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100 Clásicos de la Literatura

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Murió sintiéndose feliz, señor Lockwood... Besó a Cati en las mejillas y dijo:

—Me voy a su lado, y tú, querida hija, vendrás después con nosotros...

Y no hizo ni un movimiento ni dijo una palabra más. Su mirada continuaba estática y fija. El pulso le fue faltando gradualmente, hasta que su alma le abandonó. Murió tan apaciblemente, que ninguno nos percatamos del momento exacto en que había sucedido.

Catalina estuvo sentada allí hasta que salió el sol. Sus ojos estaban secos, quizá porque ya no le quedaran lágrimas en ellos o quizá por la intensidad de su dolor. A mediodía continuaba lo mismo, y me costó trabajo lograr que fuese a reposar un rato. A esa hora apareció el procurador, que ya había pasado primero por Cumbres Borrascosas para recibir instrucciones. El señor Heathcliff le había comprado, y por ello se retrasó en venir a casa de mi amo. Felizmente éste no se había vuelto a preocupar de nada desde que llegara su hija.

El señor Green se apresuró a dictar órdenes inmediatas. Despidió a todos los criados, excepto a mí, y hasta hubiese dispuesto que a Eduardo Linton se le enterrara en el panteón familiar, a no haberme opuesto yo ateniéndome al testamento. Éste, por fortuna, estaba allí y hubo que cumplir estrictamente sus disposiciones.

El sepelio se apresuró todo lo posible. A Catalina, que era ya la señora Heathcliff, le consintieron estar en la Granja hasta que sacaron el cuerpo de su padre. Según ella me contó, su dolor había, por fin, inducido a Linton a ponerla en libertad. Oyó a Heathcliff discutir en la puerta con los hombres que yo había enviado, y entendió lo que él les decía. Entonces se desesperó de tal modo, que Linton, que estaba en la salita en aquel momento, se aterrorizó, cogió la llave antes de que su padre volviera, abrió, dejó la puerta sin cerrar, bajó y pidió que le dejaran dormir con Hareton. Catalina partió antes de romper el alba. No atreviéndose a marchar por la puerta por temor a que los perros ladrasen, buscó otra salida, y habiendo hallado la habitación de su madre, se descolgó por el abeto que rozaba la ventana. Estas precauciones no evitaron que su cómplice sufriera el correspondiente castigo.

CAPITULO VEINTINUEVE

La tarde después del entierro, la señorita y yo nos sentamos en la biblioteca, meditando y hablando del sombrío porvenir que se nos presentaba.

Pensábamos que lo mejor sería conseguir que Catalina fuese autorizada a seguir habitando la Granja de los Tordos, al menos mientras viviera Linton. Yo sería su ama de llaves, y ello nos parecía tan relativamente bueno, que dudábamos de conseguirlo. No obstante, yo tenía esperanzas. De pronto, un criado —ya que, aunque estaban despedidos, éste no se había marchado aún— vino a advertirnos de que «aquel diablo de Heathcliff» había entrado en el patio y quería saber si le daba con la puerta en las narices.

No estábamos tan locas como para mandar que lo hiciese, ni él nos dio tiempo a nada. Entró sin llamar ni pedir permiso; era el amo ya y usaba de sus derechos. Llegó a la biblioteca, mandó salir al criado y cerró la puerta.

Estaba en la misma habitación donde dieciocho años atrás entrara como visitante. A través de la ventana brillaba la misma luna y se divisaba el mismo paisaje otoñal. No habíamos encendido la luz, pero había bastante claridad en la cámara y se distinguían bien los retratos de la señora Linton y de su esposo. Heathcliff se acercó a la chimenea. Desde aquella época no había cambiado mucho. El mismo semblante, algo más pálido y más sereno tal vez, y el cuerpo un tanto más pesado. No había más diferencia que ésta.

—¡Basta! —dijo sujetando a Catalina, que se había levantado y se disponía a escaparse. — ¿Adónde vas? He venido para llevarte a casa. Espero que procederás como una hija sumisa y que no inducirás a mi hijo a desobedecerme. No supe de qué modo castigarle cuando descubrí lo que había hecho. ¡Cómo es un alfeñique! Pero ya notarás en su aspecto que ha recibido su merecido. Mandé que le bajasen, le hice sentarse en una silla, ordené que saliesen José y Hareton, y durante dos horas estuvimos los dos solos en el cuarto. A las dos horas ordené a José que volviese a llevárselo, y desde entonces cada vez que ve mi presencia le asusta más que la de un fantasma. Según Hareton, se despierta por la noche chillando o implorándote que le defiendas. De modo, que quieras o no, tienes que venir a ver a tu marido. Te lo cedo para ti sola, preocúpate tú de él.

—Podía usted dejar que Cati viviera aquí con Linton —intercedí yo. —Ya que los detesta usted, no les echará de menos. No harán más que atormentarle con su presencia.

—Pienso alquilar la Granja —respondió—, y además deseo que mis hijos estén a mi lado, y que esta muchacha trabaje para ganarse su pan. No voy a sostenerla como una holgazana, ahora que Linton ha muerto. Vamos, date prisa y no me obligues a apelar a la fuerza.

—Iré —dijo Cati. —Aunque usted ha hecho todo lo posible para que nos aborrezcamos el uno al otro, Linton es el único cariño que me queda en el mundo y le desafío a usted a que le haga padecer cuando yo esté presente.

—Aunque te erijas en su defensor —respondió Heathcliff—, no te quiero tan bien que vaya a quitarte el tormento de atenderle mientras viva. No soy yo quien te hará aborrecerle. Su dulce carácter se encargará de ello. Como consecuencia de tu fuga y de las consecuencias que tuvo para él, le vas a hallar tan agrio como el vinagre. Ya le oí explicar a Zillah lo que haría si fuese tan fuerte como yo: el cuadro era admirable. Mala inclinación no le falta, y su misma debilidad le hará encontrar algún medio con que sustituir la fuerza de que carece.

—Al fin y al cabo es su hijo —dijo Cati. —Sería milagroso que no tuviera mal carácter. Gracias que el mío es mejor y me permitirá perdonarle. Sé que me ama, y por eso le amo yo también. En cambio, señor Heathcliff, a usted no le ama nadie, y por muy desgraciados que nos haga ser, nos desquitaremos pensando que su crueldad procede de su desgracia. ¿Verdad que es usted desgraciado? Está usted tan solitario como el demonio y es tan envidioso como él. Nadie le ama y nadie le llorará cuando muera. ¡Le compadezco a usted!

Catalina habló en lúgubre tono de triunfo. Parecía dispuesta a amoldarse al ambiente de su futura familia y a gozarse, como ellos, en el mal de sus enemigos.

—Tendrás que compadecerte de ti misma —replicó su suegro— si sigues aquí un minuto más. Coge tus cosas, bruja, y vente.

Ella se fue. Yo comencé a rogarle que me permitiera ir a Cumbres Borrascosas para hacer los menesteres de Zillah, mientras ésta se encargaba de mi puesto en la Granja, pero él se negó rotundamente. Después de hacerme callar, examinó el cuarto. Al ver los retratos, dijo:

—Voy a llevarme a casa el de Catalina. No me hace falta para nada, pero...

Se acercó al fuego, y con una que llamaré sonrisa, ya que no habría palabras con que definirlo, si no, dijo:

—Te voy a contar lo que hice ayer. Ordené al sepulturero que cavaba la fosa de Linton que quitase la tierra que cubría el ataúd de Catalina, y lo hice abrir. Creí que no sabría separarme de allí cuando vi su cara. ¡Sigue siendo la misma! El enterrador me dijo que se alteraría si seguía expuesta al aire. Arranqué entonces una de las tablas laterales del ataúd, cubrí el hueco con tierra (no el lado del maldito Linton, que ojalá estuviera soldado con plomo, sino el otro), y he sobornado al sepulturero para que cuando me entierren a mí quite también el lado correspondiente de mi féretro. Así nos confundiremos en una sola tumba, y si Linton nos busca no sabrá distinguirnos.

—Es usted un malvado —le dije. —¿No le da vergüenza turbar el reposo de los muertos?

—A nadie le he turbado en su reposo, Elena, y, en cambio, me he desahogado un poco. Me siento mucho más tranquilo, y así es más fácil que podáis contar con que no saldré de mi tumba cuando me llegue la hora. ¡Turbarla! Dieciocho años lleva turbándome ella a mí, dieciocho años, hasta anoche mismo... Pero desde ayer me he tranquilizado.

He soñado que dormía al lado de ella mi último sueño, con la mejilla apoyada en la suya.

—¿Y qué hubiera usted soñado si ella se hubiera disuelto bajo tierra, o cosa peor?

—¡Que me disolvía con ella, y entonces me hubiera sentido aún más feliz! ¿Te figuras que me asustan esas transformaciones? Esperaba que se hubiera descompuesto cuando mandé abrir la caja; pero me alegro de que no comience su descomposición hasta que la comparta conmigo. Luego tú no sabes lo que me sucede... Pero empezó así: yo creo en los espíritus y estoy convencido de que existen y viven entre nosotros. Y desde que murió no hice más que invocar al suyo para que me visitase. El día que la enterraron nevó. Cuando oscureció me fui al cementerio. Soplaba un viento helado y reinaba la soledad. Yo no temí que el simple de su marido fuese tan tarde, y no era probable que nadie merodease por allí. Al pensar que sólo me separaban de ella dos metros de tierra blanda, me dije: «Quiero volver a tenerla entre mis brazos. Si está fría, lo atribuiré a que el viento del norte me hiela; si está inmóvil, pensaré que duerme.»

»Cogí una azada y cavé con ella hasta que tropecé con el ataúd. Entonces me puse a trabajar con las manos, y ya crujía la madera cuando me pareció percibir un suspiro que sonaba al mismo borde de la tumba. «¡Si pudiese quitar la tapa —pensaba— y luego nos enterraran a los dos!» Y me esforzaba en hacerlo. Pero sentí otro suspiro. Y me pareció notar un tibio aliento que caldeaba la frialdad del aire helado. Bien sabía que allí no había nadie vivo; pero tan cierto como se siente un cuerpo en la oscuridad, aunque no se le vea, tuve la sensación de que Catalina estaba allí y no en el ataúd, sino a mi lado. Experimenté un inmediato alivio. Suspendí mi trabajo y me sentí consolado. Ríete, si quieres, pero después de que cubrí la fosa otra vez tuve la impresión de que me acompañaba hasta casa. Estaba seguro de que se hallaba conmigo y hasta le hablé. Cuando llegué a las Cumbres recuerdo que aquel condenado de Earnshaw y mi mujer me cerraron la puerta. Me contuve para no romperle el alma a golpes, y después subí precipitadamente a nuestro cuarto. Miré en torno mío con impaciencia. ¡La sentía a mi lado, casi la veía, y, sin embargo, no lograba divisarla! Creo que sudé sangre de tanto como rogué que se me apareciese, al menos un instante. Pero no lo conseguí. Fue tan diabólica para mí como lo había sido siempre durante mi vida. Desde entonces, unas veces más y otras menos, he sido víctima de esa misma tortura. Ello me ha sometido a una tensión nerviosa tan grande, que si mis nervios no estuviesen tan templados como cuerdas de violín, no hubiera resistido sin hacerme un desgraciado, como Linton.

 

»Si me hallaba en el salón con Hareton, se me figuraba que la vería cuando saliese. Cuando paseaba por los pantanos creía que la encontraría al volver. En cuanto salía de casa regresaba creyendo que ella debía de andar por allá. Y si se me ocurría pasar la noche en su alcoba me parecía que me golpeaban. Dormir allí resultaba imposible. En cuanto cerraba los ojos, la sentía al otro lado de la ventana, o entrar en el cuarto, correr las tablas y hasta descansar su adorada cabeza en la misma almohada donde la ponía cuando era niña. Entonces abría los ojos para verla, y cien veces los cerraba y los volvía a abrir, y cada vez sufría una desilusión más. Esto me aniquilaba hasta el punto de que a veces lanzaba gritos, y el viejo tuno de José me creía poseído del demonio. Pero ahora que la he visto estoy más sosegado. ¡Bien me ha atormentado durante dieciocho años, no centímetro a centímetro, sino por fracciones del espesor de un cabello, engañándome año tras año con una esperanza que no se había realizado nunca!

Heathcliff salió y se secó la frente, húmeda de sudor. Sus ojos contemplaban las rojas brasas del fuego. Tenía las cejas levantadas hacia las sienes, y una apariencia de dolorosa tensión cerebral le daba un aspecto conturbado. Al hablar se dirigía a mí vagamente. Yo callaba. No me agradaba aquel modo de expresarse.

Después de una breve pausa, descolgó el retrato de la señora Linton, lo puso sobre el sofá y lo contempló fijamente. Cati entró en aquel momento y dijo que estaba pronta a marchar en cuanto ensillasen el caballo.

—Envíame eso mañana —me dijo Heathcliff. Y agregó, dirigiéndose a ella: —Hace una buena tarde y no necesitas caballo. Cuando estés en Cumbres Borrascosas tendrás de sobra con los pies.

—¡Adiós, Elena! —dijo mi señorita, besándome con sus helados labios. — No dejes de ir a verme.

—Te librarás muy bien —advirtió él. —Cuando te necesite para algo ya vendré a visitarte. No quiero que fisgues en mi casa.

Hizo señal a Cati de que le siguiera, y ella le obedeció, lanzando una mirada hacia atrás que me desgarró el corazón.

Los vi desde la ventana descender por el jardín. Heathcliff cogió el brazo de Catalina, a pesar de que ella se negaba, y con rápido paso desaparecieron bajo los árboles del camino.

CAPITULO TREINTA

Una vez fui a las Cumbres, pero no pude verla más desde que se marchó. José no me dejó pasar. Me dijo que la señora estaba bien y que el amo se hallaba fuera. Gracias a Zillah, que me ha contado algo, puedo saber si viven o no. Zillah considera a Cati muy orgullosa y no la quiere. Al principio, la señorita le pidió que le hiciera algunos servicios, pero el amo lo prohibió y Zillah se congratuló, por holgazanería y por falta de juicio. Esto causó a Cati una indignación pueril, y ha incluido a Zillah en el número de sus enemigos. Hace seis semanas, poco antes de llegar usted, mantuve una larga conversación con Zillah, y me contó lo siguiente:

Al llegar a las Cumbres, la señora, sin saludarnos siquiera, corrió al cuarto de Linton y se encerró en él. Por la mañana, mientras Hareton y el amo estaban desayunándose entró en el salón temblando de pies a cabeza y preguntó si se podía ir a buscar al médico, ya que su marido estaba muy malo.

—Ya lo sé —respondió Heathcliff— pero su vida no vale ni un cuarto de penique, y ni eso me gastaré en él.

—Pues si no le auxilia, se morirá, porque yo no sé qué hacer —dijo la joven.

—¡Sal de aquí —gritó el amo— y no me hables más de él! No nos importa nada de lo que le ocurra. Si quieres, cuídate tú, y si no, enciérrale y déjale.

Ella entonces pidió mi ayuda, pero yo le contesté que el muchacho ya me había dado bastante que hacer, y que ahora era ella quien debía cuidarle, según había ordenado el amo.

No puedo decir cómo se las entendieron. Me figuro que él debía pasarse gimiendo día y noche, sin dejarla descansar, como se deducía por sus ojeras. Algunas veces venía a la cocina como si quisiera pedir socorro, pero yo no estaba dispuesta a desobedecer al señor. No me atrevía a contrariarle en nada, señora Dean, y aunque bien veía que debía haberse llamado al médico, no era yo quién para tomar la iniciativa, y por eso no intervine para nada. Una o dos veces, después que nos habíamos acostado, se me ocurría ir a la escalera y veía a la señora llorando, sentada en los escalones, de modo que enseguida me volvía, temiendo que me pidiese ayuda. Aunque la compadecía, ya supondrá usted que no era cosa de arriesgarme a perder mi empleo. Por fin, una noche, entró resueltamente en mi cuarto y me dijo:

—Avisa al señor Heathcliff de que su hijo se muere. Estoy segura de ello.

Y se fue. Un cuarto de hora permanecí en la cama, escuchando y temblando. Pero no sentí nada.

«Debe de haberse equivocado —pensé. Linton se habrá repuesto; no hay por qué molestar a nadie» Y volví a dormirme. Pero el sonido de la campanilla que tenía Linton para su servicio me despertó y el amo me ordenó que fuera a decirles que no quería volver a oír aquel ruido.

Entonces le comuniqué el recado de la señorita. Empezó a maldecir, y luego encendió una vela y subió al cuarto de su hijo. Le seguía y vi a la señora sentada junto a la cama, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Su suegro acercó la vela al rostro de Linton, le miró y le tocó, y dijo a la señora:

—¿Qué te parece de esto, Catalina?

—Digo que qué te parece, Catalina —repitió él.

—Me parece —contestó ella que él se ha salvado y que yo he recuperado la libertad... Debía parecerme muy bien, pero —prosiguió con amargura— me ha dejado usted luchando sola durante tanto tiempo contra la muerte, que sólo veo muerte a mi alrededor, y hasta me parece estar muerta yo misma.

Y lo parecía en realidad. Yo le hice beber un poco de vino. Hareton y José, a quienes nuestro ir y venir había despertado, entraron entonces. José me parece que se alegró de la muerte del muchacho. En cuanto a Hareton, estaba con—fuso, y más que de pensar en Linton se preocupaba de mirar a Catalina. El señor le hizo volverse a acostar. Mandó a José que llevara el cadáver a su habitación, y a mí me hizo volverme a la mía. La señora se quedó sola.

Por la mañana me hizo llamarla para desayunar. Catalina se había desnudado y estaba a punto de acostarse. Me anunció que se sentía mal, lo que no me extrañó, y se lo indiqué al señor Heathcliff. Este me dijo:

—Bueno, déjala que descanse. Sube de cuando en cuando a llevarle lo que necesite, y después del entierro, cuando creas que esté mejor, avísamelo.

Zillah siguió diciéndome qué Catalina había continuado metida en su cuarto durante quince días. Ella le visitaba dos veces diarias y procuraba mostrarse amable con la señorita, pero ésta la rechazaba violentamente. Heathcliff subió a verla una vez para mostrarle el testamento de Linton. Ce—día a su padre todos sus bienes y cuantos habían pertenecido a su esposa. Le habían obligado a firmar aquello mientras Cati estaba con su padre el día que éste falleció. La herencia se refería a los bienes muebles, ya que las tierras, por ser menor de edad, no tenía Linton derecho a le—garlas. Pero Heathcliff ha hecho valer también sus derechos a ellas en nombre de su difunta mujer y en el suyo propio. Creo que legalmente tiene razón; pero, en todo caso, como Catalina carece de dinero y de amigos, no ha podido disputárselas.

—Sólo yo —siguió diciéndome Zillah—, excepto esa vez que subió el amo, iba a su cuarto. Nadie se ocupaba de ella. El primer día que bajó al salón fue domingo por la tarde. Al llevarle la comida me había dicho que no podía soportar el frío que hacía arriba. Le contesté que el amo iba a ir a la Granja de los Tordos y que Hareton y yo no la incomodaríamos. Así que en cuanto sintió el trote del caballo de Heathcliff, bajó, vestida de negro, con sus rubios cabellos peinados lisos por detrás de las orejas.

José y yo solemos ir los domingos a la iglesia (se refieren a la capilla de los metodistas o baptistas, ya que la iglesia ahora no tiene pastor), pero yo creí que debía quedarme en casa —continuó Zillah— porque no sobra que una persona de edad vigile a los jóvenes, y Hareton, a pesar de su timidez, no es precisamente un chico modelo. Yo le había ad—vertido de que su prima bajaría seguramente a hacernos compañía, y que como ella solía guardar la fiesta dominical, valía más que él no trabajase ni estuviese repasando las es—copetas mientras ella permanecía abajo. Se ruborizó al oírme, se miró la ropa y las manos e hizo desaparecer el aceite y la pólvora. Comprendí que quería ofrecerle su compañía y que deseaba presentarse a ella con mejor aspecto, y para ayudarle a ello, le ofrecí mis servicios. Se puso muy turbado y empezó a jurar.

—Señora Dean —dijo Zillah, comprendiendo que su conducta me desagradaba—, usted podrá pensar que la señorita es demasiado fina para Hareton, y puede que esté usted en lo cierto; pero le aseguro que me gustaría rebajar un poco su orgullo. Además, ahora es tan pobre como usted y como yo. Es decir, más, porque seguramente usted tiene sus ahorros y yo hago lo posible para reunirlos. Así que no está la señorita como para andar con tonterías.

Hareton aceptó la ayuda de Zillah, y hasta se puso de buen humor, y cuando Catalina llegó trató de hacerse agradable a ella.

—La señorita —siguió contándome Zillah— entró tan fría como el hielo y tan altanera como una princesa. Yo le ofrecí mi asiento y Hareton también, diciéndole que debía estar transida de frío.

—Hace un mes que lo estoy —contestó ella tan despectivamente como le fue posible.

Cogió una silla y se sentó separada de nosotros. Cuando hubo entrado en calor miró en torno suyo, y al divisar unos libros en el aparador intentó cogerlos. Pero estaban demasiado altos, y viendo sus inútiles esfuerzos, su primo se decidió a ayudarla. Comenzó a echarle los libros según los iba alcanzando y ella los recogía en su falda extendida.

El muchacho se sintió satisfecho con esto. Es verdad que la señora no le dio las gracias, pero a él le bastaba con haberle sido útil, y hasta se aventuró a mirar los libros mientras lo hacía ella, señalando algunas páginas ilustradas que le llamaban la atención. No se desanimó por el desprecio con que Catalina le quitaba las láminas de los dedos, pero se separó un poco, y en vez de mirar los libros la miró a ella.

Catalina siguió leyendo o intentando leer. Hareton, entretanto, ya que no podía distinguir su cara, se contentaba con contemplar su cabello. De pronto, casi inconsciente de lo que hacía, y más bien como un niño que se resuelve a tocar lo que está mirando, se le ocurrió alargar la mano y acariciarle uno de sus rizos, más suavemente que lo hubiera hecho un pájaro. Ella dio un salto como si le hubieran clavado un cuchillo en la garganta.

—¡Vete! ¿Cómo te atreves a tocarme? —gritó, disgustadísima. —¿Qué haces ahí plantado? ¡No puedo soportarte! Si te acercas, me voy.

El señor Hareton retrocedió, se sentó y permaneció inmóvil. Ella siguió absorta en los libros. Al cabo de media hora Hareton me dijo por lo bajo:

—Ruégale que nos lea alto, Zillah... Estoy aburrido de no hacer nada, y me gustaría oírla. No digas que soy yo quien se lo pide. Hazlo como cosa tuya.

—El señor Hareton quisiera que usted nos leyese algo, señorita —me apresuré a decir. Se lo agradecería mucho.

Ella frunció las cejas y contestó:

—Pues di al señor Hareton que no acepto ninguna de las amabilidades hipócritas que me hagáis. ¡Os desprecio y no quiero saber nada de vosotros! Cuando yo hubiera dado hasta la vida por una palabra afectuosa, os mantuvisteis apartados de mí. No me quejo. He bajado porque arriba hacía mucho frío, pero no para entreteneros ni para disfrutar de vuestra compañía.

 

—Yo no te he hecho nada —comenzó a decir Earnshaw. —No tengo culpa de nada...

—Tú eres una cosa aparte —respondió la señora—, y no se me ha ocurrido pensar en ti...

—Pues yo —contestó él— más de una vez he rogado al señor Heathcliff que me permitiera atenderte.

—Cállate —ordenó ella. Me iré por esa puerta, no sé adónde, antes de seguir oyendo tu desagradable voz.

Hareton musitó que por su parte podía irse, aunque fuese al infierno; descolgó su escopeta y se marchó a cazar. Y ahora él ya habla con todo desembarazo delante de ella, y ella se ha retirado otra vez a su soledad. Pero a veces el frío de las heladas la hace bajar y buscar nuestra compañía. Por mi parte yo me mantengo tan altiva como ella. Ninguno de nosotros la quiere, ni ella se lo merece. En cuanto se le dice la menor cosa, ya salta y replica sin respetar nada. Se atreve a insultar hasta al amo, y cuanto más la castiga él, más maligna se vuelve ella.

—Al principio de oír contar esto a Zillah —siguió la señora Dean— decidí dejar este empleo, alquilar una casa y llevarme a Cati. Pero el señor Heathcliff hubiera permitido esto tanto como a Hareton montar una casa por su cuenta propia. Así que no veo solución al asunto, a no ser que la señorita se case, y ésa es una cosa que no está en mi mano conseguir.

De esta manera concluyó su historia la señora Dean. Por mi parte, a pesar de los vaticinios del doctor, me voy reponiendo muy rápidamente. Sólo estamos a mediados del mes de enero, pero dentro de un par de días me propongo montar a caballo, ir a Cumbres Borrascosas y notificar a mi casero que pasaré en Londres los venideros seis meses, y que se busque otro inquilino para la Granja cuando llegue octubre. No quiero en modo alguno pasar otro invierno aquí.

CAPITULO TREINTA Y UNO

El día de ayer fue claro, frío y sereno. Como me había propuesto, fui a las Cumbres. La señora Dean me rogó que llevase una nota suya a su señorita, a lo que accedí, ya que no creo que haya en ello segunda intención. La puerta principal estaba abierta, pero la verja, no. Llamé a Earnshaw, que estaba en el jardín, y me abrió. El muchacho es tan bello que no se hallaría en la comarca otro parecido. Le miré atentamente. Cualquiera diría que él se empeñaba en deslucir sus cualidades con su zafiedad.

Pregunté si estaba en casa el señor Heathcliff, y me dijo que no; pero que volvería a la hora de comer. Eran las once, y manifesté que le esperaría. Él entonces soltó los utensilios de trabajo y me acompañó, pero en calidad de perro guardián y no para sustituir al dueño de la casa.

Entramos. Vi a Cati cocinando unas legumbres. Me pareció aún más hosca y menos animada que la vez anterior. Casi no levantó la vista para mirarme y continuó su faena sin saludarme ni con un ademán.

«No veo que sea tan afable —reflexioné yo— como se empeña en hacérmelo creer la señora Dean. Una beldad, sí lo es, pero un ángel, no» Hareton le dijo con aspereza que se llevase sus cosas a la cocina.

—Llévalas tú —contestó la joven.

Y se sentó en un taburete al lado de la ventana, entreteniéndose en recortar figuras de pájaros y animales en las mondaduras de nabos que tenía a un lado. Yo me aproximé, con el pretexto de contemplar el jardín, y dejé caer en su falda la nota de la señora Dean.

—¿Qué es eso? —preguntó Cati en voz alta, tirándola al suelo.

—Una carta de su amiga, el ama de llaves de la Granja — contesté, incomodado por la publicidad que daba a mi discreta acción y temiendo que creyera que el papel procedía de mí.

Entonces quiso cogerla, pero ya Hareton se había adelantado, guardándosela en el bolsillo del chaleco, y diciendo que primero había de examinarla el señor Heathcliff.

Cati volvió la cara silenciosamente, sacó un pañuelo y se lo llevó a los ojos. Su primo luchó un momento contra sus buenos instintos, y al fin sacó la carta y se la tiró con un ademán lo más despreciativo que pudo. Cati la recogió, la leyó, me hizo algunas preguntas sobre los habitantes, tanto personas como animales de la Granja, y al fin murmuró, como para sí misma:

—¡Cuánto me gustaría ir montada en Minny!¡Cuánto me gustaría subir allá! Estoy fatigada y hastiada, Hareton.

Apoyó su linda cabeza en el alféizar de la ventana, y dejó escapar no sé si un bostezo o un suspiro, sin preocuparse de si la mirábamos o no.

—Señora Heathcliff —dije al cabo de un rato—, usted cree que yo no la conozco, y, sin embargo, creo conocerla profundamente. Así que me extraña que no me hable usted. La señora Dean no se cansa de alabarla, y sufrirá una desilusión si me vuelvo sin llevarle más noticias suyas que las de que no ha dicho nada sobre su carta.

Me preguntó, extrañada:

—¿Elena le estima mucho a usted?

—Mucho —balbucí.

—Pues entonces dígale que le contestaría gustosamente, pero que no tengo con qué. Ni siquiera poseo un libro del que poder arrancar una hoja.

—¿Y cómo puede usted vivir aquí sin libros? —dije. Yo, que tengo una gran biblioteca, me aburro en la Granja, así que sin ellos debe de ser desesperante la existencia aquí.

—Antes yo tenía libros y me pasaba el día leyendo —me contestó—, pero como el señor Heathcliff no lee nunca, se le antojó destruirlos. Hace varias semanas que no veo ni sombra de ellos. Una vez revolví los libros teológicos de José, con gran indignación de éste, y otra vez, Hareton, encontré un almacén de ellos en tu cuarto: tomos latinos y griegos, cuentos y poesías... Todos, antiguos conocidos míos... Me los traje aquí, y tú me los has robado, como las urracas, por el gusto de robar, ya que no puedes sacar partido de ellos. ¡Hasta puede que aconsejaras al señor Heathcliff, por envidia, que me arrebatase mis tesoros! Pero la mayor parte de ellos los retengo en la memoria, y de eso sí que no podéis privarme.

Hareton se ruborizó cuando su prima reveló el robo de sus riquezas literarias y desmintió enérgicamente sus acusaciones.

—Quizás el señor Hareton siente deseos de emular su saber, señora —dije yo, acudiendo en socorro del joven, y se prepara a ser un sabio dentro de algunos años mediante la lectura.

—¡Sí, y que entretanto me embrutezca yo! —alegó Cati. —Es verdad: a veces le oigo cuando intenta deletrear, ¡y dice cada tontería! ¿Por qué no repites aquel disparate que dijiste ayer? Me di cuenta cuando apelabas al diccionario para comprender lo que significaba aquella palabra, y te oí jurar y maldecir cuando no comprendiste nada.

Noté que el joven pensaba que era injusto burlarse de su ignorancia y a la vez de sus esfuerzos para corregirla. Yo compartí su sentimiento, y recordando lo que me contara la señora Dean sobre el primer intento de Hareton para disipar las tinieblas en que le habían educado, comenté:

—Todos hemos tenido que empezar alguna vez, señora, y raro es el que no haya tropezado en el umbral del conocimiento. Si entonces nuestros maestros se hubiesen burlado de nosotros, aún seguiríamos dando tropezones.

—Yo no me propongo limitar su derecho a instruirse —repuso ella—, pero él no tiene derecho a apoderarse de lo que me pertenece, y profanarlo con sus errores y faltas de pronunciación. Mis libros de versos y en prosa eran sagrados para mí, por los recuerdos que me despertaban, y me es odioso verlos mancillados cuando los repite su boca. Además, ha elegido para aprender mis obras favoritas, como si lo hiciera a propósito para molestarme...