termina en el Palatino, especialmente para los que tienen algo más en sus corazones y en sus almas.

Dijo estas palabras con acento tan despreocupado y a la vez tan lleno de animación y de alegría, que todo esto sorprendió a Petronio extraordinariamente. De ahí que éste, después de mirarle con detenimiento, le preguntase:

—¿Qué te pasa? Hoy te encuentro como en los días que llevas a tu cuello la bulla de oro.

—Me siento feliz —contestó Vinicio—. Y te he invitado expresamente con el fin de participártelo.

—¿Qué ha sucedido?

—Algo que yo no cambiaría por todo el Imperio romano.

Luego se sentó, se apoyó en el brazo de la silla, reclinó la cabeza en la mano y habló con el rostro risueño y la mirada luminosa:

—¿Recuerdas aquel día en que fuimos a casa de Aulo Plaucio y allí viste por primera vez a una divina doncella, a quien tú mismo llamaste Aurora y Primavera? ¿Recuerdas a esa Psique incomparable, a la más bella de todas vuestras vírgenes y de todas vuestras diosas?

Petronio le miró con tal asombro que parecía dudar acerca del estado mental de su sobrino.

—¿De quién hablas? —preguntó por fin—. En efecto, recuerdo a Ligia.

—Soy su prometido esposo.

—¡Qué!

Pero Vinicio se puso en pie de un salto y, llamando a su mayordomo, dijo:

—¡Que todos los esclavos acudan ahora mismo a mi presencia, sin exceptuar a ninguno!

—¿Tú eres su prometido esposo? —repitió Petronio.

Y antes que se hubiera repuesto de su asombro, el inmenso atrium se vio invadido por un numeroso enjambre de gente. Había entre ellos ancianos trémulos, hombres en todo el vigor de la edad, mujeres, muchachos y niñas. A cada momento se iba llenando más y más el atrium; en los corredores, denominados fauces, se oían voces que hacían llamamientos en diversos idiomas. Todos ocuparon, finalmente, sus respectivos puestos, en filas a lo largo de los muros y por entre las columnas.

Vinicio, en pie cerca del impluvium, se volvió entonces a Demas, el liberto, y dijo: