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100 Clásicos de la Literatura

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Y entonces repitió una serie de calurosos elogios que el señor Elton había hecho de su amiga, sin omitir ni inventar nada; y Harriet se ruborizó y sonrió, y dijo que siempre había creído que el señor Elton era muy agradable.

El señor Elton era precisamente la persona elegida por Emma para conseguir que Harriet no pensara más en el joven granjero. Le parecía que iba a formar una magnífica pareja; sólo que una pareja demasiado evidente, natural y probable para que, para ella, tuviese demasiado mérito el planear su boda. Temía que no fuese algo que todos los demás debían pensar y predecir. Sin embargo, lo que no era probable era que a nadie más se le hubiese ocurrido antes que a ella, ya que la idea la había tenido la primera vez que Harriet fue a Hartfield. Cuanto más lo pensaba, más oportuna le parecía aquella reunión. La situación del señor Elton era la más favorable, ya que era un perfecto caballero y no tenía relación con gente inferior, y al propio tiempo no tenía familia que pudiese poner objeciones al dudoso nacimiento de Harriet. Podía ofrecer a su esposa un hogar confortable, y Emma suponía que también una posición económica decorosa; pues aunque la vicaría de Highbury no era muy grande, se sabía que poseía algunos bienes personales; y tenía muy buen concepto de él, considerándolo como un joven de buen_, carácter, juicio claro y respetabilidad, sin nada que enturbiase su comprensión o conocimiento de las cosas del mundo.

Emma estaba satisfecha de que él considerase atractiva a Harriet, y confiaba que contando con que se encontraran frecuentemente en Hartfield, en principio aquello bastaba para interesar al señor Elton; y en cuanto a Harriet, no cabía apenas duda de que la idea de ser admirada por él tendría la influencia y la eficacia que tales circunstancias suelen tener. Y es que él era realmente un joven muy agradable, un joven que debía gustar a cualquier mujer que no fuera melindrosa. Se le consideraba como muy atractivo; su persona en general era muy admirada, aunque no por ella, ya que echaba de menos una distinción en sus facciones que le era imperdonable; pero la muchacha que sentía tanto agradecimiento porque un Robert Martin recorriese unas millas a caballo para llevarle unas nueces, bien podía ser conquistada por la admiración del señor Elton.

CAPÍTULO V

-No sé qué opinión tendrá usted, señora Weston -dijo el señor Knightley-acerca de la gran intimidad que hay entre Emma y Harriet Smith, pero a mi entender no es nada bueno.

-¿Nada bueno? ¿Cree usted realmente que es algo malo? ¿Y por qué? -No creo que sea beneficioso para ninguna de las dos.

-¡Me sorprende usted! Emma puede hacer mucho bien a Harriet; y al proporcionarle un nuevo motivo de interés puede decirse que Harriet le hace un bien a Emma. Yo veo su amistad con una gran satisfacción. ¡En eso sí que opinamos de un modo distinto! ¿Y dice usted que ninguna de las dos va a salir beneficiada? Señor Knightley, sin duda éste será el comienzo de una de nuestras discusiones acerca de Emma...

-Tal vez piense que he venido con el propósito de discutir con usted sabiendo que Weston estaba ausente, y que usted debería defenderse sola.

-Sin duda alguna el señor Weston me apoyaría si estuviera aquí, porque sobre este asunto piensa exactamente lo mismo que yo. Ayer mismo hablamos de ello, y estuvimos de acuerdo en que Emma había tenido mucha suerte de que hubiera en Highbury una muchacha así que pudiera frecuentar. Señor Knightley, lo que es yo, no le admito que sea usted buen juez en este caso. Está usted tan acostumbrado a vivir solo que no sabe apreciar lo que vale la compañía; y quizá ningún hombre sería buen juez cuando se trata de valorar la satisfacción que proporciona a una mujer la compañía de alguien de su mismo sexo, después de estar acostumbrada a ello durante toda su vida. Ya me imagino la objeción que va a poner a Harriet Smith: no es una joven de tanta categoría como debería serlo una amiga de Emma. Pero por otra parte, como Emma quiere ilustrarla, para ella misma será un incentivo para leer más. Leerán juntas; sé que eso es lo que se propone.

-Emma siempre se ha propuesto leer cada vez más, desde que tenía doce años. Yo he visto muchas listas suyas de futuras lecturas, de épocas diversas, con todos los libros que se proponía ir leyendo... Y eran unas listas excelentes, con libros muy bien elegidos y clasificados con mucho orden, a veces alfabéticamente, otras según algún otro sistema. Recuerdo la lista que confeccionó cuando sólo tenía catorce años, que me hizo formar una idea tan favorable de su buen criterio que la conservé durante algún tiempo; y me atrevería a asegurar que ahora debe de tener alguna lista también excelente. Pero ya he perdido toda esperanza de que Emma se atenga a un plan fijo de lecturas. Nunca se someterá a nada que requiera esfuerzo y paciencia, una sujeción del capricho a la razón. Donde nada pudieron los estímulos de la señorita Taylor, puedo afirmar sin temor a equivocarme que nada podrá Harriet Smith. Usted nunca logró convencerla para que leyera ni siquiera la mitad de lo que usted quería; ya sabe usted que no lo consiguió.

-Yo diría -replicó la señora Weston sonriendo- que entonces opinaba así; pero desde que me casé no me es posible recordar ni un solo deseo mío que Emma haya dejado de satisfacer.

-Comprendo que no sienta usted un gran deseo de evocar recuerdos como éstos -dijo el señor Knightley vivamente.

Permaneció en silencio durante unos momentos, y en seguida añadió:

-Pero yo, que no he sufrido el efecto de sus encantos tan directamente, aún debo ver, oír y recordar. A Emma la ha perjudicado el ser la más inteligente de su familia. A los diez años tenía la desgracia de saber contestar a preguntas que dejaban desconcertada a su hermana a los diecisiete. Siempre ha sido rápida y ha estado segura de sí misma; Isabella siempre ha sido lenta e indecisa. Y siempre, desde los doce años, Emma ha sido la dueña de la casa y de todos ustedes. Con su madre perdió a la única persona capaz de hacerle frente. He heredado el talento de su madre y hubiera debido educarse bajo su autoridad.

-Señor Knightley, en bonita situación me hubiera visto de tener que depender de una recomendación suya, en caso de que hubiese tenido que dejar la familia del señor Woodhouse y buscarme otro empleo; no creo que usted hubiera hecho ningún elogio de mí a nadie. Estoy segura de que siempre me consideró como alguien poco adecuado para la misión que desempeñaba.

-Sí -dijo sonriendo-. Su lugar es éste; es usted una esposa admirable, pero no sirve en absoluto para institutriz. Pero estuvo usted preparándose para ser una excelente esposa durante todo el tiempo que estuvo en Hartfield. Usted no podía dar a Emma una educación tan completa como su capacidad parecía prometer; pero estaba usted recibiendo, precisamente de ella, una magnífica educación para la vida matrimonial en lo que se refiere a someter su voluntad a otra persona, haciendo lo que se le mandaba; y si Weston me hubiera pedido que le recomendase una esposa, sin duda alguna yo hubiese nombrado a la señorita Taylor.

-Muchas gracias. Tiene muy poco mérito ser una buena esposa con un hombre como el señor Weston.

-Verá usted, a decir verdad temo que no tenga ocasión de emplear sus dotes, y que estando dispuesta a soportarlo todo, no tenga nada que soportar. Sin embargo, no desesperemos. Weston puede llegar a sentirse molesto por llevar una vida excesivamente regalada, o quizá su hijo le dé disgustos.

-Espero que no sea así. No es probable. No, señor Knightley, no pronostique usted disgustos por esa parte.

-No, claro que no. No hago más que mencionar posibilidades. No pretendo tener la intuición de Emma para hacer predicciones y adivinar el futuro. Deseo de todo corazón que el joven pueda ser un Weston en méritos y un Churchill en fortuna. Pero Harriet Smith... como ve aún no he concluido, ni mucho menos, con Harriet Smith. A mi entender es la peor clase de amiga que Emma podía llegar a tener. Ella no sabe nada de nada, y se cree que Emma lo sabe todo. No hace más que adularla; y lo que aún es peor, la adula sin proponérselo. Su ignorancia es una continua adulación. ¿Cómo puede Emma imaginarse que tiene algo que aprender mientras Harriet ofrezca una inferioridad tan agradable? Y en cuanto a Harriet, me atrevería a decir que no puede salir beneficiada en nada de esta amistad. Hartfield sólo conseguirá que se sienta desplazada en todos los demás ambientes a los que pertenece. Adquirirá más refinamientos, pero sólo los precisos para que se sienta incómoda con aquellas personas con las que tiene que vivir por su nacimiento y su posición. Me equivocaría de medio a medio si las enseñanzas de Emma le dan más personalidad o consiguen que la muchacha se adapte de un modo más racional a las diferentes situaciones de su vida. Lo único que logrará será darle un poco de lustre.

-Yo tengo más confianza que usted en el sentido común de Emma, o quizá me preocupo más por su bienestar de ahora; porque yo no lamento esta amistad. ¡Qué buen aspecto tenía la noche pasada!

-¡Oh! Veo que habla usted de su persona y no de su vida interior, ¿no? De acuerdo; no pretendo negar que Emma sea muy bonita.

-¡Bonita! Sería más propio decir muy hermosa. ¿Concibe usted algo que se aproxime más a la belleza perfecta que Emma, que su rostro y su figura?

-No sé qué es lo que podría concebir, pero confieso que pocas veces he visto un rostro o una figura más agradados que los de ella. Pero yo soy un viejo amigo y en eso soy parcial.

-¡Y sus ojos! Ojos de verdadero color avellana, ¡y qué brillantes! ¡Y las facciones regulares, lo franco de su semblante y lo proporcionado de su cuerpo! ¡Qué aspecto más saludable y qué armoniosa silueta! Tan erguida y firme. Rebosa salud, no sólo en sus frescos colores, sino también en todo su porte, en su cabeza, en sus miradas. A veces se oye decir de un niño que es «la viva imagen de la salud»; pero a mí Emma siempre me da la impresión de ser la imagen más completa de lo saludable en pleno desarrollo. Parece la encarnación de la lozanía. ¿No le parece a usted, señor Knightley?

 

-Yo no encuentro ni un solo defecto en su persona -replicó-. Creo que es exactamente como usted la describe. Es un placer mirarla. Y yo añadiría aún este elogio: que no me parece que sea vanidosa. Teniendo en cuenta lo atractiva que es, da la impresión de que no piensa mucho en ello; su vanidad es por otras cosas. Pero yo, señora Weston, sigo manteniendo que no me complace su intimidad con Harriet Smith, y que temo que una y otra salgan perjudicadas.

-Y yo, señor Knightley, también sigo sosteniendo que confío en que eso no será un mal para ninguna de las dos. A pesar de todos sus defectillos, Emma es una muchacha excelente. ¿Puede existir una hija mejor, una hermana más afectuosa, una amiga más fiel? No, no, puede confiarse en sus virtudes; es incapaz de causar verdadero daño a alguien; no puede cometer un disparate que tenga importancia; por cada vez que Emma se equivoca hay cien veces que acierta.

-De acuerdo; no quiero importunarla más. Emma será un ángel, y yo me guardaré mis recelos hasta que John e Isabella vengan por Navidad. John siente por Emma un afecto razonable, y por lo tanto no le ciega el cariño, e Isabella siempre piensa igual que él; excepto cuando su marido no se alarma suficientemente con alguna cosa de los niños. Estoy seguro de que estarán de acuerdo conmigo.

-Ya sé que todos ustedes la quieren demasiado para ser injustos o demasiado duros con ella; pero usted me disculpará, señor Knightley, si me tomo la libertad (ya sabe que me considero con el derecho de exponer mi opinión como hubiera podido hacerlo la madre de Emma), si me tomo la libertad de indicar que no creo que se consiga ningún bien haciendo que la amistad de Harriet Smith y Emma sea materia de una larga discusión entre ustedes. Le ruego que no lo tome a mal; pero suponiendo que encontráramos algún pequeño inconveniente en esta amistad, no es de esperar que Emma, que no tiene que dar cuentas de sus actos a nadie más que a su padre, quien aprueba totalmente esa amistad, pusiera fin a ella mientras sea algo que la complazca. Han sido muchos años en los que mi misión ha sido la de dar consejos, o sea que no puede usted extrañarse, señor Knightley, de que aún me quede algún resabio.

-¡En absoluto! -exclamó-; yo se lo agradezco mucho; es un magnífico consejo, y tendrá más suerte de la que han solido tener sus consejos; porque éste será seguido.

-La señora de John Knightley se alarma fácilmente, y no quisiera que se preocupe por su hermana.

-Tranquilícese usted -dijo él-, no voy a provocar ningún alboroto. Me guardaré el mal humor. Siento un interés muy sincero por Emma. No considero a mi cuñada Isabella más hermana que ella; no siento mayor interés por ella que por Emma, y quizá ni siquiera tanto. Lo que siento por Emma es como una ansiedad, una curiosidad. Me preocupa lo que pueda ser de ella.

-También a mí, y mucho -dijo la señora Weston quedamente.

-Emma siempre dice que nunca se casará, lo cual, por supuesto, no significa absolutamente nada. Pero no creo que haya encontrado aún a un hombre que atraiga su atención. Le sería un gran bien enamorarse perdidamente de alguien que la mereciese. Me gustaría ver a Emma enamorada, sin que estuviera segura del todo de ser correspondida; le haría mucho bien. Pero por estos alrededores no hay nadie en quien pueda pensarse, y sale tan poco de casa.

-Lo cierto es que ahora me parece aún menos decidida que antes a romper esta resolución -dijo la señora Weston-; mientras sea tan feliz en Hartfield, yo no puedo desearle que se forme nuevas relaciones que crearían tantos problemas al pobre señor Woodhouse. Por el momento yo no aconsejaría a Emma que se casase, aunque le aseguro a usted que no pretendo en absoluto desdeñar el estado matrimonial.

En parte, lo que ella se proponía con todo esto era ocultar, dentro de lo posible, los proyectos que ella y el señor Weston acariciaban acerca de aquella cuestión. En Randalls existían planes respecto al futuro de Emma, pero no era conveniente que nadie sospechase nada de ellos; y cuando el señor Knightley no tardó en cambiar tranquilamente de conversación, preguntando: «¿Qué piensa Weston del tiempo? ¿Cree que vamos a tener lluvia?», se convenció de que él no tenía nada más que decir acerca de Hartfield y que no barruntaba nada de todo aquello.

CAPÍTULO VI

Emma no tenía la menor duda de que había encauzado bien la imaginación de Harriet, y de que había hecho que su instinto juvenil de vanidad se orientase hacia el buen camino, ya que advertía que la muchacha era mucho más sensible que antes al hecho de que el señor Elton fuese un hombre considerablemente atractivo y de maneras muy agradables; y como no desaprovechaba ninguna oportunidad para hacer que Harriet se convenciese de la admiración que él sentía por ella, presentándoselo de un modo sugestivo, Emma no tardó en estar segura de haber suscitado en la muchacha tanto interés como era posible; por otra parte estaba plenamente convencida de que el señor Elton estaba a punto de enamorarse, si es que ya no estaba enamorado. Emma no dudaba de los sentimientos del joven. Le hablaba de Harriet y la elogiaba con tanto entusiasmo que Emma no podía por menos de pensar que sólo con que pasase algún tiempo más todo iba a ser perfecto. El que él se diera cuenta de los sorprendentes progresos que había hecho Harriet en sus maneras desde que frecuentaba Hartfield, era una de las más gratas pruebas de su creciente interés.

-Usted ha dado a la señorita Smith todo lo que ella necesitaba -decía el joven-; le ha dado gracia y naturalidad. Cuando empezaron a tratarse ya era una muchacha muy bella, pero en mi opinión los atractivos que usted le ha proporcionado son infinitamente superiores a los que ha recibido de la naturaleza.

-Me alegra saber que usted cree que le he podido ser útil; pero Harriet sólo necesitaba un poco de orientación, recibir unas escasas, muy escasas, indicaciones. Tenía el don natural de la dulzura de carácter y de la naturalidad. Yo he hecho muy poco.

-Si fuera posible contradecir a una dama... -dijo el señor Elton, galantemente. -Yo quizá le he dado un poco más de decisión, tal vez le he hecho pensar en cosas que antes nunca se le habían ocurrido.

-Exactamente, eso es; eso es lo que más me asombra. La decisión que ha adquirido. ¡Ha tenido un magnífico maestro!

-Y yo una buena alumna, a quien le aseguro que ha sido grato enseñar; nunca había conocido a alguien con mayores disposiciones, con más docilidad.

-No lo dudo.

Y estas palabras fueron pronunciadas con una especie de viveza anhelante, que parecía ya la de un enamorado. Otro día no quedó Emma menos complacida al ver cómo secundó el joven su repentino deseo de pintar un retrato de Harriet.

-Harriet, ¿nunca te han hecho un retrato? -dijo-; ¿nunca has posado para un pintor?

En aquel momento Harriet se disponía a salir de la estancia, y sólo se detuvo para decir con una candidez un tanto afectada:

-¡Oh, querida! No, nunca.

Apenas hubo salido, Emma exclamó:

-¡Sería precioso un buen retrato suyo! Yo lo pagaría a cualquier precio. Casi me dan ganas de pintarlo yo misma. Supongo que usted lo ignoraba, pero hace dos o tres años tuve una gran afición por la pintura, y probé a hacer el retrato de varios de mis amigos, y en general me dijeron que no lo hacía mal del todo. Pero por una u otra razón, me cansé y lo dejé correr. Pero claro está que podría probar otra vez si Harriet quisiera posar para mí. ¡Sería maravilloso tener un retrato suyo!

-Permítame que le anime a hacerlo -exclamó el señor Elton-, sería precioso. Permítame que le anime, señorita Woodhouse, a ejercer sus excelentes dotes artísticas en beneficio de su amiga. Yo he visto sus dibujos. ¿Cómo podía suponer que ignoraba que fuese usted una artista? ¿No hay en este salón abundantes muestras de sus pinturas de paisajes y flores?; ¿no tiene la señora Weston en su salón de Randalls unos inimitables dibujos que son obra suya?

«Sí, hombre de Dios -pensó Emma-, pero todo eso ¿qué tiene que ver con saber reproducir el parecido de una cara? Sabes muy poco de dibujo. No te quedes en éxtasis pensando en los míos. Guárdate los éxtasis para cuando estés delante de Harriet.»

-Verá usted, señor Elton -dijo en voz alta-, si me anima usted de un modo tan amable, creo que trataré de hacer lo que pueda. Las facciones de Harriet son muy delicadas, y por eso son más difíciles de reproducir en un retrato; y tiene rasgos muy peculiares, como la forma de los ojos o el trazado de la boca, que es preciso reproducir exactamente.

-Usted lo ha dicho... La forma de los ojos y el trazado de la boca. Yo no dudo de que usted lo conseguirá. Por favor, inténtelo. Estoy seguro de que tal como usted lo haga será, para usar su propia expresión, algo precioso.

-Pero yo temo, señor Elton, que Harriet no quiera posar. Concede tan poco valor a su belleza. ¿Ha visto usted la manera en que me ha contestado? ¿Qué otra cosa quería decir si no: «Para qué hacer un retrato mío?»

-¡Oh, sí! Le aseguro que ya me he fijado. No me ha pasado por alto. Pero no dudo de que podremos convencerla.

Harriet no tardó en regresar, y casi inmediatamente se le hizo la proposición; y sus reparos no pudieron resistir mucho ante la insistencia de ambos. Emma quiso ponerse manos a la obra sin más demora, y por lo tanto fue a buscar la carpeta en donde guardaba sus bocetos, ya que ninguno de ellos estaba terminado, a fin de que entre todos decidieran cuál podía ser la mejor medida para el retrato. Les mostró sus numerosos bocetos. Miniaturas, retratos de medio cuerpo, de cuerpo entero, dibujos a lápiz y al carbón, acuarelas, todo lo que había ido ensayando. Emma siempre había querido hacerlo todo, y había sido en el dibujo y en la música donde sus progresos habían sido mayores, sobre todo teniendo en cuenta la escasa disciplina en el trabajo a la que se había sometido. Tocaba algún instrumento y cantaba; y dibujaba en casi todos los estilos; pero siempre le había faltado perseverancia; y en nada había alcanzado el grado de perfección que ella hubiese querido poseer, ya que no admitía errores. No se hacía muchas ilusiones acerca de sus habilidades musicales o pictóricas, pero no le disgustaba deslumbrar a los demás, y no le importaba saber que tenía tina fama a menudo mayor que la que merecían sus méritos.

Todos los dibujos tenían su mérito; y quizá los mejores eran los menos acabados; su estilo estaba lleno de vida; pero tanto si hubiera tenido mucho menos, como si hubiese tenido diez veces más, la complacencia y la admiración de sus dos amigos hubiera sido la misma. Ambos estaban extasiados. El parecido gusta a todo el mundo, y en este aspecto los aciertos de la señorita Woodhouse eran muy notables.

-No verá usted mucha variedad de caras -dijo Emma-. No disponía de otros modelos que los de mi familia. Aquí está mi padre (otra de mi padre), pero la idea de posar para este cuadro le puso tan nervioso que tuve que dibujarle cuando él no se daba cuenta; por eso en ninguno de estos esbozos le saqué mucho parecido. Otra vez la señora Weston, y otra y otra, ya ve. ¡Ay, mi querida señora Weston! Siempre mi mejor amiga en todas las ocasiones. Siempre que se lo pedía estaba dispuesta a posar. Esta es mi hermana; y la verdad es que recuerda mucho su silueta fina y elegante; y las facciones son bastante parecidas. Hubiera podido hacerle un buen retrato si hubiera posado más tiempo, pero tenía tanta prisa para que dibujara a sus cuatro pequeños que no había modo de que se estuviera quieta. Y aquí está todo lo que conseguí con tres de sus cuatro hijos; éste es Henry, éste es John y ésta es Bella, los tres en la misma hoja, y apenas se distinguen el uno del otro. Su madre puso tanto interés en que los dibujara que no pude negarme; pero ya sabe usted que no es posible lograr que niños de tres o cuatro años se estén quietos; y tampoco es muy fácil sacarles parecido, aparte de un vago aire personal y de la construcción de la cabeza, a no ser que tengan las facciones más- acusadas de lo que es normal en una criatura; éste es el esbozo que hice del cuarto, que aún estaba en pañales. Lo dibujé mientras dormía en el sofá, y le aseguro .que esta cabecita sonrosada se parece a la suya todo lo que puede desearse. Tenía la cabeza inclinada de un modo muy gracioso. Se le parece mucho. Estoy bastante orgullosa de mi pequeño George. El rincón del sofá está muy bien. Y aquí está mi último dibujo (y desenvolvió un esbozo muy bonito, de pequeño tamaño, que representaba a un hombre de cuerpo entero), el último y el mejor: mi cuñado, el señor John Knightley. Me faltaba muy poco para terminarlo cuando lo arrinconé en un momento de mal humor y me prometí a mí misma que no volvería a hacer más retratos. No puedo soportar que me provoquen; porque después de todos mis esfuerzos, y cuando había conseguido hacer un retrato lo que se dice muy bueno (la señora Weston y yo estuvimos totalmente de acuerdo en que se le parecía muchísimo), sólo que quizá demasiado favorecido, demasiado halagador, pero eso era un defecto muy disculpable, después de esto, llega Isabella y su opinión fue como un jarro de agua fría: «Sí, se le parece un poco; pero, desde luego, no le has sacado muy favorecido.» Y además nos costó muchísimo convencerle para que posara; como si nos hiciera un gran favor; y todo en conjunto era más de lo que yo podía resistir; de modo que no pienso terminarlo, y así se ahorrarán excusarse ante sus visitas de que el retrato no se le parezca; y como ya he dicho entonces me juré que nunca más volvería a dibujar a nadie. Pero siendo por Harriet, o mejor dicho, por mí misma, pues ahora no va a intervenir ningún matrimonio en el asunto, estoy decidida a romper mi promesa.

 

El señor Elton parecía lo que se dice muy emocionado y complacido con la idea, y repetía:

-Cierto, por el momento no va a intervenir ningún matrimonio, como usted dice. Tiene usted mucha razón. Ningún matrimonio.

E insistía tanto en ello que Emma empezó a pensar si no sería mejor dejarles solos. Pero como Harriet quería que le hicieran el retrato, decidió que la declaración podía esperar.

Emma no tardó en concretar las medidas y la modalidad del retrato. Debía ser un retrato de cuerpo entero, a la acuarela, como el del señor John Knightley, y estaba destinado, si es que complacía a la artista, a ocupar un lugar de honor sobre la chimenea.

Empezó la sesión; y Harriet sonriendo y ruborizándose, y temerosa de no saber adoptar la posición más conveniente, ofrecía a la escrutadora mirada de la artista, una encantadora mezcla de expresiones juveniles. Pero no podía hacerse nada con el señor Elton, que no paraba ni un momento, y que detrás de Emma seguía con atención cada pincelada. Ella le autorizó a ponerse donde pudiera verlo todo a plena satisfacción sin molestar; pero terminó viéndose obligada a poner fin a todo aquello y a pedirle que se pusiera en otro sitio. Entonces se le ocurrió que podía hacerle leer.

-Si fuera usted tan amable de leernos algo, se lo agradeceríamos mucho. Haría más fácil mi trabajo y distraería a la señorita Smith.

El señor Elton no deseaba otra cosa. Harriet escuchaba y Emma dibujaba en paz. Tuvo que permitir al joven que se levantara con frecuencia para mirar; era lo mínimo que podía pedírsele a un enamorado; y a la menor interrupción del trabajo del lápiz, se levantaba para acercarse a ver los progresos de la obra y quedar maravillado. No había modo de que se contrariara con un crítico tan poco exigente, ya que su admiración le hacía advertir parecidos casi antes de que fuera posible apreciarlos. Emma no hacía mucho caso de su opinión, pero su amor y su buena voluntad eran indiscutibles.

En conjunto la sesión resultó muy satisfactoria; los esbozos del primer día la dejaron lo suficientemente satisfecha como para desear seguir adelante. El parecido era evidente, había estado acertada en la elección de la postura, y como pensaba hacer unos pequeños retoques en el cuerpo, para darle un poco más de altura y hacerlo considerablemente más esbelto y elegante, tenía una gran confianza en que terminaría siendo, en todos los aspectos, un magnífico dibujo, que iba a ocupar con honor para ambas el lugar al que estaba destinado; un recuerdo perenne de la belleza de una, de la habilidad de la otra, y de la amistad de las dos; sin hablar de otras muchas gratas sugerencias, que el tan prometedor afecto del señor Elton era probable que añadiese.

Harriet tenía que volver a posar al día siguiente; y el señor Elton, como era de esperar, pidió permiso para asistir a la sesión y servirles de nuevo de lector.

-Con mucho gusto. Estaremos más que encantadas de que forme usted parte de nuestro grupo.

Al día siguiente hubo los mismos cumplidos y cortesías, el mismo éxito y la misma satisfacción, y todo ello unido a los rápidos y afortunados progresos que hacía el dibujo. Todo el mundo que lo veía quedaba complacido, pero el señor Elton estaba en un éxtasis continuo y lo defendía contra toda crítica.

-La señorita Woodhouse ha dotado a su amiga de las únicas perfecciones que le faltaban -comentaba con él la señora Weston sin tener la menor sospecha de que estaba hablando a un enamorado-. La expresión de los ojos es admirable, pero la señorita Smith no tiene esas cejas ni esas pestañas. Precisamente no tenerlas es el defecto de su cara.

-¿Usted cree? -replicó él-. Lamento no estar de acuerdo con usted. A mí me parece que hay un parecido perfecto en todos los rasgos. En mi vida he visto un parecido semejante. Hay que tener en cuenta los efectos de sombra, sabe usted.

-La ha pintado demasiado alta, Emma dijo el señor Knightley.

Emma sabía que esto era cierto, pero no estaba dispuesta a reconocerlo, y el señor Elton intervino acaloradamente.

-¡Oh, no! Claro está que no es demasiado alta, ni muchísimo menos. Tenga usted en cuenta que está sentada... lo cual naturalmente significa una perspectiva distinta... y la reducción da exactamente la idea... y piense que tienen que mantenerse las proporciones. Las proporciones, el escorzo... ¡Oh, no! Da exactamente la idea de la estatura de la señorita Smith. Desde luego, exactamente su estatura...

-Es muy bonito -dijo el señor Woodhouse-; está muy bien hecho. Igual que todos tus dibujos, querida. No conozco a nadie que dibuje tan bien como tú. Lo único que no me acaba de gustar es que la señorita Smith simule estar al aire libre y sólo lleva un pequeño chal sobre los hombros... y da la impresión de que tenga que resfriarse.

-Pero papá querido, se supone que es en verano; un día caluroso de verano. Mira él árbol.

-Sí, querida, pero siempre es expuesto permanecer así al aire libre.

-Puede usted pensar lo que quiera -exclamó el señor Elton-, pero yo debo confesar que me parece una idea acertadísima el situar a la señorita Smith al aire libre; ¡y el árbol está tratado con una gracia inimitable! Cualquier otra ambientación hubiera tenido mucho menos carácter. La ingenuidad de la postura de la señorita Smith... ¡En fin, todo! ¡Oh, es algo más que admirable! No puedo apartar los ojos del dibujo. Nunca había visto un parecido tan asombroso.

Y lo inmediato fue pensar en enmarcar el cuadro; y aquí surgieron algunas dificultades. Alguien tenía que cuidarse de ello; y debía hacerse en Londres; el encargo tenía que confiarse a una persona inteligente de cuyo buen gusto se pudiera estar seguro; y no podía pensarse en Isabella, que era quien solía ocuparse de estas cosas, ya que estaban en diciembre, y el señor Woodhouse no podía soportar la idea de hacerla salir de casa con la niebla de diciembre. Pero todo fue enterarse el señor Elton del conflicto y quedar éste resuelto. Su galantería estaba siempre alerta.