Free

100 Clásicos de la Literatura

Text
Mark as finished
Font:Smaller АаLarger Aa

—No he ido más que hasta el final del parque —dijo. —¿No ha ido a otro sitio?

—No.

—¡Oh, Catalina! —exclamé disgustada. —Bien sabe usted que ha obrado mal, porque de lo contrario no me diría esa mentira. No sabe cuánto me afecta. Preferiría estar tres meses enferma, que oír decir una cosa falsa.

Se acercó a mí y me abrazó.

—No te enfades, Elena —me dijo. —Te lo contaré todo.

Le prometí que no la reñiría, y nos sentamos junto a la ventana. Ella empezó su relato.

—Desde que enfermaste, Elena, he ido diariamente a Cumbres Borrascosas, excepto tres días antes y dos después de haber salido tú de tu cuarto. A Miguel le soborné para que me sacase a Minny de la cuadra todas las noches, dándole estampas y libros. No le reñirás a él tampoco, ¿verdad? Solía llegar a las Cumbres a las seis y media y me estaba dos horas. Luego volvía a casa galopando. No creas que era una diversión, más bien me he sentido desgraciada allí en muchas ocasiones. Si acaso, me he sentido feliz a lo sumo una vez por semana. Como el primer día que te quedaste en cama yo había convenido con Linton en volver a verle, aproveché la oportunidad. Pedí a Miguel la llave del parque, asegurándole que tenía que visitar a mi primo, ya que él no podía venir porque su presencia no le agradaba a papá. Después hablamos de lo de la jaca, y le ofrecí libros, sabiendo que es aficionado a leer. No puso muchas dificulta—des en complacerme, porque, además, piensa despedirse pronto para casarse.

»Cuando llegué a Cumbres Borrascosas, Linton se puso muy contento. Zillah, la criada, arregló la habitación y encendió un buen fuego. Nos dijo que José estaba en la iglesia y que Hareton se dedicaba a andar con los perros por los bosques (y, según me enteré después, a apoderarse de nuestros faisanes), de modo que nos encontrábamos libres de estorbos. Zillah me trajo vino y tortas. Linton y yo nos sentamos al fuego y pasamos el tiempo riendo y charlando. Estuvimos planeando los sitios a que iríamos en verano, y...

Bueno, no te hablo de eso, porque dirás que son tonterías. »Por poco reñimos a propósito de nuestras distintas opiniones. Él me aseguró que lo mejor para pasar un día de julio era estar tumbado de la mañana a la noche entre los matorrales del campo, mientras las abejas zumban alrededor, las alondras cantan y el sol brilla en un cielo claro. Eso constituye para él el ideal de la dicha. El mío consistía en columpiarse en un árbol florido mientras sopla el viento de poniente, y por el cielo corren nubes blancas, y cantan, además de las alondras, los mirlos, los jilgueros y los cuclillos. A lo lejos se ven los pantanos, entre los que se destacan umbrías arboledas y la hierba ondula bajo el soplo de la brisa, y los árboles y las aguas murmuran, reinando la alegría por doquier. Él aspiraba a verlo todo sumido en la paz, yo en una explosión de júbilo. Le argumenté que su cielo parecía medio dormido, y él respondió que el mío medio borracho. Le dije que yo me dormiría en su paraíso, y él respondió que se marcaría en el mío. Al fin resolvimos que probaríamos ambos sistemas, y nos besamos y quedamos amigos.

»Estuvimos sentados cosa de una hora, y luego, pensando yo que podríamos jugar en aquel salón tan amplio si quitábamos la mesa, se lo dije a Linton, proponiéndole jugar a la gallina ciega (como he hecho contigo a veces, ¿te acuerdas, Elena?) y llamar a Zillah para que se divirtiese con nosotros. Él no quiso, pero accedió a que jugásemos a la pelota. En un armario lleno de juguetes viejos encontramos dos. Una tenía marcada una C y otra una H, yo quería la C, porque significaba Catalina, pero él no quiso la otra porque estaba medio rota. Le gané siempre, se puso de mal humor y volvió a sentarse. Le canté dos o tres canciones de las que tú me has enseñado y recobró el buen humor. Al irme me rogó que volviese al día siguiente, y se lo prometí. Monté en Minny y regresamos veloces como el viento. Pasé la noche soñando en Cumbres Borrascosas y en mi querido primo.

»Al día siguiente me encontré algo triste, tanto porque estabas enferma como porque me hubiese agradado que papá tuviera noticias de mis paseos y consintiera en ellos. Pero la tristeza se disipó en cuanto estuve a caballo.

»Esta noche me sentiré feliz también —pensaba yo—, y Linton, mi hermoso Linton, también.

»Cuando subía trotando por el jardín de las Cumbres salió a mi encuentro aquel Earnshaw, cogió las bridas y acarició el cuello de Minny, diciéndome que era un bonito animal. Parecía como si esperara que le hablase. Yo le dije que tuviera cuidado para que la jaca no le diese una coz. Él contestó, con su tosco acento habitual, que no le haría mucho daño, aunque le cocease, y echó una ojeada a sus patas, sonriendo. Fue a abrir la puerta, y mientras lo hacía me dijo, señalando a la inscripción, y con una estúpida muestra de contento:

»—Señorita Catalina, ya sé leer aquello.

»—¡Qué extraordinario! —dije. —Ya veo que se va cultivando usted.

»Él deletreó las sílabas de la inscripción: «Hareton Earnshaw."

»—¿Y las cifras? —le pregunté, al ver que se paraba.

»—Eso no lo he aprendido aún —respondió.

» ¡Qué torpe! —dije riendo.

»El muy zafio me miró con asombro, como si no supiera reírse también. No sabía distinguir si se trataba de una muestra de amistad o de una burla, pero yo le saqué de dudas aconsejándole que se fuera, ya que iba a buscar a Linton y no a él. A la luz de la luna pude verle ruborizarse. Se separó de la puerta y desapareció. Era una verdadera imagen del orgullo ofendido. Sin duda se figuraba que se había elevado a la altura de Linton por aprender a deletrear su nombre, y quedó estupefacto al ver que yo no lo apreciaba así.

—Un momento, señorita —interrumpí. —No seré yo quien la riña, pero no me complace su proceder. Si hubiera pensado que Hareton es tan primo de usted como Linton, habría comprendido que obraba usted injustamente. Por lo menos, la intención de Hareton, al procurar ponerse al nivel de Linton, ya habla mucho en su favor. Y crea que no aprendió para lucirse de ello, sino porque antes le había humillado usted por su ignorancia, y él, rectificándola, quiso hacerse grato a sus ojos. No obró usted bien burlándose de él. Si a usted la hubieran criado en las mismas condiciones que él no sería menos torpe. Era un niño inteligente y despierto, y me duele que se le desprecie sólo porque el villano de Heathcliff le haya rebajado de tal manera.

—Supongo, Elena, que no vas a ponerte a llorar por esto —exclamó la joven, sorprendida. —Espera y verás...

»—Cuando entré, Linton estaba medio tumbado. Se levantó un poco y me saludó.

»—Esta noche no me encuentro bien, querida Catalina — dijo. —Habla y yo te escucharé. Antes de irte tienes que prometerme volver de nuevo.

»Al saber que estaba enfermo, le hablé tan dulcemente como pude, procurando no incomodarle ni preguntarle nada. Yo había llevado un libro, me pidió que le leyera algo, e iba a complacerle cuando Earnshaw entró de repente cerrando la puerta con violencia. Cogió a Linton por un brazo y le arrojó al suelo bruscamente.

»—¡Lárgate a tu habitación! —profirió, con la voz airada y el rostro contraído de rabia. —Llévatela contigo, y si viene a verte, libraos bien de aparecer por aquí. ¡Fuera los dos!

»Y obligó a Linton a irse a la cocina. A mí me amenazó con el puño. Muy asustada, dejé caer el libro, y él de una patada lo lanzó fuera de la puerta, que cerró furioso detrás de nosotros. Oí una maligna risa, y al volverme distinguí junto al fuego a ese odioso José, que se frotaba las manos y decía:

» ¡Ya sabía yo que acabaría echándoles fuera! Es todo un hombre, ¡sí! Y se va espabilando... Él sabe muy bien quién debía ser el verdadero amo aquí. ¡Ja, ja, ja! Bien les ha chasqueado, ¿eh?

»—¿Adónde vamos? —pregunté a mi primo sin atender al viejo.

»Linton temblaba y se había puesto pálido. Te aseguro, Elena, que no estaba nada guapo en aquel momento. Daba miedo mirarle. Su delgado rostro y sus grandes ojos ardían de impotente furor. Pulsó el picaporte de la puerta, pero no pudo abrirla, porque estaba cerrada por dentro.

»José se echó a reír de nuevo burlonamente.

»—¡Ábreme o te mato! —rugió Linton. —¡Te mato, demonio!

»—¡Mira, mira! —dijo el criado. —Ahora es el genio del padre el que habla por su boca. ¡Claro, todos tenemos parte del padre y parte de la madre! Pero no temas, Hareton, muchacho, no te haré nada...

»Cogí las manos de Linton y quise separarle de la puerta, pero gritó de tal modo que no me atreví a insistir. De pronto, un terrible ataque de tos apagó sus gritos, echó una bocanada de sangre por la boca y cayó al suelo. Me precipité al patio, asustadísima, y llamé a Zillah. Ella dejó las vacas que estaba ordeñando y corrió hacia mí. Mientras le explicaba lo sucedido procuré atraerla junto a Linton Earnshaw, que había salido, se llevó a su cuarto al pobre enfermo. Zillah y yo le seguimos, pero Hareton me ordenó que me fuese a casa. Le contesté que él había matado a Linton, y quise entrar. Pero José cerró la puerta con llave y me preguntó si me había vuelto tan loca como mi primo. En fin: yo me quedé allí llorando, hasta que volvió la criada diciéndome que dentro de poco estaría mejor y que no había por qué llorar de aquel modo. Luego me hizo ir al salón a pesar mío.

»Yo me mesaba los cabellos, Elena. Lloré hasta abrasarme los ojos. Y ese rufián que te inspira tantas simpatías se atrevió a encararse conmigo varias veces, y hasta me ordenó callar. Le dije que iba a contárselo todo a papá, y que a él le llevarían a la cárcel y le ahorcarían, lo que le asustó mucho. Se marchó para ocultar su miedo. Me convencieron por fin de que me fuera. Cuando yo estaba a unos cien metros de la casa, él apareció de pronto y detuvo a Minny.

 

»Estoy muy disgustado, señorita Catalina —empezó a decir—, pero es que...

»Yo, temiendo que quisiera asesinarme, le di un latigazo. Me soltó y profirió horribles maldiciones. Volví a casa al galope, medio enajenada.

»Aquella noche no te vine a ver ni al día siguiente volví a Cumbres Borrascosas, aunque lo deseaba mucho. Temía oír decir que Linton había muerto, y me espantaba la idea de encontrarme con Hareton. En fin: al tercer día reuní mis fuerzas y me atreví otra vez a escaparme. Fui a pie, creyendo que podría deslizarme sin que me vieran hasta el cuarto de Linton. Pero los perros delataron mi presencia con sus ladridos. Zillah me recibió diciéndome que el muchacho estaba mucho mejor, y me llevó a su cuartito, limpio y bien alfombrado, donde encontré a Linton leyendo el libro que le llevé. Pero tenía tan mal humor que se pasó una hora sin abrir la boca, y cuando al fin lo hizo fue para decirme que yo era la culpable de todo y no Hareton. Entonces me levanté, y, sin contestarle salí. Me llamó, pero no hice caso y me fui resuelta a no visitarle más. Pero al otro día me resultaba tan penoso irme a acostar sin saber de él, que mi decisión se esfumó antes de que llegase a madurar. Cuando Miguel me preguntó si ensillaba a Minny contesté afirmativamente, y a poco galopaba hacia las colinas. Como para entrar en el patio tenía que pasar ante la fachada, no era oportuno ocultar mi presencia.

»—El señorito está en el salón —me dijo Zillah.

»Earnshaw estaba también allí, pero se fue al entrar yo.

Linton estaba medio dormido en un sillón. Le hablé gravemente y con toda sinceridad.

»—Mira, Linton: como no me aprecias y te figuras que vengo a propósito para perjudicarte, no pienso volver más. Esta es la última vez. Despidámonos, y di al señor Heathcliff que eres tú quien no me quieres ver, para que él no invente más inexactitudes...

»Siéntate y quítate el sombrero, Cati —repuso. Debías ser más buena que yo, porque eres más dichosa. Papá habla tanto de mis defectos, que no te debe extrañar que yo haya perdido la fe en mí mismo. Cuando pienso en ello siento tanto dolor y tanta decepción, que aborrezco a todos. Verdaderamente, soy despreciable y de tan pésimo carácter, que creo que harás bien en no volver, Cati. Sin embargo, no quisiera otra cosa que ser bueno y amable como tú. Seguramente lo sería si tuviera buena salud. Te has portado tan bien, que te amo tanto como si fuera digno de tu amor. No puedo impedir el mostrarte como soy; pero lo siento de verdad, me arrepiento de ello y me arrepentiré mientras viva.

»Yo comprendí que hablaba sinceramente y que debía perdonarle, aunque fuera para pelearnos un instante después. A pesar de la reconciliación, los dos nos pasamos el tiempo llorando.

Me dolía pensar en el mal carácter de Linton, que incomodaría siempre a sus amigos y le haría padecer a sí mismo.

»Desde aquella noche le visité siempre en su habitación. Su padre había regresado al día siguiente. Que yo recuerde sólo tres días hemos estado en buena relación y fuimos felices, el resto de nuestras entrevistas han transcurrido angustiosamente, ora por el egoísmo que Linton demuestra, o bien por lo que dice que sufre. Pero me he acostumbrado ya, y no me disgusto. En cuanto al señor Heathcliff, procura deliberadamente no encontrarse conmigo. El domingo, al llegar, le oí injuriar a Linton por el modo que había tenido de comportarse conmigo el día anterior. No sé cómo lo sabría, a no ser que estuviera escuchando. Linton, en efecto, me había molestado. Yo entré y le dije a Heathcliff que eso era cosa mía exclusivamente. Él se echó a reír y me contestó que se alegraba de que yo tomase la cosa de este modo. Recomendé a Linton que en lo sucesivo me dijera en voz baja las cosas que pudieran hacer creer a los demás que reñíamos.

»Ya lo has oído bien, Elena. Si dejo de ir a las Cumbres habrá dos personas que sufran. Si no se lo dices a papá y sigo yendo, nadie sufrirá nada. ¿Verdad que no se lo dirás? Sería una crueldad muy grande.

—Ya lo pensaré, señorita —repuse. —No quiero contestarle sin pensarlo.

Y lo pensé en presencia de mi amo, a quien relaté todo lo sucedido, menos el detalle de las charlas de Linton con Cati, y sin aludir a Hareton. El señor se disgustó mucho más de lo que aparentó. A la mañana siguiente supo Cati que yo había traicionado su secreto y también que las visitas se habían terminado. Lloró y rogó a su padre que se compadeciese de Linton. Lo más que pudo conseguir fue que su padre escribiera al muchacho diciéndole que podía venir a la Granja si gustaba, pero que Cati no volvería a Cumbres Borrascosas. Y creo que si hubiese sabido cuál era el carácter y el verdadero estado de salud de su sobrino, ni siquiera hubiera accedido a darle aquel pequeño consuelo.

CAPITULO VEINTICINCO

—Todo esto, señor —dijo la señora Dean—, sucedió el invierno pasado. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que un año más tarde, habría yo de distraer con el relato de ello a un forastero ajeno a la familia. Ahora que, ¿quién sabe si seguirá usted siendo un extraño siempre? Dudo mucho que sea posible ver a Cati Linton sin enamorarse de ella. Sí, sonríase, pero lo cierto es que se le nota animado cada vez que la menciono. Además, ¿por qué me ha pedido usted que cuelgue su retrato sobre la chimenea y...?

—¡Bueno, bueno, amiga mía! —repuse. —Suponga que yo me enamorase de ella. ¿Cree usted que ella se enamoraría de mí? Lo dudo, y no quiero arriesgarme. Además, yo pertenezco al mundo activo y debo volver a él. Vamos, siga contándome.

—Catalina —continuó la señora Dean— obedeció a su padre, ya que le quería a él más que a nadie. El amo le habló sin enojo, pero con la natural inquietud de quien se siente próximo a dejar lo que más quiere entre riesgos y enemigos, y en tales circunstancias, que sólo podría el objeto de su afecto tener como guía el recuerdo de sus palabras.

A mí me dijo pocos días después:

—Me hubiera agradado que mi sobrino escribiera o viniese. Dime sinceramente tu opinión sobre él, Elena. ¿Ha mejorado? ¿Puede esperarse que mejore cuando se desarrolle?

—Está muy enfermo, señor, y no es fácil que viva. Sí le puedo asegurar que no se parece a su padre. Si la señorita Cati se casase con él se dejaría llevar por ella, siempre que la señorita no extremase su indulgencia hasta la tontería. Pero ya tendrá usted tiempo de conocerle y de pensar si conviene o no... Le faltan cuatro años para ser mayor de edad.

Eduardo suspiró, y a través de la ventana miró hacia la iglesia de Gimmerton.

El sol de febrero iluminaba débilmente la tarde neblinosa, y a su luz distinguíamos confusamente los abetos y las lápidas del cementerio.

—A pesar de lo mucho que he rogado a Dios para que ello sucediera, ahora me asusto —murmuró como para sí. Creía que el recuerdo de la hora en que bajé a aquella iglesia para casarme no sería tan feliz como el pensamiento del momento en que había de yacer en la fosa. Cati me ha hecho muy feliz, Elena. He pasado dichosamente al lado suyo las veladas de invierno y los días de verano. Pero no he sido menos feliz cuando erraba entre aquellas lápidas, al lado de la vieja iglesia, en las tardes de junio, en que me sentaba junto a la tumba de su madre y pensaba en la hora en que había de ir a reunirme con ella... y ahora, ¿qué me cabe hacer en bien de Cati? Que Linton sea hijo de Heathcliff y se la lleve, no me importaría nada, si ello pudiera consolarla de mi falta. ¡Ni siquiera me importa que Heathcliff se considere triunfante! Pero si Linton es un instrumento de su padre, no puedo abandonarla en sus manos, mucho me duele hacer sufrir a Catalina, pero es preferible. ¡Hija mía! ¡Preferiría llevarla yo mismo a la tumba!

—Si usted faltase, lo que Dios no permita —contesté—, yo seguiré siendo la amiga y la consejera de Cati. Pero ella es una buena muchacha y no se empeñará en seguir el mal camino.

Avanzaba la primavera, mas mi amo no se reponía. A veces paseaba por el parque con su hija, quien lo consideraba como una señal de que su padre estaba mejor. Y pensaba que curaría al ver encendidas sus mejillas y brillantes sus ojos.

El día en que la señorita cumplía los diecisiete años, el señor no fue al cementerio. Llovía. Yo le dije:

—No irá usted esta tarde, ¿verdad?

—Este año no iré más adelante —respondió.

Escribió de nuevo a Linton indicándole que deseaba verle, y segura estoy de que si el aspecto del chico no hubiera sido calamitoso, hubiera ido. Contestó, sin duda aconsejado por Heathcliff, diciendo que éste no estaba de acuerdo con que visitase la Granja; pero que podía encontrar a su tío alguna vez que éste saliese de paseo, ya que deseaba verle. Añadía que le rogaba que no se obstinase en separarle por más tiempo de Catalina.

«No pretendo —decía con sencilla elocuencia— que Cati me visite aquí, pero le suplico que la acompañe usted alguna vez paseando hacia Cumbres Borrascosas y que nos permita hablar un poco en su presencia. No hemos hecho nada que justifique esta separación, y usted mismo lo reconoce. Querido tío, mándeme una nota mañana diciéndome en qué sitio que no sea la Granja de los Tordos quiere que nos encontremos. Espero que usted se convenza de que no tengo el carácter de mi padre. Él afirma que tengo más de sobrino de usted que de hijo suyo. Aunque mis defectos me hagan indigno de Cati, ya que ella me los perdona, usted debía seguir su ejemplo. Mi salud va mejorando; pero ¿cómo voy a curarme mientras esté rodeado de seres que no me han querido ni querrán nunca?»

A Eduardo le hubiera complacido acceder, pero no se sentía con fuerzas para acompañar a su hija. Escribió a su sobrino diciéndole que aplazasen las entrevistas para el verano, y que, entretanto, no dejase de escribirle, y que él le aconsejaría y haría en su obsequio cuanto pudiese.

Linton, de por sí, tal vez lo hubiera echado todo a perder con sus quejas; pero sin duda le vigilaba su padre, ya que el muchacho se amoldó a todo, y en sus cartas se limitaba a decir que le angustiaba mucho la separación de su prima, y que deseaba que su padre les procurase una entrevista lo antes posible, ya que, si no, pensaría que pretendía entretenerle con vanas esperanzas.

Tenía en nuestra casa una poderosa aliada en la persona de Cati, así que entre los dos acabaron convenciendo al señor de que una vez a la semana les dejase dar un paseo a caballo por los pantanos bajo mi vigilancia. Cuando llegó junio, el señor se encontraba peor aún. Cada año guardaba una parte de sus rentas para aumentar los bienes de su hija; pero sentía el natural deseo de que ella, cuando él faltase, no tuviese que abandonar la casa paterna. El mejor medio de conseguirlo era que se casase con el heredero legal. No podía suponer que el joven Linton se consumía casi tan rápidamente como él, porque como ningún médico iba a las Cumbres, no había posibilidad de saber noticia alguna del verdadero estado del muchacho. Yo misma, viendo que él hablaba de pasear a caballo por los pantanos con tanta seguridad, creí que acaso se engañasen mis suposiciones, por—que no me cabía en la cabeza que un padre tratase con tal crueldad a un hijo moribundo, como luego averigüé que Heathcliff le había tratado, empeñándose en que sus planes se realizaran antes de que la muerte del muchacho los impidiera.

CAPITULO VEINTISEIS

A principios de verano, Eduardo, aunque de mala gana, accedió a que los primos se entrevistasen. Salimos Cati y yo. El día era bochornoso y sin sol, mas no amenazaba lluvia. Nos habíamos citado en el hito de piedra de la encrucijada. Pero no encontramos a nadie allí. Llegó a corto rato un muchachito y nos dijo que el señorito Linton estaba un poco más allá y que nos agradecería muchísimo que nos acercásemos algo.

—El señorito Linton —repuse— ha olvidado que su tío puso como condición que las entrevistas fueran en terrenos de la Granja.

—Podemos hacerlo —dijo Cati— viniendo hacia aquí cuando nos encontremos.

Le avistamos a medio kilómetro de su casa, tumbado sobre los matorrales. No se levantó hasta que estuvimos muy cerca de él. Nos apeamos, y él dio unos pasos hacia nosotras. Estaba tan pálido y parecía tan débil, que no pude por menos de exclamar:

—Pero, ¡señorito Linton, hoy no está usted para pasear! Me parece que se encuentra usted muy enfermo.

Cati le miró, asombrada y entristecida, y la bienvenida que le preparaba se convirtió en una pregunta de si se hallaba peor que otras veces.

—Estoy mejor —respondió él, ahogándose, temblando, mientras le cogía la mano, como en busca de apoyo, y fijaba en ella sus ojos azules.

 

—Entonces es que has empeorado desde la última vez que te vi —insistió su prima. —Estás más delgado, y...

—Es que estoy cansado —repuso el joven. Sentémonos: hace demasiado calor para pasear. Suelo encontrarme mal por las mañanas. Papá dice que es que estoy creciendo muy deprisa.

Cati, disgustada, se sentó, y él se acomodó a su lado.

—Esto se parece al paraíso que tú anhelabas —dijo la joven, esforzándose en bromear. —¿No te acuerdas que convinimos en pasar dos días, uno como a ti te agradara y otro a mi gusto? Lo de hoy es tu ideal, aparte de que hay nubes; pero eso resulta más bonito que el sol... Si la semana que viene te encuentras bien, iremos a caballo al parque de la Granja y pondremos en práctica mi concepto del paraíso.

Se notaba que Linton no recordaba nada de lo que ella le decía, y que le costaba mucho trabajo mantener una conversación. Demostraba tal falta de interés, que Cati no podía ocultar su desilusión. La volubilidad del joven, que, con mimos y caricias, solía hacerse acreedor al cariño, se había convertido ahora en una apática dejadez. En lugar de su desgana infantil de antes, se apreciaba en él el pesimismo amargo del enfermo incurable que no quiere ser consolado y que considera insultante la alegría de los demás. Catalina reparó que él consideraba nuestra compañía más como una carga que como un placer, y no vaciló en proponer que nos marcháramos. Linton, al oírlo, cayó en una extraña agitación. Miró horrorizado en dirección de las Cumbres, y nos rogó que permaneciéramos con él media hora más.

—Yo creo —dijo Cati— que en tu casa te encontrarás mejor que aquí. Hoy no te entretienen mi conversación, ni mis canciones, ni nada... En estos seis meses te has hecho más formal que yo. Ahora, que si creyese que ello te divertía, me quedaría contigo con mucho gusto.

—Quédate un poco más, Cati —dijo el joven. —No digas que estoy mal, ni lo pienses. Es el calor y el bochorno que me abruman. Antes de llegar tú, he andado mucho. No digas al tío que me encuentro tan mal. Dile que estoy bastante bien. ¿Lo harás?

—Le diré que me lo has dicho así, Linton. Pero no puedo asegurarle que estés bien —dijo, extrañada, la señorita.

—Vuelve a verme el jueves, Cati —murmuró él, esquivando su mirada. —Y dale muchas gracias al tío por haberte dejado venir. Y, mira...: si te encuentras a mi padre, no le digas que he estado taciturno, porque se enfadaría si...

—No me importa que se enfade —repuso Cati, creyendo que el enfado sería hada ella.

—Pero a mí, sí —contestó, estremeciéndose, su primo. —No le hagas que se disguste conmigo, Cati, porque le temo.

—¿Así que es severo con usted, señorito? —intervine yo. —¿De modo que se ha cansado de ser tolerante?

Linton me miró y guardó silencio. Inclinó la cabeza sobre el pecho, y durante diez minutos le oímos suspirar. Cati se entretenía en coger arándanos, y los repartía conmigo, sin ofrecerle a él por no incomodarle.

—¿Ha transcurrido ya la media hora, Elena? —me preguntó Cati al oído. —Yo creo que no debemos quedarnos más. Linton se ha dormido, y papá nos espera.

—Tenga usted paciencia hasta que se despierte — respondí—. ¡Qué prisa tiene en irse! Tanta como impaciencia tenía por reunirse con él.

—¿Para qué quería verme? —contestó Catalina. —Yo preferiría que estuviese como antes, a pesar de su mal humor de entonces. Da la impresión de que me quiere ver únicamente por complacer a su padre. Y no me agrada venir sólo por ese motivo. Me alegro de que Linton esté mejor, pero siento que se haya vuelto menos cariñoso conmigo.

—¿Usted cree que está mejor? —pregunté.

—Creo que sí —repuso—, porque ya sabes cuánto le gustaba exhibir sus propios sufrimientos. No es que esté tan bien como me ha rogado que diga a papá, pero debe de estar mejor.

—A mí me parece, señorita —contesté —, que está mucho peor.

Linton despertó en aquel momento, sobresaltado, y preguntó si alguien le había llamado por su nombre.

—No —dijo Cati. Debes de haberlo soñado. No comprendo cómo puedes dormirte en el campo sobre todo por la mañana.

—Me pareció oír a mi padre —dijo él. —¿Estás segura de que no me ha llamado nadie?

—Segurísima —dijo su prima. —Únicamente hablamos Elena y yo acerca de ti. Dime, Linton: ¿estás en realidad más fuerte que en el invierno? Porque si lo estás, es bien seguro que me quieres menos... Anda, dime: ¿estás mejor?

Linton rompió en lágrimas al contestar:

—Sí...

Y seguía mirando a un lado y a otro, bajo la obsesión de la voz de su padre.

Cati se puso en pie.

—Tenemos que marcharnos —le afirmó—, y me voy muy decepcionada. Pero a nadie se lo diré. No te figures que por miedo al señor Heathcliff.

—¡Cállate! —murmuró Linton. Mira: Allí está.

Cogió el brazo de Cati y quiso retenerla, pero ella se soltó presurosamente y llamó a Minny, que acudió enseguida.

—¡El jueves volveré, Linton! —gritó. —¡Adiós! ¡Vamos, Elena!

Y nos fuimos. Él casi no reparó en nuestra marcha. Tanta era la preocupación que le producía la llegada de su padre.

En el camino, Cati sintió, en lugar del disgusto que la había invadido, una especie de compasión y sentimiento, combinado con dudas sobre las verdaderas circunstancias mentales y físicas en que se hallaba Linton. Yo participaba de ellas, pero le aconsejé que reservásemos nuestro juicio hasta la siguiente entrevista. El señor nos pidió que le contáramos lo sucedido. Cati se limitó a transmitirle la expresión de la gratitud de su sobrino, refiriéndose muy someramente a lo demás. Yo la imité, porque, en realidad, no sabía qué decir.

CAPITULO VEINTISIETE

Pasaron otros siete días, y en el curso de ellos el estado de salud de Eduardo Linton fue empeorando de día en día. De hora en hora se agravaba tanto como antes en un mes. Procurábamos, sin resultado, engañar a Cati. Ella adivinaba la terrible probabilidad, que de minuto en minuto se convertía en certidumbre. El jueves siguiente no se atrevió a hablar a su padre de la cita, y lo hice yo. El mundo de Cati estaba reducido a la biblioteca y a la alcoba de su padre. Su rostro, con tantas vigilias y disgustos, había palidecido. Así pues que el señor nos autorizó, gustoso, a hacer aquella excursión, que, según él pensaba, ofrecería un cambio en la vida habitual de su hija. El señor se consolaba esperando que, después que él faltase, ella no quedaría sola del todo.

Según entendí, el señor Linton creía que su sobrino se le parecía en lo moral tanto como en lo físico. Naturalmente, las cartas de Linton no hacían referencia alguna a sus propios defectos. Claro está que yo tenía la debilidad, disculpable, de no sacarle de su error, pues de nada hubiera servido amargarle sus últimos momentos con cosas que no podían remediarse.

Salimos por la tarde, una dorada tarde de agosto. La brisa de las colinas era tan saludable, que se diría que tenía el poder de hacer revivir a un moribundo. En el rostro de Cati se reflejaba el paisaje: sombra y luz brillaban a intervalos en él, pero el sol se disipaba pronto, y se notaba que su pobre corazoncito se reprochaba el haber abandonado, siquiera fuese por poco tiempo, el cuidado de su querido padre.

Vimos a Linton esperando donde la otra vez. Cati echó pie a tierra y me dijo que, como se proponía estar allí poco tiempo, valía más que yo no me apease siquiera y que me quedase allí mismo al cuidado de la jaca. Pero yo la acompañé, porque no quería alejarme ni un momento del tesoro que estaba confiado a mi custodia. Linton nos recibió con más animación que la otra vez, aunque no revelaba ni energía ni satisfacción, sino más bien temor.