Read the book: «100 Clásicos de la Literatura», page 825

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—¡Ah! —dijo Quilón—. Entonces, ¿tu casa se halla en el Transtíber? Como no he estado mucho tiempo en Roma, ignoro qué nombres tienen sus diferentes barrios. Cierto es lo que has dicho, amigo; llegué hasta tu puerta e imploré a Vinicio, en nombre de la virtud, que no entrara. Estuve, asimismo, en Ostrianum, ¿y sabes tú por qué? Desde hace algún tiempo he venido trabajando por la conversión de Vinicio y deseaba que escuchase la palabra del príncipe de los apóstoles. ¡Ojalá que la luz penetre en su alma y en la tuya! Pero tú eres cristiano y, por serlo, deseas que la verdad impere sobre la mentira.

—Cierto es —contestó Urso con humildad.

El valor volvió entonces por completo al alma de Quilón.

—Vinicio es un señor muy poderoso —dijo— y amigo del César. Suele todavía escuchar a menudo las sugestiones del espíritu del mal; pero si tan sólo uno de sus cabellos cayera de su cabeza, el César tomaría de ello venganza en todos los cristianos.

—Un poder más alto nos protege.

—¡Ciertamente! ¡Ciertamente! ¿Mas qué intentáis vosotros hacer de Vinicio? —preguntó Quilón, que había vuelto a alarmarse.

—No lo sé. Cristo ordena perdonar.

—Has contestado perfectamente. Piensa siempre así, pues de otra manera irás a freírte en el infierno como una salchicha en una sartén.

Suspiró Urso, y Quilón pensó entonces que podría siempre hacer cuanto quisiera de aquel hombre, tan terrible en su primer arranque. Así pues, deseando saber qué fin había tenido el nuevo intento de apoderarse de Ligia, siguió interpelando al gigante, ahora con el severo acento de un juez:

—¿Qué has hecho de Crotón? Habla y no inventes.

Suspiró por segunda vez Urso y le dijo:

—Pregúntaselo a Vinicio.

—Eso quiere decir que le heriste con un puñal o le mataste a palos. —Estaba desarmado.

El griego no pudo reprimir un movimiento de admiración ante la sobrehumana fuerza del bárbaro.

—¡Que Plutón…! —dijo—. Es decir, ¡que Dios te perdone!

Y continuaron por algún tiempo caminando en silencio. Luego, Quilón repuso:

—Yo no he de traicionarte; pero ten cuidado con los guardias. —Temo a Cristo, no a los guardias.

—Eso está muy bien. Pero no hay crimen más atroz que el asesinato. Rogaré a Dios por ti; mas no sé si mis oraciones llegarán a ser eficaces, a menos que tú hagas voto de no volver a tocar a nadie ni con la punta del dedo.

—A decir verdad, yo no he matado deliberadamente —contestó Urso.

Mas Quilón, que deseaba estar perfectamente a cubierto en todo caso, siguió fulminando anatemas contra el asesinato e instando a Urso para que, de una vez por todas, formulase aquel voto de abstinencia. Le hizo también insistentes preguntas acerca de Vinicio; pero el ligio contestaba de mala voluntad a todas sus averiguaciones, repitiendo siempre que de boca de Vinicio sabría todo lo que deseaba.

Entretanto habían recorrido ya el largo camino que separaba del Transtíber el domicilio del griego y se encontraron por fin frente a la casa. El corazón del griego empezó de nuevo a palpitar aceleradamente. El miedo le hacía creer ahora que Urso le estaba mirando con una expresión de lobo hambriento.

«Exiguo consuelo sería para mí —dijo hablando consigo mismo— que este bárbaro fuese ahora a matarme sin deliberación o contra su voluntad. Prefiero, en todo caso, que le sobrevenga un ataque de parálisis, a él y a todos los demás ligios, lo cual, ¡oh Zeus!, te pido permitas que suceda, si de ello eres capaz».

Y se envolvió aún más en su manto gálico, repitiendo que era por temor al frío. Finalmente, cuando hubieron salvado la entrada y el primer patio y se encontraron en el corredor que conducía al jardín de la casita, se detuvo repentinamente y dijo:

—Déjame tomar alientos, pues de otra manera me será imposible hablar con Vinicio y darle mis saludables consejos.

E hizo alto; pues, aunque pensaba que no le amenazaba ningún peligro inmediato, le temblaban las piernas ante la idea de encontrarse en medio de esas misteriosas gentes que viera en Ostrianum. Entretanto llegó a los oídos de ambos un himno, cuyos ecos procedían de la casita.

—¿Qué es eso? —preguntó Quilón.

—Dices que eres cristiano y no sabes que es costumbre entre nosotros, después de cada comida, glorificar a nuestro Salvador cantando himnos de agradecimiento —contestó Urso—. Deben de haber llegado ya Miriam y su hijo, y acaso esté con ellos el apóstol, quien visita a la viuda y a Crispo todos los días.

—Llévame inmediatamente donde está Vinicio.

—Vinicio se encuentra en el mismo aposento con todos, porque es el único espacioso; los demás son cuartos pequeños, a los cuales nos retiramos tan sólo a las horas de dormir. Entra y allí descansarás.

Y entraron.

El aposento se hallaba envuelto en una semioscuridad, pues la tarde estaba nublada y fría, no alcanzando las luces de unas cuantas velas a disipar por completo la penumbra. Vinicio adivinó más bien que reconoció a Quilón en aquel hombre encapuchado. El griego vio en un extremo del aposento un lecho y a Vinicio acostado en él. Se le acercó sin mirar a ninguno de los presentes, como si le asistiese la convicción de que estaría más seguro a su lado.

—¡Oh señor! ¿Por qué no has querido seguir mis consejos? —exclamó, juntando las manos.

—¡Silencio —dijo Vinicio— y escucha!

Y miró a Quilón con fijeza; y enseguida, de manera enérgica y pausada, como queriendo significar al griego que cada una de sus palabras era una orden, a fin de que las grabase en la memoria, le habló así:

—Crotón se arrojó sobre mí con ánimo de asesinarme y robarme, ¿entiendes? Yo, entonces, le maté, y estas gentes han curado las heridas que recibí en la lucha.

Quilón comprendió al punto que si Vinicio hablaba de ese modo, ello debiera ser en virtud de algún arreglo hecho con los cristianos y que, siendo así, deseaba que todos dieran crédito a lo que estaba diciendo. Leyó esto mismo en la expresión de su semblante; así, pues, sin demostrar duda ni asombro, levantó los ojos al cielo y exclamó:

—¡Pérfido malhechor, señor! Pero ya te advertí que desconfiaras de él; has de recordar que mis enseñanzas rebotaban en su obtusa cabeza como guisantes arrojados contra una pared. No hay en todos los infiernos tormentos bastantes para el castigo de su crimen. Y es que el hombre, incapaz de honradez, ha de ser siempre un pícaro. ¿Podrá haber cosa más difícil para un pícaro que ser hombre honrado? Pero ¡caer sobre un bienhechor, sobre un señor tan magnánimo!… ¡Oh dioses!…

Mas, recordando en aquel momento que en el camino se había presentado a Urso como cristiano, se calló.

—A no haber sido por la sica que conmigo traía, me habría asesinado —dijo Vinicio.

—Bendigo el momento en que te aconsejé que llevaras siquiera un cuchillo.

Vinicio dirigió al griego una mirada inquisitiva y preguntó:

—¿Qué has hecho hoy?

—¿Cómo?… ¡Qué!… ¿No te dije, señor, que hice mi voto por tu salud?

—¿Y nada más?

—Me preparaba para venir a visitarte, cuando este buen hombre llegó a casa y me dijo que tú enviabas por mí.

—Aquí tienes una tablilla. Con ella irás a mi casa, buscarás a mi liberto y se la entregarás. En esa tablilla comunico que he partido para Benevento. De tu parte dirás a Demas que me fui esta mañana, llamado por una carta urgente de Petronio.

Y aquí repitió, recalcando:

—He ido a Benevento, ¿entiendes?

—Te has ido, señor. Esta mañana te despedí en la Puerta Capena, y desde el momento de tu partida se apoderó de mí tal tristeza, que si tu magnanimidad no viene a endulzarla he de llorar hasta morir, como la cuitada esposa de Ceto, inconsolable por la pérdida de Itilio.

Vinicio, aunque enfermo y habituado a las artimañas del griego, no pudo reprimir una sonrisa; estaba contento, además, de que Quilón le hubiese comprendido inmediatamente. Así que le dijo:

—Entonces añadiré que te enjuguen las lágrimas. Dame la vela.

Quilón, completamente serenado, se levantó y, dando unos cuantos pasos hacia la chimenea, tomó una de las velas que junto a la pared ardían.

Pero mientras esto hacía se le cayó de la cabeza el capuchón, y la luz dio de lleno en su semblante.

Saltó al punto Glauco de su asiento y, acercándose al griego, se le puso delante y le preguntó:

—Cefas, ¿no me reconoces?

Y en su voz había una entonación tan terrible, que un estremecimiento se apoderó de todos los presentes.

Quilón alzó la vela, y casi al mismo tiempo la dejó caer al suelo; enseguida se dobló casi por completo y empezó a gemir:

—¡Yo no soy!… ¡Yo no soy!… ¡Compasión!…

Glauco se volvió a los cristianos allí reunidos y les dijo:

—He aquí el hombre que me traicionó, que nos arruinó a mí y a mi familia.

La historia era sabida de todos los cristianos y de Vinicio, el cual, si no identificó desde el primer momento a Glauco, fue solamente por haberse desmayado varias veces como consecuencia del dolor mientras le estaban curando la herida, debiéndose a esa circunstancia el que no le oyera llamar por su nombre. Mas, para Urso, las palabras de Glauco en aquel breve instante fueron como los destellos de un relámpago en medio de la oscuridad. Habiendo reconocido al punto a Quilón, se puso de un salto a su lado, se apoderó de su brazo, se lo echó hacia atrás y exclamó:

—¡Este es el hombre que me persuadió de que debía matar a Glauco!

—¡Perdón! —gimió Quilón—. Te devolveré… Señor —exclamó, volviéndose hacia Vinicio—, ¡sálvame! Yo he confiado en ti; ponte ahora de mi parte. Tu carta…, yo la entregaré. ¡Señor! ¡Señor!

Pero Vinicio, que veía cuanto estaba pasando con mayor indiferencia que nadie, en primer lugar porque todos los asuntos del griego le eran conocidos, y segundo porque su corazón no conocía la compasión, dijo:

—Enterradle en el jardín; otro puede llevar la carta.

Le pareció a Quilón que estas palabras eran su sentencia capital. Crujían sus huesos en las terribles manos de Urso, y el dolor inundaba de lágrimas sus ojos.

—¡Por vuestro Dios, tened piedad de mí! —exclamó—. ¡Yo soy cristiano, y si no lo creéis bautizadme de nuevo, bautizadme dos, tres, diez veces! ¡Glauco, ésta es una equivocación!… ¡No me matéis!… ¡Tenedme lástima!…

Su voz, que sofocaba el sufrimiento, iba debilitándose más y más, cuando el apóstol Pedro se levantó de la mesa. En el breve espacio de un instante movió primero la blanca cabeza y la inclinó luego sobre el pecho, en tanto que entornaba los ojos. Los abrió después y dijo, en medio de un solemne silencio:

—El Salvador nos ha dicho: «Si tu hermano ha pecado contra ti, castígale; pero si se arrepiente, perdónale. Y si te ha ofendido siete veces al día y ha vuelto a ti los ojos otras siete veces, diciendo: "¡Ten piedad de mí!", perdónale».

Sobrevino un silencio todavía más profundo. Glauco permaneció largo tiempo con el rostro oculto entre las manos. Lo descubrió por fin y, dijo:

—Cefas, ¡quiera Dios perdonar tus ofensas como yo te las perdono!

Y Urso, dejando caer a su vez los brazos del griego, agregó:

—¡Que el Salvador tenga piedad de ti, así como yo también te perdono!

Quilón se desplomó en el suelo y, apoyándose en él con las manos, volvió a todos lados la cabeza como una bestia feroz a quien han cogido en un lazo y mira a su alrededor para ver de qué lado viene la muerte. Le era imposible dar crédito a sus ojos y a sus oídos y no se atrevía a esperar el perdón. Lentamente fue recobrando la posesión, de sus facultades; sus labios, cárdenos, temblaban aún a impulsos del terror.

—Vete en paz —le dijo el apóstol.

Quilón se levantó, mas no pudo articular una palabra. Se aproximó al lecho de Vinicio, como si todavía quisiera hallar protección junto a él. No había podido aún reunir sus ideas lo bastante para detenerse a pensar que aquel hombre, después de haber utilizado sus servicios y cuando todavía era su cómplice, acababa de condenarle, en tanto que le perdonaban todos aquellos a quienes había ofendido. Esa idea acudiría más tarde a su mente. Por el momento, sus miradas tan sólo denunciaban incredulidad y asombro. Aun cuando estaba viendo que le perdonaban, deseaba ahora sustraer cuanto antes su cabeza del poder de aquellas incomprensibles gentes, cuya bondad le aterrorizaba casi tanto como le hubiese aterrorizado su crueldad. Le parecía que permaneciendo allí por más tiempo, algo inesperado podría sucederle. Así, pues, apenas se halló en pie delante de Vinicio, dijo con voz quebrantada:

—¡Dame la carta, señor!… ¡Dame la carta!

Y, apoderándose de la carta que Vinicio le alargó, hizo una reverencia a los cristianos, se fue deslizando medrosamente pegado a la muralla y se apresuró a salvar el umbral de la puerta. Cuando se encontró en el jardín, envuelto entre las sombras de la noche, de nuevo le erizó los cabellos el miedo, pues estaba ahora seguro de que Urso se abalanzaría fuera para perseguirle y le mataría en medio de la oscuridad.

De muy buen grado hubiera echado a correr; pero, en el primer momento, las piernas no le obedecieron y no tardó en perder por completo el dominio sobre ellas. Era que Urso se hallaba efectivamente a su lado.

Quilón cayó con el rostro en tierra y empezó a gemir:

—¡Urbano! ¡En el nombre de Cristo!

Pero Urbano le dijo:

—No temas. El apóstol me manda que te acompañe hasta más allá de las puertas de la ciudad, por temor de que puedas extraviarte en la oscuridad. Me ha dicho también que, si te llegan a faltar las fuerzas, te conduzca hasta tu casa.

—¿Qué dices? —preguntó Quilón, levantando la cabeza—. ¡Qué! ¿No me matarás?

—No; y si al cogerte por los brazos estuve contigo brusco y te he magullado algún miembro de tu cuerpo perdóname.

—Ayúdame a levantarme —dijo el griego—. Entonces, ¿no me vas a matar? ¿No lo harás? Llévame hasta la calle: de allí me iré solo.

Urso le alzó como pudiera hacerlo con una pluma y le hizo ponerse en pie; enseguida le condujo a través del oscuro corredor hasta el segundo patio. Desde allí atravesaron el pasaje que había a la entrada y llegaron hasta la calle. En su tránsito del patio al corredor iba Quilón repitiendo interiormente: «¡Todo ha concluido para mí!». Sólo cuando se vio en la calle logró, por fin, reponerse un tanto y decir:

—Puedo seguir solo mi camino.

—Que la paz sea contigo —dijo entonces Urso, al separarse de él.

—¡Y contigo! ¡Y contigo! ¡Déjame tomar aliento!

Y después que Urso hubo regresado a la casa empezó Quilón, por fin, a respirar a pleno pulmón. Se tocó la cintura y las caderas para convencerse de que aún existía. Enseguida empezó a andar presurosamente. Tras haber marchado unos pasos, se paró y dijo:

—Pero ¿por qué no me mataron?

Y a pesar de todas sus conferencias con Euricio acerca de las enseñanzas del cristianismo, a pesar de la conversación que a la orilla del río tuvo en Ostrianum, no halló una respuesta satisfactoria para aquella pregunta.

XXV

Ni tampoco Vinicio pudo descubrir la causa de lo que había sucedido, y en el fondo de su alma se hallaba casi tan asombrado como Quilón.

Que aquellas gentes le hubieran tratado de aquella manera, y en vez de tomar venganza por el atropello que efectuó en su casa le hubieran curado con solicitud sus heridas se lo explicaba atribuyéndolo en parte a la doctrina que confesaban y en parte mayor a Ligia, y, además, por la importancia que tenía él como tribuno militar.

Pero la conducta observada por los mismos con respecto a Quilón se hallaba fuera del alcance de su comprensión acerca del límite a que pudiera llegar la magnanimidad de los hombres. Y a su espíritu venía, con tenacidad no satisfecha, esta pregunta: «¿Por qué no mataron al griego?». Habrían podido hacerlo con absoluta impunidad. Urso le habría enterrado en el jardín o llevado en medio de las sombras de la noche hasta el Tíber, que durante aquel periodo de asesinatos nocturnos, cometidos hasta por el propio César en persona, arrojaba por la mañana cuerpos humanos con tanta frecuencia, que nadie se preocupaba ya en averiguar de dónde procedían. En su concepto, a los cristianos les asistía no sólo el poder, sino el derecho de matar a Quilón.

Por cierto que no era la compasión cosa del todo extraña al mundo a que pertenecía el joven patricio. Los atenienses habían erigido un altar a la Misericordia, y por espacio de mucho tiempo se habían opuesto a la introducción en Atenas de los combates de gladiadores. En la misma Roma, los vencidos lograban en ocasiones alcanzar el perdón, como había sucedido, por ejemplo, a Calícrato, rey de los britanos, hecho prisionero en la época de Claudio. El vencedor, además de haber ordenado que se atendiese con generosidad a las necesidades del prisionero, le había permitido vivir libremente en la ciudad. Pero la venganza de una ofensa personal le parecía a Vinicio, como a todos, no sólo natural, sino también perfectamente justificada.

El abandono de tal derecho era cosa inconciliable con su manera de pensar. Cierto es que en Ostrianum había oído él al apóstol prescribir que se debía amar aun a los enemigos; pero consideraba que ésa era tan sólo una especie de teoría de imposible aplicación en la vida.

Luego cruzó por su cabeza esta conjetura: tal vez no habían dado muerte a Quilón por ser aquel día el de una de las festividades rituales o hallarse comprendido dentro de alguna de las fases de la luna, durante las cuales estuviera vedado a los cristianos matar a un hombre. Había oído decir que en ciertas naciones hay días en los cuales no es permitido: ni siquiera declarar o aceptar la guerra. Pero entonces, si tal era el caso, ¿por qué no habían entregado al griego a la justicia? ¿Por qué decía el apóstol que si un hombre pecaba siete veces era menester perdonarle siete veces, y por qué Glauco había dicho a Quilón «Que Dios te perdone como yo te perdono»?

Quilón le había inferido el más terrible agravio que un hombre puede hacer a otro. Al solo pensamiento de cómo habría él de obrar respecto a un hombre que matase a Ligia, por ejemplo, el corazón de Vinicio parecía bullirle en el pecho como el agua hirviendo: ¡no habría tormento que no fuera él capaz de aplicar en satisfacción de su venganza! Pero Glauco había perdonado; también había perdonado Urso; Urso, que era capaz de matar en Roma con perfecta impunidad a quien quisiera, pues le bastaba para ello tan sólo dar muerte al rey de las selvas de Nemea y ocupar su puesto. ¿Acaso el gladiador que ocupaba su puesto —al que había llegado tan sólo después de matar al rey anterior— sería capaz de resistir al hombre a quien Crotón no había podido vencer?

Sólo había una respuesta que dar a todas estas preguntas: los cristianos no mataban por una bondad tan grande, que no tenía precedente en el mundo, y por un amor sin límites a sus semejantes, amor que les ordenaba olvidarse de sí mismos, de las ofensas recibidas, de la propia felicidad y del propio infortunio y vivir tan sólo para los demás. En Ostrianum, Vinicio había oído hacer mención del premio que habría de conquistarse con tal conducta; pero no lo comprendía. Estimaba que la vida terrena, relacionada con la obligación de renunciar a todo lo que es bueno y agradable en provecho de los demás, debía de ser una vida miserable. Así pues, en el concepto que se iba formando acerca de los cristianos había, además del mayor asombro, mucha lástima y, como si dijéramos, cierto asomo de desdén.

Le parecían unas ovejas que, tarde o temprano, habrían de verse devoradas por los lobos, y su índole romana era incapaz de prestarse a reconocer personalidad a gentes que se ofrecían como presa para ser devoradas. Sin embargo, una cosa le sorprendió: que, después de la partida de Quilón, en los semblantes de todos parecía resplandecer una especie de íntima alegría.

El apóstol se aproximó a Glauco, le puso la mano sobre la cabeza y dijo:

—¡Cristo ha vencido en ti!

Glauco alzó entonces los ojos, llenos de esperanza e iluminados de júbilo, como si acabara de favorecerle una grande e inesperada ventura. Vinicio, que sólo conocía el placer o la satisfacción nacidos de la venganza cumplida, le contempló con ojos agrandados por la fiebre, como quien mira a un loco. Y vio luego, no sin honda indignación secreta, que, a continuación, Ligia posaba sus labios de reina sobre la mano de aquel hombre que tenía el aspecto de un esclavo, y le pareció que el orden del mundo estaba totalmente trastocado.

Enseguida, Urso refirió cómo había acompañado a Quilón hasta la calle y cómo allí le había pedido que le perdonara si le había hecho algún daño al tomarle rudamente por los brazos. Por esto, el apóstol le bendijo otra vez.

Crispo declaró que era aquél un día de grandes victorias, y al oír esto, Vinicio perdió por completo la ilación de sus pensamientos. Pero cuando Ligia vino de nuevo a ofrecerle una bebida refrescante, retuvo su mano durante unos instantes y dijo:

—Entonces, ¿tú también me has perdonado?

—A nosotros, los cristianos, no nos está permitido guardar rencor en nuestros corazones.

—Ligia —dijo el joven—, quienquiera que sea tu Dios, le rindo homenaje, sólo porque es tu Dios.

—Le rendirás homenaje en tu corazón cuando hayas aprendido a amarle.

—Sólo porque es tu Dios —repitió Vinicio con voz desfallecida.

Enseguida cerró los ojos, pues la debilidad se había de nuevo apoderado de él. Ligia salió entonces, pero volvió un poco más tarde, y se inclinó hacia el joven para ver si dormía.

Vinicio, presintiendo que se hallaba ella próxima, abrió los ojos y sonrió. Ligia pasó la mano levemente sobre ellos, como para incitarle al sueño. Se halló entonces Vinicio dominado por una sensación de dulcísimo bienestar; pero luego se sintió más penosamente enfermo, y así era realmente. La noche había llegado, y con ella una fiebre más violenta. Vinicio no podía dormir y seguía con la vista a Ligia dondequiera que ésta fuese.

Por momentos caía en una especie de sopor, durante el cual veía y oía todo cuanto pasaba a su alrededor, pero en el que también la realidad se hallaba mezclada con febriles delirios. Entonces le parecía que en un antiguo y desierto cementerio se alzaba un templo en forma de torre, y en el que Ligia era la sacerdotisa. Y él no quitaba los ojos de la joven y la veía en la cúspide de la torre con un laúd en las manos, destacándose en plena luz, como aquellas sacerdotisas que en las horas de la noche cantaban himnos en honor de la luna y a quienes viera él en el Oriente.

Él mismo iba ascendiendo con gran esfuerzo por una escalera de caracol, a fin de llegar hasta la cúspide y llevarse consigo a la joven. Detrás venía Quilón como arrastrándose, castañeteándole por el terror los dientes y repitiendo: «Señor, no hagas eso; ella es una sacerdotisa, y Él ha de tomar venganza». Vinicio no sabía quién era Él; pero comprendía que iba a cometer un sacrilegio y empezaba también a sentir un terror sin límites. Pero al acercarse a la balaustrada que rodeaba la cúspide de la torre, el apóstol, con su barba plateada, apareció junto a Ligia y dijo: «No alcéis la mano sobre ella. Me pertenece». Y luego siguió adelante con la joven, yendo por un camino formado por rayos de luna, como si fuera el sendero que conducía al cielo. El extendió entonces las manos hacia ellos y les pidió que le llevaran en su compañía.

Aquí despertó, recobró el sentido y miró en derredor suyo. El fuego brillaba ahora más débilmente, dando, sin embargo, bastante claridad.

Todos se hallaban calentándose junto a él, pues la noche era fría y desabrigada la estancia. Vinicio veía cómo de los labios de todos salía el aliento en forma de tenue vapor. En medio de ellos estaba el apóstol. A sus pies, y sobre un escabel, hallábase Ligia; a continuación, Glauco, Crispo y Miriam. Al extremo, en un lado, Urso, y en el otro, el hijo de Miriam, Nazario, muchacho de rostro hermoso y de cabellos negros y largos que le llegaban hasta los hombros. Ligia escuchaba con los ojos fijos en el apóstol, y todos los semblantes estaban vueltos hacia él. Pedro les hablaba en voz baja.

Vinicio miró a Pedro con una especie de temor supersticioso, casi comparable al que había sentido en el curso de su delirio febril. A su mente venía la idea de que aquel sueño era un trasunto de la realidad; que aquel hombre de cabello cano, recién llegado de lejanas playas, le iba realmente a arrebatar a Ligia y a llevársela por senderos desconocidos.

Abrigaba asimismo la certidumbre de que el anciano estaba hablando de él, acaso disponiendo el plan para separarle de Ligia, pues le parecía imposible que pudiese alguien tratar de otra cosa. Así pues, llamando en su auxilio toda su presencia de ánimo, concentró la atención para escuchar las palabras de Pedro. Pero se había equivocado, pues el apóstol estaba otra vez hablando de Cristo.

«Viven sólo invocando ese nombre», pensó Vinicio.

El anciano refería en aquel momento cómo se habían apoderado del Salvador.

—Vino una compañía —dijo— y algunos siervos del sacerdote con el fin de apoderarse de Él. Cuando el Salvador preguntó a quién buscaban, ellos contestaron: «A Jesús de Nazaret». Pero cuando Él les dijo: «Yo soy», cayeron al suelo, no atreviéndose a poner sobre Él las manos. Solamente después de la segunda interpelación se apoderaron de Él.

Y aquí, el apóstol se detuvo, extendió las manos hacia el fuego y prosiguió:

—La noche estaba fría, como ésta; pero el corazón me saltaba dentro del pecho. Así pues, sacando una espada para defenderle, corté la oreja al sirviente del Sumo Sacerdote. Y le habría seguido defendiendo más que a mi propia vida, si Él no me hubiese dicho: «Pon tu espada en la vaina; si mi Padre me envía este cáliz, ¿no habré de apurarlo?». Y enseguida se apoderaron de Él y le ataron.

Dichas estas palabras, Pedro se llevó las manos a la frente y permaneció silencioso algunos instantes, deseando, antes de proseguir, poner en orden la multitud de recuerdos que se agolpaban en su imaginación. Pero entretanto, Urso, incapaz de contenerse, se puso en pie, dio más luz a la lámpara, reanimó el fuego con el atizador hasta que las doradas chispas brotaron en forma de lluvia dorada y el resplandor se hizo más vivo, y entonces, volviéndose a sentar, exclamó:

—No importa lo que hubiera sucedido. Yo…

Y hubo de callarse al punto, porque Ligia acababa de colocarse un dedo sobre los labios. Pero el ligio respiraba con fuerza y era evidente que una tempestad rugía en su alma; y aun cuando estaba en todo momento pronto a besar los pies del apóstol, la escena que acababa éste de narrar era para él del todo inaceptable. Si alguien hubiera en su presencia levantado la mano sobre el Redentor, si él hubiese estado cerca del Redentor… ¡Ah! ¡Trizas habría hecho de los soldados, de los siervos, de los sacerdotes y de los oficiales! Brotaban lágrimas de sus ojos sólo al pensar en esto y a causa de su pena por la lucha mental que estaba sosteniendo. De una parte pensaba que no tan sólo habría defendido al Redentor con todas sus fuerzas, sino que habría llamado en su auxilio a los ligios, excelentes muchachos, y de la otra, que con ello habría desobedecido al Redentor y a lo mejor habría hecho más difícil la salvación del hombre. Por esta razón le era imposible contener las lágrimas.

Un sopor febril se apoderó nuevamente de Vinicio, el cual empezó a soñar semidespierto. Lo que estaba escuchando ahora se relacionaba en su imaginación con lo que el apóstol había dicho la noche anterior en el Ostrianum acerca del día en que Cristo había aparecido en la ribera del mar Tiberíades. Veía una sábana de agua que se extendía ante sus ojos; sobre ella, el bote de un pescador, y en el bote, a Pedro y Ligia. El, Vinicio, nadaba con todas sus fuerzas en dirección de aquel bote, pero le impedía alcanzarlo el dolor que sentía en el brazo roto. El viento azotaba las olas contra sus ojos; empezaba a hundirse y a pedir auxilio con voz suplicante.

Ligia entonces se arrodillaba ante el apóstol, quien hacía virar la embarcación y le alargaba un remo, del que Vinicio se apoderaba, y con la ayuda de ambos subía al bote y caía extenuado en el fondo.

Y luego parecía que se ponía en pie y había una multitud de gentes que nadaba siguiendo la embarcación. Las olas cubrían de blanca espuma sus cabezas, y en medio del torbellino sólo podían verse las manos de unos pocos, levantadas en alto. Pero Pedro iba salvando de tiempo en tiempo a los que estaban a punto de ahogarse y los iba recogiendo en el bote, el cual se iba a la vez agrandando como por milagro. Y pronto fueron llenando aquella embarcación grupos tan numerosos como los que se habían reunido en el Ostrianum, grupos que iban por momentos tomando proporciones de verdaderas multitudes. Vinicio veía maravillado cómo todas aquellas gentes iban hallando cabida en la embarcación y temía que todos fueran a hundirse de repente. Pero Ligia le tranquilizaba señalándole una luz que brillaba en la distante ribera y hacia la cual se encaminaban.

Aquí se entremezclaban de nuevo sus sueños con las descripciones que en Ostrianum había escuchado de labios del apóstol acerca de cómo Cristo se había presentado sobre el lago. Y ahora veía, a los reflejos de una luz, una forma humana hacia la cual remaba Pedro, y a medida que a ella se acercaban se iba calmando el viento, tranquilizándose las aguas y se dilataba la luz. La multitud empezaba ahora a entonar tiernos himnos; el aire estaba impregnado del aroma del nardo; en la superficie del agua emergía un hermoso arco iris, como si desde el fondo del lago surgiesen lirios y rosas, y, por último, el bote encalló en la arena. Ligia le tomó entonces la mano y dijo: «¡Ven, yo te conduciré!», y le llevó hasta la región de la realidad.

Vinicio se despertó de nuevo, pero sus sueños se disipaban lentamente y tardaba en recobrarse. Le pareció todavía, por espacio de breves instantes, que se hallaba en el lago, rodeado por las multitudes, entre las cuales, ignoraba por qué razón, empezó a buscar a Petronio, sorprendiéndose al no hallarle.