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100 Clásicos de la Literatura

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Y el viejo De Arco también se la quedó mirando muy extrañado, mientras se rascaba la cabeza. Confesó que no lo sabía, aunque, tal vez, podría tratarse de algo ocurrido cuando ellos dos estaban distraídos.

Pues sí. Los dos viejos consideraban que su relato era muy interesante, y yo sigo pensando que era ridículo y sin sentido. Por no servir, ni siquiera era válido para sacar de él alguna enseñanza provechosa, como no fuera la de que no se debe cabalgar sobre ningún toro para asistir a un funeral. Y ya os imaginaréis que ninguna persona razonable necesita aprender algo como eso.

45

Pues bien: ¡Aquellos campesinos habían alcanzado título de nobleza por orden del Rey! Ellos no percibían la importancia del hecho. Todo eso no era más que una fantasía insustancial. Sus mentes no podían concebir la idea. No les preocupaba todo eso de la nobleza. Vivían sólo pendientes de sus hermosos caballos que les regalaron en Reims.

Estos sí eran cosas reales y sólidas, animales visibles que despertarían la admiración de Domrémy.

Luego, se cambiaron impresiones sobre los solemnes actos de la coronación y el viejo De Arco dijo que todos se quedarían asombrados en la aldea, cuando él contara que estuvo en Reims en el momento en que el Rey fue ungido y coronado.

Juana, algo preocupada intervino:

—Por cierto, padre, que eso me hace recordar… ¿cómo estabais en la ciudad y no me lo hicisteis saber? Yo os habría situado junto a los demás nobles, presenciando la ceremonia dentro de la catedral, y podríais haberla descrito después a mi madre al regresar a casa. ¿Por qué no me avisasteis de vuestra presencia?

Su padre parecía violento y confundido, como si no acertara qué decir. Pero Juana le miraba a la cara, poniéndole sus manos en los hombros, esperando. El pobre anciano, agitado por intensa emoción, la abrazó y hablando con dificultad, dijo:

—Así, hija mía. Ven a mis brazos. Deja a tu padre que se humille y haga su confesión. Es que yo… yo… ¿No lo comprendes? No podía adivinar si todas estas glorias se habrían subido a tu joven cabecita… Cosa que hubiera sido muy natural… entonces… no quisimos avergonzarte delante de todos esos príncipes y nobles señores…

—Padre, ¿cómo podías pensar eso?

—Pero, además, sentía temor, al recordar aquellas palabras tan crueles que dije llevado por mi furia… ¡que te ahogaría con mis propias manos si vestís ropas contrarias a tu sexo y arrojabas la vergüenza sobre el nombre de nuestra familia…! ¿Cómo pude decir esto a una niña tan dulce e inocente, que fue elegida por Dios como su mejor soldado? Sentía temor porque era culpable. ¿Lo comprendes ahora, hija, y querrás perdonarme?

Juana le dedicó toda su ternura. Con sus caricias, le hizo olvidar los malos recuerdos del pasado. Los olvidó hasta la muerte de la joven, momento en que los volvió a revivir otra vez. ¡Señor! ¡Cómo duelen estas cosas cuando se las hicimos a inocentes que ya están muertos! Angustiados, decimos: ¡si pudiesen resucitar!

Pasado el episodio, De Arco deseaba que Juana le explicara lo que sentía en plena acción, con las centelleantes espadas cayendo sobre el enemigo, mientras los gritos y la sangre cubren el campo de batalla. Y también lo que ocurre en una desbandada, cuando los caballos en retroceso pisotean los cuerpos de los heridos, o las banderas caen de las manos de abanderados muertos y es preciso recuperarlas, y luego… ¡el pánico! ¡La huida veloz, y más tarde, el infierno y la muerte…!

Al preguntar estas cosas, el viejo se mostraba emocionado, recorriendo la habitación con grandes zancadas, hasta que, finalmente, tomó a Juana de las manos y, separándose un poco, la miró con atención y dijo:

—Y el caso es que no puedo comprenderlo. Pero si es tan menuda y tan fina. Con la armadura, todavía disimula, pero vestida ahora con esas elegantes ropas más bien parece un delicado pajecito, en vez de un feroz guerrero que galopa en la oscuridad y respira el humo de la pólvora. Me gustaría verte en la guerra, para contárselo a tu madre y que no pase miedo por ti. Eso la ayudaría a dormir tranquila a la pobre. Venga, hazme una demostración de las artes militares para que pueda luego explicárselas a tu madre.

Y Juana lo hizo así. Primero dio una pica a su padre, y le enseñó a manejarla. También quiso recibir una lección de esgrima, y también Juana se entretuvo un rato con él. Resultaba divertido verla mover su espada, marcando tiempos, fintas y tirando a fondo. A su padre le daba miedo sólo empuñarla, de modo que se le escurría. Si se hubiera entrenado frente a La Hire, la cosa habría cambiado mucho. Él y Juana solían librar algunos asaltos. Yo los vi muchas veces. Los dos componían una atractiva estampa. ¡Qué ágil era ella! Se colocaba en pie, erguida, con los tobillos juntos y la espada lista frente al veterano general, dispuestos los dos a mostrar sus habilidades.

Las bebidas fueron desapareciendo al amor de la conversación, con alegría del posadero, ansioso de atender bien a sus importantes huéspedes. Laxart y De Arco llegaron a mostrarse muy alegres, aunque no llegaron a embriagarse. Enseñaron los regalos que habían comprado en la ciudad para llevarlos al pueblo. Eran objetos modestos, de escaso precio pero que gustarían a las sencillas gentes de la aldea. Entregaron a Juana dos regalos, uno del P. Fronte y otro de su madre. El del sacerdote era una virgencita de plomo y el de su madre, un metro de cinta de seda azul muy hermosa. Ella se puso tan contenta como una chiquilla, besó los regalos una y otra vez, se colocó la Virgen junto al corazón y anudó la cinta en su yelmo, buscando la forma en que resultaba mejor a la vista.

Afirmó que casi estaba deseando ir de nuevo a la guerra con la seguridad de pelear con mayor denuedo, llevando algo que su madre había bendecido con sus manos. El viejo Laxart dijo que él estaba seguro de que Juana participaría otra vez en combates, pero que antes acudiría a visitar su hogar, donde la aguardaba su pueblo, ansioso de verla.

—Están orgullosos de ti, niña —insistió Laxart—. Sí. Más orgullosos de lo que ninguna aldea del mundo haya estado nunca por nadie. Es un orgullo legítimo, puesto que nunca hemos tenido una persona como Juana a lo largo de la historia. A todos sus niños, procuran ponerles nombres que recuerden su memoria. Al principio utilizaban solo el nombre de Juana. Luego, fue Juana-Orleáns y más tarde, Juana-Orleáns, Beaugency-Patay. Los próximos llevarán incorporados más ciudades, eso sin contar lo de la coronación, claro…

De repente, se produjo una interrupción. Un mensajero del Rey era portador de una nota destinada a Juana que yo leí por orden suya. El informe anunciaba que el Rey, después de consultar con los generales del Estado Mayor, se veía obligado a rogarle que siguiera al frente del ejército y que retirase la dimisión de sus cargos. Además, solicitaba inmediatamente su presencia con el fin de asistir a un Consejo de Guerra. Fuera, el redoblar de tambores y las voces militares de mando rompieron el silencio de la noche y anunciaron la llegada de la escolta de Juana.

Un profundo desconcierto se apoderó de ella, pero sólo duró unos momentos. Todo cambió y la muchacha añorante de su hogar dejó paso al Comandante en Jefe Juana de Arco, dispuesto a cumplir con su deber.

46

En mi doble calidad de paje y secretario de Juana, la acompañé a la reunión del Consejo. Entró en la asamblea con la dignidad de un gran Jefe Militar. ¿Dónde estaba la juguetona chiquilla que un momento antes parecía encantada con la cinta azul de su yelmo, y disimulaba la risa al oír el relato de un torpe campesino que irrumpió en un funeral a lomos de un toro, amoratado por las abejas? Sencillamente, había desaparecido sin dejar rastro.

Se fue derecha a la mesa del Consejo y permaneció de pie. Su mirada observó los rostros de los asistentes y no tardó en comprobar la fidelidad de sus compañeros de armas. Así que identificó a su enemigo, al mismo tiempo que tranquilizaba a sus amigos:

—Con vosotros no van mis palabras. Ya sé que no habéis solicitado este Consejo de Guerra. —Se volvió hacia los consejeros privados del rey y dijo:— A vosotros hablo. Así que habéis pedido un consejo de guerra. Es sorprendente. Sólo queda una cosa que hacer y convocáis un consejo de guerra. Los consejos sirven para decidir entre varias posibilidades, pero aquí no hay más que una, y es indiscutible. ¿Deseáis un consejo de guerra? ¡Por Dios! ¿Para determinar, qué?

Juana se detuvo y miró directamente el rostro de Tremouille, se mantuvo en silencio mientras lo examinaba con absoluta serenidad. A continuación, siguió:

—Cualquier persona en su sano juicio —que sea verdaderamente leal a su rey, no con falsas palabras— sabe que sólo hay una decisión razonable: ¡La marcha sobre París!

La opinión de Juana fue reforzada por el puño de La Hire, quien lo abatió con violencia sobre la mesa. La Tremouille, blanco de ira, logró dominarse y conservar la serenidad. El aire desganado del Rey se animó, y sus ojos brillaron como inflamados por el espíritu belicoso escondido en su interior que había puesto en movimiento la actitud noble y valerosa de Juana. Ella esperó a ver si el Primer Ministro La Tremuille deseaba responder, pero el astuto político sabía aguardar el momento oportuno y prefirió callar.

Tomó el relevo el untuoso Canciller de Francia, que se dirigió a Juana en tono persuasivo:

—¿Creéis que sería elegante, Excelencia, iniciar de repente nuestra marcha militar sin esperar la contestación del duque de Borgoña? Quizá ignoréis vos que hemos iniciado negociaciones con su Alteza el duque y que, probablemente, acordemos una tregua de 15 días entre los combatientes. Él se comprometerá a que París se entregue sin lucha en nuestras manos, evitando batallas y esfuerzos en desplazar un gran ejército hasta la capital.

 

Juana se volvió hacia él y le contestó con voz grave: —No estamos en el confesonario, caballero. No hacía falta exponer en público un acto tan vergonzoso como el que nos contáis.

El rostro del Canciller enrojeció y exclamó:

—¿Vergüenza? ¿Y qué hay de vergonzoso en lo que he dicho?

Juana habló con el mismo tono serio y desapasionado: —No hacen falta muchas palabras para calificar esa acción. Aunque se ha procurado ocultármela, yo la conocía bien. Hacer las cosas a escondidas define a los inventores de la farsa. Y los define con dos términos muy claros.

El Canciller acentuó su aire suave e irónico:

—¿Cómo? ¿Muy claros? ¿Sería Vuestra Excelencia tan amable de pronunciarlos?

—¡Cobardía y traición!

En ese momento, los recios puños de los generales cayeron todos a la vez sobre la mesa, y volvieron a brillar de gozo los ojos del Rey. El Canciller se puso en pie de un salto y se dirigió al monarca:

—Señor, solicito vuestra protección.

El Rey hizo un leve gesto con la mano, indicándole tomara asiento:

—Silencio. Ella tiene derecho a que se le consulte, puesto que el asunto se relaciona tanto con la guerra como con la política. Por tanto, es justo que le expliquemos la situación.

El Canciller tomó asiento presa de indignación y, mirando a Juana, le habló:

—Prefiero pensar, por caridad, que ignorabais de quién partió la idea del pacto, que vos condenáis con tan descarnado lenguaje.

—Guardad vuestra caridad para mejor ocasión, caballero —contestó Juana en el mismo tono de antes—; pero cuando se dañan los intereses y se degrada el honor de Francia, cualquiera sabe cómo nombrar a los cabecillas de la conspiración.

—¡Señor! ¡Señor… esa insinuación…!

—Eso no es una insinuación, caballero —aclaró Juana plácidamente—; eso es una acusación que hago contra el Primer Ministro y el Canciller.

Los citados se pusieron en pie de un salto, reclamándole al Rey que hiciera callar a Juana. Pero no se mostró dispuesto a ello. Sus habituales consejos privados le sabían a agua, mientras el de ahora le estaba resultando como excelente vino. Así que ordenó:

—Sentaos y tened paciencia. He de permitir igualdad de condiciones para todos. ¿Desde cuándo vosotros dos habéis hablado bien de la Doncella? ¿Cuántas graves acusaciones acostumbráis a dirigirle y de qué palabra ofensiva prescindís cuando de ella se trata? —luego, añadió con un pícaro gesto—: Si estas palabras las consideráis ofensivas, no veo en qué se diferencian de las vuestras, salvo que Juana os las dice a la cara y vosotros a sus espaldas.

Se le vio muy satisfecho del efecto de sus palabras, que hicieron saltar de sus asientos a los interpelados, soltar la carcajada a La Hire, y reprimir risitas al resto de los generales.

Juana continuó hablando:

—Desde el principio nos ha detenido esta política de dilaciones. La moda de reunir consejos, consejos y más consejos, que no hacen ninguna falta para lo único necesario: combatir. Conquistamos Orleáns el 8 de mayo. De haber continuado la campaña, en tres días nos habríamos hecho dueños de toda la región, haciendo innecesaria la mortandad de Patay. Hubiésemos entrado en Reims seis semanas después, y ahora ya estaríamos en París, viendo cómo el último inglés abandonaba Francia antes de medio año. Pero nos detuvimos después de Orleáns y nos fuimos todos a descansar al campo… ¿y eso para qué? Según nos dicen, para reunir consejos. En realidad, para darles tiempo a los ingleses a que se rehicieran y nosotros perdiéramos nuestro ejército. Así ocurrió y después tuvimos que combatir en Patay. Después, otra vez más consejos y más pérdida de tiempo precioso. ¡Oh mi Rey, me gustaría que os convencierais de lo que digo! Otra vez tenemos una buena oportunidad. Permitidme que marche sobre París. Dentro de veinte días será vuestro y dentro de seis meses, toda Francia… Tenemos ante nosotros una tarea de veinte días. Si desperdiciamos la ocasión, entonces tardaríamos veinte años en concluirla. En vuestras manos está la decisión. ¡Oh noble Rey! Decid una sola palabra, y se hará.

—¡Eso es un disparate! —cortó el Canciller, asustado al ver brillar el entusiasmo en los ojos del Rey—. ¿Marchar sobre París ahora, con todo el camino erizado de fortalezas inglesas?

—¡No me sirven de nada las fortalezas inglesas! —argumentó Juana—. ¿Qué ha sucedido estos últimos días? ¿Hacia dónde caminábamos? ¿De qué estaba erizado el camino hasta Reims? Pues de fortalezas inglesas. Fortalezas que ahora ya son nuestras… y eso sin un solo ataque…

La interrumpió un cerrado aplauso de los generales, y tuvo que hacer una pausa hasta que se calmaron los entusiasmos. Juana prosiguió:

—Sí, las plazas fuertes inglesas se alzaban ante nosotros, y ahora también se alzan, pero ya están a nuestras espaldas y son francesas. ¿Cuál es la conclusión? Hasta un niño puede verla. Y ahora hay otras fortalezas enemigas camino de París. Pero serán defendidas por los mismos soldados ingleses atemorizados y débiles que han sentido ya la pesada mano de Dios caer sobre ellos. ¡No tenemos otra alternativa que ponernos en marcha al instante y todas esas plazas serán nuestras, París caerá en nuestro poder, y toda Francia! Me basta una palabra, Majestad, ordenadle a vuestra servidora que…

—¡Alto! —bramó el Canciller—. Sería una locura ofender de ese modo a su alteza el Duque de Borgoña, ya que, gracias al tratado que vamos a concertar con él…

—¡Conque un tratado que vais a concertar!… ¡Pero si os ha despreciado y desafiado durante años y años!… ¿Ha sido vuestra capacidad persuasiva la que ha convencido al Duque para suavizar sus modales? ¿Y cómo es que ahora escucha vuestras proposiciones? ¿Sabéis por qué? Han sido los tremendos golpes que les hemos propinado ¡Es la única lección que entiende ese testarudo! ¿Qué le importan a él los modales corteses? Hacer un tratado con nosotros… por favor, caballeros… Entregarnos París, ¡qué ocurrencia! La propuesta haría reír al gran Bedford. Qué jugaba tan torpe… Hasta un ciego vería que ese acuerdo, con los 15 días de tregua, sólo es una excusa para que Bedford tenga el tiempo necesario para reunir sus tropas y lanzarlas contra nosotros. Y, así, continúan las traiciones… Convocamos Consejo de Guerra cuando no hay nada que aconsejar. Mientras tanto, Bedford no necesita Consejo alguno para saber lo que hará contra nuestro ejército. También sabría qué hacer si estuviera en nuestro lugar: ¡Colgar a los traidores y marchar contra París! Por favor, Majestad, el camino está abierto, París nos llama, Francia nos lo exige, una sola palabra vuestra y…

—¡Esperad! —volvió a insistir el Canciller—. Todo esto es una locura. Majestad, ni podemos ni debemos echarnos atrás en lo convenido. Hemos prometido llegar a un acuerdo y debemos tratar con el Duque de Borgoña.

—No os preocupéis, caballero, nos encontraremos con el Duque.

—¿Y cómo lo haremos?

—¡A punta de lanza!

Los presentes se levantaron como un solo hombre —al menos los buenos franceses— y rompieron en aplausos que nunca se acababan, y que al final, dejaron de oír la voz ruda de La Hire, diciendo:

—¡A punta de lanza! ¡Por Dios, ésa es la canción!

También el Rey se levantó, enarboló su espada y la tomó por la hoja situando la empuñadura en las manos de Juana: —Así es. El Rey se entrega a vos. Llevadlo a París. Y entonces estallaron nuevos aplausos y aquel histórico Consejo de guerra, que tantas leyendas haría surgir, quedó clausurado.

47

Era pasada la medianoche de aquella jomada tensa y agotadora, cuando Juana continuaba en plena actividad. Sus generales la acompañaron hasta el Cuartel de Estado Mayor, donde les dictó órdenes con toda la velocidad que pudo, enviándolos para que fueran a cumplir sus diferentes encargos. Varios mensajeros recorrieron la ciudad, despertando rumores que aumentaron con el rítmico sonar de los tambores y la música lejana de los clarines, iniciando los preparativos necesarios para que las tropas de vanguardia levantaran el campo al amanecer.

Ordenó salir a todos sus generales, pero no a mí, pues debíamos continuar trabajando. Me dictó una proclama al Duque de Borgoña, conminándole a abandonar las armas y firmar la paz, solicitando perdón al Rey. Añadía que si deseaba luchar, lo hiciera contra los sarracenos: «Pardonnez-vous l’un a l’autre de bon coeur, entièrement, ainsi que doivent faire loyaux chrétiens, et, s’il vous plait de guerroyer, allez contre les Sarrasins».

El escrito era largo, pero de profundo contenido, oro puro. En mi opinión fue el documento de Estado más hermoso y sencillo de todos los dictados por ella. Lo entregó a un mensajero que partió raudo a cumplir su encargo. Más tarde, Juana me dijo que me fuera a la posada y descansara allí hasta el amanecer. Por la mañana debía entregar a su padre el paquete con regalos para su familia y amigos de Domrémy que ella me había dejado esa noche, antes del episodio del Consejo.

Me indicó que iría a despedir a su padre y a su tío en el caso de que se marcharan y no permanecieran unos días más en la ciudad.

Yo me mostré de acuerdo, pero pensaba que ninguna fuerza humana sería capaz de retener a los dos hombres en Reims ni un momento más. ¿Cómo se iban ellos a perder la gloria de ser los primeros en llevar a Domrémy la gran noticia?: ¡Los impuestos suprimidos para siempre! ¿Y cómo renunciar al placer de ser aclamados, entre repicar de campanas y aplausos y gritos de júbilo? Desde luego, no pensaban perderse ni un minuto de la gloria que les correspondía. Patay, Orleáns, Reims, eran hazañas colosales, casi mitos legendarios, fantasías imposibles, pero ellos eran portadores de noticias verdaderas, hechos reales y concretos.

Cuando llegué a la posada, ¿creéis que estaban en la cama, durmiendo? Nada de eso. Nuestro grupo de Domrémy se encontraban en plena euforia. El Paladín estaba a sus anchas, contando tremendas historias de guerra protagonizadas por él. En aquellos momentos, escenificaba cuadros de la batalla de Patay, marcaba las posiciones de los contendientes en el suelo, con la punta de su espada. Los dos campesinos las miraban excitados, con exclamaciones admirativas, mientras Paladín, seguía:

—Pues sí. Aquí nos colocamos a la espera, en perfecto orden. Los cabedlos se revolvían, nerviosos, queriendo galopar. Nosotros los aguantábamos de las bridas, hasta quedar oblicuos en la silla. Por fin nos dieron la orden: ¡Atacad!… ¡Y nos lanzamos! ¿Lanzarse? Jamás se vio nada parecido. Arrollamos a los ingleses. Sólo el viento que levantábamos al pasar los derribaba, aplastados a montones. Atravesamos como un huracán las tropas de Fastolfe, dejando a nuestro paso un camino de muertos a derecha e izquierda. Seguimos adelante, sin detenernos, hacia nuestra codiciada presa: Sir Talbot y sus huestes, que se nos aparecieron densos y negros como una nube de tormenta que amenazara sobre el mar. Y ya íbamos a caer sobre ellos para aplastarlos, cuando, sin poder evitarlo, por designio inescrutable de Dios, ¡me reconocieron! Talbot, muy pálido, gritó: ¡Sálvese quien pueda, ahí viene el abanderado de Juana de Arco!… Picó espuelas, hasta casi despanzurrar su caballo, con todos los hombres detrás. Comprendí que debía haberme disfrazado. Nuestro General me miró con reproche y me sentí avergonzado. Había provocado un desastre irreparable. Otro se habría quedado inmóvil, sin reaccionar, pero yo no soy de ésos. La dificultad me agudizó el ingenio. Vi la oportunidad, y atravesé el espeso bosque a toda velocidad, como si tuviese alas. Pasaron los minutos y seguía volando, hasta que, de repente, flameé mi bandera al viento y aparecí ante ese Talbot. Se produjo un caos de hombres enloquecidos huyendo sin cesar. ¡Pobres indefensas criaturas! Se hallaban cercados, sin poder escapar a la retaguardia —custodiada por nuestro ejército— ni tampoco de frente, pues allí estaba yo. Con el corazón encogido, sus manos cayeron inertes, quietos, sin luchar. Los matamos a capricho a todos, menos a Talbot y a Fastolfe a los que salvé, y me los traje a cada uno debajo de uno de mis brazos.

Evidentemente, el Paladín estaba en su gloria. ¡Qué estilo y qué gestos tan nobles, qué verbo fácil y seguro, qué hábil combinación de movimientos, ruidos de guerra y escenificación de su salto con el estandarte ante las mismas barbas del aterrorizado Talbot!

Los dos ingenuos campesinos disfrutaban del espectáculo, creyendo a pie juntillas el relato de Paladín. Participaban con su entusiasmo en la acción, que coreaban con gritos de ánimo y aplausos. Cuando se calmaron, el viejo Laxart reconoció:

 

—Según veo, vuestra sola persona hace tanto como todo un ejército.

—Pues sí, eso es verdad —confirmó Rainguesson—. Él es el terror. Y no sólo por estas tierras. Pronunciar su nombre provoca el pánico en países lejanos. Cuando frunce el entrecejo, su sombra llega hasta Roma. Es cierto. Algunos piensan…

—Noel Rainguesson, te vas a meter en apuros. Voy a decirte algo, y harás bien en…

Me di cuenta de que era lo mismo de siempre. Nadie podría saber cuándo terminarían de pelear. Así que trasmití el mensaje de Juana destinado a su padre y me retiré a dormir.

A la mañana siguiente apareció Juana con el fin de despedirse de los dos viejos, a los que abrazó cariñosamente, mientras todos derramaban lágrimas en presencia de las tropas. Por fin, marcharon los dos personajes, montados en sus briosos corceles, dispuestos a llevar a Domrémy las gloriosas noticias. Aunque hacían grandes esfuerzos, no presentaban una estampa airosa precisamente, puesto que eso de cabalgar era para ellos una actividad poco habitual.

La vanguardia de nuestro ejército partió muy temprano, al son de la música militar y con las banderas al viento. El segundo destacamento salió algún tiempo después. Entonces, llegaron al campamento embajadores borgoñones dispuestos a establecer algún tipo de acuerdo, y nos hicieron perder el día y parte del siguiente. No tuvieron mucha suerte, ya que ante ellos encontraron a Juana, que les hizo frente con extraordinaria firmeza. Por fin, emprendimos el camino al amanecer el día 20 de Julio y recorrimos seis leguas. Mientras tanto, el maquinador Tremouille continuaba su labor de confundir al vacilante Rey. Con el pretexto de «orar y meditar» en St. Marcoul, detuvo la marcha tres días más. Perdimos un tiempo precioso, el mismo que nos ganó Bedford que bien sabía cómo aprovecharse de estas ventajas. El problema es que nosotros no podíamos seguir la marcha sin la presencia del Rey, cosa que logró Juana, después de repetidas súplicas.

Las predicciones de Juana se cumplieron. Aquello no fue una campaña, sino un paseo militar. Las plazas fuertes inglesas que se alzaban frente a nosotros se rindieron sin una escaramuza. Las dejamos defendidas por soldados franceses y continuamos hacia delante. Para entonces, Bedford salía ya a nuestro encuentro con un poderoso ejército. El día 25 de julio nos encontramos cara al enemigo y nos preparamos a la batalla. Sin embargo, Bedford se lo debió pensar mejor y prefirió dar marcha atrás, hacia París. Inexplicablemente, los consejeros lograron que el Rey diera órdenes de retroceder otra vez en dirección a Gien, lugar de donde salimos con destino a Reims. Acababa de terminar la tregua de 15 días, pactada con el duque de Borgoña, y a nosotros nos tocaba dar marcha atrás y aguardar en Gien a la espera de que nos entregaran París sin lucha. Llegamos a Bray, donde el Rey volvió a cambiar de parecer, en perpetua duda, como era habitual en su carácter. Allí, Juana dictó una carta con el fin de levantar el ánimo a los ciudadanos de Reims, abatido por la incertidumbre. Se refirió a la tregua acordada, mostrando su disconformidad con ella, aunque la aceptaba por disciplina. Sus palabras textuales fueron: «De cette trêve qui a été faite, je ne suis pas contente, et je ne sais si je la tiendrai. Si je la tiens, se cera seulement pour garder l’honneur du roi».

También aclaraba que no estaba dispuesta a permitir abusos, de modo que conservaría el ejército bien preparado y dispuesto para continuar la lucha después de la tregua. Nos dimos cuenta de que la pobre Juana estaba en guerra contra Inglaterra, Borgoña y los conspiradores franceses al mismo tiempo, y eso era demasiado. Ella se mostraba triste por la marcha de los acontecimientos y, a veces, las lágrimas asomaban a sus ojos. En cierta ocasión se confió a su viejo y fiel amigo, el Bastardo de Orleáns:

—¡Por qué no permitirá Dios que pueda volver con mis padres y hermanos a cuidar de nuevo mis ovejas, donde sería tan feliz!

El 12 de agosto nos encontrábamos cerca de Dampmartin, donde mantuvimos una escaramuza con la retaguardia de Bedford, pero sus tropas, al amparo de la noche, huyeron hacia París. Nuestro Rey envió emisarios y recibió el vasallaje de Beauvais, a pesar de los esfuerzos en contra del obispo Pierre Cauchon, fiel amigo servil de los ingleses. Poco después, Compiègne se rindió a nuestras fuerzas y arrió la bandera inglesa. El día 14 acampamos cerca de Senlis. Bedford salió a nuestros encuentros y tomó buena posición para el combate, largo tiempo demorado. Nos lanzamos contra él, sin lograr que saliera a campo abierto, como había prometido. Cayó la noche y se detuvo la lucha. A la mañana siguiente, otra vez emprendió huida hacia París. Entramos en Compiègne el 18 de agosto y desalojamos a la guarnición inglesa, sustituida por la francesa, que izó nuestra bandera. El 23 de agosto, Juana dio órdenes de seguir avanzando hasta París, cosa que disgustó al Consejo real, quienes, en compañía del monarca, se refugiaron en Senlis, que se acababa de rendir. En pocos días se tomaron las plazas fuertes de Creil, Pont-Saint-Maxence, Choisy, Gournay-sur-Aronde, Rémy, La Neufville-en-Hez, Moguay, Chantilly, Saintines. ¡El poder inglés se desmoronaba piedra a piedra! Y a pesar de esto, el Rey se mostraba malhumorado y temeroso de continuar el avance contra la capital. Finalmente, el 26 de agosto, Juana acampó en Saint-Denis, casi ante las murallas de París, sin que la Corte del Rey recobrara el valor y la confianza en nosotros. ¡Si el Rey nos hubiera respaldado con su presencia y autoridad!

Sin embargo, Bedfor, perdido el buen ánimo, decidió renunciar a ofrecer resistencia y concentrar toda su fuerza en la región más leal del territorio francés que conservaba: Normandía.

48

Se enviaron numerosos emisarios a presencia del Rey rogándole se reuniera con nuestro ejército, pero, a pesar de prometer que llegaría, no lo hizo. El duque de Alençon decidió ir personalmente y también el Rey aseguró su presencia, pero tampoco esta vez cumplió su palabra. Mientras tanto, el enemigo se había recuperado, en vista de la cobarde y ambigua actitud del Rey. Aunque las defensas de París se habían reforzado y el ataque resultaba más difícil cada vez, el ejército francés confiaba en la victoria. Juana ordenó el asalto para la mañana del día 8 de septiembre.

La artillería comenzó a bombardear el bastión que defendía la puerta de St. Honoré. Después, las tropas se lanzaron contra ella al mediodía, tomándola de la primera embestida. Luego, continuamos el avance, con Juana a la cabeza, con el estandarte a su lado, mientras nos envolvía el humo y los proyectiles caían sobre nosotros como nubes de granizo. Cuando nos encontrábamos en pleno ataque, Juana fue herida por un dardo y nuestros soldados retrocedieron inmediatamente, presos de pánico. Sin ella no eran nada. Ella era el ejército en sí misma.

Aunque no podía continuar la lucha, no quiso retirarse y ordenó un nuevo asalto, segura de ganar la batidla. Con mirada luminosa, dijo: «¡Tomaré París ahora, o moriré!». A la fuerza, Gaucourt y el duque D’Alençon la alejaron del peligro. Su valor brillaba como nunca. Rogó que a la mañana siguiente la llevaran al mismo lugar, ya que media hora más tarde, París caería en nuestras manos. Estamos seguros de que habría cumplido su promesa. Pero olvidamos un factor: el Rey, movido por esa extraña fuerza llamada Tremouille… ¡Y el rey prohibió el ataque!

Y es que, lo que son las cosas, acababa de llegar otra nueva embajada del duque de Borgoña y estaba en marcha una confabulación secreta. Como consecuencia, el corazón de Juana quedó destrozado. Entre el dolor de la herida y el sufrimiento espiritual, no pudo descansar aquella noche. Los guardias que custodiaban su habitación, la oyeron sollozar mientras decía: «Se podía haber tomado París, se podía haber tomado…».