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100 Clásicos de la Literatura

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Por Highbury corrió un extraño rumor acerca de que los hijos del señor Perry habían sido vistos con un pedazo del pastel de boda de la señora Weston en la mano; pero el señor Woodhouse nunca lo hubiese creído.

CAPÍTULO III

A su manera, al señor Woodhouse le gustaba la compañía. Le gustaba muchísimo que sus amistades fueran a verle; y se sumaban una serie de factores, su larga residencia en Hartfield y su buen carácter, su fortuna, su casa y su hija, haciendo que pudiese elegir las visitas de su pequeño círculo, en gran parte según sus gustos. Fuera de este círculo tenía poco trato con otras familias; su horror a trasnochar y a las cenas muy concurridas impedían que tuviera más amistades que las que estaban dispuestas a visitarle según sus conveniencias. Afortunadamente para él, Highbury, que incluía a Randalls en su parroquia, y Donwell Abbey en la parroquia vecina -donde vivía el señor Knightley-comprendía a muchas de tales personas. No pocas veces se dejaba convencer por Emma, e invitaba a cenar a algunos de los mejores y más elegidos, pero lo que él prefería eran las reuniones de la tarde, y a menos que en alguna ocasión se le antojase que alguno de ellos no estaba a la altura de la casa, apenas había alguna tarde de la semana en que Emma no pudiese reunir a su alrededor personas suficientes para jugar a las cartas.

Un verdadero aprecio, ya antiguo, dio entrada a su casa a los Weston y al señor Knightley; y en cuanto al señor Elton, un joven que vivía solo contra su voluntad, tenía el privilegio de poder huir todas las tardes libres de su negra soledad, y cambiarla por los refinamientos y la compañía del salón del señor Woodhouse y por las sonrisas de su encantadora hija, sin ningún peligro de que se le expulsara de allí.

Tras éstos venía un segundo grupo; del cual, entre los más asiduos figuraban la señora y la señorita Bates, y la señora Goddard, tres damas que estaban casi siempre a punto de aceptar una invitación procedente de Hartfield, y a quienes se iba a recoger y se devolvía a su casa tan a menudo, que el señor Woodhouse no consideraba que ello fuese pesado ni para James ni para los caballos. Si sólo hubiera sido una vez al año, lo hubiera considerado como una gran molestia.

La señora Bates, viuda de un antiguo vicario de Highbury, era una señora muy anciana, incapaz ya de casi toda actividad, exceptuando el té y el cuatrillo. Vivía muy modestamente con su única hija, y se le tenían todas las consideraciones y todo el respeto que una anciana inofensiva en tan incómodas circunstancias puede suscitar. Su hija gozaba de una popularidad muy poco común en una mujer que no era ni joven, ni hermosa, ni rica, ni casada. La posición social de la señorita Bates era de las peores para que gozara de tantas simpatías; no tenía ninguna superioridad intelectual para compensar lo demás o para intimidar a los que hubieran podido detestarla y hacer que le demostraran un aparente respeto. Nunca había presumido ni de belleza ni de inteligencia. Su juventud había pasado sin llamar la atención, y ya de edad madura se había dedicado a cuidar a su decrépita madre, y a la empresa de hacer con sus exiguos ingresos el mayor número posible de cosas. Sin embargo era una mujer feliz, y una mujer a quien nadie nombraba sin benevolencia. Era su gran buena voluntad y lo contentadizo de su carácter lo que obraba estas maravillas. Quería a todo el mundo, procuraba la felicidad de todo el mundo, ponderaba en seguida los méritos de todo el mundo; se consideraba a sí misma un ser muy afortunado, a quien se había dotado de algo tan valioso como una madre excelente, buenos vecinos y amigos, y un hogar en el que nada faltaba. La sencillez y la alegría de su carácter, su temperamento contentadizo y agradecido, complacían a todos y eran una fuente de felicidad para ella ' misma. Le gustaba mucho charlar de asuntos triviales, lo cual encajaba perfectamente con los gustos del señor Woodhouse, siempre atento a las pequeñas noticias y a los chismes inofensivos.

La señora Goddard era maestra de escuela, no de un colegio ni de un pensionado, ni de cualquier otra cosa por el estilo en donde se pretende con largas frases de refinada tontería combinar la libertad de la ciencia con una elegante moral acerca de nuevos principios y nuevos sistemas, y en donde las jóvenes a cambio de pagar enormes sumas pierden salud y adquieren vanidad, sino una verdadera, honrada escuela de internas a la antigua, en donde se vendía a un precio razonable una razonable cantidad de conocimientos, y a donde podía mandarse a las muchachas para que no estorbaran en casa, y podían hacerse un pequeña educación sin ningún peligro de que salieran de allí convertidas en prodigios. La escuela de la señora Goddard tenía muy buena reputación, y bien merecida, pues Highbury estaba considerado como un lugar particularmente saludable: tenía una casa espaciosa, un jardín, daba a las niñas comida sana y abundante, en verano dejaba que corretearan a su gusto, y en invierno ella misma les curaba los sabañones. No era, pues, de extrañar que una hilera de a dos de unas cuarenta jóvenes la siguieran cuando iba a la iglesia. Era una mujer sencilla y maternal, que había trabajado mucho en su juventud, y que ahora se consideraba con derecho a permitirse el ocasional esparcimiento de una visita para tomar el té; y como tiempo atrás debía mucho a la amabilidad del señor Woodhouse, se sentía particularmente obligada a no desatender sus invitaciones y a abandonar su pulcra salita, y pasar siempre que podía unas horas de ocio perdiendo o ganando unas cuantas monedas de seis peniques junto a la chimenea de su anfitrión.

Éstas eran las señoras que Emma podía reunir con mucha frecuencia; y estaba no poco contenta de conseguirlo, por su padre; aunque, por lo que a ella se refería, no había remedio para la ausencia de la señora Weston. Estaba encantada de ver que su padre parecía sentirse a gusto y muy contento con ella por saber arreglar las cosas tan bien; pero la apacible y monótona charla de aquellas tres mujeres le hacía darse cuenta que cada velada que pasaba de este modo era una de las largas veladas que con tanto temor había previsto.

Una mañana, cuando creía poder asegurar que el día iba a terminar de este modo, trajeron un billete de parte de la señora Goddard que solicitaba en los términos más respetuosos que se le permitiera venir acompañada de la señorita Smith; una petición que fue muy bien acogida; porque la señorita Smith era una muchacha de diecisiete años a quien Emma conocía muy bien de vista y por - quien hacía tiempo que sentía interés debido a su belleza. Contestó con una amable invitación, y la gentil dueña de la casa ya no temió la llegada de la tarde.

Harriet Smith era hija natural de alguien. Hacía ya varios años alguien la había hecho ingresar en la escuela de la señora Goddard, y recientemente alguien la había elevado desde su situación de colegiala a la de huésped. En general, esto era todo lo que se sabía de su historia. En apariencia no tenía más amigos que los que se había hecho en Highbury, y ahora acababa de volver de una larga visita que había hecho a unas jóvenes que vivían en el campo y que habían sido sus compañeras de escuela.

Era una muchacha muy linda, y su belleza resultó ser de una clase que Emma admiraba particularmente. Era bajita, regordeta y rubia, llena de lozanía, de ojos azules, cabello reluciente, rasgos regulares y un aire de gran dulzura; y antes del fin de la velada Emma estaba tan complacida con sus modales como con su persona, y completamente decidida a seguir tratándola.

No le llamó la atención nada particularmente inteligente en el trato de la señorita Smith, pero en conjunto la encontró muy simpática -sin ninguna timidez fuera de lugar y sin reparos para hablar- y con todo sin ser por ello en absoluto inoportuna, sabiendo estar tan bien en su lugar y mostrándose tan deferente, dando muestras de estar tan agradablemente agradecida por haber sido admitida en Hartfield, y tan sinceramente impresionada por el aspecto de todas las cosas, tan superior en calidad a lo que ella estaba acostumbrada, que debía de tener muy buen juicio y merecía aliento. Y se le daría aliento. Aquellos ojos azules y mansos y todos aquellos dones naturales no iban a desperdiciarse en la sociedad inferior de Highbury y sus relaciones. Las amistades que ya se había hecho eran indignas de ella. Las amigas de quien acababa de separarse, aunque fueran muy buena gente, debían estar perjudicándola. Eran una familia cuyo apellido era Martin, y a la que Emma conocía mucho de oídas, ya que tenían arrendada una gran granja del señor Knightley, y vivían en la parroquia de Donwell, tenían muy buena reputación según creía -sabía que el señor Knightley les estimaba mucho- pero debían de ser gente vulgar y poco educada, en modo alguno propia de tener intimidad con una muchacha que sólo necesitaba un poco más de conocimientos y de elegancia para ser completamente perfecta. Ella la aconsejaría; la haría mejorar; haría que abandonase sus malas amistades y la introduciría en la buena sociedad; formaría sus opiniones y sus modales. Sería una empresa interesante y sin duda también una buena obra; algo muy adecuado a su situación en la vida; a su tiempo libre y a sus posibilidades.

Estaba tan absorta admirando aquellos ojos azules y mansos, hablando y escuchando, y trazando todos estos planes en las pausas de la conversación, que la tarde pasó muchísimo más aprisa que de costumbre; y la cena con la que siempre terminaban esas reuniones, y para la que Emma solía preparar la mesa con calma, esperando a que llegara el momento oportuno, aquella vez se dispuso en un abrir y cerrar de ojos, y se acercó al fuego, casi sin que ella misma se diera cuenta. Con una presteza que no era habitual en un carácter como el suyo que, con todo, nunca había sido indiferente al prestigio de hacerlo todo muy bien y poniendo en ello los cinco sentidos, con el auténtico entusiasmo de un espíritu que se complacía en sus propias ideas, aquella vez hizo los honores de la mesa, y sirvió y recomendó el picadillo de pollo y las ostras asadas con una insistencia que sabía necesaria en aquella hora algo temprana y adecuada a los corteses cumplidos de sus invitados.

 

En ocasiones como ésta, en el ánimo del bueno del señor Woodhouse se libraba un penoso combate. Le gustaba ver servida la mesa, pues tales invitaciones habían sido la moda elegante de su juventud; pero como estaba convencido de que las cenas eran perjudiciales para la salud, más bien le entristecía ver servir los platos; y mientras que su sentido de la hospitalidad le llevaba a alentar a sus invitados a que comieran de todo, los cuidados que le inspiraba su salud hacía que se apenase de ver que comían.

Lo único que en conciencia podía recomendar era un pequeño tazón de avenate claro como el que él tomaba, pero, mientras las señoras no tenían ningún reparo en atacar bocados más sabrosos, debía contentarse con decir:

-Señora Bates, permítame aconsejarle que pruebe uno de estos huevos. Un huevo duro poco cocido no puede perjudicar. Serle sabe hacer huevos duros mejor que nadie. Yo no recomendaría un huevo duro a nadie más, pero no tema usted, ya ve que son muy pequeños, uno de esos huevos tan pequeños no pueden hacerle daño. Señorita Bates, que Emma le sirva un pedacito de tarta, un pedacito chiquitín. Nuestras tartas son sólo de manzana. En esta casa no le daremos ningún dulce que pueda perjudicarle. Lo que no le aconsejo son las natillas. Señora Goddard, ¿qué le parecería medio vasito de vino? ¿Medio vasito pequeño, mezclado con agua? No creo que eso pueda sentarle mal.

Emma dejaba hablar a su padre, pero servía a sus invitados manjares más consistentes; y aquella noche tenía un interés especial en que quedaran contentos. Se había propuesto atraerse a la señorita Smith y lo había conseguido. La señorita Wodhouse era un personaje tan importante en Highbury que la noticia de que iban a ser presentadas le había producido tanto miedo como alegría... Pero la modesta y agradecida joven salió de la casa llena de gratitud, muy contenta de la afabilidad con la que la señorita Woodhouse la había tratado durante toda la velada; ¡incluso le había estrechado la mano al despedirse!

CAPÍTULO IV

La intimidad de Harriet Smith en Hartfield pronto fue un hecho. Rápida y decidida en sus medios, Emma no perdió el tiempo y la invitó repetidamente, diciéndole que fuese a su casa muy a menudo; y a medida que su amistad aumentaba, aumentaba también el placer que ambas sentían de estar juntas. Desde los primeros momentos Emma ya había pensado en lo útil que podía serle como compañera de sus paseos. En este aspecto, la pérdida de la señora Weston había sido importante. Su padre nunca iba más allá del plantío, en donde dos divisiones de los terrenos señalaban el final de su paseo, largo o corto, según la época del año; y desde la boda de la señora Weston los paseos de Emma se habían reducido mucho. Una sola vez se había atrevido a ir sola hasta Randalls, pero no fue una experiencia agradable; y por lo tanto una Harriet Smíth, alguien a quien podía llamar en cualquier momento para que le acompañara a dar un paseo, sería una valiosa adquisición que ampliaría sus posibilidades. Y en todos los aspectos, cuanto más la trataba, más la satisfacía, y se reafirmó en todos sus afectuosos propósitos.

Evidentemente, Harriet no era inteligente, pero tenía un carácter dulce y era dócil y agradecida; carecía de todo engreimiento, y sólo deseaba ser guiada — por alguien a quien pudiese considerar como superior. Lo espontáneo de su inclinación por Emma mostraba un temperamento muy afectuoso; y su afición al trato de personas selectas, y su capacidad de apreciar lo que era elegante e inteligente, demostraba que no estaba exenta de buen gusto, aunque no podía pedírsele un gran talento. En resumen, estaba completamente convencida de que Harriet Smith era exactamente la amiga que necesitaba, exactamente lo que se necesitaba en su casa.

En una amiga como la señora Weston no había ni que pensar. Nunca hubiera encontrado otra igual, y tampoco la necesitaba. Era algo completamente distinto, un sentimiento diferente y que no tenía nada que ver con el otro. Por la señora Weston sentía un afecto basado en la gratitud y en la estimación. A Harriet la apreciaba como a alguien a quien podía ser útil. Porque por la señora Weston no podía hacer nada; por Harriet podía hacerlo todo.

Su primer intento para serle útil consistió en intentar saber quiénes eran sus padres; pero Harriet no se lo dijo. Estaba dispuesta a decirle todo lo que supiera, pero las preguntas acerca de esta cuestión fueron en vano. Emma se vio obligada a imaginar lo que quiso, pero nunca pudo convencerse de que, de encontrarse en la misma situación, ella no hubiese revelado la verdad. Harriet carecía de curiosidad. Se había contentado con oír y creer lo que la señora Goddard había querido contarle, y no se preocupó por averiguar nada más.

La señora Goddard, los profesores, las alumnas, y en general todos Ios asuntos de la escuela formaban como era lógico una gran parte de la conversación, y a no ser por su amistad con los Martin de Abbey-Mill-Farm, no hubiera hablado de otra cosa. Pero los Martin ocupaban gran parte de sus pensamientos; había pasado con ellos dos meses muy felices, y ahora le gustaba hablar de los placeres de su visita, y describir los numerosos encantos y delicias del lugar. Emma le incitaba a charlar, divertida por esta descripción de un género de vida distinto al suyo, y gozando de la ingenuidad juvenil con la que hablaba con tanto entusiasmo de que la señora

Martin tenía «dos salones, nada menos que dos magníficos salones»; uno de ellos tan grande como la sala de estar de la señora Goddard; y de que tenía una sirvienta que ya llevaba con ella veinticinco años; y de que tenía ocho vacas, dos de ellas Alderneys, y otra de raza galesa, la verdad es que una linda vaquita galesa; y de que la señora Martin decía, ya que la tenía mucho cariño, que tendría que llamársele su vaca; y de que tenían un precioso pabellón de verano en su jardín, en donde el año pasado algún día tomaban todos el té: realmente un precioso pabellón de verano lo suficientemente grande para que cupieran una docena de personas.

Durante algún tiempo esto divirtió a Emma sin que se preocupase de pensar en nada más; pero a medida que fue conociendo mejor a la familia surgieron otros sentimientos. Se había hecho una idea equivocada al imaginarse que se trataba de una madre, una hija y un hijo y su esposa que vivían todos juntos; pero cuando comprendió que el señor Martin que tanta importancia tenía en el relato y que siempre se mencionaba con elogios por su gran bondad en hacer tal o cuál cosa, era soltero; que no había ninguna señora Martin, joven, ninguna nuera en la casa; sospechó que podía haber algún peligro para su pobre amiguita tras toda aquella hospitalidad y amabilidad; y pensó que sí alguien no velaba por ella corría el riesgo de ir a menos para siempre.

Esta sospecha fue la que hizo que sus preguntas aumentaran en número y fuesen cada vez más agudas; y sobre todo hizo que Harriet hablara más del señor Martin... y evidentemente ello no desagradaba a la joven. Harriet siempre estaba a punto de hablar de la parte que él había tomado en sus paseos a la luz de la luna y de las alegres veladas que habían pasado juntos jugando; y se complacía no poco en referir que era hombre de tan buen carácter y tan amable. Un día había dado un rodeo de tres millas para llevarle unas nueces porque ella había dicho que le gustaban mucho... y en todas las cosas ¡era siempre tan atento! Una noche había traído al salón al hijo de su pastor para que cantara para ella. A Harriet le gustaban mucho las canciones. El señor Martin también sabía cantar un poco. Ella le consideraba muy inteligente y creía que entendía de todo. Poseía un magnífico rebaño; y mientras la joven permaneció en su casa había visto que venían a pedirle más lana que a cualquier otro de la comarca. Ella creía que todo el mundo hablaba bien de él. Su madre y sus hermanas le querían mucho. Un día la señora Martin le había dicho a Harriet (y ahora al repetirlo se ruborizaba) que era imposible que hubiese un hijo mejor que el suyo, y que por lo tanto estaba segura de que cuando se casara sería un buen esposo. No es que ella quisiera casarle. No tenía la menor prisa.

-¡Vaya, señora Martin! -pensó Emma-. Usted sabe lo que se hace.

-Y cuando yo ya me hube ido, la señora Martin fue tan amable que envió a la señora Goddard un magnífico ganso; el ganso más hermoso que la señora Goddard había visto en toda su vida. La señora Goddard lo guisó un domingo e invitó a sus tres profesoras, la señorita Nash, la señorita Prince y la señorita Richardson a cenar con ella.

-Supongo que el señor Martin no será un hombre que tenga una cultura muy superior a la que es normal entre los de su clase. ¿Le gusta leer?

-¡Oh, sí! Es decir, no; bueno no lo sé... pero creo que ha leído mucho... aunque seguramente son cosas que nosotros no leemos. Lee las Noticias agrícolas y algún libro que tiene en una estantería junto a la ventana; pero de todo eso no habla nunca. Aunque a veces, por la tarde, antes de jugar a cartas, lee en voz alta algo de El compendio de la elegancia, un libro muy divertido. Y sé que ha leído El Vicario de Wakefield. Nunca ha leído La novela del bosque ni Los hijos de la abadía. Nunca había oído hablar de estos libros antes de que yo se los mencionase, pero ahora está decidido a conseguirlos lo antes posible.

La siguiente pregunta fue:

-¿Qué aspecto tiene el señor Martin?

-¡Oh! No es un hombre guapo, no, ni muchísimo menos. Al principio me pareció muy corriente, pero ahora ya no me parece tan corriente. Al cabo de un tiempo de conocerle ya no lo parece, ¿sabes? Pero ¿no le has visto nunca? Viene a Highbury bastante a menudo, y por lo menos una vez por semana es seguro que pasa por aquí a caballo camino de Kingston. Has tenido que cruzarte con él muchas veces.

-Es posible, y quizá le haya visto cincuenta veces, pero sin tener la menor idea de quién era. Un joven granjero, tanto si va a caballo como a pie es la última persona que despertaría mi curiosidad. Esos hacendados son precisamente una dase de gente con la que siento que no tengo nada que ver. Personas que estén por debajo de su clase social, con tal de que su aspecto inspire confianza, pueden interesarme; puedo esperar ser útil a sus familias de un modo u otro. Pero un granjero no necesita nada de mí, por lo tanto en cierto sentido está tan por encima de mi atención como en todos los demás está por debajo.

-Sin duda alguna. ¡Oh! Sí, no es probable que te hayas fijado en él... pero él sí que te conoce muy bien... quiero decir de vista.

-No dudo de que sea un joven muy digno. La verdad es que sé que lo es, y como a tal le deseo mucha suerte. ¿Qué edad crees que puede tener?

-El día ocho del pasado junio cumplió veinticuatro años, y mi cumpleaños es el día veintitrés... ¡exactamente dos semanas y un día de diferencia! Qué casual, ¿verdad?

-Sólo veinticuatro años. Es demasiado joven para casarse. Su madre tiene toda la razón al no tener prisa. Ahora parece ser que viven muy bien, y si ella se preocupara por casarle probablemente se arrepentiría. Dentro de seis años si conoce a una buena muchacha de su misma clase con un poco de dinero, la cosa podría ser muy conveniente.

-¡Dentro de seis años! Pero, querida Emma, ¡él entonces ya tendrá treinta años!

-Bueno, ésa es la edad a la que la mayoría de los hombres que no han nacido ricos tienen que esperar para casarse. Supongo que el señor Martin aún tiene que labrarse un porvenir; y antes de eso no puede hacerse nada. Por mucho dinero que heredase al morir su padre, por importante que sea su parte en la propiedad de la familia me atrevería a decir que todo no está disponible, que está empleado en el rebaño; y aunque con laboriosidad y buena suerte dentro de un tiempo puede hacerse rico, es casi imposible que ahora lo sea.

-Desde luego tienes razón. Pero viven muy bien. No tienen ningún criado en la casa, pero no les falta nada, y la señora Martin habla de contratar a un mozo para el año próximo.

-Harriet, no quisiera que te encontraras con dificultades cuando él se case; me refiero a tus relaciones con su esposa, pues aunque sus hermanas hayan recibido una educación superior y no pueda objetárseles nada, eso no quiere decir que él no pueda casarse con alguien que no sea digno de alternar contigo. La desgracia de tu nacimiento debería hacerte aún más cuidadosa con la gente que tratas. No cabe ninguna duda de que eres la hija de un caballero y debes mantenerte en esta categoría por todos los medios a tu alcance, o de lo contrario serán muchos los que se complacerán en rebajarte.

 

-Sí, sí, tienes razón, supongo que hay gente así. Pero mientras YO frecuente Hartfield y tú seas tan amable conmigo no tengo miedo de lo que otros puedan hacer.

-Harriet, comprendes muy bien lo que influyen las amistades; Pero yo quisiera verte tan sólidamente establecida en la sociedad que fueras independiente in luso de Hartfield y de la señorita Woodhouse. Quiero verte bien relacionada y ello de un modo permanente... y para eso sería aconsejable que tuvieses tan pocas amistades inferiores como fuera posible; y por lo tanto lo que te digo es que si aún sigues en la comarca cuando el señor Martin se case, sería preferible que tu intimidad con sus hermanas no te obligara a relacionarte con su esposa, que probablemente será la hija de un simple granjero, sin ninguna educación.

-Desde luego. Sí. Pero no creo que el señor Martin se case con alguien que no tenga un poco de educación y que no sea de buena familia. Sin embargo, no quiero decir con eso que te contradiga, yo estoy segura de que no sentiré ningún deseo de conocer a su esposa. Siempre tendré mucho afecto a sus hermanas, sobre todo a Elizabeth, y sentiría mucho dejar de tratarlas, porque han recibido tan buena educación como yo. Pero si él se casa con una mujer vulgar y muy ignorante claro está que haría mejor en no visitarla, si puedo evitarlo.

Emma estuvo analizándola a través de las fluctuaciones de este razonamiento y no vio en ella síntomas alarmantes de amor. El joven había sido su primer admirador, pero ella confiaba que las cosas no habían pasado de ahí, y que no habrían dificultades muy grandes por parte de Harriet como para oponerse al partido que ella pensaba proponerle.

Al día siguiente se encontraron con el señor Martin mientras paseaban por Donwell Road. Él iba a pie, y tras mirar respetuosamente a Emma, miró a su compañera con una satisfacción no disimulada. Emma no lamentó disponer de esta oportunidad para estudiar sus reacciones; y se adelantó unas cuantas yardas, mientras ellos hablaban y su aguda mirada no tardó en formarse una idea suficiente acerca del señor Robert Martin. Su aspecto era muy pulcro y parecía un joven juicioso, pero su persona carecía de otros encantos; y cuando lo comparó mentalmente con otros caballeros, pensó que era forzoso que perdiese todo el terreno que había ganado en el corazón de Harriet. Harriet no era insensible a las maneras distinguidas, y le había llamado la atención la cortesía del padre de Emma, de la que hablaba con admiración, maravillada. Y parecía que el señor Martin no supiera ni lo que eran las buenas maneras.

Sólo estuvieron juntos unos pocos minutos, ya que no podían hacer esperar a la señorita Woodhouse; y entonces Harriet alcanzó corriendo a su amiga, tan confusa y con una sonrisa en el rostro, que la señorita Woodhouse no tardó en interpretar debidamente.

-¡Piensa lo casual que ha sido el encontrarle! ¡Qué coincidencia! Me ha dicho que ha sido mucha casualidad que no haya ido a dar la vuelta por Randalls. Él no sabía que paseáramos por aquí. Creía que la mayoría de los días paseábamos en dirección a Randalls. Aún no ha podido conseguir un ejemplar de La novela del bosque. La última vez que estuvo en Kingston estaba tan ocupado que se olvidó por completo, pero mañana volverá allí. ¡Qué casualidad que le hayamos encontrado! Bueno, dime, ¿es como tú creías? ¿Qué te ha parecido? ¿Te parece muy vulgar?

-Desde luego lo es, y bastante; pero eso no es nada comparado con su absoluta falta de «dase»; no tenía por qué esperar mucho de él, y la verdad es que no me hacía muchas ilusiones; pero no suponía que fuese tan basto, de tan poca categoría. Confieso que le imaginaba un poco más refinado.

-Desde luego -dijo Harriet, en un tono de contrariedad-, no tiene los modales de un verdadero caballero.

-Me parece, Harriet, que desde que tratas con nosotros has tenido muchas ocasiones de estar en compañía de verdaderos caballeros, y que debe llamarte la atención la diferencia entre éstos y el señor Martin. En Hartfield has conocido a modelos de hombres bien educados y distinguidos. Me sorprendería si ahora que los conoces pudieras tratar al señor Martin sin darte cuenta de que es muy inferior, y más bien asombrándote de que antes hubieras podido considerarlo como una persona agradable. ¿No empiezas a sentir algo así? ¿No te ha llamado la atención esto? Estoy segura de que has tenido que reparar en su aspecto desmañado, en sus modales bruscos y en la rudeza de su voz, que incluso desde aquí se advertía que no tenía la menor modulación.

-Desde luego no es como el señor Kníghtley. No tiene un aire tan distinguido como él, ni sabe andar como el señor Knightley. Veo muy bien la diferencia. Pero el señor Knightley ¡es un hombre tan elegante!

-El señor Knightley es tan distinguido que no me parece bien compararle con el señor Martin. Entre den caballeros no encontrarías uno que mereciera tan bien este nombre como el señor Knightley. Pero no es el único caballero a quien has tratado en estos últimos tiempos. ¿Qué me dices del señor Weston y del señor Elton? Compara al señor Martin con cualquiera de los dos. Compara sus maneras; su modo de andar, de hablar, de guardar silencio. Tienes que ver la diferencia.

-¡Oh, sí! Hay una gran diferencia. Pero el señor Weston es casi un viejo. El señor Weston debe de tener entre cuarenta y cincuenta años.

-Lo cual aún da más mérito a sus buenas maneras. Harriet, cuanta más edad tiene una persona más importante es que tenga buenas maneras... y es más notoria y desagradable cualquier falta de tono, grosería o torpeza. Lo que es tolerable en la juventud, es imperdonable en la edad madura. Ahora el señor Martin es rudo y desmañado; ¿cómo será cuando tenga la edad del señor Weston?

-Eso nunca puede decirse -replicó Harriet con cierto énfasis.

-Pero es bastante fácil de adivinar. Será un granjero tosco y completamente vulgar, que no se preocupará lo más mínimo por las apariencias y que sólo pensará en lo que gana o deja de ganar.

-Si es así, la verdad es que no será muy atractivo.

-Hasta qué punto, incluso ahora, le absorben sus ocupaciones, se advierte por el hecho de que haya olvidado buscar el libro que le recomendaste. Estaba tan preocupado por sus negocios en el mercado que no ha pensado en nada más...

que es precisamente lo que debe hacer un hombre que quiera prosperar. ¿Qué tiene él que ver con los libros? Y yo no dudo de que prosperará y de que con el tiempo llegará a ser muy rico... y el que sea un hombre poco refinado y de pocas letras no tiene por qué preocuparnos.

-Me extraña que se olvidara del libro -fue todo lo que respondió Harriet, y en su voz había un matiz de profunda contrariedad en la que Emma no quiso intervenir. Por lo tanto, dejó pasar unos minutos en silencio, y luego recomenzó:

-En cierto aspecto quizá las maneras del señor Elton son superiores a las del señor Knightley o el señor Weston; son más delicadas. Podrían considerarse como más modélicas que las de los otros. En el señor Weston hay una franqueza, una vivacidad, casi una brusquedad, que en él todo el mundo encuentra bien porque responden a lo expansivo de su carácter... pero que no deberían ser imitadas. Y lo mismo ocurre con la llaneza, ese aire resuelto e imperioso del señor Knightley, aunque a él le siente muy bien; su rostro y su aspecto físico, e incluso su situación en la vida, parecen permitírselo; pero si cualquier joven se pusiera a imitarle resultaría insufrible. Por el contrario, a mi entender, a un joven podría recomendársele muy bien que tomase por modelo al señor Elton. Tiene buen carácter, es alegre, amable y cortés. Y me parece que en estos últimos tiempos se muestra especialmente amable. No sé si tiene el propósito de llamar la atención de alguna de las dos, Harriet, redoblando sus amabilidades, pero me sorprende que sus maneras sean aún más delicadas de lo que eran antes. Si algo se propone tiene que ser agradarte. ¿No te dije lo que había dicho de ti el otro día?